Canción de amor

 

¿Cómo sujetar mi alma para
que no roce la tuya?
¿Cómo debo elevarla
hasta las otras cosas, sobre ti?
Quisiera cobijarla bajo cualquier objeto perdido,
en un rincón extraño y mudo
donde tu estremecimiento no pudiese esparcirse.

Pero todo aquello que tocamos, tú y yo,
nos une, como un golpe de arco,
que una sola voz arranca de dos cuerdas.
¿En qué instrumento nos tensaron?
¿Y qué mano nos pulsa formando ese sonido?
¡Oh, dulce canto!

Entrada

 

Quienquiera que tú seas: al atardecer sal
de tu cuarto, en el cual lo sabes todo;
ante la lejanía está tu casa
como el final: quienquiera que tú seas.
Como tus ojos que apenas, fatigados,
del consumido umbral pueden librarse,
levantas muy despacio un árbol negro
poniéndolo ante el cielo: esbelto, solo.
Y has hecho el mundo. Y es grande, y es como
una palabra que aun en silencio madura.
Y según tu querer comprende su sentido
se desasen tus ojos tiernamente…

La pantera

 

Su mirada se ha cansado de tanto observar
esos barrotes ante sí, en desfile incesante,
que nada más podría entrar ya en ella.
Le parece que sólo hay miles de barrotes
y que detrás de ellos ningún mundo existe.

Mientras avanza dibujando una y otra vez
con sus pisadas círculos estrechos,
el movimiento de sus patas hábiles y suaves
va mostrando una rotunda danza,
en torno a un centro en el que sigue alerta
una imponente voluntad.

Sólo a veces, permite en silencio, la apertura
de los cortinajes que ocultaban sus pupilas;
y cruza una imagen hacia adentro,
se desliza a través de los tensos músculos
cae en su corazón, se desvanece y muere.

Por ti

 

Por ti, para que tú un día llegaras,
¿no respiraba yo a media noche
el flujo que ascendía de las noches?
Porque esperaba, con magnificencias
casi inagotables, saciar tu rostro
cuando reposó una vez contra el mío
en infinita suposición.
Silencioso se hizo espacio en mis rasgos;
para responder a tu gran mirada
se espejaba, se ahondaba mi sangre.
¡Qué expresión fue sembrada en mi interior
para que, cuando crece tu sonrisa,
proyecte sobre ti espacio cósmico!
Pero tú no vienes, o vienes demasiado tarde.
Precipitaros, ángeles, sobre este
linar azul. ¡Segad, segad, oh ángeles!

Ofrenda

 

¡Oh, cómo florece mi cuerpo, desde cada vena,
con más aroma, desde que te reconozco!
Mira, ando más esbelto y más derecho,
y tú tan sólo esperas… ¿pero quién eres tú?

Mira; yo siento cómo distancio,
cómo pierdo lo antiguo, hoja tras hoja.
Sólo tu sonrisa permanece como muchas estrellas
sobre ti, y pronto también sobre mí.

A todo aquello que a través de mi infancia
sin nombre aún refulge, como el agua,
le voy a dar tu nombre en el altar
que está encendido de tu pelo
y rodeado, leve, con tus pechos.

Las rosas

 

Si tu frescura a veces nos sorprende tanto
dichosa rosa,
es que en ti misma, por dentro,
pétalo contra pétalo, descansas.

Conjunto bien despierto cuyo centro
duerme, mientras se tocan, innumerables,
las ternuras de ese corazón silencioso
que suben hasta la extrema boca.

De un abril

 

Otra vez huele el bosque,
se ciernen las alondras, elevándose
con el cielo, que estaba pesado en nuestros hombros;
cierto es que se veía por las ramas el día
qué vacío que estaba;
pero tras de lluviosas tardes largos
vienen las horas nuevas,
soleadas de oro,
huyendo de las cuales, en fachadas lejanas,
todas las desgarradas
ventanas temerosas agitan sus batientes.
Luego se hace la calma. Hasta la lluvia
cae más queda en el brillo de la piedra, que en paz
se ensombrece. Los ruidos enteros se agazapan
en los fúlgidos brotes de las yemas.

Día de Otoño

 

Señor: es hora. Largo fue el verano.
Pon tu sombra en los relojes solares,
y suelta los vientos por las llanuras.

Haz que sazonen los últimos frutos;
concédeles dos días más del sur,
úrgeles a su madurez y mete
en el vino espeso el postrer dulzor.

No hará casa el que ahora no la tiene,
el que ahora está solo lo estará siempre,
velará, leerá, escribirá largas cartas,
y deambulará por las avenidas,
inquieto como el rodar de las hojas.

Sepulcro de una muchacha joven

 

Lo recordamos todavía. Es como si todo esto
tuviera que ser una vez más.

Como un árbol en la costa de los limones
llevabas tus pequeños pechos leves
hacia adentro del murmullo de su sangre
de aquel dios.

Y era tan esbelto
fugitivo, el que mima a las mujeres.

Dulce y ardiente, cálido como tu pensamiento,
cubriendo con su sombra tu flanco juvenil
e inclinado como tus cejas.

 

 

Traducción de Jaime Ferreiro Alemparte

Todos cuantos te buscan te tientan

 

Todos cuantos te buscan te tientan.
Y quienes te encuentran te atan
al gesto ya la imagen.

Yo en cambio quiero comprenderte
como te comprende la tierra;
con mi madurar
madura tu reino.

No quiero de ti vanidad alguna
que te demuestre.

Sé que el tiempo
no se llama como tú.

No hagas por mí milagros.
Da la razón a tus leyes
que de generación en generación
se tornan más visibles.

 

 

Traducción de Adrian Kovacsics

La enamorada

 

Sí, de ti tengo anhelo. Me resbalo
de la mano, perdiéndome a mí misma,
sin esperanza de disputar eso
que, como de tu lado, llega a mí
serio, sin desviar, sin relación.

…aquellos tiempos: ¡Cómo fui Una Sola Cosa,
nada que diera voces, y que me traicionara;
mi silencio. Era igual que el de una piedra
por la que arrastra el río su murmullo!

Pero dentro de mí, en estas semanas
de primavera, hay algo que se ha abierto despacio
saliendo del oscuro año inconsciente.
Algo ha entregado mi caliente vida
en la mano de alguno que no sabe
que yo existía ayer.

Rainer Maria Rilke, Praga, 1875-1926

Soneto IX

 

Tan sólo aquel que levantó la lira,
incluso entre las sombras,
puede expresar, entre presentimientos,
la alabanza infinita.

Tan sólo aquel que comió con los muertos
la adormidera, la de ellos,
no volverá a perder
el más leve sonido.

Aunque el reflejo del estanque
se desvanezca muchas veces:
sabe la imagen.

Sólo en el reino doble
se volverán las voces
eternas y suaves.

Soneto XXII

 

Somos hombres inquietos.
Pero el paso del tiempo
no es más que pequeñez
en lo eternamente perdurable.

Todo lo que apremia
pronto habrá pasado;
pues sólo es capaz de consagrarnos
lo que permanece.

Oh, no pongáis, muchachos,
el valor en la urgencia
ni en el querer volar.

Está todo en reposo:
la sombra y también la claridad,
la escritura y la flor.

Soneto XIII

 

Adelántate a toda despedida, como si la hubieras dejado
atrás, como el invierno que se está marchando.
Pues bajo los inviernos hay uno tan infinitamente invierno
que, si lo pasas, tu corazón resistirá.

Sé siempre muerto en Eurídice, cantando sube,
ensalzando regresa a la pura relación.
Aquí, entre los que se desvanecen, en el reino de lo que declina,
sé una copa sonora que con sólo sonar se rompió.

Sé, y sabe al mismo tiempo la condición del no-ser,
el infinito fondo de tu íntima vibración
para que la lleves al cabo del todo, esta única vez.

A las reservas de la Naturaleza en plenitud, a las usadas
como a las sordas y mudas, a las indecibles sumas,
añádete jubiloso y aniquila el número.

Primera Elegía

 

¿Quién, si yo gritara, me escucharía entre las órdenes
angélicas? Y aun si de repente algún ángel
me apretara contra su corazón, me suprimiría
su existencia más fuerte. Pues la belleza no es nada
sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces
de soportar, lo que sólo admiramos porque serenamente
desdeña destrozarnos. Todo ángel es terrible.
Así que me contengo, y me ahogo el clamor de la garganta
tenebrosa. Ay, ¿quién de veras podría ayudarnos? No
los ángeles, no los hombres, y ya saben los astutos
animales que no nos sentimos muy seguros en casa,
dentro del mundo interpretado. Nos queda quizás
algún árbol en la loma, al cual mirar todos los días;
nos queda la calle de ayer y la demorada lealtad
de una costumbre, a la que le gustamos, y permaneció,
y no se fue. Oh, y la noche, y la noche, cuando el viento
lleno de espacio cósmico nos roe la cara:
¿Para quién no permanecería aquélla, la anhelada,
la tierna desengañadora, ahí, dolorosamente próxima
al corazón solitario? ¿Es más suave con los amantes?
Ay, ellos sólo se ocultan uno a otro su suerte.
¿Todavía no lo sabes? Arroja el espacio que abarquen
tus brazos hacia los espacios que respiramos; quizá
los pájaros sientan el aire ensanchado con un vuelo más íntimo.

Sí, las primaveras de veras te necesitaban. Varias
estrellas te pedían que las rastrearas. Se alzaba
en el pasado una ola hacia ti, o cuando pasabas
por una ventana abierta, se te entregaba un violín.
Todo esto era una misión, ¿pero fuiste capaz de cumplirla?
¿No estabas siempre distraído por la esperanza, como
si todo ello te anunciara a una amada?
¿Dónde intentas alojarla, si en ti los grandes pensamientos extraños
entran y salen, y con frecuencia se quedan durante la noche?.
Pero si sientes anhelos, canta pues a las amantes; no es,
en absoluto, suficientemente inmortal su famoso
sentimiento. Aquéllas que casi envidias, las abandonadas,
las encuentras mucho más amantes que las saciadas.
Empieza siempre de nuevo la alabanza siempre inalcanzable.
Piensa: el héroe sigue en pie, aun el ocaso fue para él
sólo un pretexto para ser: su último nacimiento.
Pero a las amantes la exhausta naturaleza las recoge
en su seno, como si no hubiera fuerzas para lograr esto
dos veces. ¿Has pensado lo suficiente en Gaspara Stampa,
y lo que puede sentir cualquier chica a quien el amado
abandonó, frente a tan elevado ejemplo de mujer amante:
¿Llegaré a ser como ella? ¿Estos, los más antiguos
dolores, no deberán, por fin, darnos fruto? ¿No es
tiempo ya de que, al amar, nos liberemos del amado y,
temblorosos, resistamos, como la flecha resiste al arco,
para ser, unidos en el salto, algo más que la sola
flecha? Porque el permanecer está en ninguna parte.

Voces, voces. Corazón mío, escucha, como sólo los santos
escuchaban; la enorme llamada los alzaba del suelo;
pero ellos seguían de rodillas, de modo imposible,
sin darse cuenta: de tal manera escuchaban. No
que pudieras soportar la voz de Dios, lejos de eso, pero
escucha el soplo, las noticia incesante que se forma
del silencio. Murmura hasta ti desde aquellos que han
muerto jóvenes. ¿Acaso su destino no se dirigió siempre
tranquilamente a ti, en Roma y Nápoles, cuando entrabas
en alguna iglesia? O una inscripción sublime se grababa
para ti, como hace poco la lápida de Santa María Formosa?
¿Qué quieren de mí? Debo apartar en silencio
la apariencia de injusticia que a veces estorba un poco
el puro movimiento de sus espíritus.

Realmente es extraño ya no habitar la tierra,
ya no ejercitar las costumbres apenas aprendidas;
a las rosas, y a otras cosas particularmente promisorias,
ya no darles el significado del futuro humano; ya no ser
aquél que uno fue en interminables manos angustiadas
y hasta hacer a un lado el propio nombre, como un juguete
roto. Extraño, ya no seguir deseando los deseos. Extraño,
ver todo lo que tenía sus propias relaciones, aletear
tan suelto en el espacio. Y estar muerto es doloroso,
y lleno de recuperación, de modo que uno rastree
lentamente un poco de eternidad. Pero todos los vivos
cometen el mismo error de diferenciar demasiado
tajantemente. Los ángeles (se dice) con frecuencia no
sabrían si andan entre los vivos o entre los muertos.
La corriente eterna arrastra siempre consigo todas
las edades a través de las dos zonas y atruena sobre ambas.

Finalmente ya no nos necesitan, los que partieron
temprano, uno se desteta dulcemente de lo terrestre, como
uno se emancipa con ternura de los senos de la madre.
Pero nosotros, que necesitamos tan grandes secretos,
nosotros que tan frecuentemente obtenemos del duelo
progresos dichosos, ¿podríamos existir sin ellos?
¿Es inútil el mito de que, en la antigüedad, durante
las lamentaciones fúnebres por Linos,
una atrevida música primitiva se abrió paso en la árida materia
inerte; y entonces, por primera vez, en el espacio
sobresaltado, en el que un muchacho casi divino de pronto
se perdió para siempre, el vacío produjo esa vibración
que ahora nos entusiasma y nos consuela y ayuda?

 

De «Las Elegías de Duíno» 1922 | Versión de Jaime Ferrero Alemparte

Segunda Elegía

 

Todo ángel es terrible. Y sin embargo, ay, los invoco
a ustedes, casi mortíferos pájaros del alma, sé quiénes
son ustedes. Los días de Tobías, ¿dónde quedaron?,
cuando uno de los más radiantes apareció en el umbral
sencillo de la casa un poco disfrazado para el viaje,
ya no tremendo (muchacho para el muchacho,
que se asomó, curioso). Si ahora avanzara el arcángel,
el peligroso, desde atrás de las estrellas, un solo paso,
que bajara y se acercara: el propio corazón, batiendo
alto, nos mataría. ¿Quién es usted?
Tempranos afortunados, ustedes, los mimados
de la creación, cadena de cumbres, cordillera roja
del amanecer de todo lo creado -polen de la divinidad
floreciente, coyunturas de la luz, corredores,
escalones, tronos, espacios del ser, escudos
deliciosos, tumultos del sentimiento tormentosamente
arrebatado, y de pronto, individualizados, espejos,
ustedes, los que recogen nuevamente en sus propios
rostros, la propia belleza que han irradiado.

Porque nosotros, siempre que sentimos, nos evaporamos;
ay, nosotros nos exhalamos a nosotros mismos,
nos disipamos; de ascua en ascua soltamos un olor cada
vez más débil. Probablemente alguien nos diga: Sí,
entras en mi sangre; este cuarto, la primavera se llena
de ti…, ¿de qué sirve? Él no puede retenernos,
nos desvanecemos en él y en torno suyo.
Y aquellos que son hermosos, oh, ¿quién los retiene?
Incesantemente la apariencia llega y se va de sus
rostros. Como rocío de la hierba matinal se esfuma
de nosotros lo que es nuestro, como el calor
de un plato caliente. Oh, sonrisa ¿a dónde? Oh,
mirada a lo alto: nueva, cálida, fugitiva
ola del corazón; sin embargo, ay, somos eso. ¿Entonces
el firmamento, en el que nos disolvemos, sabe
a nosotros? ¿De veras los ángeles recapturan solamente
lo suyo, lo que han irradiado, o a veces, como
por descuido, hay algo nuestro en todo ello? ¿Estamos
tan entremezclados en sus facciones, como la vaga
expresión en los rostros de las mujeres preñadas?
Ellos no lo advierten en el torbellino de su regreso
a sí mismos. (¿Cómo habrían de advertirlo?).

Los amantes podrían, si lo comprendieran,
hablar extrañamente en el aire nocturno. Pues parece
que todo nos oculta. Mira, los árboles son; las casas
que habitamos permanecen todavía. Sólo nosotros pasamos
de largo sobre todas las cosas como un cambio
de vientos. Y todo se une para acallarnos, mitad
por vergüenza quizás, y mitad por esperanza indecible.

Amantes, a ustedes, satisfechos el uno en el otro,
les pregunto por nosotros. Ustedes, los que se aferran
a sí mismos. ¿Tienen pruebas? Miren, me ha ocurrido que
mis manos se reconozcan entre sí, o que mi rostro ajado
se refugie en ellas. Eso me da cierta sensación. ¿Pero
quién, sólo por eso, se atrevió a creer que de veras
es? Sin embargo ustedes, los que crecen el uno
en el arrobo del otro, hasta que él suplica, abrumado:
“Basta”; ustedes, los que crecen, bajo sus recíprocas
manos, más exuberantes, como años de grandes uvas;
los que mueren a veces, sólo porque el otro se ha
expandido demasiado; a ustedes les pregunto por nosotros.
Sé que se tocan tan dichosamente porque la caricia
retiene, porque no desaparece el sitio que ustedes,
los tiernos, ocupan; porque, debajo de todo ello, ustedes
sienten la duración pura. Ustedes, de sus abrazos,
por ello, casi se prometen eternidad. Sin embargo, cuando
ya se han sostenido el sobresalto de la primera mirada,
y ya ocurrieron las ansias junto a la ventana
y del primer paseo juntos, una vez, por el jardín:
Ustedes, amantes, ¿siguen todavía entonces siendo
los mismos? Cuando el uno alza al otro hasta su boca
y se unen -bebida con bebida-: ¡oh, de qué manera
tan extraña el bebedor entonces se escapa de su función!

¿No se asombraron ustedes, en las estelas áticas,
de la prudencia de los gestos humanos? El amor
y la despedida, ¿no fueron puestos demasiado
ligeramente sobre los hombros, como si se tratara
de seres hechos de otra materia que nosotros?
Recuerden las manos, cómo se posan sin presión, aunque
hay vigor en los torsos. Estos dueños de sí mismos
lo sabían: Hasta aquí, nosotros; esto es lo nuestro,
tocarnos así; que los dioses nos aprieten
con mayor fuerza. Pero eso es cosa de los dioses.
Si nosotros encontráramos también una pura, contenida,
estrecha, humana franja de huerto, nuestra, entre
río y roca. Pues nuestro propio corazón nos excede
tanto como a aquéllos. Y ya no podemos mirarlo
a través de imágenes que lo sosieguen, ni a través
de cuerpos divinos, en los que se contenga más.

 

 

De «Las Elegías de Duíno» 1922 | Versión de Jaime Ferrero Alemparte

Las rosas

 

Si tu frescura a veces nos sorprende tanto
dichosa rosa,
es que en ti misma, por dentro,
pétalo contra pétalo, descansas.

Conjunto bien despierto cuyo centro
duerme, mientras se tocan, innumerables,
las ternuras de ese corazón silencioso
que suben hasta la extrema boca.

De un abril

 

Otra vez huele el bosque,
se ciernen las alondras, elevándose
con el cielo, que estaba pesado en nuestros hombros;
cierto es que se veía por las ramas el día
qué vacío que estaba;
pero tras de lluviosas tardes largos
vienen las horas nuevas,
soleadas de oro,
huyendo de las cuales, en fachadas lejanas,
todas las desgarradas
ventanas temerosas agitan sus batientes.
Luego se hace la calma. Hasta la lluvia
cae más queda en el brillo de la piedra, que en paz
se ensombrece. Los ruidos enteros se agazapan
en los fúlgidos brotes de las yemas.

Día de Otoño

 

Señor: es hora. Largo fue el verano.
Pon tu sombra en los relojes solares,
y suelta los vientos por las llanuras.

Haz que sazonen los últimos frutos;
concédeles dos días más del sur,
úrgeles a su madurez y mete
en el vino espeso el postrer dulzor.

No hará casa el que ahora no la tiene,
el que ahora está solo lo estará siempre,
velará, leerá, escribirá largas cartas,
y deambulará por las avenidas,
inquieto como el rodar de las hojas.

Rainer Maria Rilke, Praga, 1875-1926

Un día te tomé entre mis brazos

 

Un día tomé entre mis manos
tu rostro. Sobre él caía la luna.
El más increíble de los objetos
sumergido bajo el llanto.
Como algo solícito, que existe en silencio,
tenía que durar casi como una cosa.
y con todo nada había en la fría noche
que más infinitamente se me escapara.
Oh, porque desembocamos en estos lugares,
se apresuran hacia la pequeña superficie
todas las ondas de nuestro corazón,
voluptuosidad y desfallecimiento,
y al fin, ¿a quién ofrecemos todo esto?
Ay, al extraño, que nos ha malentendido,
ay, a aquel otro, que nunca hemos encontrado,
a aquellos siervos, que nos han maniatado,
a los vientos de primavera, que se han desvanecido,
ya la quietud, la perdedora.

 

Versión de Jaime Ferrero Alemparte

Canciones de los Ángeles

 

No he soltado a mi ángel mucho tiempo,
y se me ha vuelto pobre entre los brazos,
se hizo pequeño, y yo me hacía grande:
de repente yo fui la compasión;
y él, solamente. un ruego tembloroso.

Le .di su cielo entonces: me dejó
él lo cercano, de que él se marchaba;
a cernerse aprendió. yo aprendí vida,
y nos reconocimos . lentamente…

Aunque mi ángel no tiene ya deber,
por mi día más fuerte desplazado,
baja a veces su rostro con nostalgia,
como si no quisiera ya su cielo.

Querría alzar de nuevo, de mis pobres
días, sobre las cimas de los bosques
rumorosos, mis pálidas plegarias
basta la patria de los querubines.

Allí llevó mi llanto originario
y pensamientos; y mis diminutos
dolores se volvieron allí bosques
que susurran sobre él…

Sí algún día, en las tierras de la vida,
entre el ruido de feria y de mercado,
la palidez olvido de mi infancia
florecida, y olvido el primer ángel,
su bondad, sus ropajes y sus manos
en oración, su mano bendiciendo;
conservaré en mis sueños más secretos
siempre el plegarse de esas alas,
que como un ciprés blanco
quedaban detrás de él…

Sus manos se quedaron como ciegos
pájaros que, engañados por el sol,
cuando, sobre las olas, los demás
se fueron a perennes primaveras,
han de afrontar los vientos invernales
en los tilos vacíos, sin follaje.

Había en sus mejillas la vergüenza
de las novias, que el espanto del alma
tapan con púrpuras oscuras
ante el esposo.

Y en los ojos había
resplandor del primer día:
pero sobre todo
descollaban las alas portadoras…

Había expectación en la llanura
por un huésped que no acudió jamás:
aún pregunta tal vez el jardín trémulo:
su sonrisa después se vuelve inválida.

Y por los barrizales aburridos
se empobrece en la tarde la alameda,
las manzanas se angustian en las ramas
y les hacen sufrir todos los vientos.

Es donde están las últimas cabañas
y casas nuevas que, con pecho angosto,
se asoman estrujadas, entre andamios miedosos,
quieren saber dónde empieza el campo.

Allí la primavera siempre es pálida, a medias,
el verano es febril tras esas tablas:
enferman los ciruelos y los niños,
y tan sólo el otoño allí tiene algo

de remoto y conciliador: a veces
son sus tardes de suave derretirse:
dormitan las ovejas, y el pastor con zamarra
se apoya, oscuro, en la última farola.

Alguna vez ocurre en la honda noche
que se despierta el viento, como un niño,
y pasa la alameda, solitario,
quedo, quedo, llegando hasta la aldea.

Y a tientas va marchando hasta el estanque
y se para después a oír en torno:
y las casas están pálidas todas
y las encinas mudas…

 

Versión de Adrian Kovacsics

Sepulcro de una muchacha joven

 

Lo recordamos todavía. Es como si todo esto
tuviera que ser una vez más.

Como un árbol en la costa de los limones
llevabas tus pequeños pechos leves
hacia adentro del murmullo de su sangre
de aquel dios.

Y era tan esbelto
fugitivo, el que mima a las mujeres.

Dulce y ardiente, cálido como tu pensamiento,
cubriendo con su sombra tu flanco juvenil
e inclinado como tus cejas.

 

 

Versión de Jaime Ferrero Alemparte

Oraciones de las muchachas a María

 

Haz que algo nos ocurra. Mira
cómo hacia la vida temblamos.
Y queremos alzarnos como
un resplandor y una canción.

Querías ser como las otras,
que en el frescor se visten, tímidas;
tu alma quería que sus cantos
cansados de muchacha, en seda
florecieran hasta las lindes
de la vida. Pero en lo hondo
de lo enfermo tuyo, una fuerza
osó echar pámpanos: brillaron
soles, y se hundieron semillas,
y lo volviste como el vino.

Y ahora estás tú, dulce y saciada
como tarde, en nosotras todas;
y sentimos cómo caemos
y nos dejas sin brillo a todas…

Mira, son tan estrechos nuestros
días, y temeroso el cuarto .
de la noche; todas deseamos
desmañadas, la rosa roja.

Debes sernos suave, María,
florecemos desde lo sangre,
tú sola puedes sabe cómo
el anhelo hace tanto daño;

tú misma has percibido este
dolor de doncella en el alma;
tiene un tacto como de nieve
navideña pero está ardiendo…

De tantas cosas, nos quedó el sentido:
precisamente de lo suave y tierno
hemos sacado un poco de saber;
como de un secreto jardín,
como de un almohadón de seda,
que se nos ha metido bajo el sueño,
o de algo, que nos quiere
con ternura desconcertante…

El rey

 

El rey tiene dieciséis años.
Dieciséis años, y ya el Estado.
Su mirad, como al acecho,
por sobre los ancianos del Consejo

se dirige hacia la sala y hacia cualquier parte
y quizá sólo siente esto:
en la barbilla estrecha larga y dura,
la cadena fría del toisón de oro.

La sentencia de muerte, ante él,
permanece largo tiempo sin firma.
Y ellos piensan cómo: se atormenta.

Si lo conocieran lo suficiente, sabrían
que sólo cuenta despacio hasta setenta
antes de firmarla.

 

De ‘Nuevos poemas y Nuevos poemas II’ (inspirado en un cuadro de John Pettie sin nombre).

Quai du Rosaire (Brujas)

 

Las calles tienen un paso cuidadoso
(como las convalecientes, a veces, van
pensando: ¿qué había aquí antes?)
y aquellas que desembocan en plazas, esperan mucho tiempo

a alguna otra que con un solo paso
pasa por el agua clara de la tarde,
en la que, cuanto más se suavizan las cosas en torno,
el mundo suspendido de los reflejos
se hacen más real de lo que nunca lo fueron estas cosas.
¿No había desaparecido esta ciudad? Ahora ves cómo
(por una ley incomprensible)
queda viva y visible en lo traspuesto,
como si allí la vida no fuera tan escasa;
allí ahora los jardines cuelgan, grandes y válidos,
allí gira, tras ventanas rápidamente iluminadas
de repente la danza en pequeños Cafés.

¿Y arribo quedó? Sólo el silencio, creo,
Y saborea, despacio y no apremiado por nada,
grano a grano, la dulce uva
del carrillón, que cuelga de los cielos.

 

De ‘Nuevos poemas y Nuevos poemas II’

Rainer Maria Rilke, Praga, 1875-1926

Bailarina española

 

Como en la mano una cerilla, blanca,
antes de hacer llama, a todas partes
extiende lenguas compulsivas: empieza en el círculo
de espectadores cercanos, brusca, clara y ardiente,
a extenderse en redondo su danza convulsiva.

Y de repente es llama toda entera.

De una mirada enciende ella su pelo
Y hace girar de pronto, con su atrevido arte,
su traje entero, por dentro de este incendio,
del cual, como serpiente que se asustan,
salen los desnudos brazos, vivaces, castañeando.

Después, como si el fuego le resultara escaso,
lo junta todo entero y lo echa al suelo,
muy altiva, con orgulloso gesto,
y lo mira: allí yace, rabioso por la tierra,
y aún sigue llameando y no se entrega…
Pero triunfal, segura y con suave
sonrisa de saludo, alza la cara
y lo apaga al pisarlo con pequeños pies firmes.

 

De ‘Nuevos poemas y Nuevos poemas II’ (inspirado en el cuadro “La bailarina Carmen la gitana” de Goya).

Las hermanas

 

Mira cómo comprenden y llevan sobre sí
las mismas posibilidades de distinta
manera, como si se vieran diferentes
tiempos atravesando dos estancias iguales.

Cada una cree que apoya a la otra,
aunque en ella reposa, fatigada;
y no pueden servirse mutuamente,
pues ponen sangre sobre sangre

cuando se tocan, tiernas, igual que antes,
e intentan, a lo largo del paseo,
conducir y sentirse conducidas:
ay, no tienen el mismo paso.

 

De ‘Nuevos poemas y Nuevos poemas II’ (inspirado en el cuadro “Muchachas cerca del Sena” de Coubert).

Sepulcro de una muchacha joven

 

Lo recordamos todavía. Es como si todo esto
tuviera que ser una vez más.

Como un árbol en la costa de los limones
llevabas tus pequeños pechos leves
hacia adentro del murmullo de su sangre
de aquel dios.

Y era tan esbelto
fugitivo, el que mima a las mujeres.

Dulce y ardiente, cálido como tu pensamiento,
cubriendo con su sombra tu flanco juvenil
e inclinado como tus cejas.

 

 

Versión de Jaime Ferrero Alemparte

El balcón (Nápoles)

 

Arriba, en la estrechez de aquel balcón,

ordenados, como por un pintor,
y reunidos igual que para un ramo
de rostros ovalados que envejecen
y claros en la tarde, ellos parecen más
conmovedores y definitivos.

Estas hermanas, apoyadas una
en otra que, cual si de lejos,
en perspectiva, se añoraran,
se apoyan, soledad en soledad;

y el hermano, con su silencio grave,
enemistado y lleno de talento,
pero, a causa de un modo suave de mirar,
comparado a la madre, sin notarlo;

y en medio, extenuada y alargada,
no emparentada ya, hace mucho, con nadie,
la máscara de anciana, inaccesible,
cual sujeta, al caer, por una mano;

mientras una segunda y más marchita,
como si se siguiera deslizando,
cuelga ante los vestidos, más abajo,

junto al rostro infantil, que es el postrero,
y está como intentando, como desvanecido,
cual tachado otra vez por los barrotes,
como aún no definible, cual si aún no existiera.

 

De ‘Nuevos poemas y Nuevos poemas II’ (inspirado en el cuadro “El balcón” de Manet).

Locos en el jardín (Dijon)

 

Aún se cierra en torno del patio la cartuja
extinta, como si algo aún pudiera estar sano.
También los que la habitan ahora tienen descanso
y ya no participan en la vida de fuera.

Cuanto pudo ocurrir, ha transcurrido. Ahora
les gusta ir por caminos conocidos
y se separan y se acercan unos a otros,
igual que si giraran, dóciles, primitivos.

Cierto que algunos cuidan los arriates tempranos
humildes y mezquinos, y puestos de rodillas;
mas si nadie los mira, hacen un gesto
transtornado, con disimulo,

hacia la tierna yerba temprana, una caricia.
como examinadora, intimidada:
pues esto es amigable, y el rojo de las rosas
quizá sea excesivo, amenazante,

y quizá volverá a sobrepasar
lo que sus almas saben, reconocen.
Pero esto, sin embargo, aún se puede callar:
lo bueno que es la yerba silenciosa.

 

De ‘Nuevos poemas y Nuevos poemas II’ (inspirado en el cuadro “La Cartuja” de Champmol).

Sonetos a Orfeo

Escritos, como monumento funerario para Vera Ouckama Knof

 

Y se elevó un árbol. ¡Oh pura elevación!
¡Oh canto de Orfeo! ¡Oh gran árbol frondoso en la oreja!
Y todo calla. Sin embargo, en el vasto silencio
hay un nuevo principio, una señal y un cambio.

Animales de quietud salen de la clara
y liberada selva de guaridas y de nidos;
y entonces revelan que no por astucia
ni por angustia se han callado,

sino para escuchar. Rugidos, gritos, bramidos
parecían pequeños a sus corazones. Y ahí donde apenas
había una choza para acoger el canto,

un humilde refugio nacido del más obscuro anhelo,
con una entrada de temblorosos quiciales,
ahí creaste tú un templo en el oído.

* * *

Y era casi una niña la que surgió
de esa ventura única del canto y de la lira
y que brilló a través del velo de la primavera
y que se hizo un lecho en mi oreja.

Y se durmió en mí. Y todo era su sueño:
Los árboles que un día admiré
esa lejanía sensible, esa pradera sentida
y cada asombro que me embargaba.

Ella dormía el mundo. Dios cantor,
¿cómo la has hecho tan perfecta que no haya codiciado
ante todo despertar? Ve, ella surgió y se durmió.

¿Dónde está su muerte? ¿Oh, ese motivo, podrás aún
inventarlo, antes de que se consuma tu canto?
¿A dónde se me va, lejos de mí?… Casi una niña…

* * *

Sólo un dios puede hacerlo. Mas, dime,
cómo lo seguiría un hombre sobre la estrecha lira?
Su espíritu está hendido. En la encrucijada
de dos caminos del corazón, no hay templo para Apolo.

El canto, como lo enseñas, no es codicia
ni búsqueda de algo aún no alcanzado;
el canto es existencia. Para el dios, cosa fácil.
Pero nosotros ¿cuándo somos? ¿Y cuándo dirige él

hasta nuestro ser la tierra y las estrellas?
Todavía no eres nada, joven, cuando amas,
aun si también la voz te abre a fuerzas la boca: aprende

a olvidar que cantas. Cantar es cosa fluida.
En verdad, cantar es otro soplo. Un soplo en torno a nada
Un hálito en Dios… Viento.

* * *

No elevéis ninguna estela. Sólo dejad que la rosa
cada año florezca para su gloria,
pues es Orfeo. Ved su metamorfosis
en esto o aquello. No nos afanemos

en buscar otros nombres. Una vez por todas
es Orfeo cuando canta. Viene y se va.
¿No es ya mucho que a la copa de rosas
a veces sobreviva unos días?

¡Ojalá comprendáis que tiene que esfumarse!
Aunque a él mismo le angustie desaparecer,
mientras que su palabra prolonga su existencia.

Está ya lejos donde no podéis acompañarlo.
La reja de la lira no constriñe sus manos.
Y él obedece cuando penetra en el más allá.

* * *

¿Es de la tierra? No, de los dos reinos
se alimenta su amplia naturaleza.
Con más arte doblaría las ramas de los sauces
quien tomó su saber de sus raíces.

Cuando os acostéis, no dejéis sobre la mesa
ni el pan ni la leche: atraen a los muertos.
Pero él, el encantador, que mezcle,
bajo la mansedumbre de sus párpados,
su presencia en toda cosa vista;
el hechizo de la adormidera y de la armaga
es para él tan verdadero como la relación más clara.

Nada puede estropearle la legítima imagen;
sacada de la tumba o de los aposentos,
ya sea que celebre el anillo, el broche o el cántaro.

* * *

¡Celebrar, eso es! Su oficio es celebrar.
Surge, como un mineral, del silencio de la piedra.
Su corazón es el lagar perecedero
de un vino inagotable para los hombres.

Jamás, ante el polvo, le hace falta la voz,
cuando de él se apodera el ejemplo divino.
Todo se vuelve vino o se torna racimo,
todo madura en el medio día sensitivo.

Para él ni la carne putrefacta de los reyes en las tumbas
ni la sombra que cae de los dioses
acusarán a la gloria de mentira.

Es uno de los mensajeros perdurables
y mucho más allá de las puertas del infierno
él sostiene unas copas con las frutas de gloria.

* * *

Sólo en el espacio de la alabanza tiene cabida la
lamentación,
la ninfa de la fuente que llora
y que vigila nuestro desaliento
pues debe purificarse en la misma roca

que sostiene los arcos y los altares.
Mira, en torno de sus tranquilos hombros alborea
el presentimiento de que ella ha de ser la más joven
entre las que son hermanas por el alma.

El júbilo sabe, la nostalgia confiesa,
sólo la lamentación aprende todavía; sus manos virginales
cuentan noches enteras el antiguo mal.

Pero de pronto, con movimiento oblicuo e inexperto,
lleva una constelación de nuestra voz
al cielo que no empaña su aliento.

* * *

Os saludo, vosotros que jamás habéis dejado de
conmoverme,
sarcófagos antiguos que el agua jubilosa
en los tiempos romanos
atravesaba con su canción errante.

O bien aquellos abiertos como el ojo
de un pastor mañanero
—por dentro llenos de quietud y de abrojos
de donde volaban embriagadas mariposas.

A todos los que se salvaron de la duda
los saludo, bocas de nuevo abiertas
que ya sabían lo que significa el silencio.

Y nosotros, amigos ¿lo sabemos acaso?
La hora morosa forma ambas cosas
sobre los rostros humanos.

Rainer Maria Rilke, Praga, 1875-1926