Discurso El colapso de la agresión marxista pronunciado en Sevilla en marzo de 1992

La diferencia entre una sociedad «prefabricada» bajo la profecía de un aparente paraíso terrenal y la sociedad abierta, basada en la libre y responsable actuación de sus ciudadanos, es —afirma Popper— la clave que explica el fin del marxismo y el triunfo de los regímenes democráticos. Ciertos rasgos de su autobiografía y una aguda reflexión se unen en este texto, que recoge la conferencia pronunciada por este conocido filósofo en el Foro Príncipe de Asturias de la Expo-92. Se trata de un tema que continúa vivo y que necesita una mayor reflexión teórica en favor de la libertad.

Como habrán podido deducir del título de mi artículo, soy un adversario del marxismo. Me he propuesto escribir sobre el ataque marxista contra nuestra civilización occidental. Esta agresión comenzó con la Revolución de septiembre de 1917 de Lenin y Trotski. Muchos de los testigos de aquellos días todavía estamos vivos.

Introducción

Muy pocos somos lo suficientemente viejos para recordar personalmente el comienzo de todas nuestras tribulaciones. Sin embargo, yo soy una de las contadas personas vivas que recuerdan con claridad el 28 de junio de 1914, día en que el archiduque Francisco Fernando fue asesinado en Sarajevo. Todavía puedo oír la voz del vendedor de periódicos anunciando que el asesino era un serbio («Der Täter ein Serbe!). Recuerdo con intensidad el estallido de la Primera Guerra Mundial, el 28 de julio de 1914 (mi duodécimo cumpleaños). Me enteré de la guerra por una carta de mi padre, y por un largo cartel en el que estaba impreso un manifiesto del emperador Francisco José dirigido «a mis pueblos». Recuerdo el día de 1916 en que me di cuenta de que Austria y Alemania iban a perder la guerra que habían iniciado; los días en que una revolución democrática comenzó en Rusia; el golpe de Estado de Lenin contra el Gobierno de Kerenski y el inicio de la guerra civil en Rusia; el tratado de paz de Brest-Litovsk entre Alemania y la Rusia de Lenin y Trotski; y el colapso de los Imperios germánico y austriaco, cuando acabó la guerra en octubre de 1918. Estos hechos figuran entre los más importantes que recuerdo y que, como puedo ver ahora, llevaron al género humano al borde de su completa destrucción.
En un texto breve debo, claro está, ser extremadamente simple. Sólo puedo pintar un retrato histórico con pincel muy grueso y colores crudos.

Retrato histórico

Antes de la Primera Guerra Mundial, la industrialización en Europa occidental, Alemania y Norteamérica podía haber conducido a la victoria de una sociedad genuinamente liberal. De hecho, estas partes del mundo gozaron de libertad y de un gran éxito económico: fronteras abiertas, ausencia de pasaportes, violencia y criminalidad en descenso, una alfabetización progresiva; alza de salarios y prosperidad. Gracias a los avances tecnológicos, se habían mejorado las condiciones del trabajo manual, que todavía eran horriblemente duras. La Primera Guerra Mundial, comenzada por Alemania y Austria, destruyó todo esto, y demostró que no se podía confiar ya en las viejas formas de gobierno, que habían permitido la guerra.

Las potencias vencidas —Alemania, Austria y Turquía—, parcialmente influidas por la Revolución rusa, fueron derrotadas desde fuera, aunque también alguno de estos países padeciese una revolución interna, especialmente Austria. De las potencias vencedoras, Francia e Italia sufrieron sacudidas profundas. Únicamente Gran Bretaña y Estados Unidos siguieron encaminando sus pasos hacia la reforma liberal; pero en Inglaterra sólo tras la derrota de una huelga general, que constituyó un intento de iniciar una revolución.

El ejemplo de los dos países anglófonos tuvo, indudablemente, un efecto estabilizador, a pesar de la gran quiebra bancaria y de la Gran Depresión. En 1935, Inglaterra, incluso bajo el peso del desempleo y de la amenaza hitleriana, fue la nación industrial más feliz que he visto en Europa a lo largo de toda mi vida; cada trabajador manual, cada conductor de autobús y cada taxista era un perfecto caballero. Pero la victoria marxista en Rusia y las enormes sumas gastadas por los comunistas en propaganda y en organizar la revolución mundial condujo a todos los países del mundo a una polarización política entre izquierda y derecha. Esta polarización desembocó en Italia, bajo el mandato de Mussolini, en el fascismo, y fue pronto copiada por los movimientos fascistas de otros países europeos, especialmente Alemania y Austria. Este proceso trajo consigo, además, una guerra civil endémica.

De esta forma, se llegó a la situación siguiente; en el Este, especialmente en la Unión Soviética, el marxismo reinó sin piedad, con poderes dictatoriales, basados en una ideología poderosa, que se asentaba sobre un arsenal de mentiras. En Occidente, bajo la influencia de los partidos marxistas, de la propaganda y de la fascinación del poder ruso, se forjó una seria amenaza de violencia por parte de la izquierda, que provocó el contrapoder de la derecha, reforzando así a los fascistas. Alemania, Austria y la parte meridional de Europa sucumbieron al fascismo bajo la aguda oposición entre izquierda y derecha, que culminó en la terrible guerra civil española, concebida por los soviets y los nazis alemanes como una experimentación de la guerra moderna.

También en Francia y Gran Bretaña proliferaron los partidos fascistas; sin embargo, allí se mantuvo la democracia, así como en los países más pequeños del Norte.

En la situación que precedió a la guerra de Hitler contra Occidente, casi todas las personas sensatas, casi todos los intelectuales, declararon que la democracia era justamente una fase transitoria en la historia humana, y profetizaron su inminente desaparición. Curiosamente, yo comencé mi libro La sociedad abierta y sus enemigos con un ataque hacia estas personas y hacia la funesta moda de profetizar sobre la historia.

Hitler comenzó entonces la Segunda Guerra Mundial, que perdió gracias a un hombre: Winston Churchill. Con su ayuda se cimentó la coalición de las democracias occidentales y Rusia, capaz de aplastar a Hitler y a sus aliados. Como consecuencia, el poder de la izquierda, dentro de la polarización izquierda- derecha, se hizo, después de la guerra, más fuerte que antes. Aunque el fascismo fue derrotado en todos los frentes al caer Hitler y Mussolini, surgió una guerra fría mucho más amenazante entre el Este y el Oeste: el Este quedó más unificado que nunca bajo el puño férreo de la dictadura comunista, las democracias occidentales se vieron desgarradas internamente y minadas por una izquierda manipulada y apoyada por los soviéticos, que agitaban también el Oriente Medio. En todo el mundo se produjo una reacción contra los llamados países capitalistas de Occidente.

A pesar de esto, las democracias libres, las sociedades abiertas de Occidente, vencieron. No fueron ellas las que se quebraron por la fuerza de sus colosales tensiones internas, discutidas siempre en debates abiertos. La primera dictadura comunista que sucumbió fue el régimen, altamente integrado y totalitariamente unido, de Alemania Oriental, que logró aflojar el puño de hierro del Imperio Soviético.

Reflexionen un instante sobre las inmensas tensiones que las democracias han sido capaces de soportar… No me equivoco si mantengo que ésta ha sido la mayor tensión que nunca haya soportado poder político alguno. Este grupo de potencias constituía un manojo no muy apretado de naciones democráticas. Cada una de ellas se hallaba desgarrada por fuerzas internas y se vio amenazada, incluso atacada, por enemigos exteriores aplastantes que agudizaban las luchas intestinas. Cada una de ellas tenía graves problemas que resolver, tan específicos, que difícilmente podían ser entendidos por sus estrechos aliados. Cada nación era «una casa dividida contra sí misma» (cfr. Mc 3, 25) y tremendamente amenazada desde el exterior. Pero estas casas, estas sociedades, podían resistir y resistieron; eran sociedades abiertas.

Sin embargo, fue la casa más sólida y estrechamente unida, que permanecía aferrada por cadenas de hierro, la que se quebró estallando en mil pedazos.
De esta forma, las sociedades abiertas han ganado y el Imperio soviético ha perdido. Ha sido vencido, afortunadamente, sin disparar un solo tiro, al menos hasta ahora. Somos nosotros quienes ayudamos a los antiguos enemigos en su miseria. Una miseria que el marxismo ha acarreado, y que ha sumido en parte a Occidente en una crisis económica.

Mi teoría sobre estos acontecimientos cruciales de los que somos testigos desde 1989, y aún lejos de haber terminado, puede quedar sintetizada en la siguiente fórmula: «El marxismo ha muerto a causa del marxismo.»

La teoría marxista, la ideología marxista, era quizá bastante clara, pero contradecía los hechos de la historia y de la vida social. Era una teoría absolutamente falsa y absolutamente pretenciosa. Sus muchas falsedades y mentiras teóricas iban envueltas en otras de todos los tamaños. La mentira, basada en una autoridad brutal y en la violencia, se convirtió enseguida en la moneda intelectual corriente de la clase dictatorial de Rusia y de quienes aspiraban a convertirse en dictadores, fuera de Rusia. El universo de mentiras creó en el interior un «agujero negro» intelectual. Como saben, un «agujero negro» tiene poder ilimitado para devorar y reducir cualquier cosa a la nada. Así, desapareció la diferencia entre mentir y decir la verdad. La vaciedad intelectual acabó devorándose a sí misma: el marxismo murió a causa del marxismo. De hecho, ya había perecido hacía tiempo. Pero temo que millones de marxistas, del Este y del Oeste, continúen adhiriéndose al mismo, como hicieron antes, ignorando lo sucedido en el mundo real. Siempre se pueden silenciar los hechos o explicarlos de manera interesada.
Hasta aquí la introducción a mi artículo, que ha sido una descripción histórica, algo sumaría. El resto de mi exposición se dividirá en dos partes. La primera trazará un perfil y una crítica breves del marxismo. En la segunda trataré de mostrar cómo se puede utilizar la nueva situación para lograr una mejora de nuestras vidas a través de una reforma política. Una reforma de nuestras democracias, que sea no tanto un cambio de las instituciones como de nuestros puntos de vista.

Experiencias personales

Ya que la introducción ha sido quizá demasiado impersonal, querría insertar aquí algunas consideraciones autobiográficas, dejando a un lado el estilo abstracto antes de llegar a la explicación de la teoría marxista y a su refutación crítica. Adoptó, pues, un estilo más vivo, relatando la etapa juvenil de mi biografía. Deseo contar cómo me convertí al marxismo, o cómo estuve a punto de hacerlo, y cómo me arrepentí haciéndome adversario del mismo durante toda mi vida. Esto ocurrió antes de cumplir diecisiete años: el 28 de julio de 1919.

Mis padres eran pacifistas convencidos, aun antes de la Primera Guerra Mundial. Mi padre era un abogado liberal, un jurista muy académico influido por Immanuel Kant, Wilhelm von Humboldt y John Stuart Mill. Yo tenía 14 ó 15 años durante la Guerra. Inicialmente me impresionó un sugerente juicio sobre la dificultad de libertad política. Paseando por Viena, tras el monumento a Gutenberg, meditando sobre la paz y la democracia, me dejé impresionar por la evidencia de que la democracia jamás se pueda estabilizar realmente. En el momento en que se cree que la libertad se ha consolidado, las gentes comienzan a pensar que ya está garantizada, y de esta forma la ponen en peligro. En lo sucesivo quizá dejen de apreciarla, ya que no son capaces de imaginar lo que la pérdida de libertad puede suponer: quizá el terrorismo, o tal vez la guerra.

A pesar de esta luminosa intuición, me sentí atraído por el Partido Comunista, que se proclamaba el partido de la paz, al firmarse el tratado de Brest-Litovsk, en marzo de 1918. Se hablaba mucho de paz en los días anteriores al final de la Primera Guerra Mundial, pero nadie —salvo los comunistas— estaba dispuesto a hacer sacrificios políticos por ella. Esta era la idea manifestada por Trotski en Brest-Litovsk y su mensaje al resto del mundo. Yo, evidentemente, recibí el mensaje, aunque no confiaba en los bolcheviques, de cuyo fanatismo y afición a mentir me había hablado mucho un amigo ruso. Sin embargo, su nueva declaración de pacifismo me sedujo.

Después del colapso de los imperios germano y austríaco, decidí, por diversas razones, dejar la escuela y prepararme por libre para los exámenes de ingreso en la universidad. Poco después, movido por la inquietud y cierta curiosidad, traté de averiguar qué era el Partido Comunista. Aproximadamente en abril de 1919 fui a la sede del Partido y me ofrecí como «chico de recados». Yo sabía muy poco de la teoría marxista y, aunque era demasiado joven para ser militante del Partido, fui recibido con los brazos abiertos por sus más altos jefes. Ellos me utilizaron para toda clase de servicios. Con bastante frecuencia, y a pesar de lo extraño del caso, presencié sus conferencias menos secretas y aprendí mucho acerca de su forma de pensar. A punto estuve de caer en lo que más tarde denominaría ratonera ideológica marxista. Me hallaba fuertemente motivado por lo que creía ser mi deber moral; y fue esto lo que casi me atrapó.

La teoría marxista

Describiré ahora la ideología y su trampa, y después cómo evité caer en ella, gracias al impacto que me produjo una terrible experiencia que actuó en mí como un revulsivo moral.
La doctrina o ideología marxista presenta varios aspectos. El más destacado es que se trata de una teoría sobre la Historia capaz, hipotéticamente, de predecir el futuro del género humano con una certeza absoluta y científica (aunque sólo en su aspecto global). Más específicamente, cree ser capaz de predecir las revoluciones sociales de la misma manera que la astronomía newtoniana puede predecir los eclipses de sol y de luna. El punto de vista básico sobre el que Marx fundamentó su teoría se refleja en la siguiente fórmula: toda la historia humana es la historia de la lucha de clases.

En 1847, Marx fue el primero en anunciar al final de su obra La miseria de la filosofía que la lucha de clases podía conducir a una revolución social implantando una sociedad sin clases o, lo que es lo mismo, una sociedad comunista. Su argumentación era escueta: dado que la clase trabajadora (o «proletariado») es la única clase oprimida, y puesto que es la clase productiva, y aquella a la que pertenece la inmensa mayoría, debe vencer. Su victoria revolucionaria consiste en eliminar todas las demás clases e implantar, por tanto, una sociedad en la que sólo haya una clase. La sociedad compuesta por una sola clase es una sociedad sin clases. Una sociedad en la que no hay ni clase dominante ni clase oprimida. Se trata, por tanto, de una sociedad comunista, como Marx y Engels declararon un año más tarde en su Manifiesto. En él decían que, puesto que toda la historia es la historia de la lucha de clases, aquél sería el fin de la historia. Ya no habría más guerras, ni luchas, ni violencia, ni opresión, y el poder del Estado desaparecería. Para decirlo en términos religiosos: un «paraíso terrenal».

Por el contrarío, la sociedad existente en la época llamada por Marx «capitalista» era, en expresión suya, una sociedad en la que la clase capitalista tenía el dominio total. Era, de hecho, la dictadura de una clase. Marx mostró en su colosal libro El Capital, tres volúmenes de 1.748 páginas, que, debido a la ley de la concentración del capital que rige la historia, el número de capitalistas disminuye mientras crece el de los trabajadores. Y con una necesidad semejante, la ley de la pauperización creciente afirma que los trabajadores serán más y más miserables, mientras los capitalistas serán cada vez más ricos. La miseria intolerable de los trabajadores radicalizará sus sentimientos revolucionarios, y les hará conscientes de sus intereses revolucionarios. Los trabajadores de todo el mundo acabarán uniéndose para llevar a cabo la revolución social. El capitalismo desaparecerá con los capitalistas, quedará destruido, liquidado, y se establecerá la paz sobre la tierra.

Hoy en día el desenlace de la historia que profetizó Marx no se puede creer; los marxistas occidentales ya no sostienen ese punto de vista, aunque todavía propagan con éxito la idea de que vivimos en un mundo «capitalista», asqueroso y corrompido moralmente. Sin embargo, el marxismo gozó todavía de credibilidad en los años del hambre, durante la Primera Guerra Mundial y en los que la siguieron, que fueron todavía peores.

Algunos seguidores

Aunque parezca imposible, destacados físicos y biólogos se adhirieron al marxismo mucho más tarde. Einstein no era marxista, porque sabía que todas las teorías científicas, incluida la suya propia, eran insatisfactorias; pero fue ciertamente un simpatizante, e incluso admirador del marxismo. Y varios científicos británicos de primera fila, entre ellos J. B. S. Haldane y J. D. Bernal, eran miembros del Partido. En aquel momento se sintieron atraídos por la pretensión del marxismo de poseer el estatuto de Ciencia de la Historia. Bernal dijo, no mucho antes de la muerte de Stalin, que éste era el mayor científico vivo y uno de los más importantes de todos los tiempos. Como ejemplo de esta pretensión del marxismo de poseer una posición científica cito un libro escrito por Alexander Weissberg, físico vienés ya fallecido, a quien conocí mucho antes de ir a Rusia en 1931. Por aquel entonces profesaba un enorme entusiasmo por Stalin, que le había metido en la cárcel en 1936, durante la gran purga. Fue torturado muchas veces y permaneció preso en condiciones terribles. Debido al pacto entre Hitler y Stalin en 1939, Stalin le entregó a él y a muchos otros comunistas alemanes y austriacos al Führer (una de las traiciones más sucias de la historia). Fue internado junto con otros en los campos de concentración nazis; se escapó y fue capturado de nuevo; volvió a escaparse y finalmente fue liberado por las tropas rusas en 1945. A pesar de todo, en ese interesantísimo libro, en el que relata sus experiencias en las cárceles de Stalin, se lee con sorpresa cómo al final sigue manteniendo su fe en la teoría marxista sobre la historia. Estuve con él en 1946, en Londres, y cuando me relató sus experiencias, pensé que se habría «curado». No era así. Cuando el libro se publicó en Alemania en 1941, y cuando le vi años más tarde, creía todavía en la teoría marxista de la historia, aunque admitiera que necesitaba algunas correcciones. Mi esfuerzo por convertirle era una tarea casi imposible, si se tiene en cuenta que las cárceles de Stalin no habían conseguido persuadirle.

Quiero mencionar a otros tres grandes científicos partidarios del marxismo: los dos famosos fisicos Joliot-Curie. Irene, la hija de madame Curie, descubridora del radio, y el marido de Irene, Fréderic Joliot Curie, galardonados con el Premio Nobel de Química. Pertenecían a la Comisión francesa para la energía nuclear, desarrollaron actividades en la resistencia y fueron miembros activos del Partido Comunista hasta su muerte.

El último nombre que deseo mencionar es el de Andrei Sajarov, el padre de la bomba de fusión nuclear rusa. Cuando murió Stalin, Sajarov lloró por el fallecimiento de un gran héroe, pensando que todo lo había hecho en aras del avance de una Revolución necesaria. Sajarov creyó en Stalin al menos hasta 1961, y creyó también en aquella Revolución y en las crueldades que ésta cometió en aras del «humanitarismo».

La falacia del Paraíso terrenal

Al hablar de una «trampa marxista» no aludo sólo a la teoría científica que profetiza sobre la historia, sino que pienso, más bien, en las cadenas morales con las que quien cree en esta profecía se puede unir al Partido. De éstas y de la fe en la profecía marxista conservo un intenso recuerdo.
Desde el principio, fui algo escéptico sobre el Paraíso resultante de la Revolución. Ciertamente, la sociedad austriaca me disgustaba, porque veía en ella pobreza, desempleo, hambre y una inflación galopante, en la que proliferaban los especuladores sacando sustanciosas ganancias de la misma. Sin embargo, me desazonaba la intención obvia del Partido de excitar a sus seguidores con instintos asesinos contra «el enemigo de clase». Me dijeron que eso era necesario, que debía pensar que no era un inconveniente serio, y que en la Revolución sólo era importante la victoria, ya que cada día el número de trabajadores que moría a causa del capitalismo era mayor que las víctimas que acarrearía la Revolución. Acepté todo esto a regañadientes, pues veía que el precio, en términos de decencia moral, de aceptar las mentiras de los dirigentes era muy alto. Era evidente que lo que decían un día se contradecía al siguiente. Hoy, por ejemplo, negaban el terror rojo, mañana se afirmaba que era necesario. Ante mi protesta, se me explicaba que tales contradicciones eran necesarias y que no debían ser puestas en tela de juicio, pues la unidad del Partido era indispensable para triunfar en la Revolución. Aunque hubiera errores, nunca debían ser cuestionados, ya que la actitud de lealtad hacia el Partido tenía que ser absoluta. Sólo la disciplina del Partido podría acelerar la victoria. Mi rechazo para aceptar todo esto me hacía pensar que estaba sacrificando para el Partido algo tan valioso como mi honestidad personal.

Por fin sobrevino la catástrofe: un día de junio de 1919 la policía disparó contra una manifestación de camaradas jóvenes desarmados, promovidas por el Partido, y varios murieron (recuerdo que fueron ocho exactamente). Me ofendió la actitud de la policía y me avergoncé de mí mismo. Yo, no sólo había participado, sino que había aprobado la idea, y quizá había animado a otros a que participasen. Posiblemente, algunos de ellos estaban entre los muertos, y me sentí responsable de lo ocurrido. Aunque tenía derecho a arriesgar mi vida por mis ideales, ciertamente, no podía exponer la vida de otros por ellos y menos todavía por una teoría como el marxismo, de cuya verdad se puede dudar.

Me pregunté entonces si había examinado seria y críticamente la teoría marxista, y mi desolación fue enorme al tener que admitir esta respuesta: «No».
Pero cuando volví a la sede del Partido, me encontré con una actitud diferente. Me dijeron: la Revolución exige estos sacrificios, son inevitables y necesarios para el progreso, ya que suscitan la furia de los trabajadores contra la policía y les hace conscientes de quién es el enemigo de clase…

Nunca regresé: había escapado de la trampa marxista.

A partir de ese momento me embarqué en un estudio muy crítico sobre el marxismo.

Por diversas razones —principalmente por no querer fomentar el fascismo— no publiqué los resultados hasta veintiséis años más tarde, en mi libro La sociedad abierta y sus enemigos. Mientras, publiqué algunas otras investigaciones: desarrollé un criterio para decidir si una teoría posee el estatuto de ciencia —de una ciencia como lo es, por ejemplo, la astronomía newtoniana.

No puedo detenerme ahora en los numerosos puntos en los que la teoría marxista de la historia es falsa. En mi libro sobre la sociedad abierta he dado un análisis detallado y he criticado la profecía marxista. Aquí deseo resaltar lo que es casi obvio: el «capitalismo», tal y como lo concibe Marx, ya no existe. La sociedad que Marx conoció ha experimentado grandes y maravillosas revoluciones. El trabajo manual exhaustivo, pesado y devastador, que tuvieron que realizar millones de hombres y mujeres ha desaparecido en las sociedades occidentales. Yo pude conocerlo y nadie que no lo hiciera podrá tener idea alguna de la diferencia: ésta es la verdadera revolución que debemos al denostado crecimiento de la tecnología.

Resultados contradictorios

En efecto, lo que ha sucedido es justamente lo contrario de lo que Marx predijo. Los trabajadores son menos miserables y muchos viven felices en las democracias occidentales. Desde luego, la izquierda —rojos y verdes conjuntamente— hace todavía propaganda difundiendo la crueldad de nuestro mundo y nuestra insatisfacción, y consiguientemente y por desgracia, la infelicidad misma, ya que ésta depende en parte de lo que pensamos. Hablando como historiador, creo que nuestra sociedad abierta es la mejor y más justa que jamás haya existido sobre la tierra.

Evidentemente, ya no existe la sociedad que Marx llamó «capitalista». No hay razón para que sigamos errando al utilizar esta expresión.

Todavía añadiría algo más: este «capitalismo», en el sentido histórico en el que Marx utilizó el concepto, nunca ha existido en la tierra. Jamás existió una sociedad que tuviese en su estructura la tendencia descrita por Marx como ley del empobrecimiento creciente, o una oculta dictadura de los capitalistas. Esto ha sido y es un sofisma evidente. Es cierto que los inicios de la industrialización fueron terriblemente duros, pero ésta supuso también un aumento de la productividad y pronto originó una producción masiva. Evidentemente, parte de la producción a gran escala iría más pronto o más tarde a las masas. El cuadro histórico de Marx y su profecía no sólo son falsos, sino imposibles. No se puede producir en masa para un sector decreciente de capitalistas ricos.

En resumidas cuentas: el capitalismo, tal y como lo entendía Marx, es una construcción mental imposible, una falacia.

Mas, para destruir esta falacia, la Unión Soviética acumuló la mayor cantidad de armamento del mundo, incluyendo las armas nucleares. Tomando la bomba de Hiroshima como unidad, el total asciende a la cifra aproximada de 50 millones, quizá más. Todo para destruir la falacia del infierno, y su presunta crueldad. Pero esa realidad, aunque evidentemente no fuera el cielo, estaba mucho más cercana a él que la realidad comunista.

De esta forma, he llegado por segunda vez a la misma conclusión, desde una premisa diferente: el análisis lógico y la crítica de la ideología marxista.

Nunca más debemos permitir que tales ideologías se apoderen de nosotros.

Afrontar el futuro desde el pasado

Abordaré ahora la parte final de mi ensayo. ¿Qué podemos aprender del pasado de cara al futuro? ¿Qué podemos recomendar a nuestros políticos?
En primer lugar debemos romper con el ridículo hábito de pensar que alguien puede predecir lo que sucederá. Parece que casi todas las personas creen que hacer profecías es competencia específica del saber; creen que un programa racional del futuro debe estar basado en una predicción verdadera. Todos contemplan la historia humana como un río poderoso que fluye ante nuestros ojos. Viendo el pasado —si nuestro juicio está bien informado—, somos capaces de predecir al menos la dirección general del curso futuro. Para muchos esto suena en apariencia como algo muy exacto. Pero es falso, teórica y moralmente falso. Hay que sustituir esta idea por una manera diferente considerar la historia. Propongo la siguiente: la historia se detiene en el hoy. Podemos aprender de ella, pero el futuro jamás es una prolongación del pasado ni una extrapolación. El futuro no existe todavía, y nuestra gran responsabilidad reside precisamente en que podemos influir en el futuro y actuar de la mejor manera posible para optimizarlo.
Si queremos obrar así, debemos utilizar todas las enseñanzas del pasado.

¿Qué es lo que propongo?

Hemos visto que el pasado ha padecido la maldición de la polarización entre izquierda y derecha, que ha sido en gran medida el resultado de una fe en un infierno capitalista inexistente, que debía ser destruido para salvar a la humanidad, aunque no importara que la humanidad pereciera en este proceso. Casi lo consiguió, pero hoy cabe esperar que esta demencial falacia ya no sea tan influyente (aunque temo que tendrá que pasar mucho tiempo todavía hasta que desaparezca por completo).

Propongo un esfuerzo de desarme, no en nuestras relaciones exteriores, sino también interno. Tratemos de hacer política sin la polarización izquierda-derecha. Creo que es difícil lograrlo, pero estoy seguro de que es posible. ¿Acaso no ha habido siempre partidos de izquierdas y partidos de derechas? Quizá, pero antes de Lenin jamás se había producido esta lamentable polarización, este odio y este fanatismo presuntamente basado en una certeza científica». Winston Churchill podía cambiar de posición en el Parlamento. Esto creó un agravio escandaloso, una cierta amargura personal prolongada y quizá un sentimiento de traición. Pero todo esto sucedía en un nivel distinto de la actual polarización izquierda-derecha. Esto ha sido así, aunque los mejores comunistas viviesen siempre en peligro de traicionar al Partido y —como sucedía en la Unión Soviética— en peligro de ser encarcelados y liquidados. La diferencia quizá debe ser descrita de la siguiente forma: para las personas normales, cosas como espiar a los amigos constituyen una actividad cuya sola mención es ya horrible e inconcebible. Justamente de eso fueron acusados muchos comunistas ejemplares, al menos en tiempos de Stalin. Aquí se ve el tipo de atmósfera que la polarización izquierda-derecha creó en sus formas extremas. Es absolutamente posible liberamos de este tipo de cosas en una sociedad abierta.

¿Qué hay que instaurar en lugar de la polarización izquierda-derecha?

Mi propuesta es que una de las partes —espero que la más importante de las dos— declare: desmantelemos la maquinaria de la guerra ideológica y adoptemos un programa humanitario, más o menos común, semejante al que sigue. (Nótese que, aunque se logre un acuerdo pleno sobre nuestros programas, debería haber al menos dos partidos, para que una oposición pueda controlar la honestidad y la capacidad administrativa del partido mayoritario.) He aquí nuestro programa alternativo, y estamos dispuestos a discutirlo y mejorarlo.

1. Refuerzo de la libertad, controlada por la responsabilidad.. Esperamos poder lograr un máximo de libertad personal, cosa que sólo es posible en una sociedad civilizada —lo que equivale a decir en una sociedad dedicada a una vida sin violencia—. El rasgo que define a una sociedad civilizada es la búsqueda constante de soluciones pacíficas a los problemas.

2. Paz mundial. Desde la invención de la bomba atómica y de las armas nucleares, todas las sociedades civilizadas deben cooperar en mantener la paz y en controlar estrechamente la proliferación de las armas de fisión y fusión. Este es, evidentemente, nuestro primer deber, ya que de otra manera la civilización y, poco después, la humanidad desaparecerían. Quizá alguien considere esta verdad tan simple como imperialismo occidental; no importa en absoluto.

3. Luchar contra la pobreza. Gracias a la tecnología, el mundo es lo bastante rico, al menos potencialmente, como para eliminar la pobreza y reducir el desempleo a un mínimo tolerable. Los economistas han encontrado esto muy difícil —sin duda lo es— y han dejado, casi de repente (alrededor de 1965), de considerarlo como su principal objetivo. Ahora parece un problema insoluble y muchos economistas obran como si existiesen pruebas de ello. Sin embargo, las pruebas demuestran exactamente lo contrario, aun cuando resulte muy difícil evitar algunas interferencias en el mercado libre. Pero nosotros interferimos constantemente en el mercado libre y probablemente mucho más de lo necesario. La solución de este problema es urgente, y el que no esté de moda preocuparse de él resulta escandaloso. Si los economistas no alumbran métodos mejores, utilizaremos las obras públicas, especialmente obras públicas privatizadas, como la construcción de carreteras, escuelas, formación de maestros, etc., intensificándolos en períodos de creciente desempleo, con el fin de instrumentar una política que enmiende la coyuntura.

4. Combatir la explosión demográfica (1). Con la invención de las píldoras abortivas, además de otros métodos de control de la natalidad, la tecnología bioquímica ha alcanzado un nivel en el que la educación sobre el control de la natalidad está a disposición de todo el mundo. La idea de que ésta es una política imperialista de Occidente puede quedar contrarrestada si las sociedades abiertas se esfuerzan en lograr una reducción ulterior de su población.
Este punto es de la mayor urgencia y relieve en la agenda política de todos los partidos que tienen programas humanitarios. Si reflexionamos un solo instante, vemos que los llamados problemas medioambientales se deben esencialmente a la explosión demográfica. Por ejemplo, puede ser cierto que nuestro consumo energético per cápita va en aumento, y deba ser reducido, pero aunque así sea, resulta mucho más urgente atacar las causas de la explosión demográfica, que es la causante de la pobreza y del analfabetismo. Además, por razones humanas, es preciso hacerse a la idea de que sólo deben nacer los hijos deseados. Es cruel engendrar un niño cuyo nacimiento no se desea, pues esto produce violencia mental y física.

5. Educación para la no violencia. Creo modestamente (aunque, desde luego, pudiera estar equivocado) que la violencia ha aumentado últimamente. De cualquier forma, se trata de una hipótesis que merece la pena investigar. Creo que hay que averiguar si educamos o no a nuestros niños en la violencia. Si así lo hiciésemos, sería urgente actuar en contra, pues aceptar la violencia supone una amenaza clara a nuestra civilización. Pero, ¿velamos para que nuestros hijos tengan todas las atenciones precisas? Se trata de un punto de la mayor importancia, ya que a su temprana edad están en nuestras manos, y nuestra responsabilidad respecto de ellos es inconmensurable.

Es evidente que este punto está estrechamente conectado con otros enumerados anteriormente, como, por ejemplo, el de la explosión demográfica. Es preciso inculcar en nuestros niños, si no la virtud del pacifismo, al menos la verdad de que el mayor de los vicios, y el peor de los males, es la crueldad. No digo la «crueldad innecesaria», ya que ésta no sólo nunca es necesaria, sino que nunca debe ser permitida. Aquí se incluye la crueldad mental que a menudo cometemos sin pensar, y que es estupidez, pereza o egoísmo.

Me temo que se ha hecho intempestivo hablar de problemas educativos, debido a nuestra libertad para hacer lo que nos gusta, aunque esto sea un vicio en relación con la moral pasada de moda. Admito que hay mucha hipocresía en todo lo que se relaciona con la moralidad. A esto responde lo que Kant nos aconsejó: «Atrévete a saber». Yo puedo decirles, quizá más modestamente: atrévanse a desafiar a las modas y sean un poco más responsables cada día.

Esto es lo mejor que se puede hacer por la libertad.

6. Mi sexto y último punto, por el momento es, domesticar y reducir la burocracia y, aunque tendría mucho que decir en este terreno, no pretendo hacerlo ahora.

Notas
1. En este epígrafe Karl Popper hace una triple concesión:
a) al tópico de que el aumento de población es la causa de la pobreza;
b) a la idea, antiliberal, de que el número de hijos es un asunto programable técnicamente desde la política, como si se tratara de criar pollos, y
c) al prejuicio de que los nuevos seres humanos son odiados si los progenitores equivocan los cálculos.

Fuente | Traducción: Benito Herrero | Taringa (13/08/2013)

Discurso Tolerancia y Responsabilidad intelectual (robado de Jenófanes y de Voltaire) por Karl Popper

Me han pedido que repita aquí hoy una conferencia que ofrecí en Tübingen, sobre el tema «Tolerancia y responsabilidad intelectual». La conferencia está dedicada a la memoria de Leopold Lucas, un estudioso, historiador, hombre de tolerancia y humanidad que llegó a ser víctima de intolerancia e inhumanidad.

En diciembre de 1942, a los setenta años de edad, el doctor Leopold Lucas y su esposa fueron internados en el campo de concentración de Theresienstadt, donde ofició de rabino, una tarea inmensamente difícil. El doctor Lucas falleció allí diez meses después. Dora Lucas, su esposa, estuvo recluida en Theresienstadt otros trece meses, pero pudo trabajar de enfermera. En octubre de 1944 fue deportada a Polonia, junto a otros 18.000 presos.

Allí fue ejecutada. Fue un destino terrible, y fue el destino de innumerables seres humanos; personas que amaban a otras personas, que intentaban ayudar a los demás; que eran queridas por otras personas y a las que otros intentaron ayudar. Pertenecían a familias que fueron desmembradas, destruidas y exterminadas.

No es mi intención hablar aquí de estos pavorosos acontecimientos. Todo lo que uno pueda intentar decir –o incluso pensar— parece siempre un intento por empequeñecer unos hechos difíciles de imaginar.

Capítulo I
Pero el horror continúa. Los refugiados de Vietnam, las víctimas de Pol Pot en Camboya, las víctimas de la revolución en el Irán; los refugiados de Afganistán y los refugiados árabes de Israel; una y otra vez, niños, mujeres y hombres se convierten en víctimas de fanáticos enloquecidos.

¿Qué podemos hacer para evitar estos acontecimientos monstruosos?

¿Podemos hacer algo?

Mi respuesta es que sí. Creo que es mucho lo que nosotros podemos hacer. Cuando digo «nosotros» me refiero a los intelectuales, a seres humanos interesados en las ideas; en especial a los que leen y, en ocasiones, escriben.

¿Por qué creo que nosotros, los intelectuales, podemos ayudar? Sencillamente porque nosotros, los intelectuales, hemos hecho el más terrible daño durante miles de años. Los asesinatos en masa en nombre de una idea, de una doctrina, una teoría o una religión fueron obra nuestra, invención nuestra, de los intelectuales. Sólo con que consiguiésemos dejar de enfrentar a unos hombres con otros –a menudo con las mejores intenciones— ganaríamos mucho. Nadie puede decir que no podemos dejar de hacerlo.

El más importante de los Diez Mandamientos es el de «No matarás». Contiene casi toda la ética. La forma en que, por ejemplo, Schopenhauer formula
la ética no es más que una extensión de este mandamiento, el más importante. La ética de Schopenhauer es sencilla, directa y clara. Dice así: No hagas daño a nadie, sino ayuda a todos, siempre que puedas.

Pero, ¿qué sucedió cuando Moisés descendió por vez primera con las tablas de piedra del Monte Sinaí, antes de que pudiese incluso anunciar los Diez
Mandamientos? Había sido testigo de una horrible herejía, la herejía del becerro de oro. En este momento se olvidó por completo del mandamiento «No matarás», y exclamó: (Éxodo, 32): «¿Quién está del lado del Señor? Quien lo esté, únase conmigo… Y les dijo: “Así habla Yahvé, Dios de Israel; cíñase cada uno su espada sobre su muslo… pasad y repasad el campamento de la una a la otra puerta y mate cada uno a su hermano, a su amigo, a su deudo…”
Y perecieron aquel día unos tres mil del pueblo» (1)

Quizás éste fue el comienzo. Pero lo cierto es que las cosas siguieron yendo así, en la Tierra Santa, y luego en Occidente. Y especialmente en Occidente, después que el cristianismo hubiese alcanzado el estatus de religión oficial. Se convirtió en una historia terrible de persecución religiosa, persecución en aras de la ortodoxia. Más tarde –sobre todo en los siglos XVII y XVIII— otras ideologías compitieron en la justificación de la persecución, la crueldad y el terror: el nacionalismo, la raza, la ortodoxia política y otras religiones.

Tras las ideas de ortodoxia y herejía están ocultos hasta los vicios más insignificantes, vicios a los que son especialmente propensos los intelectuales: arrogancia, autosatisfacción rayana en el dogmatismo, vanidad intelectual. Todos estos vicios son pequeños, y no mayores como la crueldad.

Capítulo II
El título de mi conferencia «Tolerancia y responsabilidad intelectual», alude a un argumento de Voltaire, el padre de la Ilustración, un argumento en defensa de la tolerancia. Voltaire se pregunta «¿Qué es la tolerancia?», y responde (traduzco libremente): Tolerancia es la consecuencia necesaria de constatar nuestra falibilidad humana: errar es humano, y algo que hacemos a cada paso. Perdonémonos pues nuestras mutuas insensateces. Éste es el primer principio del derecho natural.

Aquí Voltaire apela a nuestra honestidad intelectual: debemos admitir nuestros errores, nuestra falibilidad, nuestra ignorancia. Voltaire sabe bien que existen fanáticos totalmente convencidos. Pero, ¿es verdaderamente sincera su convicción? ¿Se han examinado honestamente a sí mismos, sus creencias y las razones para mantenerlas? ¿No es la actitud autocrítica parte de la honestidad intelectual? ¿No es a menudo el fanatismo un intento de sofocar nuestra propia incredulidad no admitida que hemos reprimido, y de la cual somos por tanto sólo medioconscientes?

La apelación de Voltaire a nuestra modestia intelectual y sobre todo su apelación a nuestra honestidad intelectual causaron una gran impresión en los intelectuales de la época. Yo desearía reiterar hoy aquí esta apelación. La razón aducida por Voltaire en apoyo de la tolerancia es que todos hemos de perdonarnos mutuamente las insensateces. Pero para Voltaire –y con razón—, hay una insensatez, la intolerancia, difícil de tolerar. En realidad, es aquí donde encuentra su límite la tolerancia. Si concedemos a la intolerancia el derecho a ser tolerada, destruimos la tolerancia, y el Estado constitucional. Éste fue el destino de la República de Weimar.

Pero además de la intolerancia, hay otras insensateces que no debemos tolerar; ante todo, la insensatez que lleva al intelectual a seguir la última moda; una insensatez que ha llevado a muchos a adoptar un estilo oscuro, impresionante, aquel estilo críptico que Goethe criticó de forma tan devastadora en el Fausto (por ejemplo, la tabla de multiplicar de la bruja). Los intelectuales deberían dejar de admirar –y tolerar— ese estilo, el estilo de las palabras grandes y oscuras, palabras rimbombantes e incomprensibles. Es una irresponsabilidad intelectual, que socava el sentido común y destruye la razón. Esto es lo que hace posible la filosofía que se ha denominado relativismo; una filosofía consistente en la tesis de que todas las tesis son más o menos igualmente defendibles desde el punto de vista intelectual. ¡Vale todo! La tesis del relativismo lleva así a la anarquía, a la ilegalidad, y al imperio de la violencia.

El tema de mi conferencia, la tolerancia y la responsabilidad intelectual, me ha llevado así a la cuestión del relativismo. En este punto desearía comparar el relativismo con una posición que casi siempre se confunde con él, pero de hecho es totalmente diferente. A menudo he denominado a esta posición pluralismo; pero esto no ha hecho más que causar equívocos. Por ello, la voy a denominar aquí pluralismo crítico. Mientras que el relativismo, que parte de una forma laxa de tolerancia, conduce al imperio de la violencia, el pluralismo crítico puede contribuir a domesticar la violencia.

El relativismo es la posición según la cual puede afirmarse todo, o prácticamente todo, y por lo tanto, nada. Todo es verdad, o bien nada. La verdad es por lo tanto un concepto carente de significado. El pluralismo crítico es la posición según la cual debe permitirse la competencia de todas las teorías – cuantas más, mejor— en aras de la búsqueda de la verdad. Esta competencia consiste en la discusión racional de las teorías y en su examen crítico. La discusión debe ser racional, lo cual significa que debe tener que ver con la verdad de las teorías en concurrencia: será mejor la teoría que, en el curso de la discusión crítica, parece estar más cerca de la verdad; y la teoría mejor es la que sustituye a las teorías inferiores. Por eso, lo que está en juego es la cuestión de la verdad.

Capítulo III
La idea de verdad objetiva y la idea de búsqueda de la verdad tienen aquí una importancia decisiva. El primer pensador en desarrollar una teoría de la verdad, y de vincular la idea de verdad objetiva a la idea de nuestra falibilidad humana básica, fue el presocrático Jenófanes. Jenófanes nació el 571 antes de Cristo en Jonia, Asia Menor, y fue el primer griego en escribir crítica literaria, el primer filósofo moral, el primero en desarrollar una teoría crítica del conocimiento humano y el primer monoteísta especulativo.

Jenófanes fue el fundador de una tradición, una forma de pensamiento, a la que han pertenecido, entre otros, Sócrates, Erasmo, Montaigne, Locke, Hume, Voltaire y Lessing.

En ocasiones, se la denomina «escuela escéptica». Sin embargo, esta denominación puede fácilmente inducir a equívocos. El Concise Oxford Dictionary dice, por ejemplo: “Escéptico… persona que duda de la verdad de… las doctrinas religiosas, agnóstico,… ateo; … o que adopta opiniones cínicas”. Pero la palabra griega de la que deriva el término significa (según nos informa el Oxford Dictionary) «examinar», «indagar», «reflexionar», «buscar».

Entre los escépticos (en la acepción tradicional del término) hubo sin duda muchas personas dubitativas y quizá también desconfiadas, pero probablemente la iniciativa fatal de identificar los términos «escéptico» y «dubitativo» fue una artera iniciativa de la escuela estoica, que deseaba ridiculizar a sus rivales. En cualquier caso, los escépticos Jenófanes, Sócrates, Erasmo, Montaigne, Locke, Voltaire y Lessing fueron todos teístas o deístas. Lo que tienen en común todos los miembros de esta tradición escéptica –incluido Nicolás de Cusa, un cardenal, y Erasmo de Rotterdam— y que yo comparto con esta tradición, es el hecho de subrayar nuestra ignorancia humana. Esto tiene unas importantes consecuencias éticas: tolerancia, pero no tolerancia de la intolerancia, de la violencia o la crueldad.

Jenófanes fue de profesión rapsoda. Fue discípulo de Homero y Hesíodo, y criticó a ambos. Su crítica fue de tipo ético y pedagógico. Se opuso a la información de Homero, según la cual los dioses robaban, mentían y cometían adulterio, lo que le llevó a criticar la doctrina homérica de los dioses. El resultado importante de esta crítica fue el descubrimiento de lo que hoy se llamaría antropomorfismo: el descubrimiento de que no había que tomarse en serio las narraciones griegas sobre los dioses, porque representaban a los dioses como seres humanos. En este punto, puedo citar algunos de los argumentos versificados de Jenófanes (en traducción mía, casi literal): (2).

Los etíopes afirman que sus dioses tienen nariz chata y piel negra, mientras que los tracios dicen que los suyos son de ojos azules y pelirrojos. Pero si los bueyes, caballos o leones tuviesen manos y pudiesen dibujar, y esculpir como los hombres, los caballos dibujarían a sus dioses como caballos, y los bueyes como bueyes, y cada uno dibujaría los cuerpos de los dioses a la imagen y semejanza de su especie.

Jenófanes se planteó un problema con este argumento; ¿cómo hemos de concebir a los dioses ante esta crítica del antropomorfismo? Tenemos cuatro fragmentos que contienen una parte importante de esta respuesta. La respuesta es monoteísta, aunque Jenófanes, como Lutero cuando tradujo el  primer Mandamiento, se refugia utilizando «dioses» en plural en la formulación de su monoteísmo:
Un dios, uno sólo entre los dioses y entre los hombres, es el más grande. No se asemeja a los mortales ni por su cuerpo ni por su pensamiento.

Siempre permanece inmóvil en un lugar, sin moverse nunca. Tampoco le es propio deambular, de aquí para allá. Sin esfuerzo reina en soberano sobre todo, por su mero pensamiento e intención. Todo él ve, todo él piensa y todo él oye. (3)

Éstos son los fragmentos que representan la teología especulativa de Jenófanes. Está claro que esta teoría totalmente nueva fue para Jenófanes la solución a un difícil problema. De hecho, fue para él la solución al mayor de todos los problemas, el problema del Universo. Nadie que sepa algo sobre la psicología del conocimiento puede dudar de que su creador debe haber considerado esta nueva idea como una revelación.

A pesar de esto, dijo Jenófanes, de forma clara y honesta, su teoría no era más que una mera conjetura. Esto fue una inigualable victoria de la autocrítica, una victoria de su honestidad intelectual y de su modestia. Jenófanes generalizó esta autocrítica de una manera que, según pienso, fue característica de él: le parecía claro que aquello que había descubierto acerca de su propia teoría –que no era más que conjetura a pesar de su fuerza de persuasión intuitiva— debía ser cierto de todas las teorías humanas: todo es conjetura y sólo conjetura. Esto revela, en mi opinión, que no le resultó fácil concebir su propia teoría como una conjetura.

Jenófanes formuló su teoría crítica del conocimiento –todo es conjetura– en seis hermosos versos:
Pero respecto a la verdad certera, nadie la conoce,
Ni la conocerá; ni acerca de los dioses,
Ni sobre todas las cosas de las que hablo.
E incluso si por azar llegásemos a expresar
La verdad perfecta, no lo sabríamos:
Pues todo no es sino un entramado de conjeturas.

Estos seis versos contienen algo más que una teoría de la incertidumbre del conocimiento humano. Contienen una teoría del conocimiento objetivo. Pues aquí Jenófanes nos dice que, si bien algo que digo puede ser verdad, ni yo ni nadie sabrá que lo es. Sin embargo, esto significa que la verdad es objetiva: la verdad es la correspondencia de lo que digo con los hechos; tanto si en realidad sé o no sé que existe la correspondencia.

Además, estos seis versos contienen otra teoría muy importante. Contienen una pista sobre la diferencia entre verdad objetiva y certeza subjetiva del conocimiento. Los seis versos afirman que, aún cuando yo proclamo la más perfecta verdad, no puedo saberlo con certeza. Pues no existe un criterio infalible de verdad: nunca, o casi nunca, podemos estar seguros de que no estamos equivocados.

Pero Jenófanes no era un pesimista epistemológico. Era una indagador; y durante el curso de su larga vida consiguió, por medio del examen crítico, mejorar muchas de sus conjeturas, y más especialmente sus teorías científicas. Éstas son sus palabras:
Los dioses no nos revelaron, desde los inicios, Todas las cosas; pero con el paso del tiempo, Indagando, podemos aprender, y conocer mejor las cosas.

Jenófanes también explica qué entiende por «conocer mejor las cosas»: se trata de la aproximación a la verdad objetiva, la aproximación a la verdad, la semejanza con la verdad. Así, de una de sus conjeturas, afirma:

Estas cosas –podemos conjeturar– se parecen a la verdad. Es posible que en este fragmento el término «conjetura» aluda a la teoría monoteísta de la verdad de Jenófanes.

En la teoría de la verdad y del conocimiento humano de Jenófanes podemos encontrar los siguientes elementos:
1. Nuestro conocimiento consiste en enunciados.
2. Los enunciados son verdaderos o falsos.
3. La verdad es objetiva. Es la correspondencia del contenido de un enunciado con los hechos.
4. Incluso cuando expresamos la verdad más perfecta, no podemos saberlo, es decir, no podemos saberlo de forma cierta.
5. Dado que, en el sentido usual del término, «conocimiento» es «conocimiento cierto», no puede haber conocimiento. Sólo puede haber conocimiento por conjetura: «Pues todo no es más que un entramado de conjeturas».
6. Pero en nuestro conocimiento por conjetura puede haber progreso hacia algo mejor.
7. Un conocimiento mejor es una mejor aproximación a la verdad.
8. Pero siempre sigue siendo conocimiento por conjetura, un entramado de conjeturas.

Para comprender la teoría de la verdad de Jenófanes es importante subrayar que Jenófanes distingue claramente entre verdad objetiva y certeza subjetiva. La verdad objetiva es la correspondencia de un enunciado con los hechos, tanto si lo sabemos —lo sabemos con certeza— como si no. Así, no hay que confundir la verdad con la certeza o con el conocimiento objetivo. Quien sabe algo con certeza, conoce la verdad. Pero a menudo sucede que alguien conjetura algo sin saberlo con certeza; y que su conjetura es realmente verdadera, pues corresponde con los hechos. Jenófanes deduce correctamente que existen muchas verdades –y verdades importantes— que nadie conoce con certeza; y que hay muchas verdades que nadie puede conocer, aún cuando alguno pueda tener una conjetura sobre ellas. Y deduce además que existen verdades que nadie puede siquiera conjeturar.

En realidad, en cualquiera de los lenguajes en que podemos hablar de la secuencia infinita de números naturales, existe una variedad infinita de enunciados claros y definidos. Cada uno de estos enunciados es verdadero o falso o, si es falso, su negación es verdadera. Por ello, hay infinitas proposiciones verdaderas y diferentes. Y de ello se sigue que hay infinitas proposiciones verdaderas que nunca podremos conocer: infinitas verdades incognoscibles.

Incluso en la actualidad hay muchos filósofos que piensan que la verdad sólo puede ser significativa para nosotros si la poseemos; es decir, la conocemos
con certeza. Pero el conocimiento de la existencia de conocimiento por conjetura tiene una gran importancia. Hay verdades a las que sólo podemos aproximarnos mediante una laboriosa búsqueda. Nuestra senda se abre paso, casi siempre, por medio del error. Y sin verdad no puede existir error (y sin error no existe falibilidad).

Capítulo IV
Algunas de las ideas que acabo de describir me resultaban más o menos claras, incluso antes de leer los fragmentos de Jenófanes; quizás de otro modo no las habría entendido. Gracias a Einstein comprendí claramente que nuestro mejor conocimiento es conocimiento por conjetura, que es un entramado de conjeturas.

Fue Einstein quien señaló que la teoría newtoniana de la gravitación –al igual que la suya propia— es conocimiento por conjetura, a pesar de su inmenso éxito; y, al igual que la teoría de Newton, la propia teoría de Einstein parece ser sólo una aproximación a la verdad.

No creo que la significación del conocimiento por conjetura me hubiese quedado clara nunca sin la obra de Newton y Einstein; y me pregunté entonces cómo pudo haber estado claro para Jenófanes hace 2.500 años. Quizá la respuesta sea que Jenófanes empezó aceptando la imagen del universo de Homero, igual que yo acepté la imagen del universo de Newton. Posteriormente, tanto él como yo pusimos en cuestión nuestras respectivas creencias iniciales: él mediante su propia crítica de Homero, y yo mediante la crítica de Newton por Einstein. Al igual que Einstein, Jenófanes sustituyó por otra la imagen del universo objeto de crítica; y ambos fueron conscientes de que su imagen del universo era simplemente conjetura.

La constatación de que Jenófanes había adelantado mi teoría del conocimiento por conjetura 2.500 años antes me enseñó a ser modesto. Pero también la idea de modestia intelectual fue anticipada casi otro tanto. Procede de Sócrates. Sócrates fue el segundo fundador, y mucho más influyente, de la tradición escéptica. Fue él quien enseñó que sólo es sabio aquel que sabe que no lo es.

Sócrates y, hacia la misma época Demócrito, hicieron el mismo descubrimiento ético de forma independiente. Ambos dijeron, en palabras muy parecidas, que «es mejor padecer la injusticia que cometerla». Puede decirse que esta idea —al menos si se une al conocimiento de lo poco que sabemos— conduce, como mucho más tarde enseñó Voltaire, a la tolerancia.

Capítulo V
Vuelvo ahora a la significación actual de esta filosofía autocrítica del conocimiento. En primer lugar, hemos de examinar la siguiente objeción importante. Es verdad –diría alguien— que Jenófanes, Demócrito y Sócrates no sabían nada; y en realidad fue sensato su reconocimiento de ignorancia; y quizás aún más sensato que adoptasen la actitud de indagar o perseguir el conocimiento.

Nosotros –o, más exactamente, nuestros científicos– seguimos siendo buscadores, investigadores. Pero en la actualidad, los científicos no sólo buscan
sino que encuentran. Y es mucho lo que han hallado; tanto, que el volumen mismo de nuestro conocimiento científico se ha vuelto problemático. Por ello, ¿es correcto seguir basando con sinceridad nuestra filosofía del conocimiento en la tesis socrática de la falta de conocimiento?

La objeción es correcta, pero sólo a la luz de cuatro puntos adicionales muy importantes. En primer lugar, cuando se afirma que es mucho lo que conoce la ciencia, esto es correcto, pero aquí se utiliza el término «conocimiento», aparentemente de manera inconsciente, en un sentido totalmente diferente al de Jenófanes y Sócrates, y también del sentido del término «conocimiento» en el uso cotidiano actual. Pues solemos entender por «conocimiento», «conocimiento cierto». Si alguien afirma «Sé que hoy es martes pero no estoy seguro de que hoy sea martes», se está contradiciendo, o negando en la segunda parte de su afirmación lo que está afirmando en la primera parte.

Pero nuestro conocimiento científico no es aún conocimiento cierto. Está sujeto a revisión. Consta de conjeturas contrastables, de hipótesis a lo sumo, de conjeturas que se han sometido a las pruebas más estrictas pero que, con todo, siguen siendo sólo conjeturas. Éste es el primer punto, y constituye en sí una completa justificación del énfasis de Sócrates en nuestra falta de conocimiento, y del comentario de Jenófanes de que, aún cuando hablamos de verdad perfecta, no podemos saber que es verdadero lo que hemos dicho.

El segundo punto, que hay que añadir a la objeción de que actualmente sabemos tantas cosas, es éste: con casi todo nuevo logro científico, con cada solución hipotética de un problema científico, aumenta tanto el número de problemas sin resolver como su grado de dificultad. De hecho, los problemas aumentan más rápidamente que las soluciones. Puede decirse que, mientras que nuestro conocimiento hipotético es finito, nuestra ignorancia es infinita. Y no sólo eso: para el verdadero científico con sensibilidad a los problemas no resueltos, el mundo se está volviendo cada vez más, en sentido muy concreto, un enigma.

Mi tercer punto es que cuando decimos que hoy sabemos más de lo que supieron Jenófanes o Sócrates, probablemente es incorrecto si interpretamos «saber» en sentido subjetivo. Presumiblemente, ninguno de nosotros sabe más; simplemente sabemos cosas diferentes. Hemos sustituido unas teorías, hipótesis y conjeturas particulares por otras; sin duda, en la mayoría de los casos, por otras mejores: mejores en el sentido de constituir una mejor aproximación a la verdad.

Podemos denominar al contenido de estas teorías, hipótesis y conjeturas, conocimiento en sentido objetivo, frente al conocimiento subjetivo o personal. Por ejemplo, el contenido de una enciclopedia de física es conocimiento impersonal u objetivo –y, por supuesto, hipotético— supera lo que puede conocer el físico más erudito. Lo que sabe un físico –o, más exactamente, lo que conjetura— puede denominarse su conocimiento personal o subjetivo. Ambos –el conocimiento impersonal y el conocimiento personal- son principalmente hipotéticos y susceptibles de mejora. Pero no sólo el conocimiento impersonal u objetivo actual va más allá del conocimiento personal de cualquier ser humano, sino que avanza tan rápidamente que el conocimiento personal o subjetivo sólo puede estar en sintonía con él en pequeños ámbitos y durante cortos períodos de tiempo, viéndose constantemente desfasado en lo esencial.

Ésta es la cuarta razón por la que Sócrates sigue teniendo razón. Pues este conocimiento desfasado consiste en teorías que han resultado falsas. El conocimiento desfasado no es conocimiento, al menos no en el sentido habitual de la palabra.

Capítulo VI
Tenemos así cuatro razones que muestran incluso hoy que la idea socrática de que «sé que no sé nada, y apenas esto», sigue siendo muy relevante – quizás más que en la época de Sócrates. Y tenemos buenas razones para deducir de esta idea, en aras de la tolerancia, las consecuencias éticas que dedujeron de ella Erasmo, Montaigne, Voltaire y, posteriormente, Lessing. Pero se siguen todavía otras consecuencias.

Los principios que constituyen la base de toda discusión racional, es decir, de toda discusión emprendida a la búsqueda de la verdad, constituyen los principios éticos esenciales. Me gustaría enunciar aquí tres de estos principios.

1. El principio de falibilidad: quizá yo estoy equivocado y quizá tú tienes razón. Pero es fácil que ambos estemos equivocados.
2. El principio de discusión racional: deseamos intentar sopesar, de forma tan impersonal como sea posible, las razones a favor y en contra de una teoría: una teoría que es definida y criticable.
3. El principio de aproximación a la verdad: en una discusión que evite los ataques personales, casi siempre podemos acercarnos a la verdad. Puede ayudarnos a alcanzar una mejor comprensión; incluso en los casos en que no alcancemos un acuerdo. Vale la pena señalar que estos tres principios son principios tanto epistemológicos como éticos, pues implican, entre otras cosas, la tolerancia: si yo espero aprender de ti, y si tú deseas aprender en interés de la verdad, yo tengo no sólo que tolerarte sino reconocerte como alguien potencialmente igual. La unidad e igualdad potencial de todos constituye en cierto modo un requisito previo de nuestra disposición a discutir racionalmente las cosas. También es aquí importante el principio de que podemos aprender mucho de una discusión, aún cuando no conduzca al acuerdo. Una discusión puede ayudarnos a arrojar luz sobre algunos de nuestros errores.

Así, los principios éticos constituyen la base de la ciencia. La idea de verdad como principio regulador fundamental –el principio que guía nuestra búsqueda— puede considerarse un principio ético. La búsqueda de la verdad y la idea de aproximación a la verdad también son principios éticos; como lo son las ideas de integridad intelectual y falibilidad, que nos conducen a una actitud de autocrítica y de tolerancia. También es importante que podamos aprender en el ámbito de la ética.

Capítulo VII
Me gustaría demostrar esto considerando el ejemplo de una ética para el intelectual, y en especial para las profesiones intelectuales: una ética para científicos, médicos, abogados, ingenieros y arquitectos; para funcionarios y, lo que es más importante, para los políticos.

Desearía presentarles algunos principios de una nueva ética profesional, principios estrechamente vinculados con los conceptos de tolerancia y honestidad intelectual.

Para este fin, voy a caracterizar primero la antigua ética profesional, quizá caricaturizando un poco, para compararla con la nueva ética profesional que voy a proponer.

Tanto la ética profesional antigua como la nueva se basan, sin duda, en los conceptos de verdad, de racionalidad y de responsabilidad intelectual. Pero la ética antigua se basaba en la idea de conocimiento personal y de conocimiento cierto y, por ello, en la idea de autoridad; mientras que la nueva ética se basa en la idea de conocimiento objetivo y de conocimiento incierto. Esto supone un cambio fundamental en la forma de pensar subyacente y, por consiguiente, en la forma de operar las ideas de verdad, de racionalidad, de honestidad y responsabilidad intelectual.

El ideal antiguo era poseer la verdad –verdad cierta— y, si era posible, garantizar la verdad por medio de una prueba lógica. Este ideal, muy aceptado hasta hoy, es la idea de sabiduría en la persona, el sabio. No de «sabiduría» en el sentido socrático, por supuesto, sino en el sentido platónico. El sabio que es una autoridad, el filósofo erudito que reclama poder, el filósofo-rey.

El viejo imperativo de los intelectuales es: ¡sé una autoridad!, ¡conoce todo en tu especialidad!

Tan pronto se le reconoce a uno como autoridad, su autoridad estará protegida por sus colegas; y uno debe a su vez proteger la autoridad de sus colegas.
La antigua ética que estoy presentando no deja lugar al error. Sencillamente no se toleran los errores. Por consiguiente, no han de reconocerse los errores. No tengo que subrayar que esta antigua ética profesional es intolerante. Además, siempre ha sido intelectualmente deshonesta: conduce (especialmente en medicina y en política) al encubrimiento de los errores con el fin de proteger a la autoridad.

Capítulo VIII
Ésta es la razón por la que sugiero la necesidad de una nueva ética profesional, principal, pero no exclusivamente, para los científicos. Sugiero que se base en los doce principios siguientes, con los cuales cerraré la conferencia.

1. Nuestro conocimiento objetivo por conjetura va cada vez más allá de lo que puede dominar cualquier persona individual. Sencillamente por eso no puede haber «autoridades». Esto vale también en materias especializadas.
2. Es imposible evitar todos los errores, o incluso todos aquellos errores que son, en sí, evitables. Todos los científicos cometen continuamente errores. Hay que revisar la vieja idea de que se pueden evitar los errores y de que por lo tanto es un deber evitarlos: es una idea errónea.
3. Por supuesto, sigue siendo nuestro deber evitar en lo posible todos los errores. Pero dado precisamente que podemos evitarlos, debemos siempre tener presente lo difícil que es evitarlos y que nadie lo consigue por completo. No lo consiguen siquiera los científicos más creativos guiados por la intuición: la intuición puede equivocarnos.
4. Los errores pueden estar ocultos incluso en aquellas teorías que están bien confirmadas; y es tarea específica del científico buscar estos errores. La observación de que una teoría o técnica bien confirmada que se ha utilizado con éxito es errónea puede constituir un descubrimiento importante.
5. Por ello hemos de revisar nuestra actitud hacia los errores. Es aquí donde debe comenzar nuestra reforma ética práctica. Pues la actitud de la antigua ética profesional lleva a encubrir nuestros errores, a mantenerlos en secreto y a olvidarlos tan pronto como sea posible.
6. El nuevo principio básico es que para aprender a evitar los errores debemos aprender de nuestros errores. Por ello encubrir los errores constituye el mayor pecado intelectual.
7. Hemos de estar constantemente a la búsqueda de errores. Cuando los encontramos debemos estar seguros de recordarlos; debemos analizarlos minuciosamente para llegar al fondo de las cosas.
8. Mantener una actitud autocrítica y de integridad personal se convierte así en una obligación.
9. Como debemos aprender de nuestros errores, también debemos aprender a aceptar, y a aceptar con gratitud, cuando otras personas llaman nuestra atención sobre nuestros errores. En cambio, cuando somos nosotros los que llamamos la atención sobre los errores de los demás, hemos de recordar que nosotros mismos hemos cometido errores similares. Y hemos de recordar que los mayores científicos han cometido errores. Sin duda no quiero decir que normalmente sean perdonables nuestros errores: nunca hemos de relajar nuestra atención. Pero es humanamente imposible evitar una y otra vez los errores.
10. Debemos tener muy claro que necesitamos a los demás para descubrir y corregir nuestros errores (igual que éstos nos necesitan a nosotros); especialmente a aquellas personas que se han formado en un entorno diferente. También esto favorece la tolerancia. 11. Hemos de aprender que la mejor crítica es la autocrítica; pero que es necesaria la crítica de los demás. Es casi tan buena como la autocrítica.
12. La crítica racional debe ser siempre específica. Debe aportar razones concretas por las cuales enunciados o hipótesis específicas parecen ser falsos, o determinados argumentos poco válidos. Debe estar guiada por la idea de aproximación gradual a la verdad objetiva. En este sentido, debe ser impersonal.

Les pido que sigan estas sugerencias. Pretenden demostrar que también en el ámbito de la ética, se puede formular sugerencias que están sujetas a discusión y mejora.

Notas:
1. Versión de Nácar-Colunga. B.A.C., Madrid, 1967.
2. Dado que Popper quiere subrayar su versión personal de los fragmentos de Jenófanes reproducidos, se ofrece la traducción de esta versión (inglesa), en vez de una versión estándar (con el margen de infidelidad que supone una traducción de una traducción) (N.T.).
3. Esta nota constituye una defensa de mi traducción de D-K (=Diels-Kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker), Jenófanes B 25: «Sin esfuerzo reina en soberano sobre todo, por su mero pensamiento e intención». Traduzco aquí el verbo griego Kradainõ (=kradaõ) por «reinar», mientras que anteriormente lo traduje por «mover», siguiendo a Hermann Diels, con apoyo en los diccionarios (que no ofrecen la acepción de «reinar» o «dominar», etc). Obviamente, con «mover el Todo» yo estaba pensando en una teoría prearistotélica del primer motor. Pero esta teoría fue refutada por Karl Reinhardt en su libro Parménides, donde optó por la acepción del diccionario de «agitar», que fue aceptada por D-K y, bajo su influencia, por Kirk y Raven, págs. 168 y sigs. (p. 169: «…agita todas las cosas por el pensamiento de su mente») y por Guthrie (History of Greek Philosophy, vol. 1, p. 374: «…crea todas las cosas con el impulso de su mente»). Estas sugerencias me parecían imposibles y me llevaron, primero, a buscar el mejor significado en este contexto. Tras decidir que el mejor era «reina», hallé que uno de los significados básicos de kradainó (o kraainõ) era «blandir o agitar una lanza», y de kraiainõ (kraainõ) «blandir o hacer caer al gobernante» (el skeptron o cetro); véase Sófocles, Edipo en Colona, verso 449), y por ello «reinar», «dominar». Parece así que kradainõ y kraainõ tenían (en ocasiones) el mismo significado fundamental: agitar o blandir una lanza (larga). Sugiero que en ocasiones pueden traducirse ambas palabras por «dominar» y «reinar». Dadas las muchas interpretaciones erróneas de Jenófanes, contra las cuales ya había protestado en vano Galeno, quiero proponer aquí una traducción del fragmento 28. (Fue propuesta –sin yo saberlo– por Felix M. Cleve en The Giants of Pre-Sophistic Greek Philosophy, 2a. ed., 1969, vol. I, pp. 11 y sigs.) Vemos a nuestros pies la Tierra con sus límites superiores en el aire; con los inferiores llega al «Apeiron». Obviamente, «Apeiron», (lo «ilimitado» o «indeterminado») es aquí el principio de Anaximandro, la materia indeterminada o amorfa que llena lo que hoy llamamos «espacio», el mundo. Anaxímenes sustituyó el «Apeiron» por el «aire»: Jenófanes estaba en Mileto cuando se debatió este problema, cuando Anaxímenes afirmó, contra Anaximandro, que el Aire no estaba sólo en la parte superior de la Tierra, sino que además le daba apoyo por debajo. B 28 claramente tercia en esta disputa, a favor de Anaximandro y en contra de Anaxímenes: es muy improbable que Jenófanes utilice la yuxtaposición Aire-Apeiron en un sentido distinto al de esta disputa. Que esto no se comprendiese se debe a la autoridad de Aristóteles, quien (como se puede demostrar) no conocía el fragmento B 28 cuando escribió (o dictó) De Caelo 294a21, pero citó con aprobación a Empédocles, quien por su parte había interpretado mal ese fragmento, lo cual tuvo consecuencias de largo alcance. (Véase un próximo artículo mío).

Discurso El conocimiento de la ignorancia pronunciada al recibir el Honoris Causa por la Universidad Complutense de Madrid

Me doy cuenta*, una vez más, de lo poco que sé, y ello me hace recordar la vieja historia que Sócrates contó por primera vez en su juicio. Uno de sus jóvenes amigos, un miembro del pueblo de nombre Querefon, había preguntado al dios Apolo en Delfos si existía alguien más sabio que Sócrates, y Apolo le había contestado que Sócrates era el más sabio de todos. Sócrates halló esta respuesta inesperada y misteriosa. Pero, después de varios experimentos y conversaciones con todo tipo de personas, creyó haber descubierto aquello que el dios había querido decir; por contraste de todos lo demás, él, Sócrates, se había dado cuenta de lo lejos que estaba de ser sabio, de que no sabía nada. Pero lo que el dios nos había querido decir a todos nosotros era que la sabiduría consistía en el conocimiento de nuestras limitaciones y, lo más importante de todo, en el conocimiento de nuestra propia ignorancia. Creo que Sócrates nos enseñó algo que es tan importante hoy en día como lo fue hace 2.400 años. Y creo que los intelectuales, incluso científicos, políticos y, especialmente aquellos que trabajan en los medios de comunicación, tienen hoy la imperiosa necesidad de aprender esta vieja lección que Sócrates trató en vano de enseñarnos.

2¿Pero, es eso cierto? ¿No sabemos hoy, acaso, muchísimo más de lo que sabía Sócrates en su época? Sócrates tenía razón, debe admitirse, al ser consciente de su ignorancia: en efecto, él era ignorante sobre todo si lo comparamos con lo que sabemos hoy en día. Efectivamente, el reconocer su ignorancia fue un gesto de gran sabiduría por su parte. Pero hoy se dice que nuestros investigadores y científicos contemporáneos no son simples buscadores, sino también descubridores. Porque saben mucho: tanto que el gran volumen de nuestro conocimiento científico se ha convertido en un grave problema; los nuevos descubrimientos se publican a tal velocidad que es imposible que nadie pueda estar al día. ¿Podría ser que incluso ahora debamos seguir construyendo nuestra filosofía del conocimiento sobre la tesis de Sócrates de nuestra falta de conocimiento?

3La objeción es correcta, pero únicamente después de haberla modificado radicalmente mediante cuatro comentarios muy importantes: Primero, la idea de que la ciencia sabe mucho es correcta, pero la palabra conocimiento se usa aquí, al parecer inconscientemente en un sentido que es completamente distinto del significado que se le da a la palabra conocimiento cuando se usa, con énfasis, en el lenguaje diario. Sin embargo, el conocimiento científico simplemente no es un conocimiento cierto. Está siempre abierto a revisión. Consiste en conjeturas comprobables -el mejor de los casos-, conjeturas que han sido objeto de las más duras pruebas, conjeturas inciertas.

4Es conocimiento hipotético, conocimiento conjetural. Este es mi primer comentario, y por sí mismo es una amplia defensa de la aplicación a la ciencia moderna de las ideas de Sócrates: el científico debe tener en cuenta, como Sócrates, que él o ella no sabe, simplemente supone. Mi segundo comentario sobre la observación de que nosotros sabemos tanto hoy en día es éste: con casi cada nuevo logro científico, con cada solución hipotética de un problema científico, el número de problemas no resueltos aumenta; y asimismo aumenta el grado de su dificultad; de hecho, ambos aumentan a una velocidad superior a la que lo hacen las soluciones! Y sería correcto decir que mientras nuestra ignorancia, nuestra creciente ignorancia es infinita. Mi tercer comentario es éste: cuando decimos que hoy sabemos más que lo que sabía Sócrates en su época, que nuestro conocimiento conjetural es mayor, esto es probablemente incorrecto en tanto que nosotros interpretamos el saber en un sentido subjetivo. Probablemente, ninguno de nosotros sabe más, en cuanto a almacenar mayor información en nuestra memoria; más bien, somos conscientes de que hoy en día se sabe muchísimo más y acerca de muchísimas más cosas diferentes que en los tiempos de Sócrates.

5Tenemos aquí una cuarta razón para decir que Sócrates estaba en lo cierto, incluso hoy. Porque este anticuado conocimiento personal consiste en teorías que se han demostrado son falsas. Por ello, tenemos cuatro razones que nos demuestran que incluso hoy, la idea de Sócrates «Sólo sé que no sé nada», es una idea de palpitante actualidad, pienso que aún más que en tiempos de Sócrates. Y tenemos razones, en defensa de la tolerancia, para deducir de la idea de Sócrates aquellas consecuencias éticas que fueron deducidas, en sus tiempos, por el propio Sócrates, por Erasmo, por Montaigne, Voltaire, Kant y Lessing. Y debemos incluso deducir algunas otras consecuencias. Los principios que son el fundamento de cada diálogo racional, es decir, cada discusión encaminada a la búsqueda de la verdad son, de hecho, principios éticos. Me gustaría expresar tres de esos principios éticos.

6(a) El principio de la falibilidad: Quizá yo esté equivocado y quizá usted tenga razón, pero desde luego, ambos podemos estar equivocados.

7(b) El principio del diálogo racional: Queremos de modo crítico -pero por supuesto, sin ningún tipo de crítica personal- poner a prueba nuestras razones a favor y en contra de nuestras variadas (criticables) teorías. Esta postura crítica pone a prueba nuestras razones a favor y en contra de nuestras variadas (criticables) teorías. Esta actitud crítica a la que estamos obligados a asumir es parte de nuestra responsabilidad intelectual.

8(c) El principio de acercamiento a la verdad con la ayuda del debate. Podemos casi siempre acercarnos a la verdad, con la ayuda de tales discusiones críticas impersonales (y objetivas), y de este modo podemos casi siempre mejorar nuestro entendimiento; incluso en aquellos casos en los que no llegamos a un acuerdo.

9Es extraordinario que esos tres principios sean epistemológicos y, al mismo tiempo sean también principios éticos. Porque implican, entre otras cosas, tolerancia: si yo puedo aprender de usted, y si yo quiero aprender en el interés por la búsqueda de la verdad, no sólo debo tolerarle como persona, sino que debo reconocerle potencialmente como a un igual. El principio ético que nos guíe deberá ser nuestro compromiso con la búsqueda de la verdad y la noción de una vía para llegar a la verdad y un acercamiento a ella. Sobre todo, deberíamos entender que nunca podremos estar seguros de haber llegado a la verdad; que tenemos que seguir haciendo críticas, autocríticas, de lo que creemos haber encontrado y, por consiguiente tenemos que seguir poniéndolo a prueba con espíritu crítico; que tenemos que esforzarnos mucho en la crítica y que nunca deberíamos llegar a ser complacientes y dogmáticos. Y también debemos vigilar constantemente nuestra integridad intelectual, que junto con el conocimiento de nuestra falibilidad nos llevará a una actitud de autocrítica y de tolerancia.

10Por otra parte, también es de gran importancia darnos cuenta que siempre podemos aprender cosas nuevas, incluso en el campo de la ética. Me gustaría demostrar lo anterior por vía de un examen de la ética de los profesionales, la ética de los intelectuales, la ética de los científicos, médicos, abogados, ingenieros, arquitectos, directores, y, muy importante, de los periodistas y de la gente influyente del mundo de la televisión; también de los funcionarios, y sobre todo, de los políticos. Me gustaría proponerles algunos principios de una nueva ética profesional, principios que están estrechamente relacionados con las ideas éticas de tolerancia y de honestidad intelectual. Con este fin voy a describir primero la antigua ética profesional y, quizá, caricaturizarla un poco, para luego compararla y contrastarla con la nueva ética profesional que deseo proponer aquí.

11Hay que reconocer que la antigua ética profesional se basó, como también se basa la nueva, en los conceptos de verdad, de racionalidad y de responsabilidad intelectual. Con la diferencia de que la antigua ética se basó en el concepto de conocimiento personal y en la idea de que es posible llegar al conocimiento cierto, o al menos acercarse lo más posible. Por esta razón, el concepto de autoridad personal desempeñó un papel importante en la antigua ética profesional. En contraste, la nueva ética se basa en el concepto de conocimiento objetivo, y de conocimiento incierto. Esto exige un cambio radical en nuestra manera de pensar. Lo que tiene que cambiar es el papel desempeñado por los conceptos de verdad, racionalidad, honestidad intelectual y responsabilidad intelectual.

12Mi sugerencia es que la nueva ética profesional que propongo aquí se base en los doce principios siguientes, con los cuales termino mi discurso:

13(a) Nuestro conocimiento objetivo conjetural continúa superando con diferencia lo que el individuo puede abarcar. Por consiguiente: no hay autoridades. Esta importante conclusión también se puede aplicar a materias especializadas y a campos específicos de investigación.

14(b) Es imposible evitar todos los errores, e incluso todos aquellos que, en sí mismos, son evitables. Todos los científicos cometen equivocaciones continuamente. Hay que revisar la antigua idea de que se pueden evitar los errores y que, por tanto, existe la obligación de evitarlos: la idea en sí encierra un error.

15(c)Por supuesto, sigue siendo nuestro deber hacer todo lo posible para evitar errores. Pero precisamente para evitarlos debemos ser conscientes, sobre todo, de la dificultad que esto encierra y del hecho de que nadie logra evitarlos.

16(d) Los errores pueden estar ocultos al conocimiento de todos incluso en nuestras teorías mejor comprobadas; así, la tarea específica del científico es buscar tales errores. Descubrir que una teoría bien contrastada, o que una técnica usual práctica son erróneas, podría ser un descubrimiento de máxima importancia.

17(e) Por lo tanto, tenemos que cambiar nuestra actitud hacia nuestros errores. Es aquí donde hay que empezar nuestra reforma práctica de la ética. Porque la actitud de la antigua ética profesional nos obliga a tapar nuestros errores, a mantenerlos secretos y a olvidarnos de ellos tan pronto como sea posible.

18(f) El nuevo principio básico es que para evitar equivocarnos, debemos aprender de nuestros propios errores. Intentar ocultar la existencia de errores es el pecado más grande que existe.

19(g) Tenemos que estar continuamente al acecho para detectar errores, especialmente los propios, con la esperanza de ser los primeros en hacerlo. Una vez detectados, debemos estar seguros de recordarlos, examinarlos desde todos los puntos de vista para descubrir por qué se cometió el error.

20(h) Es parte de nuestra tarea el tener y ejercer una actitud autocrítica, franca y honesta hacia nosotros mismos.

21(i) Puesto que debemos aprender de nuestros errores, asimismo debemos aprender a aceptarlos incluso con gratitud, cuando nos los señalan los demás. Y cuando llamamos la atención a otros sobre sus errores deberíamos siempre tener en cuenta que los científicos más grandes los han cometido.

22(j) Tenemos que tener claro en nuestra propia mente que necesitamos a los demás para descubrir y corregir nuestros errores (de la misma manera en que los demás nos necesitan a nosotros) y, sobre todo, necesitamos a gente que se haya educado con diferentes ideas en un mundo cultural distinto. Así se logra tolerancia.

23(k) Debemos aprender que la autocrítica es la mejor crítica, pero que la crítica de los demás es una necesidad. Tiene casi la misma importancia que la autocrítica.

24La crítica racional y no personal (u objetiva) debería ser siempre específica: hay que alegar razones específicas cuando una afirmación específica, o una hipótesis específica, o un argumento específico nos parece falso o no válido. Hay que guiarse por la idea de acercamiento a la verdad objetiva. En este sentido, la crítica tiene que ser impersonal, pero debería ser a la vez benévola.

NOTES
* Conferencia con motivo del otorgamiento del doctor «Honoris causa» de la Universidad Complutense de Madrid – España. Esta traducción apareció en Diario 16 de Madrid.

Fuente | Karl Popper, « El conocimiento de la ignorancia », Polis [Online], 1 | 2001, Online since 30 November 2012, connection on 07 June 2020. URL: http://journals.openedition.org/polis/8267 | Polis Revista Latinoamericana