Discurso pronunciado por Juan Ramón Jiménez a su llegada a América en agosto de 1936

Acabo de llegar de España; he compartido en Madrid el primer mes de esta terrible guerra nuestra, y traigo todo mi ser conmovido por el hermoso ejemplo —único, creo yo, en la historia conocida de las guerras más o menos civiles del mundo— que ha dado el gran pueblo español.

En un solo día de visión rápida, de absoluto recobro de entera incorporación nuestro pueblo tomó su puesto en todos los frentes contra la traición militar preparada año tras año, en medio de su noble confianza.

¡Y con qué frenético entusiasmo! El contrario engaño armaba su conciencia. Madrid ha sido, durante este primer mes de guerra, yo lo he visto, una loca fiesta trágica. La alegría, la extraña alegría de una fe ensangrentada rebosaba por todas partes; alegría de convencimiento, alegría de voluntad, alegría de destino favorable o adverso. Y este frenesí entusiasta, esta violenta unión con la verdad, habrían decidido desde el primer momento el triunfo justo del pueblo, si la revolución militar no hubiese sido amparada por codiciosos poderes extraños. Y España, la República española, democrática y legal, estaría hoy reorganizándose, completando su firme ejemplo ante el mundo.

Mi ilusión, al salir de España para cumplir otros espontáneos deberes generales y particulares, era hacer ver la verdad de la guerra a los países extranjeros cuya prensa, supongo que por deficiencia de información, presenta los hechos con un aspecto distinto de la realidad. Se supone generalmente, y se dice en muchos periódicos americanos y de otros países, que el Gobierno español carece de fuerza, de justicia y de orientación. Si hubiese carecido de fuerza. ¿cómo hubiera podido hacer frente en un día, con los relativamente escasos elementos armados que le fueron fieles y con un pueblo que no había querido antes armar, a una revolución militar casi total y elaborada durante años? Y el Gobierno español ha procurado y sigue procurando por todos los medios a su alcance el respeto y el orden civiles. De esto estoy bien seguro, porque conozco y he oído constantemente al Presidente de la República y a algunos de los ministros del Gobierno. En todas las grandes conmociones de la naturaleza y de la vida hay zonas de sombra que nadie puede fácilmente alumbrar, comprender ni dominar, y nada grande puede ser instantáneamente perfecto. Las injusticias parciales, los desmanes de todo género se cometen, sin duda, en España por grupos de los dos lados enemigos; pero ¡de qué manera tan distinta son llevados por el Gobierno y por los militares contrarios! Estos militares organizan y dirigen militarmente el crimen y la venganza, destruyen pueblos, traen moros salvajes, eternos enemigos de España—este es otro asunto—, y legionarios extranjeros, famosos por su inmoralidad y su crueldad, para que, a cambio del botín, desarrollen plenamente sus actividades criminales. El Gobierno de la República y los representantes verdaderos del Frente Popular, en cambio, condenan cada día en la prensa, por la radio, por decretos, todo acto innecesariamente cruento o destructor; y sus milicianos, su aviación, su guardia civil, sus fuerzas de Asalto, sus carabineros, sus mozos de escuadra, sus marinos, dan muestra constante de mesura y dignidad. Es claro que no se puede evitar que tales grupos que merodean al margen de toda catástrofe, y que existen también normalmente en épocas de paz en todos los países, cometan, favorecidos por el desorden de la guerra, y en su nombre, actos que todos lamentan, que todos lamentamos, que son en muchos casos sancionados rápidamente por las mismas fuerzas leales al Gobierno.

Pido aquí y en todas partes simpatía y justicia, es decir, comprensión moral para el Gobierno español, que representa la República democrática, ayudada por el Frente Popular, por la mayoría de los intelectuales y por muchos de los mismos elementos conservadores. Si el Gobierno español se sintiera alentado, honradamente y sin miras avaras, por esa justicia y esa simpatía universales, podría acelerar la verdadera victoria, en la que los amigos del mejor destino de España confiamos, y a la que esta España, única en su cimiento invariable, tiene pleno derecho. Y pensad bien que esta victoria no sería sólo de España, sino del mundo.

Esta victoria pondría a España en condiciones de desenvolver pacífica, noble, consciente, su lógica evolución social, con arreglo a su propio genio y carácter, sin dependencia política de otros países, que no la necesita; y evitaría quizás con su ejemplo la guerra del mundo, traída al mundo por los falsos, los pequeños, los miserables, y que en estos momentos está ya aguzando en lo bajo sus más espantosos filos.

Discurso aceptación Premio Nobel de Literatura de 1956 otorgado a Juan Ramón Jiménez

Dado que el Laureado no pudo estar presente en el Banquete Nobel de la Academia Sueca en Estocolmo, el 10 de diciembre de 1956, el discurso fue leído por Jaime Benítez, Rector de la Universidad de Puerto Rico.

Juan Ramón Jiménez me ha dado el siguiente mensaje para transmitirle:

«Acepto con gratitud el honor inmerecido que esta ilustre Academia sueca ha considerado oportuno concederme. Asediado por el dolor y la enfermedad, debo permanecer en Puerto Rico, incapaz de participar directamente en las solemnidades. Y para que usted pueda tener el testimonio vivo de mis sentimientos íntimos reunidos en la asociación cotidiana de amistad firmemente establecida en esta tierra de Puerto Rico, he pedido al Rector Jaime Benítez de su Universidad, donde soy miembro de la Facultad, para ser mi representante personal ante ustedes en todas las ceremonias relacionadas con los premios Nobel de 1956».

He encontrado tanto afecto por Juan Ramón Jiménez y tal entendimiento por sus obras que confío en que me disculpe si doy un agradecimiento especial a uno de ustedes tan sabio y penetrante que estoy seguro de que todos los demás estarán encantados de ser reconocidos en él . Me refiero a su gran poeta Hjalmar Gullberg, cuya presentación de esta tarde recordaremos siempre y cuya interpretación de la poesía de Juan Ramón Jiménez ha traído al pueblo escandinavo la pureza clara de nuestro maestro andaluz.

Juan Ramón Jiménez me ha pedido también que diga: «Mi esposa Zenobia es la verdadera ganadora de este premio. Su compañía, su ayuda, su inspiración hicieron, durante cuarenta años, mi trabajo posible. Hoy, sin ella, estoy desolada e indefensa.

He oído de los labios temblorosos de Juan Ramón Jiménez algunas de las expresiones más conmovedoras de la desesperación. Para Juan Ramón es tal poeta que cada palabra refleja su propio reino interno. Esperamos fervientemente que algún día su dolor sea expresado por escrito y que el recuerdo de Zenobia proporcione una inspiración renovada y eterna a ese gran maestro de letras hispanas, Juan Ramón Jiménez, a quien ustedes han honrado tan firmemente hoy.

Antes del discurso, R. Granit, Miembro de la Real Academia de Ciencias, Hizo las siguientes observaciones sobre el poeta español: «Juan Ramón ha sido llamado poeta de los poetas, pero el laico puede acercarse a él si quiere primero pasar de la pura belleza visual de su paisaje, de la encantadora Andalucía, de sus pájaros, de sus flores , Granadas y naranjas. Una vez dentro de su mundo, al leer y releer tranquilamente, uno despierta gradualmente a una nueva «visión viva» en él, refrescado por la profundidad y la riqueza de una rara imaginación poética. Al hacer esto, recordé una conversación entre el pintor Degas y el poeta Mallarmé, relatada por Paul Valéry. Degas, luchando con un soneto, se quejó de las dificultades y, finalmente, exclamó: <Sin embargo, no me faltan ideas …> Mallarmé con gran suavidad respondió: <Pero Degas, uno no crea poesía con ideas. Uno lo hace con palabras. > Si alguna vez se ha inspirado el uso de las palabras, es en la poesía de Juan Ramón Jiménez, y en este sentido es poeta de poetas. Esta es probablemente también la razón por la cual, en todo el mundo de habla hispana, es considerado como el maestro y maestro.

Los premios literarios pueden implicar decisiones más difíciles que las científicas. Sin embargo, deberíamos estar agradecidos al fundador por haber incluido un premio literario en su testamento. Añade dignidad a los otros premios y al acto mismo; Destaca el elemento humano y cultural que tienen en común los dos mundos de la imaginación creadora; Y tal vez, al final, exprese ideas más profundas de lo que los científicos pueden lograr.

De Nobel Lectures, Literatura 1901-1967, Editor Horst Frenz, Elsevier Publishing Company, Amsterdam, 1969