Despedida del mar Por más que intente al despedirme guardarte entero en mi recinto de soledad, por más que quiera beber tus ojos infinitos, tus largas tardes plateadas, tu vasto gesto, gris y frío, sé que al volver a tus orillas nos sentiremos muy distintos. Nunca jamás volveré a verte con estos ojos que hoy te miro. Este perfume de manzanas, ¿de dónde viene? ¡Oh sueño mío, mar mío! ¡Fúndeme, despójame de mi carne, de mi vestido mortal! ¡Olvídame en la arena, y sea yo también un hijo más, un caudal de agua serena que vuelve a ti, a su salino nacimiento, a vivir tu vida como el más triste de los ríos! Ramos frescos de espuma… Barcas soñolientas y vagas… Niños rebañando la miel poniente del sol… ¡Qué nuevo y fresco y limpio el mundo…! Nace cada día del mar, recorre los caminos que rodean mi alma, y corre a esconderse bajo el sombrío, lúgubre aceite de la noche; vuelve a su origen y principio. ¡Y que ahora tenga que dejarte para emprender otro camino!… Por más que intente al despedirme llevar tu imagen, mar, conmigo; por más que quiera traspasarte, fijarte, exacto, en mis sentidos; por más que busque tus cadenas para negarme a mi destino, yo sé que pronto estará rota tu malla gris de tenues hilos. Nunca jamás volveré a verte con estos ojos que hoy te miro.
Fe de vida Sé que el invierno está aquí, detrás de esa puerta. Sé que si ahora saliese fuera lo hallaría todo muerto, luchando por renacer. Sé que si busco una rama no la encontraré. Sé que si busco una mano que me salve del olvido no la encontraré. Sé que si busco al que fui no lo encontraré. Pero estoy aquí. Me muevo, vivo. Me llamo José Hierro. Alegría (Alegría que está caída a mis pies). Nada en orden. Todo roto, a punto de ya no ser. Pero toco la alegría, porque aunque todo esté muerto yo aún estoy vivo y lo sé.
Cumbre Firme, bajo mi pie, cierta y segura, de piedra y música te tengo; no como entonces, cuando a cada instante te levantabas de mi sueño. Ahora puedo tocar tus lomas tiernas, el verde fresco de tus aguas. Ahora estamos, de nuevo, frente a frente como dos viejos camaradas. Nueva canción con nuevos instrumentos. Cantas, me duermes y me acunas. Haces eternidad mi pasado. Y luego el tiempo se desnuda. ¡Cantarte, abrir la cárcel donde espera tanta pasión acumulada! Y ver perderse nuestra antigua imagen arrebatada por el agua. Firme, bajo mi pie, cierta y segura, de piedra y música te tengo. Señor, Señor, Señor: todo lo mismo. Pero, ¿qué has hecho de mi tiempo?
José Hierro, poeta
Réquiem Manuel del Río, natural de España, ha fallecido el sábado once de mayo, a consecuencia de un accidente. Su cadáver está tendido en D′Agostino Funeral Home. Haskell. New Jersey. Se dirá una misa cantada a las nueve treinta, en St. Francis. Es una historia que comienza con sol y piedra, y que termina sobre una mesa, en D′Agostino, con flores y cirios eléctricos. Es una historia que comienza en una orilla del Atlántico. Continúa en un camarote de tercera, sobre las olas -sobre las nubes- de las tierras sumergidas ante Platón. Halla en América su término con una grúa y una clínica, con una esquela y una misa cantada, en la iglesia St. Francis. Al fin y al cabo, cualquier sitio da lo mismo para morir: el que se aroma de romero, el tallado en piedra, o en nieve, el empapado de petróleo. Da lo mismo que un cuerpo se haga piedra, petróleo, nieve, aroma. Lo doloroso no es morir acá o allá… Requiem aeternam, Manuel del Río. Sobre el mármol en D′Agostino, pastan toros de españa, Manuel, y las flores (funeral de segunda, caja que huele a abetos del invierno), cuarenta dólares. Y han puesto unas flores artificiales entre las otras que arrancaron al jardín… Liberame domine de morte aeterna… Cuando mueran James o Jacob verán las flores que pagaron Giulio o Manuel… Ahora descienden a tus cumbres garras de águila. Dies irae. Lo doloroso no es morir Dies illa acá o allá, sino sin gloria… Tus abuelos fecundaron la tierra toda, la empapaban de la aventura. Cuando caía un español se mutilaba el universo. Los velaban no en D′Agostino Funeral Home, sino entre hogueras, entre caballos y armas. Héroes para siempre. Estatuas de rostro borrado. Vestidos aún sus colores de papagayo, de poder y fantasía. El no ha caído así. No ha muerto por ninguna locura hermosa. (Hace mucho que el español muere de anónimo y cordura, o en locuras desgarradoras entre hermanos: cuando acuchilla pellejos de vino, derrama sangre fraterna). Vino un día porque su tierra es pobre. El mundo Liberame Domine es patria. Y ha muerto. No fundó ciudades. No dió su nombre a un mar. No hizo más que morir por diecisiete dólares (él los pensaría en pesetas). Requiem aeternam. Y en D′Agostino lo visitan los polacos, los irlandeses, los españoles, los que mueren en el week-end. Requiem aeternam. Definitivamente todo ha terminado. Su cadáver está tendido en D′Agostino Funeral Home. Haskell. New Jersey. Se dirá una misa cantada por su alma. Me he limitado a reflejar aquí una esquela de un periódico de New York. Objetivamente, sin vuelo en el verso. Objetivamente. Un español como millones de españoles. No he dicho a nadie que estuve a punto de llorar.
La casa Esta casa no es la que era. En esta casa había antes lagartijas, jarras, erizos, pintores, nubes, madreselvas, olas plegadas, amapolas, humo de hogueras… Esta casa no es la que era. Fue una caja de guitarra. Nunca se habló de fibromas, de porvenires, de pasados, de lejanías. Nunca pulsó nadie el bordón del grave acento: ‘nos queremos, te quiero, me quieres, nos quieren…’ No podíamos ser solemnes, pues qué hubieran pensado entonces el gato, con su traje verde, el galápago, el ratón blanco, el girasol acromegálico… Esta casa no es la que era. Ha empezado a andar, paso a paso. Va abandonándonos sin prisa. Si hubiera ardido en pompa, todos correríamos a salvarnos. Pero así, nos da tiempo a todo: a recoger cosas que ahora advertimos que no existían; a decirnos adiós, corteses; a recorrer, indiferentes, las paredes que tosen, donde proyectó su sombra la adelfa, sombra y ceniza de los días. Esta casa estuvo primero varada en una playa. Luego puso proa a azules más hondos. Cantaba la tripulación. Nada podían contra ella las horas y los vendavales. Pero ahora se disuelve, como un terrón de azúcar en agua. Qué pensará el gato feudal al saber que no tiene alma; y los ajos, qué pensarán el domingo los ajos, qué pensarán el barril de orujo, el tomillo, el cantueso, cuando se miren al espejo y vean su cara cubierta de arrugas. Qué pensarán cuando se sepan olvidados de quienes fueron la prueba de su juventud, el signo de su eternidad, el pararrayos de la muerte. Esta casa no es la que era. Compasivamente, en la noche, sigue acunándonos
Caballero de Otoño Viene, se sienta entre nosotros, y nadie sabe quién será, ni por qué cuando dice nubes nos llenamos de eternidad. Nos habla con palabras graves y se desprenden al hablar de su cabeza secas hojas que en el viento vienen y van. Jugamos con su barba fría. Nos deja frutos. Torna a andar con pasos lentos y seguros como si no tuviera edad. Él se despide. ¡Adiós! Nosotros sentimos ganas de llorar.
José Hierro, poeta
Evocación Hoy sé que los quebrados son olivos cercados en el área de la escuela. Hoy sé que llevan remo y blanca vela los amados balandros adjetivos. Hoy sé que aquellos tiempos están vivos, que cada asignatura es centinela que vigila un recuerdo y lo revela con gesto y con presencia redivivos. Me encontré solitario, inerte, ciego, sin risueño pasado, sin el juego alegre entre los vientos del verano, y yo busqué en los álamos mi vida y al no encontrarla la creí perdida, y estaba aquí, al alcance de la mano. de Prehistoria literaria, 1939
Canción de cuna para dormir a un preso La gaviota sobre el pinar. (La mar resuena.) Se acerca el sueño. Dormirás, soñarás, aunque no lo quieras. La gaviota sobre el pinar goteado todo de estrellas. Duerme. Ya tienes en tus manos el azul de la noche inmensa. No hay más que sombra. Arriba, luna. Peter Pan por las alamedas. Sobre ciervos de lomo verde la niña ciega. Ya tú eres hombre, ya te duermes, mi amigo, ea… Duerme, mi amigo. Vuela un cuervo sobre la luna, y la degüella. La mar está cerca de ti, muerde tus piernas. No es verdad que tú seas hombre; eres un niño que no sueña. No es verdad que tú hayas sufrido: son cuentos tristes que te cuentan. Duerme. La sombra toda es tuya, mi amigo, ea… Eres un niño que está serio. Perdió la risa y no la encuentra. Será que habrá caído al mar, la habrá comido una ballena. Duerme, mi amigo, que te acunen campanillas y panderetas, flautas de caña de son vago amanecidas en la niebla. No es verdad que te pese el alma. El alma es aire y humo y seda. La noche es vasta. Tiene espacios para volar por donde quieras, para llegar al alba y ver las aguas frías que despiertan, las rocas grises, como el casco que tú llevabas a la guerra. La noche es amplia, duerme, amigo, mi amigo, ea… La noche es bella, está desnuda, no tiene límites ni rejas. No es verdad que tú hayas sufrido, son cuentos tristes que te cuentan. Tú eres un niño que está triste, eres un niño que no sueña. Y la gaviota está esperando para venir cuando te duermas. Duerme, ya tienes en tus manos el azul de la noche inmensa. Duerme, mi amigo… Ya se duerme mi amigo, ea… de Tierra sin nosotros, 1947
La fuente de Carmen Amaya A César González Ruano, restituyéndole lo que tomé prestado de uno de sus magistrales artículos No el mar, sino esta fuente junto al mar. Y la ciudad, detrás. (Qué importa la ciudad. La ciudad era tiempo: primero, Roma y sus murallas, y sucesivamente, peces de barras rojas en el lomo, rejerías y olivas, el poderío de las naves de la Corona de Aragón. Más tarde, un diálogo de humos.) La ciudad era un diálogo de aguas ―la fuente, el mar―; la vida, un diálogo de aguas, una chiquillería desnudita y morena. Y un griterío, un amontonamiento en aquel aire cálido. Y olor a hogueras, que no tienen tiempo. Siempre a espaldas del tiempo. Y nada más que ojos oscuros para mirar, mirar, mirar… Esto ocurría en lo que llaman, los que no son de nuestra raza, pasado. De noche me acercaba a las olas. Las olas no ocultaban ruiseñores como el agua del cántaro que yo apoyaba en la cadera. De noche, entre las olas, de cara al tiempo congelado, sonaba el mar a hojas de otoño, pisoteadas por los pájaros. Ceñía mis tobillos de diamantes. Allí era el reino del vaivén, del ritmo, de lo eterno acunado. El mar tampoco, como si fuera de mi raza, se encadenaba al tiempo. Sonaba en mis oídos el ruiseñor del agua de la fuente, oía los rumores del mundo. Mi sangre era el mar mismo. Me contagiaba de su movimiento. Me enseñaban las olas a no morir jamás. Lo sin tiempo es la muerte. Y aquello, el ritmo, el tiempo vivo, pero detenido; algo que no conoce ni principio ni fin, que no parte ni llega. Era el mar y la fuente junto al mar. Y entre los dos estaba yo. Igual que ahora. Nuevamente unidos. Cuántos racimos de años habrá exprimido el mar. Por cuántos sitios ―horas y lugares, qué sé yo―, lo que dicen países, he llevado el centelleo de la espuma, el oleaje de la llama… Es posible que yo parezca diferente. También quizás la fuente parezca diferente a los demás. Yo no lo sé. Juntos estamos el mar, la fuente, yo. Vinieron las autoridades, artistas, periodistas, gentes que leen mi nombre en los periódicos. Me dijeron que era mía la fuente (cómo podían darme lo que era mío, mi vida, el mar, las nubes). No pudieron matar mi vida, restituirme al tiempo, cuando hablaban y hablaban del ayer, la gitana de Somorrostro, y otra vez aquello del arte y de la gloria, y más palabras sin sentido que siguen pronunciando mientras me acerco hasta mi fuente, y adorno mis muñecas con sus helados brazaletes, y humedezco mis sienes, mezclo sus aguas con mis lágrimas. Porque ahora pienso que he olvidado el cántaro, y la tarde se queda sin ruiseñor que la ilumine, y tengo miedo de volver sin agua, y no sé dónde está el cántaro y mi madre me va a reñir porque a ver cómo vamos a guisar, a lavar la ropita de los niños… Y yo no sé qué le diré para que pueda comprenderlo. de Libro de las alucinaciones, 1964
Lope, La noche. Marta He abierto la ventana. Entra sin hacer ruido (afuera deja sus constelaciones). «Buenas noches, Noche». Pasa las páginas de sombra en las que todo está ya escrito. Viene a pedirme cuentas. «Salí al rayar el alba ―digo―. Lamía el sol las paredes leprosas. Olía a vino, a miel, a jara» (Deslumbrada por tanta claridad ha entornado los ojos). La llevan mis palabras por calles, ascuas, no lo sé: oye la plata de las campanadas. Ante la puerta de la iglesia me callo, me detengo ―entraría conmigo si yo no me callase, si no me detuviera―; yo sé bien lo que quiere la Noche; lo de todas las noches; si no, por qué habría venido. Ya mi memoria no es lo que era. En la misa del alba no dije Agnus Dei qui tollis pecata mundi, sino que dije Marta Dei (ella también es cordero de Dios que quita mis pecados del mundo). La noche no podría comprenderlo, y qué decirle, y cómo, para que lo entendiese. No me pregunta nada la Noche, no me pregunta nada. Ella lo sabe todo antes que yo lo diga, antes que yo lo sepa. Ella ha oído esos versos que se escupen de boca en boca, versos de un malaleche del Andalucía ―al que otro malaleche de solar montañés llamara «capellán del rey de bastos»― en los que se hace mofa de mí y de Marta, amor mío, resumen de todos mis amores: Dicho me han por una carta que es tu cómica persona sobre los manteles, mona y entre las sábanas, Marta. qué sabrá ese tahúr, ese amargado lo que es amor. La Noche trae entre los pliegues de su toga un polvillo de música, como el del ala de la mariposa. Una música hilada en la vihuela del maestro del danzar, nuestro vecino. En la cocina estará escuchando Marta; danzará, mientras barre el suelo que no ve, manchado de ceniza, de aroma, de trigo candeal, de jazmines, de estrellas, de papeles rompidos. Danza y barra Marta. Pido a la Noche que se vaya. Hasta mañana, Noche. Déjame que descanse. Cuando amanezca regaré el jardín, saldré después a decir misa. ―Deus meus, Deus meus, quare tristis est amina mea― luego volveré a casa, terminaré una epístola en tercetos, escribiré unas hojas de la comedia que encargaron unos representantes. Que las cosas no marchan bien en el teatro, y uno no puede dormirse en los laureles. Hasta mañana, Noche. Tengo que dar la cena a Marta, asearla, peinarla (ella no vive ya en el mundo nuestro), cuidar que no alborote mis papeles, que no apuñale las paredes con mis plumas ―mis bien cortadas plumas―, tengo que confesarla. «Padre, vivo en pecado» (no sabe que el pecado es de los dos), y dirá luego: «Lope, quiero morirme» (y qué sucedería si yo muriese antes que ella). Ego te absolvo. Y luego, sosegada, le contaré, para dormirla, aventuras de olas, de galeones, de arcabuces, de rumbos marinos, de lugares vividos y soñados: de lo que fue y que no fue y que pudo ser mi vida. Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero oír el mar. de Agenda, 1991
Cuaderno de Nueva York (Sólo materia de sombras) Sólo materias de sombras, criaturas de la noche, nubes espectrales, seres dolorosamente informes, visiones o pesadillas llegadas no sé de dónde, ráfagas resucitadas que fueron mujeres y hombres, que tuvieron carne y sueños donde anidaban los soles y ahora son sólo penumbra, ríos de negros acordes, tristezas desenterradas, pesadillas o visiones, llamando siempre a la puerta de quienes no los conocen.
Lo que vi (Nombrar perecedero)

«Supuesto que sueño fue, no diré lo que soñé: lo que vi, Clotaldo, sí.» Calderón de la Barca

No tengo miedo nombraros ya con vuestros nombres, cosas vivas, transitorias. (Unidas sois un acorde de la eternidad; dispersas -nota a nota, nombre a nombre, fecha a fecha-, vais muriendo al son del tiempo que corre.) No tengo miedo nombraros. Qué importa que no le importen al que viva, cuando yo haya muerto, vuestros nombres. Qué importa que rían cuando escuchen mis sinrazones. Vosotras sois lo que sois para mí: mágico bosque perecedero, campanas que regaláis vuestros sones sólo al que os golpea. Cómo darlos al que no os oye, fundir para sus oídos metal que el instante rompe, metal que funde el instante para un instante del hombre. No tengo miedo nombraros ya con vuestros nombres. Sé que podría fingiros eternidad. Pero adónde elevaros, arrojaros, hundiros en qué horizonte. Por qué arrancaros los pétalos que la lluvia descompone. Mías sois, cosas fugaces, bajo marchitables nombres. Actos, instantes que el viento curva, azota, araña, rompe; suma ardiente de relámpagos, rueda de locos colores. otoños de pensamientos sucesivos, liman, roen vuestra realidad, la esfuman como el sueño en el insomne. Pero sois yo, soy vosotras, astro viejo en vuestro orbe perecedero, almas, alma. Orquesta de ruiseñores, soñáis al alba el recuerdo de vuestro canto de anoche. Nombraros ¿no es poseeros para siempre, cosas, nombres?
Reportaje (Caminos exteriores que otros andan) Aquí está el tiempo sin símbolo como agua errante que no modela el río. Y yo, entre cosas de tiempo, ando, vengo y voy perdido. Pero estoy aquí, y aquí no tiene el tiempo sentido. Deseternizado, ángel con nostalgia de un granito de tiempo. Piensan al verme: ‘Si estará dormido…’ Porque sin una evidencia de tiempo, yo no estoy vivo.
Alegría interior En mí la siento aunque se esconde. Moja mis oscuros caminos interiores. Quién sabe cuántos mágicos rumores sobre el sombrío corazón deshoja. A veces alza en mí su luna roja o me reclina sobre extrañas flores. Dicen que ha muerto, que de sus verdores el árbol de mi vida se despoja. Sé que no ha muerto, porque vivo. Tomo, en el oculto reino en que se esconde, la espiga de su mano verdadera. Dirán que he muerto, y yo no muero.¿Cómo podría ser así, decidme, dónde podría ella reinar si yo muriera? de Alegría, 1947
Apagamos las manos. Dejamos encima del mar marchitarse la luna… Apagamos las manos. Dejamos encima del mar marchitarse la luna y nos pusimos a andar por la tierra cumplida de sombra. Ahora ya es tarde. Las albas vendrán a ofrecernos sus húmedas flores. Ciegos iremos. Callados iremos, mirando algo nuestro que escapa hacia su patria remota. (Nuestro espíritu debe de ser, que cabalga sobre las olas.) Ahora ya es tarde. Apagamos las manos felices y nos ponemos a andar por la tierra cumplida de sombra. Hemos caído en un pozo que ahoga los sueños. Hemos sentido la boca glacial de la muerte tocar nuestra boca. Antes, entonces, con qué gozo ardiente, con qué prodigioso encenderse de aurora modelamos en nieblas efímeras, en pasto de brisas ligeras, nuestra cálida hora. Y cómo apretamos las ubres calientes. Y cómo era hermoso pensar que no había ni ayer, ni mañana, ni historia. Ahora ya es tarde; apagamos las manos felices y nos ponemos a andar por la tierra cumplida de sombra. Cómo errar por los años, como astros gemelos, sin fuego, como astros sin luz que se ignoran. Cómo andar, sin nostalgia, el camino, soñando dos sueños distintos mientras en torno el amor se desploma. Ahora ya es tarde. Sabemos. Pensamos. (Buscábamos almas.) Ahora sabemos que el alma no es piedra ni flor que se toca. Como astros gemelos y ajenos pasamos, sabiendo que el alma se niega si el cuerpo se niega. Que nunca se logra si el cuerpo se logra. Dejamos encima del mar marchitarse la luna. Cómo errar, por los años, sin gloria. Cómo aceptar que las almas son vagos ensueños que en sueños tan sólo se dan, y despiertos se borran. Qué consuelo ha de haber, si lograr una gota de un alma es pretender apresar el latir de la tierra, desnuda y redonda. Estamos despiertos. Sabemos. Como astros soberbios, caídos, sentimos la boca glacial de la muerte tocar nuestra boca.   de Con las piedras, con el viento,1950
José Hierro, poeta