Razón

 

Sucesión de sonidos elocuentes movidos a resplandor, poema
es esto
y esto
y esto
Y esto que llega a mí en calidad de inocencia hoy,
que existe
porque existo
y porque el mundo existe
y porque los tres podemos dejar correctamente de existí.

Evasión

 

Acabo de desorbitar
al cíclope solar

Filo en el vellón
de una nube de algodón
a lo rebelde a lo rumoroso
a lo luminoso y ultratenebroso

Los vientos contrarios sacuden las velas
de mis carabelas

¿Te quedas atrás Peer Gynt?

Las cuerdas de mi violín
se entrelazan como una cabellera
entre los dedos del viento norte

Se ha ahogado la primavera
mi belleza consorte

Finis terre la
soledad del abismo

Aún más allá

Aún tengo que huir de mí mismo

Aunque bajo el temor

 

En el fondo estas mujeres necesarias del frío
estas mujeres sin recuerdos más allá de los abedules
palidecen sin saber por qué

El cielo en cambio está enfermo de pizarras
y sus cabellos caen como pozos de mina

El cielo el cielo ingeniero amigo mío
construirás un velero con el soplo que me anima
puesto que el reloj hace el dragado de nuestros fastidios
y su círculo viene a ser nuestra corona a menudo de espinas

Sobre el horizonte de ciego que la hora mojada tentalea
los pichones se conducen como segundas intenciones
empleando hasta el final la mano de obra del otoño

Auque la tarde haga sus víctimas
si tú no temes el deterioro de los mares
ven con tus párpados hinchados por un aire familiar
ven a expandirte como los autores de cartas anónimas

Sol de las cumbres sol

Carne de mi carne

 

Entre lirios de falsa alarma
la insistencia de una avispa deja adivinar tu cuerpo
el ardor ahoga una presa demasiado mía para ser fingida
nodriza de dos filos sobre su lecho de convidado
el ardor deshace el nudo de la marisma viviente
donde el amor te esparce y se retira

El ancla de tu palidez se sumerge
hasta la detención de las formas es aquí
donde la lluvia se pinta de azul el corazón
y furtiva una corriente de aire
desmiente ese gesto que significa ignoro
el bello blanco que ofrezco

El ojo lava su párpado al borde confuso de la duda
y descompone tu cabeza en siete ruiseñores mórbidos
lo hay ya necesidad de apagar nuestras heridas
espacio por sí mismo se olvida para plegarse a tus alas

Belle Île 10 septiembre

 

De pie sobre el escabel de este pulso emigrante
de este pulso de pájaro influyente sobre el humor del mar
ligero ligero
al releer tus cartas para mantenerme a distancia
de un crepúsculo quemado por la impaciencia de las aguas
yo sirvo de transición entre la pluma y el ángel

Mi cazador furtivo a esta hora cruje como un camino que se bifurca
a bien como las lilas que brotan violentamente de los cerebros
al discutir la utilidad de una selva lejana
el acaba de perder la esperanza
como se pierde un collar a las siete
en vano es que diga
sonreír a pesar de todo no es asesinar la tarde
aunque algunas plumas caigan de ella

Lo mismo que cuando el mar estrangula a una paloma
por amor a la geografía
Las olas no ocultan el efecto que la espuma les produce
yo me acuerdo de tus senos en forma de ciudad
cuando mi corazón despliega sus banderas de actividad
hacia el horizonte que estalla
ingratuela
ingrata ingrata hasta dar forma a las rompientes
sin más distancia que algunos navíos de aliento
tú eres más deseable que la guerra de los cien años

En la cumbre del tiempo yo te amo como una aduana serena
te amo por transparencia en suma te enmohezco
Juan

 

Traducción de Gerardo Diego

El mar en persona

 

He aquí el mar alzado en un abrir y cerrar de ojos de pastor
He aquí el mar sin sueño como un gran miedo de tréboles en flor
y en postura de tierra sumisa al parecer
Ya se van con sus lanas de evidencia su nube y su labor
A la sombra de un olmo nunca hay tiempo que perder

Crédula exquisita la oscuridad sale a mi encuentro
Mi frente abriga la corteza del pan que llevo adentro
cortado a pico sobre un pájaro inseguro

Y así me alejo bajo la acción del piano
que me cose a las plantas precursoras del mar
Un ciervo de otoño baja a lamer la luna de tu mano
Y ahora a mi orilla el mundo se empieza a desnudar
para morirse de árboles al fondo de mis ojos.

Mis cabellos se llenan de peces de penumbra
y de esqueletos de navíos forzosos

Sin ir más lejos
tú eres fría como el hacha que derriba el silencio
en la lucha entre el paisaje y su golpe de vista

Mas cuando el cielo exporta sus célebres pianistas
y la lluvia el olor de mi persona
cómo tu hermoso corazón se traiciona

Interior

 

Tus cabellos están fuera de ti misma sufriendo pero perdonando
gracias al lago que se deshace en círculos
alrededor de los ahogados cuya gotera de pasos muertos
ahonda en tu corazón el vacío que nada vendrá a llenar
aún si sientes la necesidad de zurcir

aún si tu nuca se pliega a los menores caprichos del viento
que exploras tu actitud y ahuyenta la ventana allí dormida
y abre tus párpados y tus brazos y se lleva
si tienes necesidad de zurcir
todo tu follaje hacia tus extremidades

Locura de la danza

 

Su olor se alía a la obediencia de mi memoria
si en el mundo existen hojas ella no tiene la culpa
En los muros de alas sus olvidos vienen a ser muebles de época
su voz agrupa en la sombra las ráfagas de ojos negros

Sus manos de habitación que comunica con el establo
respiran el orden que reina en el corazón de los rompientes de luz
sus ojos se agrietan en la superficie de un agua de mesa
sobre la mesa una flor sostiene su presencia de espíritu

Ella come las víctimas de un durmiente solitario
Al andar desprende una estatua a cada paso

Pero cuando su piel no es más que una nueva forma de obediencia
la pelusa que mi alma despide hacia su ombligo
sale en tribus de nieve o de huesos sacudidos por la danza
sale de los pequeños túneles de mis piernas visibles

Nocturnos

 

La noche ha abierto su paraguas
Llueve
Los pájaros de la lluvia
picotean los trigos de los charcos
Los árboles duermen
sobre una pata
Revoloteos, revoloteos
Destartala un coche
su estrépito infernal de endecasílabo
Un hombre cruza como un mal pensamiento
Los mosquitos de agua
colmenean las luces
Incendios de alas
Revoloteos
Llueve

Paisaje involuntario

 

Poniente Estación del viento

Agitando las alas
un ave cambia el tiempo

En el camino
la lluvia en vano atrasa al sol

El día palidece a lo largo de mi tez
y he llorado apartándome
de las ventanas del tren

Enfrente
hombro del horizonte
la guitarra desnuda sostiene mi mansión
Hiladas de ladrillos enjarjan la canción

Ilumina la estancia
un ruido de hojas que cae de mi cara

La puerta duda El cielo baja
sólo tus ojos hijo mío se equivocan de piso
Cerrándose la tarde
te apresa la mirada
y el ápice del tiempo
se para en mi pañuelo

 

 

Traducción de Luis Felipe Vivanco

Juan Larrea, Bilbao, 1895-1980

Atienza

 

Si el camino que uno sigue se bifurca y en la opción toma el conducente a Atienza, contraviniendo a toda norma no saldrá júbilo ni terrenal ornato a recibiros. Ni un solo gesto que os invite a proseguir. Nada que os compense o cuando menos cicatrice el posible futuro que quedó amputado en la bifurcación. Más aún; seréis testigos de cómo lo mismo hacia adelante y hacia atrás que hacia los costados, espacio y tiempo pueden huir de cada hombre infinitamente. Cuanto en un espíritu viajero es apacible gozo y suave por ventura se os habrá desviado por el otro camino. Os sentiréis estilizado, reducido a taciturnidad, con la impresión de que a expensas de vuestra mirada se os agigantan los huesos y de que os sorben los pasos como por una bomba aspirante hacia el vacío. Hasta que al fin, custodiado por dos filas de árboles, comprimido entre lo que cielo y tierra tienen asoladoramente de absolutos, allá un campejo, más aquí un baldío, os detengáis al borde de esa secular tajadura donde acecha el vértigo histórico. Por lo menos así de cabizbajo llegué yo, como si todos los álamos del mundo hubieran ya pasado por mi frente, y con rodilleras de nube en lo poco que me quedaba de corazón.

Atienza…

Por mi parte no tuve siquiera la suerte de encontrarle. Estaban allí aquel día centenares de casas, pero Atienza no. Supuse que debía hallarse afuera, no lejos, quizá en el campo, y aproveché su ausencia para revolverlo todo. Caminé cuestas y cuestas, soborné la anchura de las plazas, impacienté los templos, desperté las ruinas; agrupé en un estanque de mi luz, acaudillándolas, todas las ventanas, y sólo al comprender que cuanto me rodeaba no era sino esa superflua impedimenta que, como los hombres un par de botas, un vaso, una corbata inservible, dejan los pueblos al partir, bien armado de pulmón trepé al castillo.

En tan destronada altura íbanse las nubes haciendo llevaderas, sutiles, apenas infundadas. Del poblado menos anhelos subían que quietudes. Un azorado vientecillo descarnaba en torno mío el panorama donde, trabados tan íntimamente como peine y pelo silencio y claridad imponían al horizonte la más severa línea de conducta. Y comprendí o creí comprender muchas cosas ocultas para mí hasta entonces. Comprendí que ante mis ojos y consumando su acción por las llanuras de las llanuras, cielo y tierra se estaban suicidando lentamente. ¡Quién sabe desde cuánto tiempo hacía! Quise entonces empalmar en mis venas las azules del mundo y vi que era posible. ¡Ohé, oh, sí era posible! Y era posible retroceder hasta el borde del sonido pacerse dolor y hasta quedarse allí en el medianero punto vacilando. Ohé, oh. Yo también me dije, yo también, cuando me quede tiempo hacia el ocaso he de sufrir un monte.

Pero en esto comenzó a ser cruzado el cielo por un bando de aeroplanos. Como yo debieron contar hasta seis las numerosas cabecitas que, solicitadas por el zumbido, aparecieron airosamente abajo, en las ventanas de las casas. Y de este modo me fue dado presenciar la más gloriosa actitud, un dulce crecerse a volar a fuerza de ojos, de un poblado entero, por el mismo tácito y simultáneo acuerdo con que los surtidores de un jardín se estiran hacia algo que en la atmósfera es, más que azul, ternura. Yo mismo fui arrebatado por gracia de tantos ojos como incurrían en inocencia, inesperado pasajero de un vuelo urdido en el corazón de otro mundo. ¡Ohé, oh!

Más pronto el cielo recobró su paz y volvieron los ojos a sus puros y breves cauces. Y sólo entonces, al ser depositado en mi lugar de piedra, se me mostró la verdad totalmente desnuda. Sólo entonces me apercibí de que el horizonte nos tenía a mí y a los demás sitiados, no sé si por miseria o por angustia, pero sitiados. ¡ Y qué horizonte! Escueto, de tierras espaciadas, sin prisas ni apreturas, y tan seguro de sí mismo y de su triunfo que todos mis huesos se echaron a dolerme como se fueran astillas de silencio clavadas en mi carne y ya quisieran a crujidos arrancármelos. Una a manera de resignada filosofía flotaba en lo asediado, a favor de la cual, y sin más que la justa resistencia, tantas cosas se habían ya desmoronado y tantas más se hallaban en vías de desmoronarse. Es decir, me vi de pronto incluido en un destino ajeno, del todo extraño al intuitivo desarrollo de mi esencia.

Hombre, pensé, hombre superficial y extraligero, hecho a la engañosa ciudad y a sus pretextos, cuán poco podrías durar aquí a esta solemne profundidad de miles de pies de años bajo el nivel del tiempo. A este lejano marchar sin rumbo por el puro placer de ir quebrantando como en lagar las cervices de los días. Con tan escasa y sencillas armas —enmohecidas calles, macetas de flores, pordioseras fuentes, plañir de campanas— ¿Cómo podrías defender tu impostura contra los ataques de la muerte? En la ciudad ya están hechos los reflejos de tu instinto a palidecer entre las estatuas, a acogerte al derecho de asilo de los museos, a escurrirte por teléfono, a ahuyentar, como ya una vez por súbita inspiración lo hiciste, algo terrible que se te venía encima desencadenando fragorosamente la bomba del excusado… Pero aquí con tus manos que no son nunca manos aunque nazcan en torno rosas y rosas, con pecho que únicamente será pecho cuando sufra el contagio de la tierra, qué vienes a desempeñar ciudadano enturbiado, sin reflejos de paz ni de templanza. Vete a buscar tu muerte convencional, a disfrazarte de olvidado en tu cuarto de hotel, con tu máquina de escribir, tu calefacción, tu ascensor y tu gramófono.

Lo hice así. Bajé del castillo y sin perder tiempo, antes de que Atienza volviera, me evadí con ánimo de nunca más volver.

Sin embargo, tumbos de viaje e instancias de amigos me han vuelto hoy a esta comarca. De nuevo he ido viendo crecer al poblado hacia el poniente como un caracol que subiese por mi vida con su castillo a cuestas. He vuelto a recorrer calles y plazas, a sostener esa enorme mirada perdida que vaga ciegamente en los pueblos y que a la gente de ciudad tanto nos turba e inmoviliza. Pero tampoco he logrado encontrar a Atienza. Y hoy ya creo haber descubierto que su ausencia no es asunto de horas ni de días. Casi me atrevo a asegurar que como tantos y tantos pueblos españoles, como Trujillo al Perú, Córdoba a la Argentina, Medellín a Colombia, Guadalajara a México, por solo citar algunos de los que ganaron mejor fortuna, emigró el en siglo español de las emigraciones. Si bien se le busca, en América se le encontrará; a no ser que fuera de aquellos otros más desdichados que antes de arribar a tierra firme zozobraron en los mares aún indómitos. Numerosos pueblos que hace tiempo están reclamando una estadística.

De todos modos en lo que hoy se designa en Castilla con el vocablo Atienza, Atienza no está. Hasta los que allí viven más que vivir lo que hacen es estar a todas luces esperándole. Posible es que regrese algún día y acaso en la opulencia. Y lo probable es que los que así le vean sin ruinas ni estrecheces no le reconozcan.

Pero para mí, casual testigo del asomarse de una celestial ansia de roca a sus miles de pupilas, lo cierto es que los que por esperarle llevan una foja vida de entresueño, han desaprovechado la ocasión de realizar uno de los mayores descubrimientos que registra la historia humana. Porque allí en Atienza, mucho antes que en ningún otro lugar del mundo, pudieron y debieron haber sido inventados los ojos azules.

En traje de hojas secas

 

Suéñame suéñame aprisa estrella de tierra
cultivada por mis párpados cógeme por mis asas de sombra
alócame de alas de mármol ardiendo estrella estrella entre mis cenizas

Poder poder al fin hallar en mi vértigo la estatua
de un héroe de sol los pies a flor de agua
los ojos a flor de invierno

Adiós el mundo entre mis sueños de adiós
los hombres
adiós los hombres y los pueblecitos de sus manos

Por todas partes hay espadas que me cortan
en pedazos
oh
cataratas de espadas

Cataratas de espadas es el orden en marcha
soy yo quien ando sobre cavernas
que crujen como cráneos

Nadie se había ahogado aún

Nadie estaba antaño en la sombra

Ahora soy yo pero yo no me per-
tenezco al modo como
pájaros que duermen en mis
ojos no les pertenecen

 

Traducción de Luis Felipe Vivanco

Luna de alas en el corazón de la justicia

 

Hará un frío de estatuas visibles
en mis manos el silencio desgreñado
cielo de multitud encogimientos de hombros
y yo estaré a la puerta sentado

En su lengua materna cuántos árboles
buscarán salvación en la elocuencia del número
cuántos cuartos vacíos gastarán sus espejos
en luchar contra un pueblo desgarrador de nieblas

Los látigos del corazón cercado de pájaros lúcidos
domarán el poniente y sus lavas de estupor
un cetro escondido será la medida única
pues yo estaré a la puerta sentado

La piedra tragará de nuevo todas las formas esenciales
el peso muerto de un niño caerá rodando como un dado
y los errores alojados en la cabeza que se desploma
harán deprisa un yo de su palidez intensa

Descalzando sus guijarros para mejor atravesar el hombre
las diademas las rutas los ojos del esplendor
impulsarán la apariencia de saber a cometer crímenes
mas yo estaré a la puerta sentado

Cuando un ser de plata saliendo de mi imagen de sombra
en previsión de una duda de un quizás de un quién sabe
pensará sin mirarla mi más hermosa tarde de otoño
en los corazones deslumbrados de dos hermanas gemelas

Al crecer una de ellas me pondrá de pie
(La otra se desplomará a la puerta)

 

Traducción de Gerardo Diego

Hacedora de ángeles

 

Ante un bello suplicio enorme y puro
gota a gota la losa del amor te regatea
hasta hacer vacilar la firme balanza de sus senos
sobre el resultado previsto de un combate

El trágico contraste del alba y del granito
tritura en sus mandíbulas una claridad viva
la transparencia toma la forma ingenua del paraje
dejando a los ojos cerrados su certeza

El horizonte de hermosuras que espacian tus suspiros
bosqueja allá a lo lejos tu vaga semejanza
dócil encadenamiento de un niño y de la lluvia
en la misma delgadez esquelética del cuerpo

 

Traducción de Juan Larrea

Sin límites

 

Mis pies están fuera de la noche
como el hueso que está fuera de la médula
infatigables se encuentran por todas partes
los miramientos que el error rinde a las maravillas

El límite de los sacrificios ha sido alcanzado
la frente pone un dique al otoño un cepo inagotable
reabsorbe los caminos donde la sombre rarifica
cada vez más sus caricias
se techa de pizarra el embarazo de abozala el vacío
sin dejarle nada al olvido la llama incuba sus azares
la lluvia se queda a la puerta rechazada por los suyos

ya no puede uno perderse lo imposible
se torna muy paso a paso inevitable

 

Traducción de Luis Felipe Vivanco

Espinas cuando nieva

En un huerto de Fray Luis

 

Suéñame suéñame aprisa estrella de tierra
cultivada por mis párpados cógeme por mis asas de sombra
alócame de alas de mármol ardiendo estrella estrella entre mis cenizas

Poder poder al fin hallar bajo mi sonrisa la estatua
de una tarde de sol los gestos a flor de agua
los ojos a flor de invierno

Tú que en la alcoba del viento estás velando
la inocencia de depender de la hermosura volandera
que se traiciona en el ardor con que las hojas se vuelven hacia el pecho mas débil

Tú que asumes luz y abismo al borde esta carne
que cae hasta mis pies como una viveza herida

Tú que en selvas de error andas perdida

Supón que en mi silencio vive una oscura rosa sin salida y sin lucha

Juan Larrea, Bilbao, 1895-1980