Mora de la morería
MENDO. ¡Mora de la morería!…
¡Mora que a mi lado moras!…
¡Mora que ligó sus horas
a la triste suerte mía!…
¡Mora que a mis plantas lloras
porque a tu pecho desgarro!…
¡Alma de temple bizarro!
¡Corazón de cimitarra!
¡Flor la más bella del Darro
y orgullo de la Alpujarra!…
¡Mora en otro tiempo atlética
y hoy enfermiza y escuálida,
a quien la pasión frenética
trocó de hermosa crisálida
en mariposa sintética!…
¡Mora digna de mi amor,
pero a quien no puedo amar
porque un hálito traidor
heló en mi pecho la flor
aun antes de perfumar!…
Deja de estar en hinojos.
Cese tu amarga congoja,
seca tus rasgados ojos
y déjame que te acoja
en mis brazos, sin enojos.
No celes, que no es razón
celar, del que por su suerte
en una triste ocasión
por escapar de la muerte
dejó en prenda el corazón.
No celes del desgraciado
que sin merecer reproche
fue vilmente traicionado
y cambióse en media noche
por no ser emparedado.
Ni a ti ni a nadie ha de amar.
Déjame a solas pensar
sentado en aqueste ripio,
sin querer participar
del dolor que participio.
Déjame con mi revés:
si quieres besarme, bésame,
consiento por esta vez,
pero déjame después.
Déjame, Azofaifa, déjame.
AZOFAiFA.- Adiós, mi amor, mi destino,
asesino peregrino
de mi paz y mi sosiego.
Adiós, Renato divino.
MENDO.-Adiós, adiós. Hasta luego.
De la Venganza de Don Mendo
¡Talavera, Talavera!
¡Talavera, Talavera!
¡Talavera, Talavera,
qué triste suerte su suerte!
En tu plaza bullanguera,
de una cornada certera
halló Gallito la muerte.
¡Gallito!… ¡El mejor torero!
¡El más artista! ¡El primero!
¡El que aquel día nefando
llegó a la plaza cantando
las coplas del Espartero!
No quiero engañar a usted
No quiero engañar a usted:
es tan chiquita Asunción,
que cuando estamos de pie
me llega hasta el corazón.
Y a mí me guista la mar
el defecto que usted alega,
pues nadie podrá dudar
que es una mujer que llega
a donde debe llegar.
Respuesta un escrito que Pedro Muñoz Seca recibió de su padre en el que le decía respecto a su prometida Asunción Ariza: «Asunción me ha parecido extraordinaria, inteligente, profundamente religiosa… Todo muy bien. En mi opinión, con un solo defecto. A tu lado, es bastante bajita».
Cuando murió la portera del inmueble donde vivía, y cuatro días más tarde, su marido, el hijo del matrimonio de ancianos solicitó a Pedro Muñoz Seca que escribiera un epitafio versificado para la tumba de sus padres:
Fue tan grande su bondad,
tal su laboriosidad
y la virtud de los dos,
que están con seguridad
en el Cielo, junto a Dios.
Volvió el hijo de los porteros a pedirle un nuevo epitafio.
―¿No le ha gustado?
―A mí me ha gustado y emocionado mucho, don Pedro, pero parece que no tanto al señor Obispo, que dice, y quizá tenga razón, que no es usted nadie para asegurar que mis padres están en el Cielo, junto a Dios.
Así pues escribió otro epitafio:
Fueron muy juntos los dos,
el uno del otro en pos
donde va siempre el que muere.
Pero… no están junto a Dios
porque el Obispo no quiere.
Segundo rechazo obispal. Tercera opción, escrita sin posibilidad de éxito.
Flotando sus almas van
por el éter, débilmente
sin saber qué es lo que harán,
porque, desgraciadamente
ni Dios sabe dónde están.
Soy un ente, una quimera
Soy un ente, una quimera;
soy un girón, una sombra;
alguien sin patria y sin nombre…
Una aberración… un hombre
que de ser hombre se asombra.
Cual una nota perdida
con la ceniza en la frente,
naufragaré en el torrente
proceloso de la vida.
¿De qué viviré?… ¿Qué haré?
¿Dónde al cabo moriré?…
¿Aquí o allá?… ¿Qué más da?…
¿Seré malo?… No lo sé.
¿Seré bueno? ¡Qui lo sa!
De ‘La Venganza de Don Mendo’
Las siete y media
(Mendo, apuesto caballero como de treinta años, bien vestido y mejor armado.)
MAGDALENA.– (Yendo hacia él y cayendo en sus brazos.) ¡Don Mendo!
MENDO.– (Declamando tristemente.) ¡Magdalena!
Hoy no vengo a tu lado
cual otras noches, loco, apasionado…
porque hoy traigo una pena
que a mi pecho destroza, Magdalena.
MAGDALENA.– ¿Tú triste? ¿Tú apenado? ¿Tú sufriendo?
¿Pero qué estoy oyendo?
Relátame tus cuitas, ¡oh, don Mendo! (Ofreciéndole una dura banqueta, bastante incómoda.)
Acomódate aquí.
MENDO.– Preferiría
aquél, de cuero, blando catrecillo,
pues del arzón, sin duda, vida mía,
tengo no sé si un grano o un barrillo.
MAGDALENA.– ¡Y has venido sufriendo!
MENDO.– ¡Mucho!… ¡Mucho!
MAGDALENA.– ¿Cómo no quieres, di, que te idolatre?
Apóyate en mi brazo, ocupa el catre
y cuéntame tu mal, que ya te escucho. (Ocupa don Mendo un catrecillo de cuero y Magdalena se arrodilla a su lado.
Pausa.)
Ha un rato que te espero, Mendo amado,
¿por qué restas callado?
MENDO.– No resto, no; es que lucho,
pero ya ya mi mutismo ha terminado;
vine a desembuchar y desembucho.
Voy a contarte, amor mío,
la historia de una velada
en el castillo sombrío
del Marqués de Moncada.
Ayer… ¡triste día el de ayer!…
Antes del anochecer
y en mi alazán caballero
iba yo con mi escudero
por el parque de Alcover,
cuando cerca de la cerca
que pone fin a la aberca
de los predios de Albornoz,
me llamó en alto una voz,
una voz que insistió terca.
Hice en seco una parada,
volví el rostro, y la voz era
del Marqués de Moncada,
que con otro camarada
estaba al pie de una higuera.
MAGDALENA.– ¿Quién era el otro?
MENDO.– El Barón
de Vedia, un aragonés
antipático y zumbón
que está en casa del Marqués
de huésped o de gorrón.
Hablamos… ¿Y vos qué haceis?
Aburrirme… Y el de Vedia
dijo: No os aburriréis;
os propongo, si queréis,
jugar a las siete y media.
MAGDALENA.– ¿Y por qué marcó esa hora
tan rara? Pudo ser luego…
MENDO.– Es que tu inocencia ignora
que a más de una hora, señora,
las siete media es un juego.
MAGDALENA.– ¿Un juego?
MENDO.– Y un juego vil
que no hay que jugarlo a ciegas,
pues juegas cien veces, mil,
y de las mil, ves febril
que o te pasas o no llegas.
Y el no llegar da dolor,
pues indica que mal tasas
y eres del otro deudor.
Mas ¡ay de ti si te pasas!
¡Si te pasas es peor!
MAGDALENA.– ¿Y tú… don Mendo?
MENDO.– ¡Serena
escúchame, Magdalena,
porque no fui yo… no fui!
Fue el maldito cariñena
que se apoderó de mí.
Entre un vaso y otro vaso
el Barón las cartas dio;
yo vi un cinco, y dije «paso»,
el Marqués creyó otro el caso,
pidió carta… y se pasó.
El Barón dijo «plantado»;
el corazón me dio un brinco;
descubrió el naipe tapado
y era un seis, el mío era un cinco;
el Barón había ganado.
Otra y otra vez jugué,
pero nada conseguí,
quince veces me pasé,
y una vez que me planté
volví mi naipe… y perdí.
Ya mi peculio en un brete
al fin me da Vedia un siete;
le pido naipe al de Vedia,
y Vedia me pone una media
sobre el mugriento tapete.
Mas otro siete él tenía
y también naipe pidió…
y negra suerte la mía,
que siete y media cantó
y me ganó en la porfía…
Mil dineros se llevó,
¡por vida de Satanás!
Y más tarde… ¡qué sé yo!
de boquilla se jugó,
y se ganó diez mil más.
¿Te haces cargo, di, amor mío?
¿Te haces cargo de mis males?
¿Ves ya por qué no sonrío?
¿Comprendes por qué este río
brota de mis lagrimales? (Se seca una lágrima de cada ojo.)
Yo mal no quedo, ¡no quedo!
¡Quién diga que yo un borrón
eché a mi grey que alce el dedo!…
Y como pagar no puedo
los dineros al Barón,
para acabar de sufrir
he decidido… partir
a otras tierras, a otro abrigo.
MAGDALENA.– (Ocultando su alegría.)
¿Qué me dices?… ¿Vas a huir?
MENDO.– Voy a huir, pero contigo.
MAGDALENA.– ¿Perdiste el juicio?
MENDO.– No tal.
Resuelto está, vive Dios.
Y si te parece mal,
aquí mesmo, este puñal (Saca un puñal enorme.)
nos dará muerte a los dos.
Primero lo hundiré en ti,
y te daré muerte, sí,
¡lo juro por Belcebú!
y luego tú misma, tú,
hundes el acero en mí.
MAGDALENA.– (Ocultando su miedo.)
Es que tú puedes pagar
con algo… que alguien te preste…
y luego para medrar
puedes partir con la hueste
que organiza el del Melgar.
Y yo aquí te aguardaría
y al Conde prepararía,
y al volver de tu cruzada
nuestra unión sancionaría.
MENDO.– ¡Calla!
MAGDALENA.– ¡Sí!… ¿Qué piensas?
MENDO.– ¡Nada!
MAGDALENA.– ¡Salvado, don Mendo, estás!
Pagas las deudas, te vas,
luchas, vences y al regreso
loca de amor me hallarás
aquí.
MENDO.– ¡Nunca!… ¡Nunca!…
MAGDALENA.– ¿Y eso?
MENDO.– Porque… ¿cómo a pagar voy?
MAGDALENA.– ¿Cómo? (Se dirige a un mueble y saca un estuche de orfebrería.)
Si ya tuya soy
y lo mío tuyo es… (Le da el estuche.)
este collar que te doy
has de aceptarlo, Marqués.
MENDO.– ¡Dios santo!
MAGDALENA.– Ve mi intención,
de rodillas te lo ruego,
véndelo, paga al Barón,
tu honor salva, y parte luego
a unirte al rey de Aragón.
MENDO.– (Dudando.) Es que…
MAGDALENA.– Todo está arreglado.
MENDO.– Pero mi honor…
MAGDALENA.– No comprendo…
MENDO.– Temo que algún deslenguado
lo sepa, y diga: don Mendo
es un vil y un deshaogado,
que sin pizca de aprensión
aprovechó la ocasión
que él creyó propicia y obvia
y pagó a cierto Barón
con alhajas de su novia.
Y me anulo y me atribulo
y mi horror no dismulo,
pues aunque el nombre te asombre
quien obra así tiene un nombre,
y ese nombre es el de… chulo.
MAGDALENA.– ¡Basta, don Mendo!
MENDO.– ¡No!… ¡No!
MAGDALENA.– (Trágica.) ¡O aceptas ese collar
que mi mano te donó,
o tú no me has de matar,
pues he de matarme yo! (Ruido de espadas que chocan entre sí.)
De ‘La venganza de Don Mendo’