Estos papeles desperdigados
llenos de palabras que se acumulan en el trasiego de las idas y venidas,
ese tiempo, ¡tanto!, dedicado,
secuestrado sin rescate,
horas y horas solo mías
requisadas al comercio, al sueño, al trabajo,
al poniente de los faros, a la cordura del suicida,
a las noches sin terapia, a los trasplantes, a los inventos,
a la compañía de bellezas inquietantes,
a los entierros, a las tormentas, a las botas de siete leguas,
al telón del comediante, al perro de la vecina,
al dolor de muelas, de cartílagos, de caligrafías,
a los lazos familiares, al soborno de los gremios,
a los pesticidas de los huertos, a los pleitos judiciales,
a la horma de los rituales, al golpe seco de las milicias,
a los síndromes de abstinencia, a las vírgenes arrepentidas,
a las hostias consagradas, a los exámenes de conciencia,
no sostienen más paredes que unos pocos gramos de mi vida
ni valen lo que un buen puchero de judías pintas.