A la muerte de Cristo

 

En el árbol de la cruz
Estaba Cristo pendiente,
Y el cielo, el mar y la tierra
Cada cual su muerte siente.
Tiene su cuerpo sagrado
Hecho de sangre una fuente,
Con la cual fue redimida
La miseria y pobre gente.
Culpas ajenas pagaba
Aquel Cordero inocente,
Que fue por salvar al hombre
Hasta morir obediente.
En madero fue la ofensa
De nuestro primer pariente,
Y en madero la redime
El que es todo omnipotente.
Mirándole está su Madre
Y llorando amargamente,
Y el sagrado Evangelista,
Que también está presente.

Consolando el desconsuelo
De aquel dolor tan urgente,
Que vida en ninguno de ellos
Ni permite ni consiente.
La naturaleza humana
Fue al morir correspondiente,
Que puesto que allí Dios hombre
Con divino amor ardiente
Estuviese padeciendo
Por el hombre delincuente,
En cuanto hombre padecía,
Que en cuanto Dios no es paciente.
Por el divino costado
Tiene el corazón patente,
Y de allí sangre divina
Con soberana corriente
Sale lavando la culpa
De su siervo inobediente.
Y al tiempo que ya expiraba
Con el mortal accidente,
Los rayos del sol perdieron
Su lumbre resplandeciente.
Las piedras unas con otras
Combaten ásperamente;
Muriendo el Sol de justicia,
No quedó cosa viviente
Que no mostrase dolor
Lo sensible y que no siente,
Cesó la ley de Escritura
Celebrada antiguamente,
La de gracia comenzando
Tan suave y aplaciente.
Quedó el hombre desde allí
De nuevo convaleciente,
Capaz de merecer gloria
Si viviere justamente.

No consideres mi suerte
porque te haría olvidarme,
sino que supe quererte
y te preciaste de amarme
como yo de obedecerte.
Y sea esta tanta parte,
que de esta prisión tan brava
salga yo libre a gozarte
pues librarás una esclava
que ha sido reyna en amarte.

Estoy muriendo sin verte
porque de tu vista vivo
y la vida que recibo
es la que me da el quererte
que alivia el dolor esquivo.

Fray Pedro de Padilla, Jaén, 1540-1599

IX

 

Ojos, que no sois ojos, si no estrellas,
que alumbran más que el Sol, y resplandecen,
luces, que cien mil almas enriquecen,
y abrasa el corazón amor con ellas.

Del fuego soberano sois centellas,
que humanos ojos veros no merecen,
bellísimos luceros, que aparecen,
eclipsando las luces menos bellas.

La libertad troqué sólo por veros,
porque conozco que tenéis la cumbre
de la belleza, y de la gallardía.

Y estoy en tal estado por quereros,
que ya soy Fénix, que con vuestra lumbre
me consumo y renuevo cada día.

De “Tesoro de varias poesías” (1575)

Fray Pedro de Padilla, Jaén, 1540-1599