Discurso al recibir el Premio Jerusalén pronunciado en Mayo de 2001
«Nos inquietan las palabras a nosotros, los escritores. Las palabras significan. Las palabras apuntan. Son flechas. Flechas clavadas en el cuero tosco de la realidad. Y mientras más portentosas, mientras más generales sean las palabras, más se parecen también a cuartos o túneles. Pueden expandirse, o cavar. Pueden venir para ser llenadas con un mal olor. Puede haber sitios de los que perdimos el arte o la sabiduría de habitar. Y eventualmente aquellos volúmenes de intención mental que ya no sabemos cómo habitar, serán abandonados, bardeados, cerrados.
¿Qué queremos decir, por ejemplo, con la palabra “paz”? ¿Queremos decir una ausencia de pleito? ¿Queremos decir olvido? ¿Queremos decir perdón? ¿O queremos decir una gran lasitud, un agotamiento, un vaciarse de rencor?
Me parece que por “paz” lo que la mayoría de la gente quiere decir es victoria. La victoria de su lado. Eso es lo que la paz quiere decir para ellos, mientras que para los otros paz quiere decir derrota.
Si se establece la idea de que la paz, que en principio es algo a desear, ocasiona una renuncia inaceptable a demandas legítimas, entonces el curso más plausible será la práctica de la guerra de modo poco menos que total. Se sentirá que los llamados a la paz son, si no fraudulentos, sí ciertamente prematuros. La paz se vuelve un espacio al que la gente ya no sabe cómo habitar. La paz tiene que re-fincarse, Re-colonizarse …
¿Y qué queremos decir con “honor”?
Parece que el honor como un estándar exacto de conducta privada pertenece a un tiempo muy lejano. Pero el hábito de conferimos honores los unos a los otros —de halagarnos nosotros mismos y a los otros— sigue en pie.
Conferir un honor es afirmar un estándar al cual se cree que ambas partes responden. Aceptar un honor es creer, por un momento, que uno se lo merece. (Lo más que uno debía decir, en honor de la decencia, es que uno no es indigno de él). Rechazar un honor ofrecido parece algo grosero, nada jovial, pretencioso.
Un premio acumula honor —y la capacidad de conferir honor— por quienes ha elegido, en ocasiones anteriores, para honrar.
Mediante tal estándar, tomemos en cuenta al polémicamente llamado Premio Jerusalem que, en su historia relativamente corta, ha sido otorgado a algunos de los mejores escritores de la segunda mitad del siglo XX. Aunque para todo obvio criterio se trata de un premio literario, no se llama El Premio Jerusalem de Literatura, sino El Premio Jerusalem por la Libertad del Individuo en la Sociedad.
Todos los escritores que han ganado el premio, ¿han sido realmente campeones de la Libertad del Individuo en la Sociedad? ¿Es eso lo que ellos —ahora debo decir “nosotros”— tienen en común?
Yo creo que no.
No sólo representan todos ellos un amplio espectro de opinión política. Algunos de ellos apenas han tocado las Grandes Palabras: libertad, individuo, sociedad…
Pero no importa lo que un escritor dice, sino lo que un escritor es. Los escritores —por ellos me refiero a miembros de la comunidad de la literatura— son emblemas de la persistencia (y la necesidad) de la visión individual.
Prefiero usar “individual” como un adjetivo, no como un sustantivo.
En nuestro tiempo, la incesante propaganda por “el individuo” se me hace profundamente sospechosa, igual que la palabra “individualidad” se vuelve cada vez más un sinónimo de egoísmo. Una sociedad capitalista responde a intereses creados al elogiar la “individualidad” y la “libertad”, que pueden significar poco más que el derecho a la perpetua exaltación del yo, y la libertad de ir de compras, adquirir, gastar, consumir y volverse obsoleto.
No creo que haya ningún valor inherente en el cultivo del yo. Y no creo que haya cultura (usando el término de manera normativa) sin un estándar de altruismo, de cuidado por los otros. Sí creo que hay un valor inherente en ampliar nuestro sentido de lo que puede ser una vida humana. Si la literatura se apoderó de mí como proyecto, primero como lectora y después como escritora, fue en la forma de una extensión de mis simpatías a otros yoes, otros dominios, otros sueños, otros territorios de concernimiento.
Como escritora, como alguien que hace literatura, soy tanto una narradora como una rumiadora. Las ideas me mueven. Pero las novelas no están hechas de ideas, sino de formas. Formas del lenguaje. Formas de la expresividad. No tengo una historia en mi cabeza mientras no tenga la forma. (Como Vladimir Nabokov dijo: “El patrón de la cosa precede a la cosa”). Y —de modo implícito o tácito— las novelas están hechas del sentido del escritor sobre lo que es la literatura o sobre lo que puede ser.
Toda obra de escritor, toda ejecución literaria es, o aspira a ser, un registro de la literatura misma. La defensa de la literatura se ha vuelto uno de los temas principales del escritor. Pero, como observó Oscar Wilde, “una verdad en el arte es aquella cuya contradicción es verdad también”.
Parafraseando a Wilde, yo diría: una verdad sobre la literatura es aquella cuyo opuesto es verdad también.
Así, la literatura —y hablo de modo prescriptivo, no sólo descriptivo— es timidez, duda, escrúpulo, fastidio. Es también —y de nuevo, tanto de modo prescriptivo como descriptivo— canción, espontaneidad, celebración, bendición.
Las ideas sobre la literatura —a diferencia de las ideas, digamos, sobre el amor— casi nunca surge a no ser como respuesta a las ideas de otra gente. Son ideas reactivas.
Yo sigo esto porque tengo la impresión de que tú —o la mayoría de la gente— estás diciendoaquello.
Por tanto, quiero hacerle lugar a una pasión más vasta o una práctica diferente. Las ideas dan permiso, y yo quiero darles permiso a un sentimiento o a una práctica diferentes.
Yo digo esto cuando tú estás diciendo aquello, no solo porque los escritores son, a veces, adversarios profesionales. No sólo para compensar el desbalance inevitable o el cargarse hacia un solo lado de cualquier práctica que tenga el carácter de una institución —y la literatura es una institución—, sino porque la literatura es una práctica que de modo inherente está arraigada en aspiraciones contradictorias.
Mi óptica es que cualquier registro de la literatura no es verdadero, es decir, resulta reductivo, meramente polémico. Mientras que, para hablar de modo verdadero sobre la literatura, es necesario hablar en paradojas.
Así: toda obra literaria que importe, que merezca el nombre de literatura, encarna un ideal de singularidad, de la voz singular. Pero la literatura, que es una acumulación, encarna un ideal de pluralidad, de multiplicidad, de promiscuidad.
Toda noción de literatura en que podamos pensar —literatura como compromiso moral, literatura como la búsqueda de intensidades espirituales; literatura nacional, literatura mundial— es, o puede volverse, una forma de complacencia espiritual, o vanidad, o autocongrulación.
La literatura es un sistema —un sistema plural— de estándares, ambiciones, lealtades. Parte de la función ética de la literatura es la lección del valor de la diversidad.
Por supuesto, la literatura debe operar dentro de limitantes. (Como todas las actividades humanas. La única actividad sin límites es estar muerto). El problema es que los límites que la mayoría de la gente quisiera marcar sofocarían la libertad de la literatura para ser lo que puede ser, en toda su inventiva y capacidad de agitación.
Vivimos en una cultura global, y una de las vastas y gloriosas multiplicidades de lenguajes en el mundo, aquella en la que hablo y escribo, es un lenguaje global. El inglés ha venido a desempeñar, en una escala global y para poblaciones cada vez más vastas en los países del mundo, un papel similar al que desempeñó el latín en la Europa del medievo.
Pero mientras vivimos en una cultura cada vez más globalizada, transnacional, al parecer estamos más enfangados en demandas cada vez más fraccionadas y hechas por tribus reales o apenas autoconstituidas. Las antiguas ideas humanísticas —de la república de las letras, de la literatura mundial— sufren ataques en todas partes. Les parecen, a algunos, ingenuas, al tiempo que teñidas por su origen en el gran ideal europeo —algunos dirían en el ideal eurocéntrico— de los valores universales.
Las nociones de “libertad” y “derechos” han pasado por una degradación impactante en los años recientes. En muchas comunidades, a los derechos de grupo se les da mayor peso que a los derechos individuales.
A este respecto, aquello que logran los hacedores de literatura puede, implícitamente, apuntalar la credibilidad de la libre expresión y de los derechos individuales. Y aun cuando los hacedores de literatura hayan consagrado sus obras al servicio de las tribus o las comunidades a las que pertenecen, sus logros como escritores dependen del modo en que trascienden este objetivo.
Las cualidades que hacen de un escritor dado algo valioso o admirable pueden localizarse todas dentro de la singularidad de la voz del escritor.
Pero esta singularidad, que se cultiva íntimamente y es el resultado de un largo aprendizaje en la reflexión y la soledad, se encuentra bajo una prueba constante por el papel social que los escritores se sienten llamados a desempeñar.
No cuestiono el derecho de un escritor para engancharse en el debate de asuntos públicos, de hacer causa común y práctica solidaria con otras mentalidades afines.
Tampoco planteo que tal actividad aparte al escritor del recluido, excéntrico sitio interior donde se hace la literatura. Así ocurre con casi todas las otras actividades que conforman el tener una vida.
Pero una cosa es engancharse voluntariamente, animado por los imperativos de conciencia o por el interés, en el debate público y en la acción pública. Otra cosa es producir opiniones —cháchara moralista— bajo pedido.
No: estar ahí, hacer aquello. Sino: por esto, contra aquello.
Pero un escritor no debería ser una máquina opinadora. Como lo puso un poeta negro en mi país, cuando algunos compañeros afroamericanos le reprocharon el que no escribiera poemas sobre las indignidades del racismo: “Un escritor no es una rocola”.
El primer trabajo de un escritor no es tener opiniones, sino decir la verdad… y rehusarse a ser un cómplice de las mentiras y la desinformación. La literatura es la casa del matiz y del ir en contra de las voces de la simplificación. El trabajo de un escritor es hacer que sea más difícil creerles a los saqueadores mentales. El trabajo del escritor es hacernos ver el mundo como es, lleno de muchas y diferentes demandas y partes y experiencias.
Es trabajo del escritor describir las realidades: las realidades sucias, las realidades arrebatadoras. Es la esencia de la sabiduría que surte la literatura (la pluralidad del logro literario) ayudarnos a entender que, ocurra lo que ocurra, hay algo más siempre en marcha.
Me ronda ese “algo más”.
Me ronda el conflicto de los derechos y de los valores que atesoro. Por ejemplo el que —a veces— decir la verdad no haga que la justicia avance. El que —a veces— el avance de la justicia pueda llevar consigo la supresión de una buena parte de la verdad.
Muchos de los más notables escritores del siglo XX, en su actividad como voces públicas, fueron cómplices en la supresión de la verdad para hacer que avanzara lo que ellos entendieron (y lo que en efecto fueron, en muchos casos) causas justas.
Mi propia óptica es que, si tengo que escoger entre la verdad y la justicia —por supuesto, no quiero escoger entre ambas—, escojo la verdad.
Por supuesto, creo en la acción justa. ¿Pero es el escritor el que actúa?
Éstas son tres cosas diferentes: hablar, que es lo que ahora hago; escribir, que es lo que me da cualquier derecho que yo pudiera aducir para la obtención de este premio incomparable; y ser, ser una persona que cree en la acción justa y en la solidaridad con otros.
Como Roland Barthes observó alguna vez: “… el que habla no es el que escribe, y el que escribe no es el que es“.
Y por supuesto que tengo opiniones, opiniones políticas, algunas de ellas formadas sobre la base de leer y discutir, y reflexionar, pero no de una experiencia de primera mano. Déjenme compartir con ustedes dos opiniones mías, opiniones muy predecibles, a la luz de las posturas públicas que he tomado sobre asuntos de los que tengo un conocimiento directo.
Creo que la doctrina de la responsabilidad colectiva, como una explicación para el castigo colectivo, nunca se justifica, militar o éticamente. Me refiero al uso desproporcionado de armas de fuego contra los civiles, la demolición de sus hogares y la destrucción de sus huertas y arboledas, la privación de sus modos de subsistencia y de su acceso al empleo, a la escolaridad, a los servicios médicos, el libre acceso a vivir cerca de pueblos y comunidades… y todo para castigar la actividad militar hostil que puede o ni siquiera puede estar en los contornos de estos civiles.
Creo también que aquí no puede haber paz hasta que no se ponga un alto a la plantación de comunidades israelíes en los Territorios, y mientras esto no vaya seguido por el hecho de desmantelar finalmente estos asentamientos y por el retiro de las unidades militares que se requieren para protegerlos.
Puedo apostar a que estas dos opiniones mías son compartidas por mucha gente en este salón. Sospecho que —para usar una vieja expresión estadounidense— estoy predicando para el coro.
¿Pero sostengo estas opiniones como escritora? ¿O lo que hago es sostenerlas como persona de conciencia y luego usar mi posición como escritora para sumar mi voz a la de otros que dicen la misma cosa? La influencia que un escritor puede ejercer es puramente accidental. Es, ahora, un aspecto de la cultura de la celebridad.
Hay algo de vulgar en la diseminación pública de opiniones sobre asuntos de los que uno no tiene un amplio conocimiento de primera mano. Si yo hablo de lo que no sé, o de lo que sé con premura, esto no es más que tráfago de opiniones.
Digo esto, para volver al principio, como un asunto de honor. El honor de la literatura. El proyecto de tener una voz individual. Los escritores serios, los creadores de literatura, no deberían tan sólo expresarse a sí mismos de modo diferente a como lo hace el discurso hegemónico de los medios masivos. Deberían estar en oposición al zumbido comunal del noticiero y el talk-show.
El problema de las opiniones es que uno se queda pegado a ellas. Y dondequiera que los escritores estén funcionando como escritores siempre ven… más.
Cualquier cosa que esté, siempre está algo más. Cualquier cosa que ocurra, siempre hay algo más también.
Si la literatura misma, esta gran empresa que nos ha acompañado (hasta donde alcanza nuestra esfera) durante unos dos milenios y medio; si la literatura misma y como tal encarna una sabiduría —y yo creo que es así, y ahí está en efecto la raíz de la importancia que le damos a la literatura—, es porque demuestra la naturaleza múltiple de nuestros destinos íntimos y comunitarios. La literatura nos recordará que puede haber contradicciones, conflictos a veces irreductibles, entre los valores que más atesoramos. (De esto se habla cuando se habla de “tragedia”). Nos hará recordar el “también” y el “algo más”. Porque algo más está siempre en marcha.
La sabiduría de la literatura es muy antitética frente al hecho de tener opiniones. “Ninguna es mi última palabra sobre nada”, dijo Henry James. El surtimiento de opiniones, incluso de opiniones correctas —cada vez que son pedidas—, abarata lo que los novelistas y los poetas hacen mejor, que es abonar a la reflexividad, percibir lo complejo.
La información nunca reemplazará a la iluminación.
Pero algo que suena parecido a, de no ser porque es mucho mejor que, la información —me refiero a la condición de estar informado; me refiero al concreto, específico, detallado, históricamente denso, conocimiento de primera mano— es para un escritor el prerrequisito indispensable para expresar sus opiniones en público.
Dejemos que los otros, las celebridades y los políticos, nos hablen desde arriba; que mientan. Si ser al tiempo un escritor y una voz pública redundara en algo mejor, consistiría en que los escritores tomaran la formulación de opiniones y juicios como una grave responsabilidad.
Hay otro problema con las opiniones.
Son agencias de la autoinmovilización. Lo que hacen los escritores debería liberarnos, sacudirnos. Amplias avenidas de compasión y nuevos intereses. Recordarnos que podríamos, tan sólo podríamos, aspirar a volvernos diferentes, y mejores, de lo que somos. Recordarnos que podemos cambiar.
Como dijo el cardenal Newman, “en un mundo superior la cosa es de otro modo, pero aquí abajo vivir es cambiar, y ser perfecto es haber cambiado a menudo”.
¿Y qué quiero yo decir con la palabra “perfección”? Que no trataré de explicar, sino tan sólo decir: la Perfección me da risa. No risa cínica, añado de inmediato. Sino risa alegre.
Estoy muy agradecida por haber recibido el Premio Jerusalem. Lo acepto como un honor para todos aquellos comprometidos con la empresa de la literatura. Lo acepto en homenaje a todos los escritores y lectores que en Israel y Palestina luchan por crear literatura hecha de voces singulares y de la multiplicidad de verdades.
Acepto el premio en nombre de la paz y la reconciliación de comunidades heridas y temerosas. La paz necesaria. Las concesiones necesarias y los nuevos acuerdos. El necesario abatimiento de los estereotipos. La necesaria persistencia del diálogo.
Acepto este premio —este premio internacional, patrocinado por una feria del libro internacional— como un evento que honra, sobre todo, a la república internacional de las letras».
Discurso al recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras de 2003
«Sans un idéal inaccesible, point de vocation authentique».
Marcel Bénabou
«La índole más alta de moralidad es no sentirnos como en casa en el propio hogar».
T.W. Adorno
«La concesión de un premio crea una situación inusitada. Quienes lo otorgan están obligados a creer que su decisión ha sido la óptima. Quienes lo aceptan están obligados a creer que se lo merecen. Ambos supuestos, en una circunstancia determinada, podrían ponerse en entredicho.
Estos discutibles supuestos son aún más dudosos si el premio no se otorga a una actividad cuyo mérito puede medirse con más o menos objetividad, como el deporte o la ciencia, sino al dominio de la cultura, las artes y el pensamiento.
En éste, el mérito parece resistir la medición objetiva. En efecto, parece que, en las artes, el único juicio seguro es el de la posteridad; con ello quiero decir el juicio emitido dos o tres generaciones después de que la obra está concluida y su autor ha desaparecido.
Mueve a la humildad saber que, de todos los libros encomiados, de los libros tenidos por parte genuina de la literatura, y publicados, digamos, en cualquier decenio en particular -nunca más de cinco a diez por ciento de las novelas, la poesía y el ensayo serios publicados en el periodo-, sin duda no más de uno por ciento en efecto perdurarán, es decir, su interés será permanente, parecerán valiosos, aún los disfrutarán las generaciones venideras y merecerá la pena leerlos y releerlos.
Nadie puede predecir el juicio de la posteridad -que en última instancia es el único que cuenta- acerca de una obra literaria o artística en particular. Por lo que en este sentido toda distinción en el ámbito de la cultura sólo puede expresar un reconocimiento condicional que espera su confirmación o refutación posterior. No obstante, esos galardones nos parecen menos problemáticos si pensamos que manifiestan algo más que reconocimiento o fe en los logros de cualquier escritor o artista. Manifiestan una fe en la propia actividad.
Por lo tanto, la mejor reflexión que puede hacerse sobre un premio literario significativo es que afirma la importancia, la gloria (si se me permite una palabra tan grandilocuente), de la literatura misma. Éstas son al menos mis reflexiones en ocasión tan destacada, en la que he sido distinguida como una de las dos merecedoras del Premio Príncipe de Asturias de Letras.
Cuando pienso en la literatura, en la infinitamente diversa aventura de afanarse con el lenguaje para contar historias y transmitir el conocimiento profundo en el que me he anclado, comprometido, durante toda mi vida como persona moral y consciente, pienso en un amplia escala de valores que en realidad son metas o modelos con los cuales juzgo mis actividades personales y literarias.
En un sentido, el empírico o fáctico, la literatura es meramente la suma de todo lo escrito y tenido por literatura. En otro sentido, el ideal, la literatura es la suma de todo lo que mejora, enaltece y hace más necesaria la actividad literaria.
En esta segunda y más valiosa acepción, la literatura honra -y representa- metas ideales en sentido estricto. Es decir, nunca alcanzadas del todo. Sin embargo, son aún más irresistibles y ejercen mayor autoridad como ideales precisamente porque resulta muy difícil mantenerlos.
Alguien podría rechazar, como una suerte de enternecedor disparate, lo que me propongo encomiar aquí. Pero yo no lo veo así en absoluto. Estas normas morales, estos ideales, no son una ilusión.
Imaginemos la literatura como una utopía… un lugar en el que imperan los modelos más encumbrados, casi inaccesibles. Se pueden deducir unas cuantas normas de una interpretación determinada de la literatura, de la que importa, que sigue importando durante decenios, generaciones y, en pocos casos, durante siglos.
Ésta es mi utopía. Es decir, aquí están los modelos que infiero o me parece que sustenta la empresa de la literatura.
Uno. Las actividades literarias (la escritura, la lectura, la enseñanza) son una vocación ideal, una prerrogativa, más que una simple carrera, una profesión, que se sujeta a las nociones comunes de «éxito» y al estímulo financiero. La literatura es, en primer lugar, una de las maneras fundamentales de nutrir la conciencia. Desempeña una función esencial en la creación de la vida interior, y en la ampliación y ahondamiento de nuestras simpatías y nuestras sensibilidades hacia otros seres humanos y el lenguaje.
Dos. La literatura es una arena de logros individuales, de méritos individuales. Esto implica que no se confieren premios y honores al escritor porque representa, digamos, a las comunidades débiles o marginadas. Esto implica que no se hace uso de la literatura o de los premios literarios para respaldar fines ajenos a ella: por ejemplo, el feminismo. (Hablo como feminista.) Esto implica que no se reparten recompensas a los escritores como medio de pagar consecutivo tributo a la diversidad de las identidades nacionales. (Así es que si los mejores tres escritores del mundo son, por ejemplo, húngaros, entonces lo ideal es que los jurados de los premios no se inquieten porque los húngaros reciben demasiados galardones.)
Tres. La literatura es primordialmente una empresa cosmopolita. Los grandes escritores son parte de la literatura mundial. Deberíamos leer a través de las fronteras nacionales y tribales: la gran literatura debería transportarnos. Los escritores son ciudadanos de una comunidad mundial, en la que todos aprendemos y nos leemos los unos a los otros. Si consideramos que cada logro literario significativo es, en última instancia, parte de la literatura del mundo, nos hacemos más receptivos a lo foráneo, a lo que no es «nosotros». El poder característico de la literatura es que nos deja una impresión de extrañeza. De asombro. De desorientación. De que nos encontramos en otro lugar.
Cuatro. Las diversas pautas de excelencia literaria, en el seno de las literaturas en todos los idiomas y en la gama entera de la literatura mundial, son una lección cardinal sobre la realidad y la conveniencia de un mundo que aún es irreductiblemente plural, diverso y variado. El mundo pluralista actual depende del predominio de los valores seculares.
Es posible, desde luego, exponer lo que denominamos modelos de un modo más enérgico (y acaso más controvertido), como antipatías, como negativas. Así es que, para enunciar de otra manera lo que acabo de decir:
Uno. Desprecio a los valores mercenarios.
Dos. Aversión a hacer uso principalmente instrumental de los escritores; por ejemplo, celebrar a los autores sobre todo en calidad de representantes de comunidades que se imaginan marginadas, con el fin de manifestarles su apoyo.
Tres. Cautela ante el filisteísmo cultural que se encubre con la aplicación de los valores democráticos en materia literaria. Desconfianza permanente de las afirmaciones nacionalistas y las lealtades tribales.
Cuatro. Eterno antagonismo contra las fuerzas represivas y la censura.
Estos son en efecto valores utópicos. No se han cumplido. Pero la literatura, la literatura en su conjunto, aún los encarna. Aún estimulan a los escritores. Aún nutren a los lectores, a los verdaderos lectores. Y es también lo que celebra todo premio literario importante.
Por estos valores me honra que la Fundación Príncipe de Asturias me haya elegido como una de las galardonadas con este destacado premio»
Susan Sontag ©
Traducción de Aurelio Major.
Discurso La literatura es la libertad pronunciado al recibir el Premio de la Paz de los Libreros Alemanes en Francfort en 2003
La literatura es la libertad
Es para mí una lección de humildad y una inspiradora experiencia poder hablar en el Paulskirche ante este público, recibir el premio que en los últimos 53 años los Libreros Alemanes han otorgado a tantos escritores, pensadores y figuras públicas ejemplares a quienes admiro, y poder hablar en esta ocasión y en este lugar cargado de historia. Lo que hace que lamente aún más la ausencia deliberada del embajador norteamericano, el Sr. Daniel Coats, cuyo inmediato rechazo a la invitación que le extendió en junio la Asociación de Libreros para asistir a este evento, cuando se anunció el Premio de la Paz (Friedenspreis) de este año, muestra que el embajador está más interesado en apoyar la posición ideológica y el rencor reaccionario de la Administración de Bush, antes que en cumplir con su deber habitual como diplomático que sería representar los intereses y la reputación de su país, que es también el mío.
Supongo que el embajador Coats ha elegido no estar aquí hoy debido a las críticas que he vertido en diarios, entrevistas televisadas y columnas en revistas sobre la nueva tendencia radical de la política exterior norteamericana, como demuestran la invasión y la ocupación de Irak. Creo que el embajador debería estar aquí, ya que es una ciudadana del país que él representa ante Alemania la que recibe este importante premio. Un embajador de Estados Unidos debe representar a su país en su totalidad. Desde luego, yo no represento a EE.UU., ni siquiera a la importante minoría que no apoya el programa imperial del Sr. Bush y sus consejeros. Me gusta pensar que no represento sino a la literatura, es decir, a una cierta idea de la literatura, y a la conciencia, una cierta idea de la conciencia o el deber. Teniendo en cuenta, sin embargo, que la concesión de este premio, que proviene de un país europeo de envergadura, hace referencia a mi papel de ‘embajadora intelectual’ entre los dos continentes (huelga decir que el término ‘embajadora’ se refiere aquí a su sentido más débil, simplemente metafórico), no puedo dejar de compartir con ustedes algunos pensamientos respecto de la renombrada brecha entre Europa y EE.UU., que mis intereses y entusiasmos supuestamente tratan de superar. En primer lugar, se trata de una brecha (es un vacío que tal vez esté llenándose, ¿o se trata también de un conflicto?). Declaraciones airadas y despreciativas respecto a Europa (a ciertos países europeos), son ahora moneda corriente en el discurso político norteamericano; y aquí, al menos en los países ricos del lado occidental del continente, los sentimientos antinorteamericanos son más comunes, se escuchan con más frecuencia, y son más excesivos que nunca. ¿De qué conflicto se trata? ¿Tiene este conflicto raíces profundas? Creo que sí.
Ha habido siempre un antagonismo latente entre Europa y Estados Unidos; antagonismo que es al menos tan complejo y ambivalente como el que existe entre padres y madres e hijas/os. Estados Unidos es un neo-país europeo, que hasta hace pocas décadas se nutrió poblacionalmente con una fuerte migración europea. Sin embargo, son las diferencias entre Europa y Estados Unidos las que más han llamado la atención de viajeros europeos calificados: Alexis de Tocqueville, que visitó esta joven nación en 1831 y luego regresó a Francia para escribir Democracia en los EE.UU. (que es aún, unos ciento setenta años más tarde, el mejor libro sobre mi país) y D.H. Lawrence, quien hace ochenta años publicó el libro más interesante que se haya escrito sobre la cultura norteamericana, su influyente y exasperante Estudios sobre la Literatura Clásica norteamericana, entendieron que EE.UU., el hijo de Europa, estaba convirtiéndose, o ya se había convertido, en la antítesis de Europa. Roma y Atenas. Marte y Venus. No han sido los autores de artículos populares recientes, a través de los cuales promueven la idea del inevitable conflicto de intereses y valores entre Europa y EE.UU., quienes inventaron estas antítesis. Varios extranjeros habían ya meditado sobre el tema y habían establecido el marco creativo, la melodía recurrente que suena a lo largo de la literatura norteamericana del siglo XIX, que va desde James Fenimore Cooper y Ralph Waldo Emerson hasta Walt Whitman, Henry James, William Dean Howells, hasta Mark Twain. Inocencia norteamericana y sofisticación europea; pragmatismo norteamericano e
intelectualismo europeo, energía norteamericana y cansancio europeo ante lo mundano; ingenuidad norteamericana y cinismo europeo; bondad norteamericana y malicia europea; moralismo norteamericano y el arte de la concesión europeo: ya conocen estas cantinelas.
Se puede cambiar la coreografía; en realidad, se han bailado todo tipo de compases durante dos tumultuosos siglos. Los filoeuropeos han utilizado la vieja antítesis para identificar a EE.UU. con el barbarismo comercial que lo impulsa y a Europa con la alta cultura, mientras que los eurófobos se han guiado por un punto de vista preconcebido según el cual EE.UU. representa el idealismo, la apertura y la democracia, y Europa un refinamiento debilitante y snob. Tocqueville y Lawrence observaron algo más cruel aún: no sólo una declaración de independencia norteamericana respecto de Europa y de los valores europeos, sino también un socavamiento sostenido y el asesinato de los valores y el poder europeos. «Nunca se puede obtener algo nuevo sin romper algo viejo,» escribió Lawrence. «Europa resultó ser lo viejo; EE.UU. debe ser lo nuevo. Lo nuevo representa la muerte de lo viejo.» EE.UU., conjeturó Lawrence, se había puesto como objetivo destruir a Europa, y utilizaba la democracia como instrumento, en especial la democracia cultural y la democracia de las costumbres. Y cuando esta tarea se cumpliera, continuaba Lawrence, EE.UU. bien podría transformar su democracia en algo completamente diferente. (Tal vez sea ahora cuando esté surgiendo esa alternativa que
reemplazaría a la democracia en EE.UU). Les ruego paciencia, si hasta ahora todas mis referencias han sido exclusivamente literarias. Después de todo, una función de la literatura -de la literatura importante, necesaria- es la de ser profética. Lo que tenemos aquí es, en forma magnificada, la perenne lucha literaria, o cultural, entre los antiguos y los modernos. El pasado es (o fue) Europa, y EE.UU. se fundó sobre la idea de romper con el pasado. En EE.UU. se considera que el pasado estorba e idiotiza y -con su modo de entender qué es prioritario y qué no lo es y sus estándares sobre lo que es superior y lo que es mejoresencialmente no democrático, o ‘elitista’, sinónimo que impera actualmente. Aquellos que hablan a favor de unos EE.UU. triunfantes continúan sugiriendo que la democracia norteamericana implica repudiar a Europa y, sí, adoptar un cierto barbarismo liberador y saludable. Aunque la mayoría de los norteamericanos considere hoy a Europa más socialista que elitista, según el modelo norteamericano, Europa es aún un continente retrógrado que continúa con obstinación rigiéndose por criterios antiguos: el estado de bienestar. ‘Renuévalo’ no es sólo una consigna cultural; describe también una maquinaria económica que no deja de avanzar y abarcar al mundo entero.
Sin embargo, si es necesario, aún lo ‘viejo’ puede ser rebautizado como ‘nuevo’. No es simple coincidencia que el resuelto secretario de Defensa norteamericano tratara de dividir a Europa [distinguiendo de manera inolvidable entre la ‘vieja’ Europa (mala) y una ‘nueva’ Europa (buena)]. ¿Cómo se llegó a que España, Italia, Polonia, Ucrania, Holanda, Hungría, la República Checa y Bulgaria, se encuentren entre los miembros de la ‘nueva’ Europa? Respuesta: apoyar a los EE.UU. en su actual expansión de poder político y militar implica, por definición, pasar a la categoría de lo ‘nuevo’. Quien quiera que esté con nosotros es ‘nuevo’. La razón que se aduce en todas las guerras modernas, aun cuando sus objetivos sean los tradicionales (como lograr una expansión territorial o apoderarse de recursos naturales
escasos), es la de una pretendida lucha entre civilizaciones -guerras culturales- donde cada lado alega estar en posesión de la razón, y a su vez califica al otro de bárbaro. El enemigo es invariablemente una amenaza a ‘nuestro modo de vida’, infiel, profanador y contaminador, un corruptor de valores superiores o mejores. La actual guerra en contra de la amenaza real de los militantes islámicos fundamentalistas representa un claro ejemplo. Vale la pena mencionar que una versión más blanda, en los mismos términos despreciativos, subyace al antagonismo entre Europa y EE.UU. Debe también recordarse que históricamente la retórica antinorteamericana más virulenta jamás escuchada en Europa -que consiste esencialmente en acusar a los norteamericanos de bárbaros- provino no de la llamada izquierda sino de la extrema derecha. Tanto Hitler como Franco vituperaron repetidamente a los EE.UU. (y al pueblo judío a nivel mundial) al acusarlos de contaminar la civilización europea con sus viles valores mercantiles. Desde luego, la mayoría de la opinión pública europea continúa admirando la energía norteamericana, la versión norteamericana de ‘lo moderno’. Además, sin duda ha habido siempre norteamericanos simpatizantes con los ideales culturales europeos (una de ellos se
encuentra frente a ustedes ahora), que encuentran en las viejas artes europeas una corrección y una liberación de los persistentes prejuicios mercantilistas de la cultura norteamericana. A su vez, siempre ha existido la contraparte europea de estos norteamericanos: los europeos fascinados, cautivados, profundamente atraídos por los EE.UU., precisamente por ser diferentes de Europa. Lo que ven los norteamericanos es casi la inversa del cliché eurófilo: se ven a sí mismos como los defensores de la civilización. Las hordas bárbaras ya no se encuentran a las puertas de nuestras ciudades. Están dentro, en cada próspera ciudad, planeando la devastación. Los países ‘productores de chocolate’ (Francia, Alemania, Bélgica) tendrán que hacerse a un lado, mientras un país con ‘voluntad’ -y con Dios de su parte- lleva a cabo su lucha contra el terrorismo (ahora confundido con el barbarismo). Según el secretario de Estado Powell, es ridículo que la vieja Europa (algunas veces parece que sólo se refiere a Francia) aspire a tener algún papel en el gobierno o la administración de los territorios que han sido ganados por la coalición del conquistador. La vieja Europa no tiene sus recursos militares, su gusto por la violencia, ni tampoco el apoyo de su mimada y demasiado pacífica población. Y los norteamericanos tienen razón. Los europeos no están dispuestos a lanzar ni una cruzada evangélica ni una belicosa. Por cierto, debo a veces pellizcarme para asegurarme de que no estoy soñando: lo que mucha gente en mi propio país objeta a Alemania, que infligió horrores al mundo durante casi un siglo -el nuevo ‘problema alemán’ por decirlo de alguna manera- es que los alemanes aborrecen la guerra; que la mayoría de la opinión pública alemana es ahora virtualmente… ¡pacifista! ¿Fueron alguna vez EE.UU. y Europa socios, amigos? Por supuesto. Pero quizás es cierto que los períodos de unidad -de sentimiento compartido- hayan sido excepciones más que la regla. Uno de tales periodos tuvo lugar desde la Segunda Guerra Mundial hasta la primera época de la Guerra Fría, momento en que los europeos estaban profundamente agradecidos por la intervención norteamericana, su auxilio y su apoyo. Los norteamericanos se sienten cómodos viéndose a sí mismos en el papel de salvadores de Europa. En consecuencia, los EE.UU. esperarán que los europeos sientan siempre agradecimiento, un estado de ánimo que los
europeos no sienten ahora. Desde el punto de vista de la ‘vieja’ Europa, los EE.UU. parecen dispuestos a derrochar la admiración -y la gratitud- de la mayoría de los europeos. La inmensa simpatía por los EE.UU., tras el ataque del 11 de septiembre de 2001, era genuina. (Puedo dar testimonio de su resonante ardor y sinceridad en Alemania; me encontraba en Berlín en ese momento). Pero después se ha producido un distanciamiento creciente por ambas partes. Los ciudadanos de la
nación más rica y poderosa en la historia tienen que saber que a EE.UU. el resto del mundo lo ama y envidia… y también se siente agraviado por él. Más de un viajero que haya visitado el extranjero sabe que los norteamericanos son considerados por muchos europeos como vulgares, rústicos e incultos, y ante ello no dudan en responder a tales expectativas con un comportamiento que insinúa el resentimiento de los ex colonizados. Y algunos europeos cultos, que aparentemente disfrutan en gran medida ya sea visitando EE.UU. o viviendo allí, atribuyen condescendientemente este hecho al ambiente liberador de la colonia donde uno puede deshacerse de las restricciones y cargas de la alta cultura de la ‘metrópolis’. Recuerdo una conversación con un director de cine alemán que estaba viviendo en ese momento en San
Francisco, en la que él me decía que le encantaba estar en EE.UU. ‘porque ustedes no tienen cultura alguna’. Para más de un europeo, y debe mencionarse, incluso para D.H. Lawrence (‘allá la vida proviene de las raíces, imperfecta pero vital’, le escribía a un amigo en 1915, en los momentos en que planeaba vivir en los EE.UU.), EE.UU. es el gran escape. Y viceversa: Europa fue el gran escape para generaciones de norteamericanos que buscaban ‘cultura’. Desde luego, me refiero a minorías aquí, minorías dentro del grupo de los privilegiados. Los EE.UU. se ven ahora como los defensores de la civilización y los salvadores de Europa, y se preguntan por qué los europeos no logran comprender esta cuestión; por su parte, los europeos ven a EE.UU. como un estado guerrero imprudente: a ello los EE.UU. responden que Europa es su enemiga. Un discurso ahora predominante en EE.UU. afirma que los europeos sólo pretenden ser pacifistas para debilitar el poder norteamericano. Los norteamericanos creen que Francia, en particular, trama igualar o aún superar a su país en su grado de influencia en las cuestiones internacionales -«La operación EE.UU. debe fracasar» es el título inventado por un columnista del diario New York Times para describir la estrategia francesa de dominación-, en lugar de comprender que una derrota norteamericana en Irak alentará a «los grupos musulmanes extremistas (desde Bagdad a los barrios pobres de París)» a continuar con su yihad contra la tolerancia y la democracia. Es difícil para la gente evitar ver el mundo en términos polarizados («ellos» y «nosotros») y son estos términos los que han fortalecido en el pasado el componente aislacionista en la política exterior norteamericana, tanto como ahora fortalecen el componente imperialista. Los norteamericanos se han acostumbrado a concebir el mundo en términos de enemistades. Los enemigos se encuentran en otro lugar, ya que la guerra se desarrolla siempre «fuera», y el fundamentalismo islámico ha reemplazado al comunismo ruso y chino como la amenaza implacable y furtiva a «nuestro modo de vida». Y el término «terrorista» es más flexible aún de lo que lo era la palabra «comunista». Puede unificar un número mayor de intereses y luchas muy diversas. Esta guerra será interminable por esa causa, ya que siempre habrá alguna forma de terrorismo (al igual que siempre existirá la pobreza y el cáncer); es decir, habrá siempre conflictos asimétricos en los cuales el lado más débil recurra a esa forma de violencia y ataque con frecuencia a civiles. La retórica norteamericana, y quizás también el estado de ánimo del pueblo en general, apoyarían esta perspectiva desacertada, ya que la lucha por la rectitud no tiene fin.
Gracias al genio de EE.UU. que, a pesar de ser un país tan profundamente conservador que los europeos difícilmente lo comprenden, se ha podido crear un pensamiento conservador que prefiere lo nuevo a lo viejo. Pero esto también implica que de la misma manera en que EE.UU. parece un país extremadamente conservador -como se observa, por ejemplo, en el extraordinario poder del consenso y la pasividad y en el conformismo de la opinión pública (como Tocqueville apuntó en 1831), y de los medios de comunicación masiva- es también radical, incluso revolucionario, de una manera que los europeos encuentran también difícil de
desentrañar. Seguramente, parte del enigma surge de la falta de congruencia entre el discurso oficial y la realidad de las personas. Los norteamericanos exaltan constantemente las «tradiciones»; las letanías a los valores de la familia ocupan un lugar central en los discursos de todos los políticos. Sin embargo, la cultura norteamericana corroe enormemente la vida familiar, al igual que todas las tradiciones, excepto aquéllas que han sido redefinidas como «identidades» y que pueden ser aceptadas como parte de patrones más amplios de distinción, cooperación y apertura hacia la innovación. Quizás, la fuente más importante del nuevo (y del no tan nuevo) radicalismo norteamericano es algo que solía considerarse como una fuente de valores conservadores: es decir, la religión. Muchos comentaristas han observado que la mayor diferencia entre EE.UU. y la mayoría de los países europeos (tanto en la Europa vieja como la nueva, de acuerdo a la distinción norteamericana actual) radica quizás en que la religión en EE.UU. tiene aún un papel preponderante en la sociedad y en el discurso público. Pero es ésta una religión al estilo norteamericano: es más una idea sobre la religión que la religión en sí misma. Es cierto que, durante la campaña presidencial de George Bush de 2000, un periodista tuvo la ocurrencia de preguntarle al candidato que citara su «filósofo preferido»; la respuesta, que fue bien recibida -y que hubiera convertido en un hazmerreír a cualquier candidato a un cargo importante por un partido centrista en cualquier país europeo- fue «Jesucristo». Por supuesto que Bush no quería decir con esa respuesta, y nadie lo malentendió, que si ganaba las elecciones su Gobierno se sentiría obligado a seguir los preceptos o los programas sociales que enunció Jesús. La sociedad norteamericana es de carácter religioso, en general. Es decir, en EE.UU. no es importante qué religión siga uno, siempre que se tenga una. Sería imposible que existiera una religión dominante, o incluso una teocracia, que fuera sólo cristiana (o perteneciente a una confesión cristiana en particular). En EE.UU. la religión debe ser algo que se pueda escoger. Esta idea de la religión, moderna y relativamente carente de substancia, construida sobre la idea de la elección consumista, es la base del conformismo, el fariseísmo y el moralismo norteamericano (que los europeos confunden a menudo, de forma condescendiente, con el
puritanismo). Independientemente de las creencias históricas que las diferentes religiones norteamericanas dicen representar, todas predican algo similar: cambios en el comportamiento personal, el valor del éxito, cooperación comunitaria, tolerancia de las elecciones que adoptan otras personas. (Todas éstas son virtudes que promueven y mitigan el funcionamiento del capitalismo consumista). El simple hecho de ser una persona religiosa asegura respetabilidad, fomenta el orden, y garantiza que sean intenciones virtuosas las que guían la misión norteamericana de conducir al mundo. Lo que se divulga -se llame democracia, libertad, o civilización- es tanto parte de un proceso en marcha como la esencia misma del progreso. No existe otro lugar en el mundo donde el sueño de progreso de la Ilustración tenga una acogida tan propicia como en EE.UU. Desmitificación de Polaridades ¿Estamos entonces tan separados? Es extraño que ahora que Europa y EE.UU. se asemejan tanto culturalmente, nunca hayan estado tan separados. A pesar de todas las similitudes existentes en la cotidianeidad de los ciudadanos de los países europeos ricos y de los EE.UU., la brecha entre la experiencia europea y la norteamericana es genuina, y se origina a partir de importantes diferencias en la historia, nociones sobre el papel de la cultura, y recuerdos reales e imaginados. El antagonismo -si es que existe un antagonismo- no se resolverá en un futuro inmediato, a pesar de la buena voluntad de mucha gente a ambos lados del Atlántico. Y sin embargo, una no puede sino deplorar la actitud de los que desean aprovechar tales diferencias al máximo, cuando en realidad tenemos tanto en común.
La dominación de EE.UU. es una realidad. Pero EE.UU., como está empezando a entender el actual Gobierno, no puede hacerlo todo. El futuro del mundo -del mundo que compartimos- es sincrético e impuro. No estamos aislados unos de otros. Cada vez estamos más relacionados unos con otros. En última instancia, el modelo que permitirá lograr algún grado de entendimiento o conciliación, consiste en tener más en cuenta la venerable oposición entre «lo viejo» y «lo nuevo». La oposición entre «civilización» y «barbarie» es esencialmente condicionante; no es conveniente pensar y pontificar sobre esa base (aunque pueda reflejar ciertas innegables realidades. Sin embargo, la oposición entre «lo viejo» y «lo nuevo» es genuina e irradicable, y constituye la esencia de la experiencia misma tal como la entendemos. «Lo viejo» y «lo nuevo» son los polos perennes de todo sentimiento y sentido de la orientación en el mundo. No podemos prescindir de lo viejo, ya que hemos invertido en ello nuestro pasado, nuestra sabiduría, nuestros recuerdos, nuestra tristeza, nuestro sentido de la realidad. No podemos prescindir de la fe en lo nuevo, ya que en lo nuevo hemos invertido toda nuestra energía, nuestra capacidad de ser optimistas, nuestros ciegos anhelos biológicos, nuestra habilidad para olvidar: la sana habilidad que hace posible la reconciliación. La vida interior tiende a desconfiar de lo nuevo. Una vida interior fuertemente desarrollada se resistirá especialmente a lo nuevo. Se nos ha dicho que debemos elegir entre lo viejo o lo nuevo. En realidad, debemos elegir ambos. ¿Qué es la vida sino el resultado de una serie de negociaciones entre lo viejo y lo nuevo? Creo que debemos evitar siempre estas oposiciones tan rígidas. Lo viejo versus lo nuevo, naturaleza versus cultura: quizá sea inevitable que los grandes mitos de nuestra vida cultural sean representados no solamente dentro de un marco histórico sino también geográfico. Sin embargo, no son más que mitos, frases gastadas, estereotipos; la realidad es mucho más compleja.
He dedicado gran parte de mi vida a tratar de desmitificar estos modos de pensamiento que polarizan y generan opuestos. Esto significa, traducido a términos políticos, apoyar lo pluralista y lo laico. Realmente preferiría vivir, al igual que algunos norteamericanos y muchos europeos, en un mundo multilateral, un mundo que no fuera dominado por ningún país en particular (el mío incluido). Durante este siglo, que ya promete ser otro siglo más de extremos, de horrores, podría expresar mi apoyo a toda una serie de principios tendentes a mejorar la situación. Apoyaría, en particular, lo que Virginia Woolf llamaba «la melancólica virtud de la tolerancia».
Prefiero mejor hablar como escritora, como una defensora de la actividad literaria, ya que de ahí es de donde surge la única autoridad que poseo. La escritora que hay en mí desconfía de la buena ciudadana, la «embajadora intelectual», la activista de derechos humanos. Todos esos roles que la concesión de este premio enumera,
más allá de mi alto grado de compromiso con ellos. La escritora es más escéptica, duda más de sí misma que la persona que trata de hacer lo correcto y apoyar la causa correcta.
Una de las funciones de la literatura es la de formular preguntas y cuestionar las ideas ortodoxas reinantes. Y aun cuando el arte no es de oposición, el mundo de las letras tiende a ser contestatario. La literatura es diálogo; sensibilidad. Podría definirse a la literatura como la historia de las diferentes respuestas sensibles del género humano ante lo que está vivo y lo que está moribundo como resultado de la evolución de las culturas y de la interacción de unas culturas con otras. Los escritores pueden hacer algo para combatir estos tópicos respecto de nuestra separación, nuestra diferencia -ya que los escritores son hacedores, y no simplemente transmisores, de mitos-. La literatura ofrece no solamente mitos sino también contra-mitos, del mismo modo que la vida ofrece contra-experiencias (experiencias que nos hacen dudar de aquello que uno suponía que pensaba, sentía o creía). Creo que el escritor es alguien que presta atención al mundo, lo que significa tratar de
entender, observar, y conectar con los diferentes actos de maldad que los humanos son capaces de realizar; y a la vez no corromperse -volviéndose cínico, superficial- al lograr esta comprensión de la naturaleza humana. La literatura puede decirnos cómo es el mundo. La literatura puede establecer normas y transmitir un conocimiento profundo, personificado a través del lenguaje, en la narrativa. La literatura puede entrenarnos y ejercitar además nuestra habilidad para llorar por quienes no somos nosotros ni son los nuestros. ¿Quiénes seríamos si no pudiéramos simpatizar con los que no somos nosotros ni son los nuestros? ¿Quiénes seríamos si no pudiéramos olvidarnos de nosotros mismos, al menos durante algún tiempo? ¿Quiénes seríamos si no pudiéramos aprender? ¿O perdonar? ¿O
convertirnos en algo diferente de lo que somos? Escapar de la prisión de la vanidad nacional. En esta ocasión en la que recibo este magnífico premio, este magnífico premio alemán, permítanme que les cuente algo sobre mi trayectoria. Pertenezco a una tercera generación norteamericana de origen polaco y judío lituano. Nací dos
semanas antes de que Hitler asumiera el poder. Crecí en el interior de EE.UU., en Arizona y California, lejos de Alemania, y sin embargo durante toda mi niñez estuve obsesionada con Alemania, con la monstruosidad de Alemania, y con los libros y la música alemanes que amaba, y que a su vez establecieron mi criterio sobre las expresiones artísticas elevadas e intensas. Aún antes de Bach y Mozart y Beethoven y Schubert y Brahms, ya había algunos libros alemanes [importantes para mí]. Recuerdo a un maestro de escuela primaria en una pequeña ciudad del sur de Arizona, el Sr. Starkie, que logró la admiración de sus alumnos al contarnos que había combatido en el ejército de Pershing en México contra Pancho Villa: este viejo veterano de una antigua aventura imperialista norteamericana había sido, al parecer, afectado – en versión traducida- por el idealismo de la literatura alemana, y percibiendo mi especial interés por los libros, me prestó sus propias copias del Werther y del Immensee.
Poco después, durante mi infantil orgía lectora, el azar me condujo al encuentro de otros libros alemanes, incluyendo el relato de Kafka En la colonia penitenciaria, donde descubrí el temor y la injusticia. Y pocos años más tarde, cuando era una estudiante de secundaria en Los Angeles, encontré todo sobre Europa en una novela alemana. No ha habido otro libro más importante en mi vida que La Montaña Mágica, que trata precisamente del choque de ideales como esencia de la civilización europea. Y así sucesivamente, a través de una larga vida que ha estado impregnada de la alta cultura alemana. De hecho, tras los libros y la música, que supusieron,
dado el desierto cultural en el que vivía, experiencias prácticamente clandestinas, llegaron las experiencias reales. Porque también soy una beneficiaria tardía de la diáspora cultural alemana, y he tenido la buenísima fortuna de llegar a conocer bien a algunos de los incomparablemente brillantes refugiados que creó Hitler, aquellos escritores y artistas y músicos y académicos que EE.UU. recibió en la década de los 30 y que tanto enriquecieron al país, especialmente a sus universidades. Permítanme citar a dos de ellos, a los que tuve el privilegio de tener como amigos durante los últimos años de mi adolescencia y los primeros años de mi tercera década, Hans Gerth y Herbert Marcuse; aquéllos con los que estudié en la Universidad de Chicago y en Harvard, Christian Mackauer, Paul Tillich y Peter Heinrich von Blanckenhagen, y en seminarios privados, Aron Gurwitsch y Nahum Glatzer; y Hannah Arendt, a quien conocí después de mudarme a Nueva York cuando tenía aproximadamente veinticinco años: tantos modelos de seriedad, cuyo recuerdo quisiera evocar aquí. Pero nunca olvidaré que mi encuentro con la cultura alemana, con la seriedad alemana, comenzó con el abstruso y excéntrico Sr. Starkie (no creo haber sabido nunca su nombre), que fue mi maestro cuando yo tenía diez años, y al que jamás volví a ver. Y todo esto me lleva a una historia, con la que voy a concluir: creo que es lo adecuado, dado que fundamentalmente no soy ni una embajadora cultural ni una ferviente crítica de mi propio Gobierno (tarea que cumplo como buena ciudadana norteamericana). Soy una contadora de
historias.
Así, vuelvo al tiempo en que yo tenía diez años, y encontraba algo de alivio de las cansadas obligaciones de ser una niña al leer con pasión los gastados volúmenes de Goethe y Storm que el maestro Starkie me había prestado. Me refiero a 1943, época en la que tenía conocimiento de que existía un campo de prisioneros con miles de soldados alemanes, soldados nazis, por supuesto, como yo los concebía, en la parte norte del estado, y teniendo en cuenta que era judía (aunque sólo lo fuera nominalmente, ya que mi familia era desde hacía dos generaciones totalmente laica e integrada; sabía que serlo nominalmente era suficiente para los nazis), me
acosaba una pesadilla recurrente en la que los soldados nazis habían escapado de la prisión y habían logrado llegar al sur del estado donde estaba el chalé en el que vivía con mi madre y mi hermana en las afueras de la ciudad, y estaban a punto de matarme.
Adelantémonos ahora a muchos años más tarde, a la década de los 70, cuando Hanser Verlag comenzó a publicar mis libros, y llegué a conocer al distinguido Fritz Arnold (había comenzado a trabajar en la empresa en 1965), que sería mi editor hasta su muerte en febrero de 1999. Durante uno de nuestros primeros encuentros, Fritz me dijo que deseaba contarme -supongo que lo consideraba un requisito previo a una futura amistad que pudiera surgir entre ambos- lo que había hecho durante la guerra. Le aseguré que no me debía explicación alguna; pero, por supuesto, valoré mucho el hecho de que él mencionara el tema. Quisiera agregar que Fritz Arnold no fue el único alemán de su generación (había nacido en 1916) que, después de conocerlo o conocerla, insistió en contarme que había hecho durante el periodo nazi. Y no todas las historias que escuché fueron tan inocentes como la que me contó Fritz. De todas maneras, Fritz me contó que era estudiante universitario de literatura e historia del arte, primero en Múnich y más tarde en Colonia, cuando, a comienzos de la guerra, fue reclutado con el grado de cabo en las fuerzas armadas (Wehrmacht). Su familia no era pro-nazi en absoluto -su padre era Karl Arnold, el legendario caricaturista político de Simplicissimus -, pero emigrar no era una opción que su familia hubiera siquiera considerado, y aceptó con temor la obligación de unirse al servicio militar, con la esperanza de no tener que matar a nadie
y no terminar él mismo muerto. Fritz fue uno de los pocos que tuvo suerte. Fue afortunado al haber sido enviado primero a Roma (donde rechazó la invitación de su superior de nombrarlo teniente), luego a Túnez; afortunado también de haber permanecido detrás de las líneas de combate y no haber nunca tenido que utilizar un arma de fuego; y finalmente, fue afortunado, si es ésta la palabra correcta, por haber caído prisionero de los norteamericanos en 1943, haber sido transportado
en barco junto con otros soldados alemanes capturados, a través del Atlántico hasta Norfolk, Virginia; y más tarde en tren a través del continente a pasar el resto de la guerra en un campo de prisioneros en… el norte de Arizona. Tuve entonces el placer de poder contarle, mientras suspiraba asombrada, y dado que ya había
comenzado a tener mucha simpatía por él -éste fue el comienzo tanto de una gran amistad como también de una intensa relación profesional-, que mientras él era prisionero de guerra en el norte de Arizona, yo estaba en la parte sur del estado, aterrorizada ante la presencia de los soldados nazis que estaban por todas partes, y de los que no podría escapar. Entonces Fritz me contó que lo que le permitió sobrellevar los casi tres años que pasó en el campo de prisioneros en Arizona fue que se le permitió acceder a libros: había pasado esos años leyendo y releyendo los clásicos ingleses y norteamericanos. Y yo le conté que como estudiante en la escuela primaria en Arizona, y mientras esperaba poder crecer y escapar hacia una realidad más vasta, me salvó la lectura de libros, tanto los traducidos como los que habían
sido escritos originalmente en inglés. El acceso a la literatura, a la literatura universal, me permitió escapar de la prisión de la vanidad nacional, de la falta de cultura, del obligatorio provincialismo, de la educación formal inane, de destinos imperfectos y de la mala suerte. La literatura fue el pasaporte para ingresar a una vida
más amplia; es decir, la zona de la libertad.
La literatura era la libertad. Especialmente ahora que los valores de la lectura y de la introspección están siendo desafiados con tanto vigor, la literatura es la libertad».