Discurso académico sobre la Biblia de ingreso ante la Real Academia Española pronunciado 16 de abril de 1848
«Señores
Llamado por vuestra elección a llenar el vacío que ha dejado en esta Academia un varón ilustre por su doctrina, célebre por la agudeza y la fecundidad de su ingenio y por su literatura y su ciencia merecedor de eterna y esclarecida memoria, ¿qué podrá decir que sea digno de escritor tan eminente y de esta nobilísima asamblea quien como yo es pobre de fama y escaso de ingenio? Puesto en caso tan grave, me ha parecido conveniente escoger para tema de mi discurso un asunto subidísimo, que, cautivando vuestra atención, os fuerce a apartar de mí vuestros ojos, para ponerlos en su grande majestad y en su sublime alteza.
Hay un libro, tesoro de un pueblo que es hoy fábula y ludibrio de la tierra, y que fue en tiempos pasados estrella del Oriente, adonde han ido a beber su divina inspiración todos los grandes poetas de las regiones occidentales del mundo y en el cual han aprendido el secreto de levantar los corazones y de arrebatar las almas con sobrehumanas y misteriosas armonías. Ese libro es la Biblia, el libro por excelencia.
En él aprendió Petrarca a modular sus gemidos; en él vio Dante sus terríficas visiones; de aquella fragua encendida sacó el poeta de Sorrento los espléndidos resplandores de sus cantos. Sin él, Milton no hubiera sorprendido a la mujer en su primera flaqueza, al hombre en su primera culpa, a Luzbel en su primera conquista, a Dios en su primer ceño; ni hubiera podido decir a las gentes la tragedia del paraíso, ni cantar con canto de dolor la mala ventura y triste hado del humano linaje. Y para hablar de nuestra España, ¿quién enseñó al maestro fray Luis de León a ser sencillamente sublime? ¿De quién aprendió Herrera su entonación alta, imperiosa y robusta? ¿Quién inspiraba a Rioja aquellas lúgubres lamentaciones, llenas de pompa y majestad y henchidas de tristeza, que dejaba caer sobre los campos marchitos, y sobre los mustios collados, y sobre las ruinas de los imperios, como un paño de luto? ¿En cuál escuela aprendió Calderón a remontarse a las eternas moradas sobre las plumas de los vientos? ¿Quién puso delante de los ojos de nuestros grandes escritores místicos los oscuros abismos del corazón humano? ¿Quién puso en sus labios aquellas santas armonías, y aquella vigorosa elocuencia, y aquellas tremendas imprecaciones, y aquellas fatídicas amenazas, y aquellos arranques sublimes, y aquellos suavísimos acentos de encendida caridad y de castísimo amor, con que unas veces ponían espanto en la conciencia de los pecadores y otras levantaban hasta el arrobamiento las limpias almas de los justos? Suprimid la Biblia con la imaginación, y habréis suprimido la bella, la grande literatura española, o la habréis despojado al menos de sus destellos más sublimes, de sus más espléndidos atavíos, de sus soberbias pompas y de sus santas magnificencias.
¿Y qué mucho, señores, que las literaturas se deslustren, si con la supresión de la Biblia quedarían todos los pueblos asentados en tinieblas y en sombras de muerte? Porque en la Biblia están escritos los anales del cielo, de la tierra y del género humano; en ella, como en la divinidad misma, se contiene lo que fue, lo que es y lo que será; en su primera página se cuenta el principio de los tiempos y el de las cosas, y en su última página el fin de las cosas y de los tiempos. Comienza con el Génesis, que es un idilio, y acaba con el Apocalipsis de San Juan, que es un himno fúnebre. El Génesis es bello como la primera brisa que refrescó a los mundos, como la primera aurora que se levantó en el cielo, como la primera flor que brotó en los campos, como la primera palabra amorosa que pronunciaron los hombres, como el primer sol que apareció en el Oriente. El Apocalipsis de San Juan es triste como la última palpitación de la naturaleza, como el último rayo de luz, como la última mirada de un moribundo. Y entre este himno fúnebre y aquel idilio vense pasar unas en pos de otras a la vista de Dios todas las generaciones y unos en pos de otros todos los pueblos: las tribus van con sus patriarcas; las repúblicas, con sus magistrados; las monarquías, con sus reyes, y los imperios, con sus emperadores. Babilonia pasa con su abominación, Nínive con su pompa, Menfis con su sacerdocio, Jerusalén con sus profetas y su templo, Atenas con sus artes y con sus héroes, Roma con su diadema y con los despojos del mundo. Nada está firme sino Dios; todo lo demás pasa y muere, como pasa y muere la espuma que va deshaciendo la ola.
Allí se cuentan o se predicen todas las catástrofes, y por eso están allí los modelos inmortales de todas las tragedias; allí se hace el recuento de todos los dolores humanos; por eso las arpas bíblicas resuenan lúgubremente, dando los tonos de todas las lamentaciones y de todas las elegías. ¿Quién volverá a gemir como Job cuando, derribado en el suelo por una mano excelsa que le oprime, hinche con sus gemidos y humedece con sus lágrimas los valles de Idumea? ¿Quién volverá a lamentarse como se lamentaba Jeremías en torno de Jerusalén, abandonada de Dios y de las gentes? ¿Quién será lúgubre y sombrío como era sombrío y lúgubre Ezequiel, el poeta de los grandes infortunios y de los tremendos castigos, cuando daba a los vientos su arrebatada inspiración, espanto de Babilonia? Cuéntanse allí las batallas del Señor, en cuya presencia son vanos simulacros las batallas de los hombres; por eso la Biblia, que contiene los modelos de todas las tragedias, de todas las elegías y de todas las lamentaciones, contiene también el modelo inimitable de todos los cantos de victoria. ¿Quién cantará como Moisés del otro lado del mar Rojo, cuando cantaba la victoria de Jehová, el vencimiento de Faraón y la libertad de su pueblo? ¿Quién volverá a cantar un himno de victoria como el que cantaba Débora, la sibila de Israel, la amazona de los hebreos, la mujer fuerte de la Biblia? Y si de los himnos de victoria pasamos a los himnos de alabanza, ¿en cuál templo resonaron jamás como en el de Israel, cuando subían al cielo aquellas voces suaves, armoniosas, concertadas, con el delicado perfume de las rosas de Jericó y con el aroma del incienso del Oriente? Si buscáis modelos de la poesía lírica, ¿qué lira habrá comparable con el arpa de David, el amigo de Dios, el que ponía el oído a las suavísimas consonancias y a los dulcísimos cantos de las arpas angélicas; o con el arpa de Salomón, el rey sabio y felicísimo, que puso la sabiduría en sentencias y en proverbios y acabó por llamar vanidad a la sabiduría; que cantó el amor y sus regalados dejos, y su dulcísima embriaguez, y sus sabrosos transportes, y sus elocuentes delirios? Si buscáis modelos de la poesía bucólica, ¿en dónde los hallaréis tan frescos y tan puros como en la época bíblica del patriarcado, cuando la mujer, la fuente y la flor eran amigas, porque todas juntas y cada una de por sí eran el símbolo de la primitiva sencillez y de la cándida inocencia? ¿Dónde hallaréis sino allí los sentimientos limpios y castos, y el encendido pudor de los esposos, y la misteriosa fragancia de, las familias patriarcales?
Y ved, señores, por qué todos los grandes poetas, todos los que han sentido sus pechos devorados por la llama inspiradora de un Dios, han corrido a aplacar su sed en las fuentes bíblicas de aguas inextinguibles, que ahora forman impetuosos torrentes, ahora ríos anchurosos y hondables, ya estrepitosas cascadas y bulliciosos arroyos, o tranquilos estanques y apacibles remansos.
Libro prodigioso aquél, señores, en que el género humano comenzó a leer treinta y tres siglos ha, y con leer en él todos los días, todas las noches y todas las horas, aún no ha acabado su lectura. Libro prodigioso aquél, en que se calcula todo antes de haberse inventado la ciencia de los cálculos; en que sin estudios lingüísticos se da noticia del origen de las lenguas; en que sin estudios astronómicos se computan las revoluciones de los astros; en que sin documentos históricos se cuenta la Historia; en que sin estudios físicos se revelan las leyes del mundo. Libro prodigioso aquél, que lo ve todo y que lo sabe todo; que sabe los pensamientos que se levantan en el corazón del hombre y los que están presentes en la mente de Dios; que ve lo que pasa en los abismos del mar y lo que sucede en los abismos de la tierra; que cuenta o predice todas las catástrofes de las gentes, y en donde se encierran y atesoran todos los tesoros de la misericordia, todos los tesoros de la justicia y todos los tesoros de la venganza. Libro en fin, señores, que, cuando los cielos se replieguen sobre sí mismos como un abanico gigantesco, y cuando la tierra padezca desmayos, y el sol recoja su luz y se apaguen las estrellas, permanecerá él solo con Dios, porque es su eterna palabra resonando eternamente en las alturas.
Ya veis, señores, cuán libre y extendido campo se abre aquí a las investigaciones de los hombres. Obligado, empero, por la índole exclusivamente literaria de esta ilustre asamblea, a considerar a la Biblia solamente como un libro que contiene la poesía de una nación digna de perdurable memoria, me limitaré a indicar algo de lo mucho que podría indicarse y decirse acerca de las causas que sirven para explicar su poderoso atractivo y su resplandeciente hermosura.
Tres sentimientos hay en el hombre poéticos por excelencia: el amor a Dios, el amor a la mujer y el amor a la patria; el sentimiento religioso, el humano y el político; por eso, allí donde es oscura la noticia de Dios, donde se cubre con un velo el rostro de la mujer y donde son cautivas o siervas las naciones, la poesía es a manera de llama que, falta de alimentos, se consume y desfallece. Por el contrario, allí donde Dios brilla en su trono con toda la majestad de su gloria, allí donde impera la mujer con el irresistible poder de sus encantos, allí donde el pueblo es libre, la poesía tiene púdicas rosas para la mujer, gloriosas palmas para las naciones, alas espléndidas para encumbrarse a las regiones altísimas del cielo.
De todos los pueblos que caen al otro lado de la Cruz, el hebreo es el único que tuvo una noticia cierta de Dios; el solo que adivinó la dignidad de la mujer y el único que puso siempre a salvo su libertad en los grandes azares de su existencia borrascosa. Y si no, volved los ojos al Oriente, al Occidente, al Septentrión y al Mediodía, y no encontraréis ni a la mujer, ni a Dios, ni al pueblo, en cuanto baña el sol, y en cuanto se extiende el mar, y en cuanto se dilatan los términos de la tierra. Desde el punto de vista religioso, todas las naciones eran idólatras, maniqueas o panteístas. La noticia de un Dios consustancial con el mundo, esparcida entre todas las gentes en las primitivas edades, tuvo su origen en las regiones indostánicas. La existencia de un Dios, principio de todo bien, y de otro, principio de todo mal, haciéndole oposición y contraste, fue invención de los sacerdotes persas; y las repúblicas griegas fueron el ejemplar de las naciones idólatras. El Dios del Indostán estaba condenado a un eterno reposo; el de los persas, a una impotencia absoluta, y los dioses griegos eran hombres.
Por lo que hace a la mujer, estaba condenada en todas las zonas del mundo al ostracismo político y civil y a la servidumbre doméstica. ¿Quién reconocería en esa esclava, con la frente inclinada bajo el peso de una maldición tremenda y misteriosa, a la más bella, a la más suave, a la más delicada criatura de la creación, en cuyo divino rostro se retrata Dios, se reflejan los cielos y se miran los ángeles?
Por último, señores, si buscáis un pueblo libre, un pueblo que tenga noticia de la dignidad humana, no encontraréis ninguno en todos los ámbitos de la tierra que se eleve a tan grande majestad y que se levante a tanta altura. En vano le buscaréis en aquellos imperios portentosos del Asia, que, cayendo con estrépito unos sobre otros, vinieron todos al suelo con espantosa ruina. En vano le buscaréis en la tierra de los Faraones, donde se levantan aquellos gigantescos sepulcros, cuyos cimientos se amasaron con el sudor y con la sangre de naciones vencidas y sujetas, y que publican con elocuencia muda y aterradora que aquellas vastas soledades fueron asiento un día de generaciones esclavas. Y si, apartando los ojos de las regiones orientales, los volvéis a las partes de Occidente, ¿qué veis en las repúblicas griegas sino aristocracias orgullosas y tiránicas oligarquías? ¿Qué otra cosa viene a ser Esparta, silla del Imperio de la raza dórica, sino una ciudad oriental, dominada por sus conquistadores? ¿Y qué viene a ser Atenas, la heroica, la democrática, la culta, patria de los dioses y de los héroes, sino una ciudad habitada por un pueblo esclavo y por una aristocracia fiera, y desvanecida, que no se llamó a sí propia pueblo sino porque el pueblo no era nada?
Vengamos ahora a la nación hebrea, y antes de todo hablemos de su Dios, porque su nombre está escrito con caracteres imperecederos en todas las páginas de su historia. Su nombre es Jehová; su naturaleza, espiritual; su inteligencia, infinita; su libertad, completa; su independencia, absoluta; su voluntad, omnipotente. La creación fue un acto de esa voluntad independiente y soberana. Cuanto creó con su poder se mantiene con su providencia. Jehová mantiene a los astros en sus órbitas, a la tierra en su eje, al mar en su cauce. Las gentes se olvidaron de su nombre, y él retiró su mano de las gentes, y la inteligencia humana se vio envuelta de súbito en una eterna noche; y entonces eligió un pueblo entre todos y le llamó hacia sí, y le abrió el entendimiento para que entendiera; y entendió, y le adoró puesto de hinojos, y caminó por sus vías, y obedeció sus mandamientos, y se puso debajo de su mano, llena de venganzas y de misericordias, y ejecutó el encargo de ser el instrumento de sus inescrutables designios, y fue la luz de la tierra.
Único entre todos los pueblos, escogido y gobernado por Dios, el pueblo hebreo es también el único cuya historia es un himno sin fin en alabanza del Dios que le conduce y le gobierna. Apartado de todas las sociedades humanas, está solo, solo con Jehová, que le habla con la voz de sus profetas y con la de sus sacerdotes, y a quien responde con cánticos de adoración, que están resonando siempre en las cuerdas de su lira.
Los cánticos hebreos recibieron de la unidad majestuosa de su Dios su limpia sencillez, su noble majestad y su incomparable belleza. ¿Qué viene a ser la sencillez de los griegos, milagro del artificio, cuando se ponen los ojos en la sencillez hebraica, en la sencillez del pueblo predestinado, que vio en el cielo un solo Dios, en la humanidad un solo hombre y en la tierra un solo templo? ¿Cómo no había de ser maravillosamente sencillo un pueblo para quien toda la sabiduría estaba en una sola palabra, que la tierra pronunciaba con la voz de sus huracanes, el mar con la ronca voz de sus magníficos estruendos, las aves con la voz de su canto, los vientos con la voz de sus gemidos?
Lo que caracteriza al pueblo hebreo, lo que le distingue de todos los pueblos de la tierra, es la negación de sí mismo, su aniquilamiento delante de su Dios. Para el pueblo hebreo, todo lo que tiene movimiento y vida es rastro y huella de su majestad omnipotente, que resplandece así en el cedro de las montañas como en el lirio de los valles. Cada una de las palabras de Jehová constituye una época de su historia. Dios, le señala con el dedo la tierra de promisión y le promete que de su raza vendría aquel que anunció en el paraíso en los tiempos adámicos por Redentor del mundo y por Rey y Señor natural de las naciones. Ésta es la época de la promesa, que corresponde a la de los patriarcas. Apartado de los caminos del Señor, levanta ídolos en el desierto, cae en horrendas supersticiones e idolatrías, y el Señor le anuncia disturbios, guerras, cautiverios, torbellinos grandes y tempestuosos, la ruina del templo, el allanamiento de los muros de la ciudad santa y su propia dispersión por todos los ámbitos de la tierra. Ésta es la época de la amenaza. Por último, llega la hora en la plenitud de los tiempos, y aparece en el horizonte la estrella de Jacob, y se consuma el sacrificio cruento del Calvario, y el templo cae, y Jerusalén se desploma, y el pueblo judío se dispersa por el mundo. Ésta es la época del castigo.
Ya lo veis, señores; la historia del pueblo hebreo no es otra cosa, si bien se mira, sino un drama religioso, compuesto de una promesa, de una amenaza y de una catástrofe. La promesa la oyó Abrahán, y la oyeron todos los patriarcas; la amenaza la oyó Moisés, y la oyeron los profetas; la catástrofe todos la presenciamos. Vivos están los autores de esta tragedia aterradora. Vivo está el Dios de Israel, que tan grandes cosas obró para enseñanza perpetua de las gentes; vivo está el pueblo desventurado que puso una mano airada y ciega en el rostro de su Dios, y que, peregrino en el mundo, va contando a las naciones sus pasadas glorias y sus presentes desventuras.
Si es una cosa puesta fuera de toda duda que la explicación de su historia está en la palabra divina, no es menos evidente que hay una correspondencia admirable entre las vicisitudes de su poesía y las evoluciones de su historia. La primera palabra de su Dios es una promesa: su primer período histórico, el patriarcado; y los primeros cantos de su musa dicen al pueblo la promesa de su Dios y a Jehová las esperanzas de su pueblo. El encargo religioso y social de la poesía hebraica, en aquellos tiempos primitivos, era ajustar paces y alianzas entre la Divinidad y el hombre, siendo los mensajeros de estas paces, por parte del hombre, su profunda adoración; por parte de la Divinidad, su infinita misericordia. Nada es comparable al encanto de la poesía bíblica que corresponde a este período.
El patriarca es el tipo de la sencillez y de la inocencia. Más bien que el varón incorruptible y justo, es el niño sin mancilla de pecado; por eso oye a menudo aquella habla suavísima y deleitosa con que Dios le llama hacia sí; por eso recibe visitas de los ángeles. Más bien que el hombre recto, que anda gozoso por las vías del Señor, es el habitante del cielo que anda triste por el mundo, porque ha perdido su camino y se acuerda de su patria. Su único padre es su Dios, los ángeles son sus hermanos. Los patriarcas eran entonces, como los apóstoles han sido después, la sal de la tierra. En vano buscaréis por el mundo, en aquellos remotísimos tiempos, al hombre pobre de espíritu, rico de fe, manso y sencillo de corazón, modesto en las prosperidades, resignado en las tribulaciones, de vida inocente y de honestas y pacíficas costumbres. El tesoro de esas virtudes apacibles resplandeció solamente en las solitarias tiendas de los patriarcas bíblicos.
Huésped en la tierra de Faraón, el pueblo hebreo se olvidó de su Dios en los tiempos adelante y amancilló sus santas costumbres con las abominaciones egipcíacas; diose entonces a supersticiones y agüeros en aquella tierra agorera y supersticiosa, y trocó a un tiempo mismo su Dios por los ídolos y su libertad por la servidumbre. Arrancole de ella violentamente la mano de un hombre gobernado por una fuerza sobrehumana, el más grande de los profetas de Israel y el más grande entre los hijos de los hombres.
Cuéntase de muchos que han ganado el señorío de las gentes y asentado su dominación en las naciones por la fuerza del hierro; de ninguno se cuenta, sino de Moisés, que haya fundado un señorío incontrastable con sólo la fuerza de la palabra. Ciro, Alejandro, Mahoma, llevaron por el mundo la desolación y la muerte, y no fueron grandes sino porque fueron homicidas. Moisés aparta su rostro lleno de horror de las batallas sangrientas, y entra en el seno de Abrahán, vestido de blancas vestiduras y bañado de pacíficos resplandores. Los fundadores de imperios y principados, de que están llenas las historias, abrieron las zanjas y echaron los cimientos de su poder ayudados de fuertísimos ejércitos y de fantásticas muchedumbres. Moisés está solo en los desiertos de la Arabia, rodeado de un gigantesco motín por seiscientos mil rebeldes, y con esos seiscientos mil rebeldes, derribados en tierra por su voluntad soberana, se compone un grande imperio y un vastísimo principado. Todos los filósofos y todos los legisladores han sido hijos, por su inteligencia, de otros legisladores y de más antiguos filósofos. Licurgo es el representante de la civilización dórica; Solón, el representante de la cultura intelectual de los pueblos jonios; Numa Pompilio representa la civilización etrusca; Platón desciende de Pitágoras; Pitágoras, de los sacerdotes del Oriente. Sólo Moisés está sin antecesores.
Los babilonios, los asirios, los egipcios y los griegos estaban oprimidos por reyes, y él funda una república. Los templos levantados en la tierra estaban llenos de ídolos; él da la traza de un magnífico santuario, que es el palacio silencioso y desierto de un Dios tremendo e invisible. Los hombres estaban sujetos unos a otros; Moisés declara que su pueblo sólo está sujeto a su Dios. Su Dios gobierna las familias por el ministerio de la paternidad; las tribus, por el ministerio de los ancianos; las cosas sagradas, por el ministerio de los sacerdotes; los ejércitos, por el ministerio de sus capitanes, y la república toda, por su omnipotente palabra, que los ángeles del cielo ponen en el oído de Moisés en las humeantes cimas de los montes, que, turbándose con la presencia del que los puso allí, tiemblan en sus anchísimos fundamentos y se coronan de rayos.
Con los patriarcas tuvo fin la época de la promesa, y en Moisés tiene principio la época de la amenaza. Con la palabra de Dios cambia de súbito el semblante de su pueblo, y la poesía hebrea se conforma de suyo a ese nuevo semblante y a aquella nueva palabra. Dios se ha convertido, de Padre que era, en Señor; el pueblo, de hijo que era, en esclavo; Dios le quita la libertad en castigo de sus prevaricaciones y en premio de su rescate. «Yo soy vuestro Dios, y vosotros sois mi pueblo», había dicho Jehová a los santos patriarcas. «Yo soy tu Señor y tu propietario, el que te libró de la servidumbre de los Faraones»; esto dice Jehová, por la boca de Moisés a su pueblo prevaricador y rebelde; Dios deja de hablar dulce y secretamente a los hombres; los ángeles no visitan ya sus tiendas hospitalarias; la blanca y pura flor de la inocencia no abre su casto cáliz en los campos de Israel, que resuenan lúgubremente con amenazas fatídicas y con sordas imprecaciones. Todo es allí sombrío: el desierto con su inmensa soledad, el monte con sus pavorosos misterios, el cielo con sus aterradores prodigios. La musa de Israel amenaza como Dios y gime como el pueblo. Su pecho, que hierve como un volcán, está henchido hoy de bendiciones, mañana de anatemas; sus cantos imitan hoy la apacible serenidad de un cielo sin nubes, mañana el sordo estruendo de un mar en tumulto; hoy compone su rostro con la majestad épica, mañana se descomponen sus facciones con el terror dramático; poco después parece una bacante en su desorden lírico; ya se ciñe de palmas y canta la victoria, ya se inunda de llanto y deja que se escapen de su pecho tristes y dolorosas elegías.
Moisés, que es el más grande de todos los filósofos, el más grande de todos los fundadores de imperios, es también el más grande de todos los poetas. Homero canta las genealogías griegas, Moisés las genealogías del género humano; Homero cuenta las peregrinaciones de un hombre, Moisés las peregrinaciones de un pueblo; Homero nos hace asistir al choque violento de la Europa y del Asia, Moisés nos pone delante las maravillas de la creación; Homero canta a Aquiles, Moisés a Jehová; Homero desfigura a los hombres y a los dioses, sus hombres son divinos y sus dioses humanos; Moisés nos muestra sin velo el rostro de Dios y el rostro del hombre. El águila homérica no subió, más alta que las cumbres del Olimpo ni voló más allá de los griegos horizontes. El águila del Sinaí subió hasta el trono resplandeciente de Dios y tuvo debajo de sus alas todo el orbe de la tierra. En la epopeya homérica, todo es griego: griego es el poeta, griegos son los dioses, griegos los héroes. En la epopeya bíblica, todo es local y general a un tiempo mismo. El Dios de Israel es el Dios de todas las gentes; el pueblo de Israel es sombra y figura de todos los pueblos, y el poeta de Israel es sombra y figura de todos los hombres. Entre la epopeya homérica y la bíblica, entre Homero y Moisés, hay la misma distancia que entre Júpiter y Jehová, entre el Olimpo y el cielo, entre la Grecia y el mundo.
Ya lo veis, señores; para los que como nosotros comprenden la inconmensurable distancia que hay entre la divinidad gentílica y la hebrea y entre el sentimiento religioso del pueblo de Dios y el de los pueblos gentiles, la causa de la índole diversa de sus grandes monumentos poéticos no puede ser una cosa recóndita y oculta, éralo en tiempos pasados, cuando todas las gentes andaban en tinieblas y cuando la naturaleza del hombre y la de Dios eran secretos escondidos a todos los sabios. Pero como quiera que no podéis tener por ocioso y por fuera de sazón que mayores torrentes de luz esparzan la claridad de sus rayos sobre tan ardua y tan importante materia, bueno será que haya una estación aquí para llamar vuestra atención hacia la distancia que hay entre la mujer hebrea y la gentílica y hacia los diversos encargos que las dieron esas gentes en los domésticos hogares.
Y no extrañéis, señores, que inmediatamente después de haberos hablado de Dios os hable de la mujer. Cuando Dios, enamorado del hombre, su más perfecta criatura, determinó hacerle el primer don, le dio en su amor infinito a la mujer, para que esparciera flores por sus sendas y luz por sus horizontes. El hombre fue el Señor, y la mujer el ángel del paraíso.
Cuando la mujer cometió la primera de sus flaquezas, Dios permitió que el hombre cometiera el primero de sus pecados, para que vivieran juntos; juntos salieron de aquellas moradas espléndidas, con el pie lleno de temblor, el corazón de tristeza, y con los ojos oscurecidos con lágrimas. Juntos han ido atravesando las edades, su mano puesta en su mano, ahora resistiendo grandes torbellinos y tempestades procelosas, ahora dejándose llevar mansa y regaladamente por pacíficos temporales, surcando el mar de la vida con grande bonanza y con sosegada fortuna. Al herir Dios con la vara de su justicia al hombre prevaricador, cerrándole las puertas del delicioso jardín que para él había dispuesto con sus propias manos, tocado de misericordia quiso dejarle algo que le recordara el suave perfume de aquellas moradas angélicas; y le dejó a la mujer, para que al poner en ella sus ojos, pensara en el paraíso.
Antes que saliera del edén, Dios prometió a la mujer que de sus entrañas nacería, andando el tiempo, el que había de quebrantar la cabeza de la serpiente: De esta manera, el Padre de todas las justicias y de todas las misericordias juntó el castigo con la promesa y el dolor con la esperanza. Conservose completa esta tradición primitiva, según la cual la mujer era dos veces santa, con la santidad de la promesa y con la santidad del infortunio, entre los descendientes de Set, que merecieron ser llamados hijos de Dios; alterose, empero, notablemente entre los descendientes de Caín, que, por su mala vida y estragadas costumbres, fueron llamados hijos de los hombres; los primeros respetaron a la mujer, uniéndose con ella en la tierra con el vínculo santo, uno e indisoluble que el mismo Dios había formado en el cielo; los segundos la envilecieron y degradaron, instituyendo la poligamia, mancha del lecho nupcial; siendo Lamec, el primero de quien se cuenta que tomó por suyas dos mujeres. Con estos malos principios fueron los hombres a dar en grandes estragos, hasta que, generalizada la corrupción, se hizo necesaria la intervención divina y la subsiguiente desaparición de los hombres de sobre la faz de la tierra, cubierta toda con las aguas purificadoras del diluvio.
Aplacado el rostro de Dios, volvió a poblarse la tierra, conservando, empero, para perpetua enseñanza de los hombres, claros testimonios de sus iras; dispersáronse los hombres por todas sus zonas, y se levantaron por todas partes grandes imperios, compuestos de diversas gentes y naciones. Hubo entonces, como en los tiempos antediluvianos, quienes fueron llamados hijos de Dios, y otros, que se llamaron hijos, de los hombres; fueron los primeros los descendientes de Abrahán, de Isaac y de Jacob, que llevan en la Historia el nombre de hebreos; fueron los segundos los otros pueblos de la tierra, que llevan en la Historia el nombre de gentiles.
Desfigurada entre los últimos la tradición de la mujer, no llegó hasta ellos sino una vaga noticia de su primera culpa, y no vieron en ella otra cosa sino la causa de todos los males que afligen al género humano; borrada, por otra parte, casi de todo punto la tradición del matrimonio instituido en el cielo, los pueblos gentiles ignoraban que la mujer había nacido para ser la compañera del hombre, y la convirtieron en instrumento vil de sus placeres y en víctima inocente de sus furores. Por eso instituyeron, como sus ascendientes antediluvianos, la poligamia, que es el sepulcro del amor; y por eso la dieron, cuando así cumplía a sus antojos livianos, libelo de repudio, instituyendo el divorcio, que es la disolución de la sociedad doméstica, fundamento perpetuo de todas las asociaciones humanas. Por eso la hicieron esclava de su esposo, para que estuviera sin derechos y para que permaneciera perpetuamente en su poder, como una víctima a quien la sociedad pone en manos del sacrificador o debajo de la mano de su verdugo.
Esto sirve para explicar por qué el amor, que es para nosotros el más delicioso de todos los placeres y el más puro de todos los consuelos, era considerado por los gentiles como un castigo de los dioses. El amor entre el hombre y la mujer tenía algo de contrario a la naturaleza de las cosas, que repugna como un sacrilegio toda especie de unión entre seres entregados por la cólera divina a enemistades perpetuas. Cuando en los poemas griegos aparece el amor, luego al punto pasa por delante de nuestros ojos un fatídico nublado, síntoma cierto de que están cerca los crímenes y las catástrofes. El amor de Elena la adúltera pierde a Troya y al Asia; el amor de una esclava, siendo causa del odio insolente y desdeñoso de Aquiles, pone a punto de sucumbir a los griegos y a la Europa. Hasta la virtud en la mujer era presagio de tremendas desventuras: la honestidad de las mujeres latinas puso el hierro en las manos romanas y por dos veces produjo la completa perturbación del Estado. Las catástrofes domésticas iban juntas con las catástrofes políticas. El amor toca con su envenenada flecha el corazón de Dido, y arde en llamas impuras, y se consume en los incendios de una combustión espontánea. Fedra es visitada por el dios, y se siente desfallecer, como si hubiera sido herida por el rayo, y discurre por sus venas una llama torpe y un corrosivo vitriolo. Vosotros los que os agradáis en las emociones de los trágicos griegos, no os dejéis llevar de sus peligrosos encantos, que son encantos de sirenas. Esos amantes que allí veis, están en manos de las Euménides; huid de ellos, que están señalados con la señal de la cólera de los dioses y están tocados de la peste.
La mujer hebrea era, por el contrario, una criatura benéfica y nobilísima. Poseedores los hebreos de la tradición bíblica y sabedores del fin para que la mujer fue criada, la levantaron hasta sí, amándola como a compañera suya, y aun la pusieron a mayor altura que el hombre, por ser la mujer el templo en donde había de habitar el Redentor de todo el género humano. No fue, a la verdad, el matrimonio entre la gente hebrea un sacramento, como lo había sido antes en el paraíso, y como había de serlo en adelante, cuando el anunciado al mundo viniese en la plenitud de los tiempos; fue, sin embargo, una institución grandemente religiosa y sagrada, al revés de lo que era en las naciones gentílicas. Las bodas se celebraban al compás de las oraciones que pronunciaban los deudos de los esposos para atraer sobre la nueva familia las bendiciones del cielo; con estas solemnidades y estos ritos se celebraron las bodas de Rebeca con Isaac, de Rut con Booz y de Sara con Tobías. El gran legislador del pueblo hebreo había permitido la poligamia y el divorcio, desórdenes difíciles de ser arrancados de cuajo, cuando tan hondas raíces habían echado en el mundo, y sobre todo en sus zonas orientales. Esto no obstante, ni el divorcio ni la poligamia fueron tan comunes entre la gente hebrea como entre los pueblos gentiles, ni produjeron allí la disolución de la sociedad doméstica, neutralizadas como estaban aquellas instituciones con saludables y santas doctrinas; por lo que hace a la esclavitud de la mujer, fue cosa desconocida en el pueblo de Dios, como quiera que la esclavitud no se compadece con aquella alta prerrogativa de ser Madre del Redentor, otorgada a la mujer desde los tiempos adámicos.
Las tradiciones bíblicas, que fueron causa de la libertad de la mujer, fueron al mismo tiempo ocasión de la libertad de los hijos; los de los gentiles caían en el poder de sus padres, los cuales tenían sobre ellos el mismo derecho que sobre sus cosas; los de los hebreos eran hijos de Dios, y uno de ellos había de ser el Salvador de los hombres. De aquí el santo respeto y ternísimo amor de los hebreos a sus hijos, igual al que tenían a sus mujeres; de aquí el exquisito cuidado de las matronas en amamantar a sus propios pechos a los que habían llevado en sus entrañas, siendo tan universal esta costumbre, que sólo se sabe de Joás, rey de Judá; de Mifiboset y de Rebeca que no hayan sido amamantados a los pechos de sus madres. De aquí las bendiciones que descendían de lo alto sobre los progenitores de una numerosa familia y sobre las madres fecundas. Sus nietos son la corona de los ancianos, dice la Sagrada Escritura. Dios había prometido a Abrahán una posteridad numerosa, y esa promesa era considerada por los hebreos como una de las más insignes mercedes; de aquí la esmerada solicitud de sus legisladores por los crecimientos de la población, cosa advertida ya por Tácito, que, hablando del pueblo hebreo, observa lo siguiente: Augendae tamen multitudini consulitur: nam et necare quemquam ex agnatis nefas.
Si ponéis ahora la consideración en la distancia que hay entre la familia gentílica y la hebrea, echaréis luego de ver que están separadas entre sí por un abismo profundo: la familia gentílica se compone de un señor y de sus esclavos; la hebrea, del padre, de la mujer y de sus hijos; entran como elementos constitutivos de la primera deberes y derechos absolutos; entran a construir la segunda deberes y derechos limitados. La familia gentílica descansa en la servidumbre; la hebrea se funda en la libertad. La primera es el resultado de un olvido; la segunda, de un recuerdo; el olvido y el recuerdo de las divinas tradiciones, prueba clara de que el hombre no ignora sino porque olvida, y no sabe sino porque aprende.
Ahora se comprenderá fácilmente por qué la mujer hebrea pierde en los poemas bíblicos todo lo que tuvo entre los gentiles de sombrío y de siniestro, y por qué el amor hebreo, a diferencia del gentil, que fue incendio de los corazones, es bálsamo de las almas. Abrid los libros de los profetas bíblicos, y en todos aquellos cuadros, o risueños o pavorosos, con que daban a entender a las sobresaltadas muchedumbres o que iba deshaciéndose el nublado o que la ira de Dios estaba cerca, hallaréis siempre en primer término a las vírgenes de Israel siempre bellas y vestidas de resplandores apacibles, ahora levanten sus corazones al Señor en melodiosos himnos y en angélicos cantares, ahora inclinen bajo el peso del dolor las cándidas azucenas de sus frentes.
Si reunidas en coros en las plazas públicas o en el templo del Señor cantaban o se movían en concertadas cadencias al compás de sonoros instrumentos, las castas y nobles hijas de Sión parecían bajadas del cielo para consuelo de la tierra o enviadas por Dios para regalo de los hombres. Cuando los míseros hebreos, atados al carro del vencedor, pisaron la tierra de su servidumbre, pesoles más de la pérdida de su vista que de la de su libertad; sin ellas érales el sol odioso, el día oscuro, el canto triste; y luego que por falta de lágrimas suspendieron su llanto y por falta de fuerzas sus gemidos, cerraron sus ojos a la luz y colgaron sus inútiles arpas en los sauces tristes de Babilonia.
Ni se contentaron los hebreos con fiar a la mujer el blando cetro de los hogares, sino que pusieron muchas veces en su mano fortísima y victoriosa el pendón de las batallas y el gobierno del Estado. La ilustre Débora gobernó la república en calidad de juez supremo de la nación; como general de los ejércitos, peleó y ganó batallas sangrientas; como poeta, celebró los triunfos de Israel y entonó himnos de victoria, manejando a un tiempo mismo con igual soltura y maestría la lira, el cetro y la espada.
En tiempo de los reyes, la viuda de Alejandro Janneo tuvo el cetro diez años; la madre del rey Asa le gobernó en nombre de su hijo, y la mujer de Hircano Macabeo fue designada por este príncipe para gobernar el Estado después de sus días. Hasta el espíritu de Dios, que se comunicaba a pocos, descendió también sobre la mujer, abriéndola los ojos y el entendimiento para que pudiese ver y entender las cosas futuras. Hulda fue alumbrada con espíritu de profecía, y los reyes se acercaban a ella sobresaltados de un gran temor, contritos y recelosos, para saber de sus labios lo que en el libro de la Providencia estaba escrito de su imperio. La mujer, entre los hebreos, ahora gobernase la familia, ahora dirigiera el Estado, ahora hablara en nombre de Dios, ahora, por último, avasallara los corazones, cautivos de sus encantos, era un ser benéfico, que ya participaba tanto de la naturaleza angélica como de la naturaleza humana. Leed si no el Cantar de los Cantares, y decidme si aquel amor suavísimo y delicado, si aquella esposa vestida de olorosas y cándidas azucenas, si aquella música acordada, si aquellos deliquios inocentes, y aquellos subidos arrobamientos, y aquellos deleitosos jardines no son, más bien que cosas vistas, oídas y sentidas en la tierra, cosas que se nos han representado como en sueños en una visión del paraíso.
Y, sin embargo, señores, para conocer a la mujer por excelencia, para tener noticia del encargo que ha recibido de Dios, para considerarla en toda su belleza inmaculada y altísima, para formarse alguna idea de su influencia santificadora, no basta poner la vista en aquellos bellísimos tipos de la poesía hebraica, que hasta ahora han deslumbrado nuestros ojos y han embargado nuestros sentidos dulcemente. El verdadero tipo, el ejemplar verdadero de la mujer no es Rebeca, ni Débora, ni la Esposa del Cantar de los Cantares llena de fragancias como una taza de perfumes. Es necesario ir más allá y subir más alto; es necesario llegar a la plenitud de los tiempos, al cumplimiento de la primitiva promesa; para sorprender a Dios formando el tipo perfecto de la mujer, es necesario subir hasta el trono resplandeciente de María. María es una criatura aparte, más bella por sí sola que toda la creación; el hombre no es digno de tocar sus blancas vestiduras; la tierra no es digna de servirla de peana, ni de alfombra los paños de brocado; su blancura excede a la nieve que se cuaja en las montañas, su rosicler al rosicler de los cielos, su esplendor al esplendor de las estrellas. María es amada de Dios, adorada de los hombres, servida de los ángeles. El hombre es una criatura nobilisíma, porque es señor de la tierra, ciudadano del cielo, hijo de Dios; pero la mujer se le adelanta, y le deslustra, y le vence, porque María tiene nombres más dulces y atributos más altos. El Padre la llama Hija, y la envía embajadores; el Espíritu Santo la llama Esposa, y la hace sombra con sus alas; el Hijo la llama Madre, y hace su morada de su sacratísimo vientre; los serafines componen su corte, los cielos la llaman Reina, los hombres la llaman Señora; nació sin mancha, salvó al mundo, murió sin dolor, vivió sin pecado.
Ved ahí la mujer, señores, ved ahí la mujer; porque Dios en María las ha santificado a todas: a las vírgenes, porque ella fue virgen; a las esposas, porque ella fue esposa; a las viudas, porque ella fue viuda; a las hijas, porque ella fue hija; a las madres, porque ella fue madre. Grandes y portentosas maravillas ha obrado el cristianismo en el mundo; él ha hecho paces entre el cielo y la tierra, ha destruido la esclavitud; ha proclamado la libertad humana y la fraternidad de los hombres; pero, con todo eso, la más portentosa de todas sus maravillas, la que más hondamente ha influido en la constitución de la sociedad doméstica y de la civil, es la santificación de la mujer, proclamada desde las alturas evangélicas. Y cuenta, señores, que desde que Jesucristo habitó entre nosotros, ni sobre las pecadoras es lícito arrojar los baldones y el insulto, porque hasta sus pecados pueden ser borrados por sus lágrimas. El Salvador de los hombres puso a la Magdalena debajo de su amparo, y cuando hubo llegado el día tremendo en que se anubló el sol y se estremecieron y dislocaron dolorosamente los huesos de la tierra, al pie de su cruz estaban juntas su inocentísima Madre y la arrepentida pecadora, para darnos así a entender que sus amorosos brazos estaban abiertos igualmente a la inocencia y al arrepentimiento.
Ya hemos visto de qué manera el sentimiento religioso y el del amor y la noticia completa o desfigurada de la Divinidad y de la mujer sirven hasta cierto punto para ponernos de manifiesto las diferencias esenciales que se advierten entre la poesía bíblica y la de los pueblos gentiles. Sólo nos falta ahora, para dar fin a este discurso, que va creciendo demasiado, poner a vuestra vista, como de relieve, la inconmensurable distancia que hay entre las constituciones políticas de los pueblos más cultos entre los antiguos y la del pueblo hebreo, depositario de la palabra revelada, y el diverso influjo que esas distintas constituciones ejercieron en la diferente índole de la poesía gentílica y de la hebraica.
Ya he manifestado antes, y confirmo ahora mi primera manifestación, que las fuentes de toda poesía grande y elevada son el amor a Dios, el amor a la mujer y el amor al pueblo, de tal manera que la poesía pierde las alas con que vuela allí donde los poetas no pueden beber la inspiración en esos manantiales fecundos, en esas clarísimas fuentes. Para que existan esos fecundísimos amores, una cosa es necesaria: que sea conocida la Divinidad con toda su pompa, la mujer con todos sus encantos, el pueblo con todas sus libertades y todas sus magnificencias; por esta razón, allí donde se da el nombre de Dios a la criatura, de mujer a una esclava, de pueblo a una aristocracia opresora, puede afirmarse, sin temor de ser desmentido por los hechos, que la poesía, con toda su pompa y majestad, no existe, porque no existen esos fecundísimos amores.
Ahora bien: la noción del pueblo es el resultado de estas dos nociones: la de la asociación y la de la fraternidad. ¿Sabéis lo que es el pueblo? El pueblo es una asociación de hermanos, y ved por qué la noción del pueblo no puede coexistir en el entendimiento con la de la esclavitud. De donde se sigue que el pueblo no ha podido existir ni ha existido sino en las sociedades depositarias de la idea de la fraternidad, revelada por Dios a la gente hebrea, por Jesucristo a todas las gentes. Lo que en las repúblicas griegas se llamó pueblo no fue ni pudo ser un verdadero pueblo, es decir, una asociación de hermanos, sino una verdadera aristocracia, o, lo que es lo mismo, una asociación de señores.
Esto explica por qué entre los griegos la poesía es eminentemente aristocrática. Homero canta a los reyes y a los dioses, nos dice sus genealogías, nos cuenta sus aventuras, nos describe sus guerras, celebra su nacimiento y llora su muerte. Los poetas trágicos presentan a nuestra vista el espectáculo, soberbiamente grandioso de sus amores, de sus crímenes y de sus remordimientos. Los humanos infortunios y las pasiones humanas, para ser elevadas a la dignidad y a la altura de sentimientos trágicos, debían caer sobre las frentes y conturbar los corazones de hombres de regia estirpe y de nobilísima cuna. El fratricidio no era un asunto trágico si los fratricidas no se llamaban Eteocles y Polinice y si la sangre no manchaba los mármoles del trono. El incesto no era digno del coturno si la mujer incestuosa no se llamaba Fedra o Yocasta y si el horrendo crimen no manchaba el tálamo de los reyes. Por donde se ve que entre los griegos no había asuntos trágicos, sino personas trágicas, y que la tragedia no era aquella voz de terror, aquel acerbo gemido que la humanidad deja escaparse de sus labios cuando la turban las pasiones, sino aquella otra voz fatídica y tremenda que resonaba lúgubremente en los regios alcázares cuando los dioses querían dar en espectáculo al mundo las flaquezas de las dinastías y la fragilidad de los imperios.
Si volvemos ahora los ojos al pueblo de Dios, nos causará maravilla la grandeza y la novedad del espectáculo. El pueblo de Dios no trae su origen ni de semidioses ni de reyes; desciende de pastores. Hijos todos los hebreos de Abrahán, de Isaac y de Jacob, todos son hermanos. Rescatados todos de la servidumbre de Egipto, todos son libres; sujetos todos a un solo Dios y a una sola ley, todos son iguales. El pueblo de Dios es el único de la tierra, entre los antiguos, que conservó en toda su pureza la noción de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad de los hombres. Cuando Moisés les dio leyes, no instituyó el gobierno aristocrático, sino el popular, y les concedió derecho de elegir sus propios magistrados, que, en calidad de guardadores de su divino estatuto, tenían el encargo y el deber de mantenerlos a todos, así en la paz como en la guerra, bajo el imperio igual de la justicia. Desconocíanse entre los hebreos los privilegios aristocráticos y las clases nobiliarias, y temeroso su gran legislador de que la desigual distribución de las riquezas no alterase con el tiempo aquella prudente armonía de todas las fuerzas sociales, puestas como en equilibrio y balanza, instituyó el jubileo, que venía a restablecer periódicamente esa justa balanza y ese sabio equilibrio. Dieron a sus magistrados supremos el nombre de jueces, sin duda para significar que su oficio era guardar y hacer guardar la ley que les había dado Dios por su Profeta, sin la legítima intervención de su voluntad particular y de sus livianos antojos. En este estado se mantuvo la república largo tiempo, hasta que el pueblo, amigo siempre de mudanzas y novedades, cambió su propio gobierno, instituyendo la monarquía por un acto solemne de su voluntad soberana. Este cambio, sin embargo, tuvo menos de real que de aparente, como quiera que el rey no fue sino el heredero de la autoridad del juez, limitada por la voluntad de Dios y por la voluntad del pueblo.
Por eso, el pueblo es la persona trágica por excelencia en las tragedias bíblicas. Al pueblo se dirige la promesa y la amenaza; el pueblo es el que acepta y sanciona la ley; el pueblo es el que rompe en tumultos y rebeliones, el que levanta ídolos y los adora, el que quita jueces y pone reyes, el que se entrega a supersticiones y agüeros, el que bendice y maldice a un tiempo mismo a sus profetas, el que ya los levanta sobre todas las magistraturas, ya los destroza con atrocísimos tormentos; el que magnifica al Dios de Israel y recibe con himnos de alabanza a los dioses egipcios y babilonios; el que, puesto en el trance de escoger las iras del Señor y sus misericordias, en el ejercicio de su voluntad soberana renuncia a sus misericordias y va delante de sus iras. En Israel no hay más que el pueblo: el pueblo lo llena todo, al pueblo habla Dios, al pueblo habla Moisés, del pueblo hablan los profetas, al pueblo sirven los sacerdotes, al pueblo sirven los reyes, hasta los salmos de David, cuando no son los gemidos de su alma, son cantos populares.
Las pompas de la monarquía duraron poco, y se desvanecieron como la espuma. Fueron David y Salomón príncipes temerosos de Dios, amigos del pueblo, en la paz magnánimos y en la guerra felicísimos; gobernaron a Israel con imperio templado y justo, y su prosperidad pasaba delante de sus deseos; el último fue visitado por los reyes del Oriente, levantó el templo del Señor sobre piedras preciosas y le enriqueció con maderamientos dorados; la fama de sus magnificencias y de su sabiduría más que humana se extendió por todas las gentes. Pero cuando estos príncipes dichosos bajaron al sepulcro, luego al punto comenzó a despeñarse la majestad del imperio, sin que nunca más tornara a volver en sí; dividiéronse las tribus, y, rota la santa unidad del pueblo de Dios, se formaron de sus fragmentos dos imperios enemigos, dados ambos a torpezas y deleites. Siguiéronse de aquí grandes discordias y guerras, furiosos temporales y horrendas desventuras. Los reyes se hicieron idólatras y adoraron los ídolos; los sacerdotes se entregaron al ocio y al descanso. El pueblo se había olvidado de su Dios, y las muchedumbres tumultuaban en las calles.
En medio de tan procelosas tempestades, y corriendo tiempos tan turbios y aciagos, despertó Dios a sus grandes profetas, para que hicieran resonar en Judá el eco de su palabra y sacaran de su profundo olvido y hondo letargo a los reyes idólatras, a los sacerdotes ociosos y a aquellas bárbaras muchedumbres, dadas a sediciones y tumultos. Jamás en ningún pueblo de la tierra, antiguo ni moderno, hubo una institución tan admirable, tan santa y tan popular como la de los profetas del pueblo de Dios.
Atenas tuvo poetas y oradores; Roma, tribunos y poetas. Los profetas del pueblo de Dios fueron poetas, tribunos y oradores a un tiempo mismo; como los poetas, cantaban las perfecciones divinas; como los tribunos, defendían los intereses populares; como los oradores, proponían lo que juzgaban conforme a las conveniencias del Estado. Un profeta era más que Homero, más que Demóstenes, más que Graco; era Graco, Homero y Demóstenes a un mismo tiempo. El profeta era el hombre que daba de mano a todo regalo de la carne y a todo amor de la vida, y que, mensajero de Dios, tenía el encargo de poner su palabra en el oído del pueblo, en el oído de los sacerdotes y en el oído de los reyes. Por eso los profetas amenazaban, imprecaban, maldecían; por eso dejaban escaparse de sus pechos, poderosas, tremendas, aquellas voces de temor y de espanto que se oían en Jerusalén cuando venía sobre ella con ejército fortísimo y numerosísimo el rey de Babilonia, ministro de las venganzas de Jehová, y de sus iras celestiales.
Los poetas cesáreos miraban siempre, antes de hablar, los semblantes de los príncipes. Los oradores y los tribunos de Atenas y de Roma tenían puestos los ojos, antes de soltar los torrentes de su elocuencia, en los semblantes del pueblo; los profetas de Israel cerraban los ojos para no lisonjear ni los gustos de los pueblos ni los antojos de los reyes, atentos sólo a lo que Dios les decía interiormente en sus almas; por eso hicieron frente a los odios implacables de los príncipes, que, habiendo puesto su sacrílega mano en el templo de Dios, no temían ponerla en el rostro augusto de sus profetas; por eso resistieron con constantísimo semblante a la grande indignación y bramido popular, creciendo su constancia al compás de la persecución y al compás de las olas de aquellas furiosas tempestades, sin que se doblegasen sus almas sublimes al miedo de los tormentos; por eso, en fin, casi todos, o entregaron sus gargantas al cuchillo o buscaron en tierras extrañas un triste sepulcro.
Yo no sé, señores, si hay en la Historia un espectáculo más bello que el de los profetas del pueblo de Dios luchando armados con el solo misterio de la palabra, contra todas las potestades de la tierra. Yo no sé si ha habido en el mundo poetas más altos, oradores más elocuentes, hombres más grandes, más santos y más libres; nada faltó a su gloria: ni la santidad de la vida, ni la santidad de la causa que sustentaron, ni la corona del martirio.
Con los profetas tuvo fin la época de la amenaza; con el Salvador del mundo comienza la época del castigo. Antes de poner término a este discurso hagamos todos aquí una estación; recojamos el espíritu y el aliento, porque el momento es tan terrible como solemne.
Sófocles escribió una de las más bellas tragedias del mundo, que intituló Edipo rey. Esta tragedia ha sido traducida, imitada, reformada por los más bellos ingenios, y a nosotros nos ha cabido la suerte de poseer con ese título una de las tragedias que más honran nuestra literatura clásica.
Pero hay otra tragedia más admirable, más portentosa todavía, que corre sin nombre de autor, y a quien su autor no puso título, sin duda porque no es una tragedia especial, sino más bien la tragedia por excelencia. Son sus actores principales Dios y un pueblo; el escenario es el mundo, y al prodigioso espectáculo de su tremenda catástrofe asisten todas las gentes y todas las naciones. Entre esa gran tragedia y la de Sófocles, a vuelta de algunas diferencias, hay tan maravillosas semejanzas, que me atrevería a intitularla Edipo pueblo.
Edipo adivina los enigmas de la esfinge, y es reputado por el más sabio y el más prudente de los hombres; el pueblo judío adivina el enigma de la humanidad, oculto a todas las gentes, es decir, la unidad de Dios y la unidad del género humano, y es llamado por Jehová antorcha de todos los pueblos. Los dioses dan a Edipo la victoria sobre todos los competidores y le asientan en el trono de Tebas. Jehová lleva como por la mano al pueblo hebreo a la tierra de promisión y le saca vencedor de todos sus enemigos. Los dioses, por la voz de los oráculos délficos, habían anunciado a Edipo, entre otras cosas nefandas, que sería el matador de su padre; Jehová, por la voz de los oráculos bíblicos, había anunciado a los judíos que matarían a su Dios. Un hombre muere a manos de Edipo en una senda solitaria; un hombre muere a manos del pueblo de Dios en el Calvario; este hombre era el Dios de Judá; aquel hombre era el padre de Edipo. Yo no sé lo que hay; pero algo hay, señores, en este similiter cadens de la Historia, que causa un involuntario pero profundísimo estremecimiento.
Ya lo veis, señores: unos mismos son los oráculos y una misma la catástrofe; ahora veréis cómo una misma ceguedad hace inevitable esa catástrofe y hace buenos aquellos tremendos oráculos.
Edipo sabe que mató a aquel hombre en aquella senda; pero su conciencia está tranquila, porque su padre era Polibio; Polibio estaba muy, lejos de allí, y el que murió, a sus manos era desconocido y extranjero. Los judíos saben que mataron al hombre de Nazaret, saben que le pusieron en una cruz en el monte Calvario y que le pusieron entre dos ladrones para más escarnecerle; pero su conciencia está tranquila; su Dios había de venir, pero aún estaba lejos; su Dios había de ser conquistador y Rey, y había de rugir como el león de Judá, mientras que el hombre de la cruz había nacido en pobre lugar, de padres pobres, y no había encontrado una piedra en donde reclinar su frente. «Si eres hijo de Dios, ¿por qué no bajas de la cruz?», dijo el pueblo judío. «Si el que murió a mis manos me había dado el ser, ¿cómo al darle la muerte no saltó el corazón en mi pecho?» « ¿Cómo es que no me habló la voz de la sangre?», esto dijo el rey parricida. Y el pueblo matador de su Dios y el hombre matador de su padre se complacieron en su sagacidad, y escarnecieron a los oráculos y se mofaron de los profetas.
Pero la Divinidad implacable, que calladamente está en ellos y obra en ellos, los empuja para que caigan y quita la luz de sus ojos para que no vean los abismos. Ambos se hallan poseídos de súbito de una curiosidad inmensa, sobrehumana. Edipo pregunta a Yocasta, pregunta a Tiresias, pregunta al anciano que sabe su secreto: «¿Quién es el hombre de la senda? ¿Quién es mi padre? ¿Quién soy yo?» El pueblo judío pregunta a Jesús: «¿Quién eres? ¿Eres, por ventura, nuestro Dios y nuestro Rey?» El drama aquí comienza a ser terribilísimo; no hay pecho que no sienta una opresión dolorosa, inexplicable, increíble; ni frente que no esté bañada con sudores, ni alma que no desfallezca con angustias.
Entre tanto, la cólera de los dioses cae sobre Tebas: la peste diezma las familias y envenena las aguas y los aires. El cielo se deslustra, las flores pierden su fragancia, los campos su alegría. En la populosa ciudad reina el silencio y el espanto, la desolación y la muerte. Las matronas tebanas discurren por los templos, y con votos y plegarias cansan a los dioses. Sobre Jerusalén la mística, la gloriosa, cae un velo fúnebre; por aquí van santas mujeres que se lamentan, por allí discurren en tumulto muchedumbres que se enfurecen. Todas las trompetas proféticas resuenan a la vez en la ciudad sorda, ciega y maldita, que lleva al Calvario al justo. «Una generación no pasará sin que vengan sobre vosotras, matronas de Sión, tan grandes desventuras, que seréis asombro de las gentes; ya, ya asoman por esos repechos las romanas legiones; ya cruzan por los aires, trayendo el rayo de Dios, las águilas capitolinas. ¡Jerusalén! ¡Jerusalén! ¡Ay de tus hijos! Porqué tienen hambre, y no encuentran pan; tienen sed, y no encuentran agua; quieren hacer plegarias y votos en el templo de Dios, y están sin Dios y sin templo; quieren vivir, y a cada paso tropiezan con la muerte; quieren una sepultura para sus cuerpos, y sus cuerpos yacen en los campos sin sepultura y son pasto de las aves.»
Edipo sale de su alcázar para consolar a su pueblo moribundo, y gobernando los dioses su lengua, los toma por testigos de que el culpable será puesto a tormento y echado de la tierra; lanza sobre él anticipadamente la excomunión sacerdotal; le maldice en nombre de la tierra y del cielo, de los dioses y de los hombres, y carga su cabeza con las execraciones públicas. El pueblo judío, tomado de un vértigo caliginoso, poseído de un frenesí delirante, puesto debajo de la mano soberana que le anubla los ojos y le oscurece la razón y ardiendo en la fragua de sus furores, exclama diciendo: Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos. ¡Desventurado pueblo! ¡Desventurado rey! Ellos pronuncian su propia sentencia, siendo a un tiempo mismo jueces, víctimas y verdugos. Y después, cuando los oráculos bíblicos y los délficos se cumplieron, los torbellinos arrancan al pueblo deicida de la tierra de promisión, y el parricida huye del trono de Tebas.
Edipo fue horror de la Grecia; el pueblo judío es horror de los hombres. Edipo caminó con los ojos sin luz, de monte en monte y de valle en valle, publicando las venganzas divinas; el pueblo judío camina, sin lumbre en los ojos y sin reposarse jamás, de pueblo en pueblo, de región en región, de zona en zona, mostrando en sus manos una mancha de sangre, que nunca se quita y nunca se seca. Prefirió la ley del talión a la ley de la gracia, y el mundo le juzga por la ley que él mismo se ha dado; dio bofetadas a su Dios, y ha ya diecinueve siglos que está recibiendo las bofetadas del mundo; escupió en el rostro de Dios, y el mundo escupe en su rostro; despojó a su Dios de sus vestiduras, y las naciones confiscan sus tesoros y le arrojan desnudo al otro lado de los mares; dio a beber a su Dios vinagre con hiel, y con beber en ella a todas horas el pueblo deicida, no consigue apurar la copa de las tribulaciones; puso en los hombros de su Dios una cruz pesadísima, y hoy se inclina su frente bajo el peso de todas las maldiciones humanas; crucificó, y es crucificado. Pero el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob al mismo tiempo que justiciero, es clemente; mientras que los dioses ningún otro consuelo dejaron a Edipo sino su Antígona, el Dios que murió en la cruz, en prenda de su misericordia, dejó a sus matadores la esperanza.
Entre la tragedia de Sófocles y esa otra tragedia sin nombre y sin título, cuya maravillosa grandeza acabo de exponer a vuestros ojos con toda su terrible majestad, hay la misma distancia que entre los dioses gentílicos y el Dios de los hebreos y los cristianos; la misma que entre la Fatalidad y la Providencia; la misma que entre las desdichas de un hombre y las desventuras de un pueblo que ha sido el más libre de todos los pueblos y el más grande de todos los poetas.
He terminado, señores, el cuadro que me había propuesto presentar ante vuestros ojos; sí os parece bello y sublime, su sublimidad y su belleza están en él, como trazado que, ha sido por el mismo Dios en la larga y lamentable historia de un pueblo maravilloso; si en él encontráis grandes lunares y sombras, esas sombras y esos lunares son míos; por ellos reclamo vuestra indulgencia; vuestra indulgencia, señores, que nunca ha sido negada a los que, como yo, la imploran y a los que, como yo, la necesitan.
DISCURSO DE CONTESTACIÓN DEL PRESIDENTE DE LA R.A.E.
SR. D. FRANCISCO MARTÍNEZ DE LA ROSA.
SEÑORES: El brillante discurso que acabáis de oír, justifica cumplidamente la acertada elección de esta ilustre Academia al admitir en su seno a un orador acreditado ya en la tribuna parlamentaria, muy versado en la historia, y que cultiva con igual aprovechamiento el vasto campo de la amena literatura.
La materia que para su peroración ha escogido, por más que nos haya indicado haberlo hecho para encubrir la pequeñez de su merecimiento con la grandeza del asunto, es tal vez la más a propósito para que haya podido desplegar a porfía las dotes que especialmente le distinguen: la profundidad de sus pensamientos , la agudeza de ingenio, y la pompa y gala de dicción para revestir dignamente imágenes atrevidas y elevados conceptos.
Remontándose a la altura que la sublimidad del asunto requería, el Sr. Donoso Cortés ha presentado como en relieve las infinitas bellezas de la Biblia: del libro por excelencia, como le ha llamado el orador; de ese libro, del que decía Rousseau que si no estuviese escrito por la mano de Dios, sería más grande el historiador que el héroe.
En él van a buscar los sabios el origen del mundo; y su luz divina los alumbra y conduce, en tanto que la antorcha de la filosofía brilla apenas en la densa tiniebla de los tiempos….. Mas a proporción que la ciencia moderna ahonda más y más en el seno de la naturaleza, se confirman y robustecen las verdades estampadas en los libros sagrados, que el escepticismo presuntuoso del pasado siglo había osado combatir o poner en duda.
En la Biblia se custodian como en un tabernáculo los principios eternos de moral grabados por el dedo de Dios en nuestros corazones: y de aquel manantial purísimo han brotado las verdades más consoladoras para el humano linaje; el origen divino del hombre, obra de Dios y hecho a su semejanza; la igualdad de todos los hombres, no sólo iguales, sino hermanos; su libertad para obrar, no esclavos del destino, ni vil juguete de celosas deidades, sino por su propia voluntad y albedrío; pudiendo encaminarse por la senda de la virtud hasta merecer en los cielos eterna recompensa.
El orador nos ha bosquejado con pincel atrevido y fácil la fisonomía original del pueblo hebreo, llamado con razón el pueblo de Dios; sus vicisitudes, sus trabajos, su portentosa historia, única en los anales del mundo, sin modelo ni copia. Ora escuche la voz de Dios desde la falda del Sinaí encendido como una hoguera, ora siga la misteriosa columna de fuego por la inmensidad del desierto, ora vea apagarse la luz del sol sobre la cima del Gólgota, anuncio para el pueblo deicida de eterna noche y de perpetua desventura, la nación hebrea, así en la buena como en la mala fortuna, ya gima esclava en castigo de su idolatría, ya recobre su libertad por la misericordia del Dios de Israel, ora vea destruida la ciudad santa y derribado el templo, ora se mire condenada a vagar errante por el ámbito de la tierra, como peregrino apestado, sin poder pronunciar en parte alguna el dulcísimo nombre de patria, la nación hebrea presenta siempre un carácter propio, peculiar, que la distingue y separa de todas las naciones del mundo.
En la poesía de los libros sagrados se retrata como en un fiel espejo la historia de ese pueblo célebre; escuchamos sus querellas y lamentos en la servidumbre, sus cánticos de guerra en los combates, sus himnos de alabanza al Dios de los ejércitos después de la victoria. Si oímos tronar la voz de los profetas anunciando la cólera del ciclo, es que el pueblo de Dios, ciego y descarriado, camina por la senda de perdición a su infalible ruina; si en el colmo de la prosperidad y poderío levanta un magnífico templo al Dios de Israel, pasmo del mundo y asombro de las gentes, sus poetas son reyes, y los acentos de David y de Salomón ensalzan con magnifica pompa los atributos del Altísimo, cuya gloria pregonan juntamente los cielos y la tierra.
Así no es maravilla que muchos vates, y de los más famosos de los tiempos modernos, hayan ido a beber en aquellos purísimos raudales, para dar libre vuelo a su fantasía y proporcionar a sus obras exquisitos primores y bellezas.
Sólo empapándose, por decirlo así, en la lectura de los libros sagrados, pudo Milton presentar a nuestra vista el apacible cuadro del Paraíso, recién salido de la mano de Dios, sin huella inmunda ni una flor marchita; aquella criatura celestial, compañera del hombre, pura y sin mancilla, y los sabrosísimos coloquios de nuestros primeros padres, parecidos a los amores de los ángeles; así como en los mismos libros sagrados halló los colores sombríos para pintar el reato de la primera culpa y el castigo del hombre, arrojado por siempre jamás de aquella mansión de delicias. En otro poema famoso, de que con razón se envanece Italia, hallamos una confirmación no menos palmaria del influjo de la religión en los triunfos de la poesía.
La Jerusalén libertada, del Tasso (por más que la censurase con escaso conocimiento un célebre crítico francés), encierra gran número de bellezas, no falsas y postizas, sino reales y de buena ley; siendo de advertir que muchas de ellas provienen de la grandeza misma del argumento y de la elevación que le presta el sentimiento religioso, móvil principal de aquella empresa. No es una conquista cualquiera la que emprendieron Godofredo y sus esforzados compañeros; es la conquista de la Tierra Santa, el rescate del sepulcro del Salvador, la liberación del terreno en que estampó su divina planta, y que después regó con su preciosísima sangre. Y este fin elevado, altísimo, sublime, que se anuncia desde las primeras palabras contrarestado por todo el poder del infierno, y por las fuerzas unidas del África y del Asia, suspende desde luego el ánimo, embarga la atención y cautiva el entendimiento.
Pues sí de la epopeya pasamos a la tragedia, veremos igualmente hasta qué punto ha podido un famoso poeta aprovecharse de los libros sagrados para componer una obra maestra. La Athalia de Racine es en mi concepto la mejor tragedia del teatro moderno, así como el Edipo Rey, de que nos ha hablado el Sr. Donoso Cortés, me parece la mejor tragedia que nos haya legado la antigüedad.
Si la ocasión y el tiempo lo consintieran, tal voz daría margen a muchas e importantes reflexiones presentar el cotejo, o por mejor decir el contraste entre uno y otro modelo; pues él solo bastaría para demostrar palpablemente la verdad que ha sentado el Sr. Donoso Cortés, cuando ha dicho la inmensa distancia que separaba al pueblo hebreo y a las naciones gentílicas de la antigüedad.
El Edipo de Sófocles es el tipo de la tragedia griega; allí se ve la mano del infortunio persiguiendo, acosando, abatiendo bajo su peso a los príncipes más poderosos; allí se ostenta en toda su crudeza la inexorable fuerza del destino, superior a los dioses y a los hombres, marcando aun antes de nacer la frente de sus víctimas, arrastrándolas a su pesar por la senda del crimen, y abandonándolos después, sin consuelo y sin esperanza, a todo el rigor de su enemiga suerte.
En la Athalia, por el contrario, se ve resplandecer el principio de la unidad de Dios y de su eterna justicia, luchando con las abominaciones de la idolatría, que le disputa el cetro del mundo: aquella mujer desnaturalizada no se cree inocente como Edipo, ni descansa tranquila en el testimonio de su conciencia: esta la persigue y atormenta noche y día, en el trono, en el lecho, mostrándole sus propias manos manchadas con sangre de los suyos, recordándole la usurpada corona, y presentando de continuo ante sus ojos aterrados al que ha de ser instrumento de la justa venganza del Altísimo.
El adivino Tiresias, en la tragedia griega, más bien que inspirado por los dioses, parece el órgano fatal del destino, ciego como él e implacable; el sumo sacerdote en la tragedia francesa es el profeta del Dios de Israel, manso y apacible con el niño rey, entusiasmando en su favor a los levitas con los ecos de su sagrada lira, y prediciendo con tremendo acento nuevos escándalos y nuevas desventuras.
Ni han sido únicamente poetas extranjeros los que han sacado ricos materiales del tesoro de los libros sagrados; que en nuestra misma patria no han faltado clarísimos ingenios que de la propia suerte se han hecho dignos de perpetua fama. De todos modos nuestros poetas, a quienes se ha dado el sobrenombre de divinos, prodigado con escaso acuerdo, tal vez ninguno lo ha merecido tanto como Herrera, y cabalmente, porque el profundo estudio de los libros sagrados y su atrevida empresa de trasladar a nuestros idiomas las bellezas bíblicas imprimieron a algunas de sus composiciones el sello particular que las distingue y realza. ¿Dónde sino en los libros sagrados tomó aquellas imágenes valientes, aquellos conceptos sublimes, aquellas locuciones atrevidas, enfáticas, aquellos giros peregrinos que mostraron hasta dónde puede llegar el habla castellana, que no satisfecha con ostentar la majestad de la lengua latina aspiró a seguir el vuelo del griego y del hebreo, sin quedar deslucida en su glorioso empeño?
Más modesto que Herrera, y no menos prendado de las bellezas de los libros sagrados, puede decirse que el maestro fray Luis de León les debió en grandísima parte el lugar preeminente que con razón ocupa entre nuestros vates. Los conceptos, la expresión, la sencillez sublime, más pura y cándida que la sencillez griega, todo anuncia el divino origen de donde se tomaron tantas bellezas, bellezas imitadas después con más ó menos éxito por el maestro González y otros discípulos de aquel gran poeta.
No fuera lícito pasar en silencio, hablando de esta materia y de los modelos del habla castellana, a una de las glorias de España, que conquistó con sus virtudes una corona inmortal en el cielo y otra de inmarcesibles flores en la república de las letras. Santa Teresa es un modelo perfecto del poeta cristiano: tierna, afectuosa, expresando con dulcísimos ecos los sentimientos de su corazón, no se siente impulsada por la musa de Tíbulo a entonar elegías amatorias, ni coge con mano trémula la lira de Safo; su estro es más sublime, su inspiración desciende del cielo; el amor de Dios la consume, la abrasa, y sus acentos son tan puros como los que pudieran dirigirse a la esposa de los cantares.
Acercándonos más a nuestros tiempos, no sería tampoco justo dejar en olvido, y más hablando en este recinto, a uno de nuestros ilustres compañeros, muerto no ha muchos años, cuando acababa de consagrar el último tercio de su vida a la traducción de los salmos y de otros libros sagrados. Pocos ejemplos semejantes se habrán visto en el mundo de lo que pueden el tesón del estudio, la fe viva y sincera, el anhelo de trasladar a su patria una adquisición de tan subido precio. El Sr. González Carvajal, siguiendo las huellas de fray Luis de León, y emulándole a veces, adquirió para si no pequeña fama, y enriqueció con sus obras nuestra literatura.
Por estas ligeras indicaciones se echará de ver que estoy completamente de acuerdo con los principios que con tanto acierto y maestría ha expuesto el Sr. Donoso Cortés; pero tal vez, si mi propio juicio no me engaña, la misma afición a su asunto, la tendencia de su entendimiento a generalizar las ideas y el ímpetu de su imaginación ardiente y lozana, le han llevado más allá de los justos límites en alguna de las proposiciones que ha dejado asentadas.
¿Es por ventura tan cierto como el orador ha pretendido que «las fuentes de toda poesía grande y elevada, son el amor a Dios, el amor a la mujer y el amor al pueblo; de tal manera que la poesía pierde las alas con que vuela allí donde los poetas no pueden beber la inspiración en esos manantiales fecundos?» ¿Es tan cierto como se supone que «allí donde se da el nombre de Dios a la criatura, de mujer a una esclava, y de pueblo a una aristocracia opresora, pueda afirmarse, sin temor de ser desmentidos por los hechos, que la poesía con toda su pompa y majestad no existe?».
A mí, Señores, me falta aliento (lo confieso) para pronunciar una sentencia tan severa: creería imitar a los primitivos cristianos, cuando, llevados de un extremado celo, destruían las obras maestras de las artes por odio al paganismo. A mí me place más admirar juntamente las bellezas del Vaticano y la terrible majestad del Coliseo de Roma; contemplar el Moisés de Miguel Ángel y la Venus de Praxíteles, los portentos de Rafael y los grutescos conservados en las thermas de Tito.
Mi razón, y mi corazón aún más todavía, condenan y abominan los errores y torpezas del gentilismo, la hermosa mitad del género humano condenada a vil servidumbre, y la esclavitud que deshonraba a las naciones más cultas de la antigüedad; pero no puedo persuadirme de que no hubiera verdadera poesía , grande, magnifica, sublime en el suelo que vio nacer á Homero, a Sófocles, a Eurípides, cuyas obras inmortales aún sirven de modelo al cabo de tantos siglos; y otro tanto decirse pudiera de la patria de Virgilio y de Horacio.
Lejos de que atestigüen los hechos que sólo prospere y florezca la poesía en aquellas naciones en que se ha dado ensanche a los derechos y libertades del pueblo, no parece sino que la suerte, por antojo o capricho, se ha complacido en amontonar ejemplos en contrario.
Cuando la república de Atenas vio socavada su antigua constitución por el influjo y prepotencia de un solo hombre, brillaron con toda su pompa las letras y las artes en el famoso siglo de Pericles.
Al hundirse la república romana y entronizarse el imperio, que había de ser escándalo del mundo, resplandece el siglo de Augusto.
Andando luego los tiempos, en las propias regiones, cuando iban ya en decadencia las repúblicas de Italia, menguando con ellas la libertad al paso que crecía la corrupción de Roma, se presenta coronado con una aureola de gloria el siglo de León X.
En Francia la época más brillante de su poesía fue el siglo de Luis XIV, del Monarca que tuvo en menos los derechos de la nación, hasta llegar a decir en la embriaguez del desvanecimiento: El Estado soy yo.
En Inglaterra coincidió una de las épocas mas gloriosas de su poesía y literatura con el reinado de Carlos II, que anunciaba ya la especie de maldición que pesaba sobre su dinastía, difícil de hermanar con las instituciones tutelares de la Gran Bretaña.
Aun sin salir de nuestra misma patria, el siglo de oro de nuestra poesía fue cabalmente el mismo que vio espirar en mal hora las libertades de Castilla y los venerados fueros de Aragón.
No es esto decir (¡ni lo permita Dios!) que esté reñida la poesía con la libertad, y que sólo pueda florecer a la sombra del despotismo. Mi ánimo, al hacer esta brevísima reseña, ha sido meramente indicar cuán aventurado es, así en materias literarias como en otras más graves, asentar principios demasiado absolutos.
Volviendo ahora al tema del discurso del Sr. Donoso Cortés, lo que está fuera de toda controversia es la rica mina de poesía que encierran los libros sagrados, y con cuánta utilidad y aprovechamiento pueden beneficiarla los escritores modernos.
Cabalmente en nuestros días hemos visto el ejemplar más señalado que puede ofrecerse a la admiración de los hombres.
Entregada la Francia a la revolución más espantosa a fines del siglo pasado, volcado el trono y conmovida la sociedad hasta en sus últimos cimientos, los templos también se desplomaron; y por vez primera se dio al mundo el escándalo de proclamar los legisladores el ateísmo, y proscribir del modo más sangriento al culto y a sus ministros.
Mas cuando al cabo de algunos años comenzó a calmarse el delirio y la sociedad volvió a entrar en caja, notose desde luego el inmenso vacío que había dejado la religión; vacío que no pueden llenar todas las instituciones humanas. Pues en aquella hora suprema, cuando había que proveer a aquella necesidad urgentísima, en medio de una sociedad descreída, amamantada con la leche de la revolución, pocas cosas contribuyeron tanto a reconciliar a la nueva generación como los sublimes preceptos y máximas del Evangelio, como la célebre obra de Chateaubriand, El Genio del Cristianismo. No era posible a la sazón resucitar las disputas teológicas que habían conmovido a la Francia en otros tiempos; ni hubiera bastado el genio del gran Bossuet para atraer a un pueblo indiferente a la senda del catolicismo, casi abandonada y desierta. Era menester sorprender el ánimo de una nación inestable y movediza, sedienta de novedades, que después de la tormenta revolucionaria, rendida de cansancio y mal contenta, anhelaba encontrar alguna creencia que le ofreciese asilo y reposo; era preciso hablar a la imaginación antes que al entendimiento; cautivar más bien que instruir; presentar con toda la pompa y gala de la poesía la religión proscrita, que había salido ilesa, y aún más pura y gloriosa de tan tremenda prueba, a pesar de los dardos de la impiedad y de la cuchilla de los verdugos.
Señores, antes de dar fin a este breve discurso conviene repetirlo una y otra vez : dedíquense los jóvenes con ardor y respeto al estudio de los libros sagrados, seguros de encontrar en los Salmos del Profeta Rey, en los dulces cantares de Salomón, en el célebre cántico de Habacuc, en los terribles acentos de Isaías, rasgos sublimes, dignos modelos y fecundas inspiraciones de la poesía más noble y elevada.
He dicho».
Discurso sobre la dictadura pronunciado en el Congreso de Diputados el 4 de enero de 1849
«SEÑORES:
El largo discurso que pronunció ayer el señor Cortina, y á que voy á contestar, considerándole bajo un punto de vista restringido, a pesar de sus largas dimensiones , no fue mas que un epílogo; el epilogo de los errores del partido progresista, los cuales á su vez no son mas que otro epilogo; el epilogo de todos los errores que se han inventado de tres siglos á esta parte, y que traen conturbadas mas ó menos hoy dia todas las sociedades humanas.
El Sr. Cortina, al comenzar su discurso , manifestó con la buena fe que á S. S. distingue, y que tanto realza su talento, que él mismo algunas veces habia llegado á sospechar si sus principios serian falsos, si sus ideas serían desastrosas al ver que nunca estaban en el poder, y siempre en la oposición. Yo diré á S. S. que por poco que reflexione , su duda se cambiará en certidumbre. Sus ideas no están en el poder, y están en la oposición cabalmente porque son ideas de oposición; señores, son ideas infecundas, ideas estériles, ideas desastrosas, que es necesario combatir hasta que mueran, que es necesario combatir hasta que queden enterradas aquí, en su cementerio natural, bajo de estas bóvedas, al pié de esa tribuna.
El Sr. Cortina, siguiendo las tradiciones del partido á quien capitanea y representa; siguiendo, digo, las tradiciones de este partido desde la revolución de febrero, ha pronunciado un discurso dividido en tres partes, que yo llamaré inevitables. Primera, un elogio del partido, fundado en una relación de sus méritos pasados. Segunda, el memorial de agravios presentes del partido. Tercera, un programa ó sea una relación de méritos futuros. Señores de la mayoría, yo vengo aquí á defender vuestros principios, pero no esperéis de mi ni un solo elogio : sois los vencedores, y nada sienta en la frente del vencedor como una corona de modestia.
No esperéis de mí, señores, que hable de vuestros agravios : no tenéis agravios personales que vengar, sino los agravios hechos á la sociedad y al trono por los traidores á su Reina y á su patria. No hablaré de vuestra relación de méritos ¿Para qué fin hablaría de ellos? ¿Para que la nación los sepa? La nación se los sabe de memoria.
El Sr. Cortina, señores, dividió su discurso en dos cuestiones, que desde luego se presentan al alcance de todos los señores diputados. S. S. trató de la política exterior, de la política interior del Gobierno, y llamó política exterior importante para España la política ó los acontecimientos ocurridos en París, en Londres y en Roma. Yo tocaré también esas cuestiones.
Después descendió S. S. á la política interior, y la política interior, tal como la ha tratado el Sr. Cortina, se divide en dos partes : una, cuestión de principios, y otra, cuestión de hechos: una, cuestión de sistema, y otra, cuestion de conducta. A la cuestión de hechos , á la cuestión de conducta, ya ha contestado el Ministerio, que esa quien correspondía contestar, que es quien tiene los datos para ello, por el órgano de los señores ministros de Estado y Gobernación, que han desempeñado este encargo con la elocuencia que acostumbran. Me queda para mi casi intacta la cuestión de principios : esta cuestión solamente abordaré; pero la abordaré, si el Congreso me lo permite , de lleno.
Señores: ¿cuál es el principio del Sr. Cortina? El principio de S. S., bien analizado su discurso, es el siguiente en la política interior : la legalidad, todo por la legalidad, todo para la legalidad, la legalidad siempre, la legalidad en todas circunstancias ,’ la legalidad en todas ocasiones : y yo, señores, que creo que las leyes se han hecho para las sociedades, y no las sociedades para las leyes, digo : la sociedad, todo para la sociedad, todo por la sociedad, la sociedad siempre, la sociedad en todas circunstancias, la sociedad en todas ocasiones.
Cuando la legalidad basta para salvar á la sociedad, la legalidad; cuando no basta, la dictadura. Señores, esta palabra tremenda, que tremenda es, aunque no tanto como la palabra revolución, que es la mas tremenda de todas; digo que esta palabra tremenda ha sido pronunciada aquí por un hombre que todos conocen : no ha sido hecho por cierto de la madera de los dictadores. Yo he nacido para comprenderlos, no he nacido para imitarlos. Dos cosas me son imposibles : condenar la dictadura y ejercerla. Por eso lo declaro aquí alta, noble y francamente. Estoy incapacitado de gobernar : no puedo aceptar el gobierno en conciencia : yo no podría aceptarle sin poner la mitad de mí mismo en guerra con la otra mitad, sin poner en guerra mi instinto contra mi razón, sin poner en guerra mi razón contra mi instinto.
Por esto, señores, y yo apelo al testimonio de todos los que me conocen, ninguno puede levantarse ni aquí ni fuera de aquí, que haya tropezado conmigo en el camino de la ambición, tan lleno de gentes; ninguno. Pero todos me encontrarán, todos me han encontrado en el camino modesto de los buenos ciudadanos. Solo así, señores, cuando mis dias estén contados, cuando baje al sepulcro, bajaré sin el remordimiento de haber dejado sin defensa á la sociedad bárbaramente atacada, y al mismo tiempo sin el amarguísimo, y para mí insoportable dolor, de haber hecho mal á un hombre.
Digo, señores, que la dictadura en ciertas circunstancias, en circunstancias dadas, en circunstancias como las presentes, es un gobierno legítimo, es un gobierno bueno, es un gobierno provechoso como cualquier otro gobierno, es un gobierno racional, que puede defenderse en la teoría, como puede defenderse en la práctica. Y si no, señores, ved lo que es la vida social. La vida social, señores, como la vida humana, se compone de la acción y de la reacción, del flujo y reflujo de ciertas fuerzas invasoras y de ciertas fuerzas resistentes.
Esta es la vida social, así como esta es también la vida humana. Pues bien: las fuerzas invasoras, llamadas enfermedades en el cuerpo humano, y de otra manera en el cuerpo social, pero siendo esencialmente la misma cosa, tienen dos estados : hay uno en que están derramadas por toda la sociedad, en el que estas fuerzas invasoras están reconcentradas solo en individuos : hay otro estado agudísimo de enfermedad, en que se reconcentran mas, y están representadas por asociaciones políticas. Pues bien : yo digo que no existiendo las fuerzas resistentes, lo mismo en el cuerpo humano que en el cuerpo social, sino para rechazar las fuerzas invasoras, tienen que proporcionarse necesariamente á su estado. Cuando las fuerzas invasoras están derramadas, las resistentes lo están también; lo están por el Gobierno, por las autoridades y por los tribunales, y en una palabra, por todo el cuerpo social; pero cuando las fuerzas invasoras se reconcentran en asociaciones políticas , entonces necesariamente, sin que nadie lo pueda impedir, sin que nadie tenga derecho á impedirlo , las fuerzas resistentes por sí mismas se reconcentran en una mano. Esta es la teoría clara, luminosa, indestructible de la dictadura.
Y esta teoría, señores , que es una verdad en el orden racional, es un hecho constante en el orden histórico. Citadme una sociedad que no haya tenido la dictadura, citádmela. Ved, sino, qué pasaba en la democrática Atenas, lo que pasaba en la aristocrática Roma, En Atenas, ese poder omnipotente estaba en las manos del pueblo, y se llamaba ostracismo ; en Roma, ese poder omnipotente estaba en manos del Senado, que le delegaba en un barón consular, y se llamaba como entre nosotros dictadura. Ved las sociedades modernas, señores; ved la Francia en todas sus vicisitudes. No hablaré de la primera república, que fue una dictadura gigantesca sin fin, llena de sangre y de horrores. Hablo de época posterior. En la Carta de la Restauración la dictadura se había refugiado ó buscado un asilo en el artículo 14 : en la Carta de i 830 se encontró en el preámbulo; ¿ y en la república actual ? De esta no digamos nada. ¿Qué es sino la dictadura con el mote de República?
Aquí se ha citado, y en mala hora, por el Sr. Galvez Cañero la Constitución inglesa. Señores, la Constitución inglesa cabalmente es la única en el mundo, tan sabios son los ingleses, en que la dictadura no es de derecho excepcional sino de derecho común, y la cosa es clara. El Parlamento tiene en todas ocasiones, en todas épocas, cuando quiere, pues no tiene mas límite que el de todos los poderes humanos, la prudencia, este poder.
Tiene todas las facultades, y estas constituyen el poder dictatorial, de hacer todo lo que no sea hacer de una mujer un hombre, ó de un hombre una mujer, como dicen sus jurisconsultos. Tiene facultades para suspender el habeas corpus, para proscribir por medio de un bill d’attaner: puede cambiar de constitución, puede variar hasta de dinastía, y no solo de dinastía, sino hasta de religión, y oprimir las conciencias; en una palabra, lo puede todo. ¿Quién ha visto, señores, una dictadura mas monstruosa?
He probado que la dictadura es una verdad en el orden teórico, que es un hecho en el orden histórico. Pues ahora voy á decir mas : la dictadura es otro hecho en el orden divino. Señores, Dios ha dejado hasta cierto punto á los hombres el gobierno de las sociedades humanas, y se ha reservado para sí exclusivamente el gobierno del universo. El universo está gobernado por Dios, si pudiera decirse así; y si en cosas tan altas pudieran aplicarse las expresiones del lenguaje parlamentario, diría que Dios gobierna el mundo constitucionalmente. Y, señores, la cosa me parece de la mayor claridad, y sobre todo de la mayor evidencia. Está gobernado por ciertas leyes precisas, indispensables, á que se llama causas secundarias. ¿Qué son estas leyes sino leyes análogas á las que se llaman fundamentales respecto de las sociedades humanas?
Pues bien, señores, si con respecto al mundo físico Dios es el legislador, como respecto á las sociedades humanas lo son los legisladores, ¿ gobierna Dios siempre con esas mismas leyes que él á sí mismo se impuso en su eterna sabiduría, y á las que nos sujetó á todos? No, señores, pues algunas veces, directa, clara y explícitamente manifiesta su voluntad soberana, quebrantando esas mismas leyes que él mismo se impuso, y torciendo el curso natural de las cosas. Y bien , señores, cuando obra así, ¿no podría decirse, si el lenguaje humano pudiera aplicarse á las cosas divinas, que obra dictatorialmente?
Esto prueba, señores, cuan grande es el delirio de un partido que cree poder gobernar con menos medios que Dios, quitándose á sí propio el medio, algunas veces necesario , de la dictadura. Señores, siendo esto así, la cuestión, reducida á sus verdaderos términos, no consiste ya en averiguar si la dictadura es sostenible, si en ciertas circunstancias es buena : la cuestión consiste en averiguar si han llegado ó pasado por España estas circunstancias. Este es el punto mas importante, y es al que voy á contraerme exclusivamente ahora. Para esto tendré que echar una ojeada, y en esto no haré mas que seguir las pisadas de todos los oradores que me han precedido; una ojeada por Europa y otra ojeada por España.
Señores, la revolución de febrero vino como viene la muerte, de improviso. Dios, señores, habia condenado á la monarquía francesa. En vano esta institución se había trasformado hondamente para acomodarse á las circunstancias y á los tiempos ; ni aun esto la valió : su condenación fue inapelable, y su pérdida infalible. La monarquía de derecho divino concluyó con Luis XVI en un cadalso : la monarquía de la gloria concluyó con Napoleón en una isla : la monarquía hereditaria concluyó con Carlos X en el destierro ; y con Luis Felipe ha concluido la última de todas las monarquias posibles, la monarquía de la prudencia. ¡Triste y lamentable espectáculo, señores, el de una institución venerabilísima, antiquísima, gloriosísima, á quien de nada vale, ni el derecho divino, ni la legitimidad, ni la prudencia ni la gloria!
Señores, cuando vino á España la grande nueva de esa grande revolución, todos nos quedamos consternados y atónitos. Nada era comparable á nuestro asombro y á nuestra consternación, sino la consternación y el asombro de la monarquía vencida. Digo mas: había un asombro mayor, una consternación mas grande que la de la monarquía vencida,y era la de la república vencedora. Aun ahora mismo : diez meses van pasados ya desde su triunfo ; preguntadla cómo venció; preguntadla por qué venció; preguntadla con qué fuerzas venció, y no sabrá qué responderos. Esto consiste en que la república no venció, la república fue el instrumento de victoria de un poder mas alto.
Ese poder, señores, cuando esté consumada su obra, así como fue fuerte para destruir la monarquía con un escrúpulo de república, será fuerte también, si necesario fuera y conveniente á sus fines, para derribar la república con un escrúpulo de imperio, ó con un escrúpulo de monarquía. Esta revolución, señores, ha sido objeto de grandes comentarios en sus causas y en sus efectos, en todas las tribunas de Europa, y entre otras en la tribuna española. Yo he admirado aquí y allí la lamentable lijereza con que se trata de las causas hondas de las revoluciones. Señores, aquí, como en otras partes, no se atribuyen las revoluciones sino á los defectos de los gobiernos. Cuando las catástrofes son universales, imprevistas, simultáneas, son siempre cosa providencial; porque, señores, estos y no otros son los caracteres que distinguen las obras de Dios de las obras de los hombres.
Cuando las revoluciones presentan esos síntomas, estad seguros que vienen del cielo, y que vienen por culpa y para castigo de todos.¿ Queréis, señores, saber la verdad, y toda la verdad concerniente á las causas de la revolución última francesa? Pues la verdad llegó el dia de la gran liquidación de todas las clases de la sociedad con la Providencia, que en ese dia tremendo todas se han encontrado fallidas. En ese dia han venido á liquidación con la Providencia, y repito que todas en esa liquidación se han encontrado fallidas. Digo mas, señores : la república misma, el dia mismo de su victoria se declaró también en quiebra. La república habia dicho de sí, que venia á sentar en el mundo la dominación de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad, esos tres dogmas que no vienen de la república, sino que vienen del Calvario. Y bien, señores, ¿qué ha hecho después? En nombre de la libertad ha hecho necesaria, ha proclamado, ha aceptado la dictadura; en nombre de la igualdad, con el título de republicanos de la víspera, de republicanos del dia siguiente, de republicanos de nacimiento, ha inventado no sé qué especie de democracia aristocrática, y no sé qué género de ridículos blasones; en fin, señores, en nombre de la fraternidad ha restaurado la fraternidad pagana, la fraternidad de Eteocles y Polinices; y los hermanos se han devorado unos á otros en las calles de París, en la batalla mas gigantesca que dentro de los muros de una ciudad han presenciado los siglos. A esa república que se llamó de las tres verdades , yo la desmiento; es la república de las tres blasfemias, es la república de las tres mentiras.
Viniendo ahora á las causas de esta revolución , el partido progresista tiene unas mismas causas para todo. El Sr. Cortina nos dijo ayer que hay revoluciones porque hay ilegalidades, y porque el instinto de los pueblos los levanta uniforme y espontáneamente contra los tiranos. Antes nos habia dicho el Sr. Ordaz Avecilla : ¿Queréis evitar las revoluciones? dad de comer á los hambrientos. Véase, pues, aquí la teoría del partido progresista en toda su extensión: las causas de la revolución son por una parte la miseria, por otra la tirania. Señores, esa teoría es contraría, totalmente contraria á la historia. Yo pido que se rae cite un ejemplo de una revolución hecha y llevada á cabo por pueblos esclavos ó por pueblos hambrientos. Las revoluciones son enfermedades de los pueblos ricos; las revoluciones son enfermedades de los pueblos libres. El mundo antiguo era un mando en que los esclavos componían la mayor parte del género humano; citadme cuál revolución fue hecha por esos esclavos.
Lo mas que pudieron conseguir fue fomentar algunas guerras civiles; pero, las revoluciones profundas fueron hechas siempre por opulentísimos aristócratas. No, señores ; no está en la esclavitud, no está en la miseria el germen de las revoluciones: el germen de las revoluciones está en los deseos sobreexcitados de la muchedumbre por los tribunos que las explotan y benefician. Y seréis como los ricos : ved ahí la fórmula de las revoluciones socialistas contra las clases medias; y seréis como los nobles : ved ahí la fórmula de las revoluciones de las clases medias contra las clases nobiliarias: y seréis como los reyes; ved ahí la fórmula de las revoluciones de las clases nobiliarias contra los reyes; por último, señores; y seréis á manera de Dioses: ved ahí la fórmula de la primera rebelión del primer hombre contra Dios. Desde Adán, el primer rebelde, hasta Prudhom, el último impío, esa es la fórmula de todas las revoluciones.
El gobierno español, como era su deber, no quiso que esa fórmula tuviese su aplicación en España; tanto menos lo quiso cuanto la situación interior no era la mas lisonjera ; y era menester prevenirse así contra las eventualidades del interior como contra las eventualidades exteriores. Para no haberlo hecho así, era necesario haber desconocido de todo punto la marcha de una corriente magnética que se desprende de los focos de acción revolucionaria, y que va inficionándolo todo por el mundo.
La situación interior, en pocas palabras, era esta. La cuestión política no estaba, no ha estado nunca, no está de todo punto resuelta: no se resuelven así tan fácilmente cuestiones políticas en sociedades tan soliventadas por las pasiones. La cuestión dinástica no estaba concluida, porque aunque es verdad que en ella somos nosotros los vencedores , no teníamos la resignación del vencido , que es el complemento de la victoria. La cuestión religiosa estaba en muy mal estado. La cuestión de las bodas, todos lo sabéis, estaba exacerbada. Yo pregunto, señores, supuesto , como he probado ya, que la dictadura sea en circunstancias dadas legítima, en circunstancias dadas provechosa, ¿estábamos ó no estábamos en esas circunstancias? Sino habían llegado, decidme cuáles otras mas graves han aparecido en el mundo. La experiencia vino á demostrar que los cálculos del Gobierno y la previsión de esta Cámara no habían sido infundados. Todos lo sabéis, señores: yo en esto hablaré muy de paso, porque todo lo que es alimentar pasiones, lo detesto; no he nacido para eso; todos sabéis que se proclamó la república á trabucazos por las calles de Madrid; todos sabéis que se ganó parte de la guarnición de Madrid y de Sevilla; todos sabéis que sin la resistencia enérjica, activa del Gobierno, toda España, desde las columnas de Hércules al Pirineo, de un mar á otro mar, hubiera sido un lago de sangre. Y no solo España: ¿sabéis qué males, si hubiera triunfado la revolución, se habrían propagado por el mundo? ¡Ah señores! Cuando se piensa en estas cosas, fuerza es exclamar que el Ministerio que supo resistir y supo vencer, mereció bien de su patria.
Esta cuestión vino á complicarse con la cuestión inglesa : voy á decir antes de entrar en ella, y desde ahora anuncio que no entraré sino para salir de ella inmediatamente , porque así lo conceptúo conveniente y oportuno ; pero antes de entrar en ella me permitirá el Congreso que exponga algunas ideas generales que me parecen convenientes.
Señores, yo he creído siempre que la ceguedad es una señal así en los hombres, como en los gobiernos, como en las naciones, de perdición. Yo he creído que Dios comienza por cegar siempre á los que quiere perder; yo he creído que para que no vean el abismo que pone á sus pies, comienza por turbarles la cabeza. Aplicando estas ideas á la política general seguida de algunos años á esta parte por la Inglaterra y por la Francia, señores, lo diré aquí, hace mucho que yo he predicho grandes desventuras y catástrofes : un hecho histórico, un hecho averiguado, un hecho incontrovertible es que el encargo providencial de la Francia es ser el instrumento de la Providencia en la propagación de las ideas nuevas, así políticas como religiosas y sociales. En los tiempos modernos tres grandes ideas han invadido la Europa : la idea católica, la idea filosófica, la idea revolucionaria.
Pues bien, señores, en esos tres períodos la Francia se ha hecho siempre hombre para propagar esas ideas. Carlo- Magno fué la Francia hecha hombre para propagar la idea católica; Voltaire fue la Francia hecha hombre para propagar la idea filosófica; Napoleón ha sido la Francia hecha hombre para propagar la idea revolucionaria. Del mismo modo creo que el encargo providencial de la Inglaterra es mantener el justo equilibrio moral del mundo, haciendo contraste perpetuo con la Francia. La Francia es lo que el flujo, la Inglaterra lo que el reflujo del mar.
Suponed por un momento el flujo sin el reflujo; los mares se extenderían por todos los continentes : suponed el reflujo sin el flujo, los mares desaparecerían de la tierra. Suponed la Francia sin la Inglaterra; el mundo no se movería sino en medio de convulsiones, cada día tendría una nueva constitución, cada hora una nueva forma de gobierno. Suponed la Inglaterra sin la Francia : el mundo vegetaría siempre bajo la carta del venerable Juan sin Tierra, que es el tipo permanente de todas las constituciones británicas. ¿Qué significa, pues, señores, la coexistencia de estas dos naciones poderosas? Significa, señores, el progreso limitado por la estabilidad, la estabilidad vivificada por el progreso.
Pues bien, señores; de algunos años á esta parte, y apelo á la historia contemporánea y á vuestros recuerdos, esas dos grandes naciones han perdido la memoria de sus hechos, han perdido la memoria de su encargo providencial en el mundo. La Francia , en vez de derramar por la tierra ideas nuevas, predicó por todas partes el statu quo: el statu quo en Francia, el statu quo en España, el statu quo en Italia, el statu quo en el Oriente. Y la Inglaterra en vez de predicar la estabilidad, predicó en todas partes las revueltas : en España, en Portugal, en Francia, en Italia y en la Grecia. ¿Y qué resultó de aquí? Lo que había de resultar forzosamente; que las dos naciones, representando un papel que no había sido el suyo nunca, le han representado pésimamente. La Francia quiso convertirse de diablo en predicador: la Inglaterra de predicador en diablo.
Esta es, señores, la historia contemporánea; pero hablando solamente de la Inglaterra, porque es de la que me propongo hablar muy brevemente, diré que yo pido al cielo, señores, que no vengan sobre ella, como han venido sobre la Francia, las catástrofes que ha merecido por sus errores; porque nada es comparable al error de la Inglaterra de apoyar en todas partes los partidos revolucionarios. ¡Desgraciada! ¿No sabe que el dia del peligro esos partidos con mas instinto que ella la habrán de volver las espaldas? ¿No ha sucedido esto ya? Y ha debido suceder, señores, porque todos los revolucionarios del mundo saben que cuando las revoluciones van de veras, que cuando las nubes se agrupan , que cuando los horizontes se oscurecen, que cuando las olas suben á lo alto, el navio de la revolución no tiene mas piloto que la Francia.
Señores, esta fue la política seguida por la Inglaterra, ó por mejor decir, por su gobierno y sus agentes durante la última época. Yo he dicho, y repito, que no quiero tratar esta cuestión; me mueven á ello grandes consideraciones. Primera : la consideración del bien público, porque debo declarar aquí solemnemente que yo quiero la alianza mas íntima, la unión mas completa entre la nación española y la nación inglesa, á quien admiro y respeto como la nación quizá mas libre, mas fuerte y mas digna de serlo en la tierra. No quisiera, pues, con mis palabras exacerbar esta cuestión, y no quisiera tampoco perjudicar ó embarazar ulteriores declaraciones. Hay otra consideración que me mueve á no hablar mas de este asunto. Para hablar de él tendría que hacerlo de un hombre de quien fui amigo, mas amigo que el señor Cortina; pero yo no puedo ayudarle hasta el punto que el Sr. Cortina le ayudaba; la honra no me permite mas ayuda que el silencio.
El Sr. Cortina al tratar esta cuestión, permitame que se lo diga con franqueza, tuvo una especie de vahído, y se le olvidó quién era, dónde estaba y quiénes somos. S. S. creyó que era un abogado, y no era un abogado, que era un orador del Parlamento. S. S. creyó que hablaba ante jueces, y hablaba ante diputados. S. S. creyó que hablaba en un tribunal, y hablaba en una asamblea deliberante; creyó que hablaba de un pleito, y hablaba de un asunto político, grande, nacional, que si pleito era, era pleito entre dos naciones. Ahora bien, señores; ¿ debe doler profundamente al Sr. Cortina haber sido el abogado de la parte contraria á la nación española? ¡Y qué, señores! ¿es eso patriotismo por ventura?¿Es eso ser patriota? ¡Ah! no. ¿Sabéis lo que es ser patriota? Ser patriota, señores, es amar, es aborrecer, es sentir como ama, como aborrece nuestra patria.
Dije, señores, que pasaría muy de lijero por esta cuestión , y ya he pasado.
El Sr. SECRETARIO Lafuente Alcántara : Pasadas las horas de reglamento, se pregunta al Congreso si se prorroga la sesión. (Muchas voces : Sí, sí.) Se acordó afirmativamente.
El Sr. marques de VALDEGAMAS : Pero, señores, ni las circunstancias interiores que eran tan graves, ni las circunstancias exteriores que eran tan complicadas y peligrosas, son bastantes para disminuir la oposición en los señores que se sientan en aquellos bancos. ¡Y la libertad! nos dicen. ¡Pues qué! la libertad, ¿no es sobre todo? Y la libertad, á lo menos la individual, ¿no ha sido sacrificada? ¡La libertad, señores! ¿Saben el principio que proclaman y el nombre que pronuncian los que pronuncian esa palabra sagrada? ¿ Saben los tiempos en que viven? ¿No ha llegado hasta nosotros, señores, el ruido de las últimas catástrofes? ¡Qué! ¿no saben á esta hora que la libertad acabó? Pues qué, ¿no han asistido como he asistido yo con los ojos de mi espíritu á su dolorosa pasion? Pues qué, señores, ¿no la habéis visto vejada, escarnecida , herida alevemente por todos los demagogos del mundo ? ¿ No la habéis visto llevar su angustia por las montañas de la Suiza, por las orillas del Sena, por las riberas del Rhin y del Danubio, por la» márgenes del Tíber? ¿No la habéis visto subir al Quirinal, que ha sido su calvario ?
Señores, tremenda es la palabra; pero no debemos retraernos de pronunciar palabras tremendas si dicen la verdad, y yo estoy resuelto á decirla. ¡ La libertad acabó! No rematará, señores, ni al tercer dia, ni al tercer año, ni al tercer siglo quizá. ¿ Os gusta, señores, la tiranía que sufrimos? De poco os asustáis; veréis cosas mayores. Y aquí os ruego, señores, que guardéis en vuestra memoria mis palabras, porque lo que voy á decir, los sucesos que voy á anunciar en un porvenir mas próximo ó mas lejano, pero muy lejano nunca, se han de cumplir á la letra.
El fundamento, señores, de todos vuestros errores (dirigiéndose á los bancos de la izquierda) consiste en no saber cuál es la dirección de la civilización y del mundo. Vosotros creéis que la civilización y el mundo van, cuando la civilización y el mundo vuelven. El mundo, señores, camina con pasos rapidísimos á la constitución de un despotismo el mas gigantesco y asolador de que hay memoria en los hombres. A esto camina la civilización, y á esto camina el mundo. Para anunciar estas cosas no necesito ser profeta. Me basta considerar la combinación pavorosa de los acontecimientos humanos desde su único punto de vista verdadero, desde las alturas católicas.
Señores, no hay mas que dos represiones posibles, una interior y otra exterior; la religiosa y la política. Estas son de tal naturaleza, que cuando el termómetro religioso está subido, el termómetro de la represión política está bajo; y cuando el termómetro religioso está bajo, el termómetro político, la represión política, la tiranía está alta. Esta es una ley de la humanidad, una ley de la historia. Y si no, señores , ved lo que era el mundo, ved lo que era la sociedad que cae al otro lado de la Cruz, decid lo que era cuando no había represión interior, cuando no había represión religiosa. Entonces aquella era una sociedad de tiranías y de esclavos. Citadme un solo pueblo donde no haya esclavos y donde no haya tiranía. Este es un hecho incontrovertible, este es un hecho incontrovertido, este es un hecho evidente. La libertad, la libertad verdadera, la libertad de todos y para todos no vino al mundo sino con el Salvador del mundo. Este también es un hecho incontrovertido , es un hecho confesado hasta por los mismos socialistas que lo confiesan. Los socialistas llaman á Jesús un hombre divino, y los socialistas hacen mas, se llaman sus continuadores. ¡Sus continuadores, Santo Dios! ¿Ellos, los hombres de sangre y de venganzas, continuadores del que no vivió sino para hacer bien; del que no abrió la boca sino para bendecir; del que no hizo prodigios sino para librar á los pecadores del pecado, á los muertos de la muerte; el que en el espacio de tres años hizo la revolución mas grande que han presenciado los siglos, y la llevó á cabo sin haber derramado mas sangre que la suya?
Señores, os ruego me prestéis atención; voy á poneros en presencia del paralelismo mas maravilloso que ofrece la historia. Vosotros habéis visto que en el mundo antiguo, cuando la represión religiosa no podia bajar mas porque no existia ninguna, la represión política subió hasta no poder mas, porque subió hasta la tiranía. Pues bien, con Jesucristo , donde nace la represión religiosa, desaparece completamente la represión política. Es esto tan cierto, que habiendo fundado Jesucristo una sociedad con sus discípulos, fue aquella la única sociedad que ha existido sin gobierno. Entre Jesús y sus discípulos no habia mas gobierno que el amor del Maestro á los discípulos y el amor de los discípulos al Maestro. Es decir, que cuando la represión era completa, la libertad era absoluta.
Sigamos el paralelismo. Llegan los tiempos apostólicos, que los estenderé, porque así conviene ahora á mi propósito, desde los tiempos apostólicos propiamente dichos, hasta la subida del cristianismo al Capitolio en tiempo de Constantino el Grande. En este tiempo, señores, la religión cristiana, es decir la represión religiosa interior, estaba en todo su apogeo; pero aunque estaba en todo su apogeo, sucedió lo que sucede en todas las sociedades compuestas de hombres, que comenzó á desarrollarse un germen, nada mas que un germen de licencia y de libertad religiosa. Pues bien, señores, observad el paralelismo : á este principio de descenso en el termómetro religioso corresponde un principio de subida en el termómetro politico. No hay todavía gobierno, no es necesario el gobierno , pero es necesario ya un germen de gobierno. Así en la sociedad cristiana entonces no habia de hecho verdaderos magistrados, sino jueces arbitros y amigables componedores, que son el embrión del gobierno. Realmente no habia mas que eso; los cristianos de los tiempos apostólicos no tuvieron pleitos, no iban á los tribunales, decidían sus contiendas por medio de arbitros. Obsérvese, señores, cómo con la corrupción va creciendo el gobierno.
Llegan los tiempos feudales, y en estos la religión se encuentra todavía en su apogeo, pero hasta cierto punto viciada por las pasiones humanas. ¿Qué es lo que sucede, señores, en este tiempo en el mundo político? Que ya es necesario un gobierno real y efectivo, pero que basta el mas débil de todos, y así se establece la monarquía feudal, la mas débil de las monarquías.
Seguid observando el paralelismo. Llega, señores, el siglo XVI. En este siglo, con la gran reforma luterana, con ese grande escándalo político y social, tanto como religioso, con ese acto de emancipación intelectual y moral de los pueblos, coinciden las siguientes instituciones. En primer lugar, en el instante, las monarquías, de feudales, se hacen absolutas.Vosotros creeréis, señores, que mas que absoluta no puede ser una monarquía : un gobierno, ¿qué puede ser mas que absoluto? Pero era necesario, señores, que el termómetro de la represión política subiera mas, porque el termómetro religioso seguía bajando; y con efecto subió mas. ¿Y qué nueva institución se creó? La de los ejércitos permanentes. ¿Y sabéis, señores, lo que son ejércitos permanentes? Para saberlo, basta saber lo que es un soldado : un soldado es un esclavo con uniforme. Así, pues, veis que en el momento en que la represión religiosa baja, la represión política sube al absolutismo, y pasa mas allá. No bastaba á los gobiernos ser absolutos; pidieron y obtuvieron el privilegio de ser absolutos y tener un millón de brazos.
A pesar de esto, señores, era necesario que el termómetro político subiera mas, porque el termómetro religioso seguia bajando; y subió mas. ¿Qué nueva institución, señores, se creó entonces? Los gobiernos dijeron : tenemos un millón de brazos y no nos bastan; necesitamos mas, necesitamos un millón de ojos; y tuvieron la policía, y con la policía un millón de ojos. A pesar de esto, señores , todavía el termómetro político y la represión política debían subir, porque á pesar de todo, el termómetro religioso seguia bajando; y subieron.
A los gobiernos, señores, no les bastó tener un millón de brazos; no les bastó tener un millón de ojos; quisieron tener un millón de oídos, y los tuvieron con la centralización administrativa, por la cual vienen á parar al gobierno todas las reclamaciones y todas las quejas.
Y bien, señores; no bastaba esto, porque el termómetro religioso siguió bajando, y era necesario que el termómetro político subiera mas. ¡Señores, hasta dónde! Pues subió mas.
Los gobiernos dijeron : no me bastan para reprimir, un millón de brazos; no me bastan para reprimir, un millón de ojos; no me bastan para reprimir, un millón de oídos; necesitamos mas : necesitamos tener el privilegio de hallarnos á un mismo tiempo en todas partes. Y lo tuvieron; y se inventó el telégrafo.
Señores, tal era el estado de la Europa y del mundo cuando el primer estallido de la última revolución vino á anunciarnos, á anunciarnos á todos, que no habia bastante despotismo en el mundo; porque el termómetro religioso estaba por bajo de cero. Ahora bien, señores, una de dos…
Yo he prometido, y cumpliré mi palabra, hablar hoy con toda franqueza.
Pues bien, una de dos : ó la reacción religiosa viene ó no : si hay reacción religiosa, ya veréis, señores, como subiendo el termómetro religioso comienza á bajar natural, espontáneamente, sin esfuerzo ninguno de los pueblos, ni de los gobiernos, ni de los hombres, el termómetro político, hasta señalar el dia templado de la libertad de los pueblos : pero si por el contrario, señores, y esto es grave (no hay la costumbre de llamar la atención de las asambleas deliberantes sobre las cuestiones hacia donde yo la he llamado hoy; pero la gravedad de los acontecimientos del mundo me dispensa, y yo creo que vuestra benevolencia sabrá también dispensarme); pues bien, señores, yo digo que si el termómetro religioso continúa bajando, no sé adonde hemos de parar. Yo, señores, no lo sé, y tiemblo cuando lo pienso. Contemplad las analogías que he puesto á vuestros ojos; y si cuando la represión religiosa estaba en su apogeo no era necesario ni gobierno ninguno siquiera, cuando la represión religiosa no exista, no habrá bastante con ningún género de gobierno, todos los despotismos serán pocos.
Señores, esto es poner el dedo en la llaga, esta es la cuestión de España, la cuestión de Europa, la cuestión de la humanidad, la cuestión del mundo.
Considerad una cosa, señores. En el mundo antiguo la tiranía fue feroz y asoladora, y sin embargo esa tiranía estaba limitada físicamente, porque todos los Estados eran pequeños, y porque las relaciones internacionales eran imposibles de todo punto; por consiguiente en la antigüedad no pudo haber tiranías en grande escala, sino una sola, la de Roma. Pero ahora, señores, ¡cuan mudadas están las cosas! Señores, las vias están preparadas para un tirano gigantesco, colosal, universal, inmenso; todo está preparado para ello : señores, miradlo bien; ya no hay resistencias ni físicas ni morales : no hay resistencias físicas, porque con los barcos de vapor y los caminos de hierro no hay fronteras; no hay resistencias físicas, porque con el telégrafo eléctrico no hay distancias; y no hay resistencias morales, porque todos los ánimos están divididos y todos los patriotismos están muertos. Decidme, pues, si tengo ó no razón cuando me preocupo por el porvenir próximo del mundo : decidme si al tratar de esta cuestión no trato de la cuestión verdadera.
Una sola cosa puede evitar la catástrofe, una y nada mas : eso no se evita con dar mas libertad, mas garantías, nuevas constituciones; eso se evita procurando todos,hasta donde nuestras fuerzas alcancen, provocar una reacción saludable, religiosa. Ahora bien, señores : ¿es posible esta reacción? Posible lo es : pero ¿es probable ? Señores, aquí hablo con la mas profunda tristeza : no la creo probable. Yo he visto, señores, y conocido á muchos individuos que salieron de la fe y han vuelto á ella: por desgracia, señores, no he visto jamas á ningún pueblo que haya vuelto á la fe después de haberla perdido.
Si aun me quedara alguna esperanza , la hubieran disipado, señores, los últimos sucesos de Roma : y aquí voy á decir dos palabras sobre esta cuestión, tratada también por el Sr. Cortina.
Señores, los sucesos de Roma no tienen un nombre : ¿cómo los llamaríais, señores? ¿Los llamaríais deplorables? Deplorables, todos los que he citado lo son; esos son mucho mas. ¿Los llamaríais horribles? Señores, esos acontecimientos son sobre todo horror.
Había en Roma, ya no le hay, sobre el trono mas eminente el varón mas justo, el varón mas evangélico de la tierra. ¿Qué ha hecho Roma de ese varón evangélico, de ese varón justo?¿Qué ha hecho esa ciudad en donde han imperado los héroes, los Césares y los pontífices? Ha trocado el trono de los pontífices por el trono de los demagogos. Rebelde á Dios, ha caído bajo la idolatría del puñal. Eso ha hecho. El puñal, señores, el puñal demagógico, el puñal sangriento, ese es el ídolo de Roma. Ese es el ídolo que ha derribado á Pió IX. Ese es el ídolo que pasean por las calles tropas de caribes. ¿Dije caribes? dije mal, que los caribes son feroces, pero los caribes no son ingratos.
Señores, me he propuesto hablar con toda franqueza, y hablaré. Digo que es necesario que el rey de Roma vuelva á Roma, ó que no quede en Roma, aunque pese al Sr. Cortina, piedra sobre piedra.
El mundo católico no puede consentir, y no consentirá en la destrucción virtual del cristianismo por una ciudad sola entregada al frenesí de la locura. La Europa civilizada no puede consentir, y no consentirá que se desplome, señores, la cúpula del edificio de la civilización europea. El mundo, señores, no puede consentir, y no consentirá que en Roma, esa ciudad insensata, se verifique el advenimiento al trono de una nueva y extraña dinastía, la dinastía del crimen. Y no se diga, señores, como dice el Sr. Cortina, como dicen en periódicos y discursos los señores que se sientan en aquellos bancos, que hay dos cuestiones allí, una temporal y otra espiritual, y que la cuestión ha sido entre el rey temporal y su pueblo. Que el pontífice ha sido respetado, que el pontífice existe todavía. Dos palabras sobre esta cuestión, dos palabras, señores, lo explicarán todo.
Sin duda ninguna el poder espiritual es lo principal en el Papa, el temporal es accesorio; pero ese accesorio es necesario : el mundo católico tiene el derecho de exigir que el oráculo infalible de sus dogmas sea libre é independiente : el mundo católico no puede tener una ciencia cierta, como se necesita, de que es independiente y libre, sino cuando es soberano, porque solo el soberano no depende de nadie. Por consiguiente, señores, la cuestión de soberanía, que es una cuestión política en todas partes, es en Roma ademas una cuestión religiosa; el pueblo que puede ser soberano en todas partes, no puede serlo en Roma; asambleas constituyentes que pueden existir en todas partes, no pueden existir en Roma; en Roma no puede haber mas poder constituyente que el poder constituido. Roma, señores, los Estados pontificios, no pertenecen al Estado de Roma, no pertenecen al papa; los Estados pontificios pertenecen al mundo católico; el mundo católico se los ha reconocido al papa para que fuera libre é independiente, y el papa mismo no puede despojarse de esa soberanía, de esa independencia.
Señores, voy á concluir, porque el Congreso está muy cansado y yo lo estoy también. (Varios señores : No, no.) Señores, francamente tengo que declarar aquí, que no puedo extenderme mas porque tengo la boca mala, y ha sido un prodigio que yo pueda hablar, pero lo principal que tenia que decir lo he dicho ya.
Después de haber tratado las tres cuestiones exteriores que trató el Sr. Cortina, vuelvo, para concluir, á la interior. Señores , desde el principio del mundo hasta ahora ha sido una cosa discutable si convenía mas el sistema de la resistencia ó el sistema de las concesiones, para evitar las revoluciones y los trastornos; pero afortunadamente, señores, esa que ha sido una cuestión desde el primer año de la creación hasta el año 48, en el año de gracia de 48 ya no es cuestión de ninguna especie, porque es cosa resuelta : yo, señores, si me lo permitiera el mal que padezco en la boca, haria aquí una reseña de todos los acontecimientos desde febrero hasta ahora, que prueban estas aserciones; pero me contentaré con recordar dos : el de la Francia, señores : allí la monarquía, que no cedió, fue vencida por la república que apenas tenia fuerza para moverse; y la república que apenas tenia fuerza para moverse, porque resistió, venció al socialismo.
En Roma, que es otro ejemplo que quiero citar, ¿qué ha sucedido? ¿No estaba allí vuestro modelo? Decidme : si vosotros fuerais pintores y quisierais pintar el modelo de un rey, ¿encontraríais otro modelo que no fuera su original Pió IX? Señores, Pió IX quiso ser, como su divino Maestro, magnífico y dadivoso : halló proscriptos en su país, y les tendió la mano y los devolvió á su patria : había reformistas, señores, y les dio reformas : habia liberales, señores, y los hizo libres : cada palabra suya, señores, fue un beneficio : y ahora, señores, decidme, ¿ sus beneficios no igualan, si no exceden, á sus ignominias? Y en vista de esto, señores, ¿el sistema de las concesiones no es una cosa resuelta?
Señores, si aquí se tratara de elegir, de escoger entre la libertad por un lado y la dictadura por otro, aquí no habría disenso ninguno; porque ¿quién , pudiendo abrazarse con la libertad, se hinca de rodillas ante la dictadura? Pero no es esta la cuestión. La libertad no existe de hecho en Europa; los gobiernos constitucionales que la representaban años atrás, no son ya en casi todas partes, señores, sino una armazón de un esqueleto sin vida. Recordad una cosa, recordad á Roma imperial. En la Roma imperial existen todas las instituciones republicanas, existen los omnipotentes dictadores, existen los inviolables tribunos, existen las familias senatorias, existen los eminentes cónsules; todo esto, señores, existe; no falta mas que una cosa, y no sobra mas que otra cosa : sobra un hombre, y falta la república.
Pues esos son, señores, en casi toda Europa los gobiernos constitucionales; sin pensarlo, sin saberlo el señor Cortina, nos lo demostró el otro dia. ¿No nos decia V. S. que prefiere, y con razón, lo que dice la historia á lo que dicen las teorías? A la historia apelo. ¿Qué son, señor Cortina, esos gobiernos con sus mayorías legítimas, vencidas siempre por las minorías turbulentas, con sus ministros responsables que de nada responden, con sus reyes inviolables siempre violados? Así, señores, la cuestión , como he dicho antes, no está entre la libertad y la dictadura; si estuviera entre la libertad y la dictadura, yo votaría por la libertad, como todos los que nos sentamos aquí. Pero la cuestión es esta, y concluyo : se trata de escoger entre la dictadura de la insurrección y la dictadura del Gobierno ; puesto en este caso yo escojo la dictadura del Gobierno, como menos pesada y menos afrentosa : se trata de escoger entre la dictadura que viene de abajo y la dictadura que viene de arriba; yo escojo lo que viene de arriba, porque viene de regiones mas limpias y serenas: se trata de escoger, por último, entre la dictadura del puñal y la dictadura del sable; yo escojo la dictadura del sable, porque es mas noble. Señores, al votar nos dividiremos en esta cuestión, y dividiéndonos seremos consecuentes con nosotros mismos. Vosotros, señores, votaréis, como siempre, lo mas popular; nosotros, señores, como siempre, votaremos lo mas saludable».
Discurso sobre Europa pronunciado en el Congreso de los Diputados el 30 de enero de 1850
El discurso que publicamos en este número fue pronunciado en el Congreso de los Diputados el 30 de enero de 1850, al discutirse el proyecto de autorización al Gobierno para que éste elaborase los presupuestos de aquel año. Ortí y Lara, en la edición de las Obras Completas de Donoso Cortés (Madrid, 1904), le titula «Discurso sobre la situación general de Europa».
La acogida que tuvo este discurso entre los intelectuales y gobernantes europeos de aquel entonces no tiene precedentes en los anales del parlamentarismo español.
Louis Veuillot, con fecha de 10 de marzo de 1850, escribe a Donoso:
«No sé si os habéis enterado del éxito de vuestro último discurso: es europeo. Todos los periódicos católicos de Francia y de Bélgica lo han publicado íntegramente tan pronto fue traducido por «L’Univers»; otros dan grandes extractos. Ya he visto las traducciones al alemán y al italiano».
Y añade que para esa fecha ya se habían vendido en París 14.000 ejemplares del folleto que reproducía el discurso.
Meyendorff, embajador en Berlín del Zar de Rusia, en carta del 20 de marzo de 1850 al Ministro de Asuntos Exteriores de su país, conde de Nesselrode, escribe:
«Para haceros leer algo más interesante y más hermoso, aunque no más alegre que mis despachos, os envío la traducción del discurso de mi colega el Embajador («Maréchal») español cerca de la Corte de Berlín. Aquí le llamamos el marqués de Valdegamas; en Madrid, donde se encuentra con permiso, le llaman Donoso Cortés. Es el Montalembert español. Veréis, por el extracto que os envío de una carta del príncipe de Metternich, el efecto extraordinario que ha causada ese discurso al viejo Canciller.
En cuanto a mí, que lo había leído hace ya quince días en español, quedé tan impresionado que desconfié de mí mismo y no me atreví a hablaros; pero ahora que Metternich y. Montalembert, que Ranke y Schelling están tan entusiasmados, y que incluso un diario ministerial prusiano lo publica, no puedo dispensarme de remitíroslo».
El mismo. Meyendorff, en carta a Donoso de 1 de abril de 1850, dice:
«El discurso ha sido un acontecimiento. Una vez publicado por los periódicos franceses y belgas lo reprodujo la «Reform» en versión alemana. Aunque la traducción es fría, el éxito y el aplauso fueron generales. Todos admiran la elocuencia, la altura, la profundidad de los pensamientos. Unos admiran más este rasgo; otros, más el otro. Schelling, el Néstor de los filósofos, ha leído con la mayor complacencia el parangón entre republicanismo y panteísmo. El historiador Ranke estima, por su novedad y fertilidad, sobre todo, la distinción entre los pueblos de cultura antigua y los pueblos que recibieron la civilización a través del Cristianismo. Por mi parte, el pasaje que más me impresionó es el que dice que Francia ha dejado de ser una nación para convertirse en el club central de Europa».
Más adelante añade:
«Se me olvidaba decir que fue a Metternich a quien mayor admiración produjo el discurso. En una carta al general Prokesch, que he podido leer, dice que el discurso puede ponerse junto a los mejores ejemplos de oratoria antigua y. que, además, tiene cierto cuño de originalidad, que procede del espíritu español, monumental y primitivo como los muros ciclópeos. Con copia de las palabras de Metternich, envié el discurso en la versión francesa, tal como la publica «L’Univers», al conde de Nesselrode, y no dudo que el mismo Zar lo habrá leído».
Consta también que el discurso fue leído por Napoleón III y el rey de Prusia, Federico Guillermo IV.
Para más detalles, ver el libro de Schramm Donoso Cortés. Su vida y su pensamiento (Espasa Calpe, Madrid, 1936).
DISCURSO SOBRE EUROPA
Señores:
Retirado de la escena política por causas que mis amigos conocen y que adivinan todos, había pensado no tomar parte hoy en esta discusión ni en ninguna. Si rompo hoy este silencio es por cumplir con un deber, un deber que estimo sagrado, como estimo sagrados todos mis deberes. Sin embargo, señores, el desaliento profundo que ha motivado en mí la resolución de retirarme de la vida pública, este desaliento profundo es hoy mucho mayor que ayer, ayer mucho mayor que el día anterior. Mis tristes pronósticos tenían antes por objeto a la Europa en general; hoy, por desgracia, tienen por objeto también a la nación española. Yo creo, señores, creo con la convicción más profunda, que entramos en un período angustioso; todos los síntomas que lo anuncian se presentan juntos a la vez: la ceguedad de los entendimientos, el encono de los ánimos, las discusiones sin objeto, las contiendas sin motivo; sobre todo, y más que todo esto, y será lo que más extrañe al Congreso, el furor que de todos se apodera por las reformas económicas. Este furor que a todos agita por esta clase de cuestiones no se presenta nunca en primer término sin que sea anuncio seguro de grandes catástrofes y de grandes ruinas.
Encargado, señores, por la Comisión de resumir este largo, importantísimo y tristísimo debate, seré, sin embargo, relativamente breve, y lo seré por varias razones: porque la cuestión viene a mis manos agotada, porque no estoy para hablar ni el Congreso para oírme y porque, descartados los episodios dramáticos, terriblemente dramáticos (1), descartadas las alusiones personales, los ataques dirigidos a los ministros y a que los ministros han contestado; descartados, por último, los movimientos oratorios, apenas quedan que resumir sino tres o cuatro argumentos. En esta discusión, señores, ha habido algunas veces palabras acerbas y duras; yo no seré ni duro ni acerbo; permita el cielo, señores, que antes de entrar en ese camino de perdición se pegue la lengua a mi paladar y se ahogue la voz en mi garganta. (Risas en los bancos progresistas.) El señor San Miguel nos ha dicho que no era partidario de la táctica que consiste en poner a los hombres en contradicción consigo mismos, de ponerlos en contradicción con otros de su mismo partido y de poner en contradicción consigo mismos a los partidos. Yo tampoco adoptaré esta táctica; no hablaré de esas cosas, a que por mi parte no doy importancia ninguna. ¿Cómo extrañaré yo que haya divergencias en casos especiales entre hombres de un mismo partido, cuando desde que nací estoy buscando un hombre que esté de acuerdo consigo propio y no le he encontrado todavía? (¡Muy bien!).
Señores, la naturaleza humana es una naturaleza inarmónica, una naturaleza antitética, una naturaleza contradictoria; el hombre está condenado a llevar al sepulcro la cadena de todas sus contradicciones. Tampoco hablaré de los cambios y mudanzas de los partidos. ¿Cómo, señores, extrañar que los partidos cambien, que los partidos se muden? Pues qué, la vida, la vida humana, como la del universo, ¿no es una perpetua transformación? ¿Qué es la juventud sino una transformación de la infancia? ¿Qué es la vejez sino una transformación de la juventud? ¿Y qué es la muerte misma, para un cristiano, sino una transformación de la vida?
Voy, señores, a entrar en los principales argumentos, nada más que en los principales, con la mayor brevedad que me sea posible; la primera cuestión que voy a tratar es la de la constitucionalidad de las autorizaciones. Esta es cuestión que han tratado todos los oradores que se han levantado para hablar en pro, así como todos los que han hablado en contra. En este asunto hay dos teorías, y nada más que dos: según una teoría, la discusión es un derecho; siendo derecho, puede renunciarse siempre que parezca conveniente y oportuno; y ésta es la teoría monárquica. Hay otra teoría, que es la democrática, la cual consiste en decir: «Toda discusión es una obligación, es un deber», como dice el señor San Miguel; y siendo una obligación, un deber, no puede renunciarse.
Pero los argumentos usados aquí contra la constitucionalidad de las autorizaciones, ni son monárquicos ni son democráticos; no son argumentos de ninguna especie. Porque los señores, así de esos bancos como de aquéllos, que han atacado, el principio de la autorización han concluido por decir: «La discusión es obligación de los diputados.» Y en seguida han dicho: «Pero son lícitas las autorizaciones en algunas circunstancias.» Lo cual es una contradicción. Y para que se vea que lo es reduzcamos estas teorías a tres silogismos. Silogismo monárquico: los derechos pueden renunciarse, y son renunciables por su naturaleza; es así que la discusión es un derecho del Congreso; luego el Congreso puede renunciarlo siempre que quiera. Silogismo democrático: la discusión en el Congreso es una obligación; es así que las obligaciones no son renunciables; luego el Congreso no puede renunciarla nunca. Entiendo la monarquía y la democracia; no entiendo lo que no es ni lo uno ni lo otro. Veamos ahora el silogismo de ambas oposiciones, .y se verá, con sólo presentarle, cuál es su falta de ilación. Es el siguiente: la discusión es una obligación; es así que las obligaciones no pueden renunciarse; luego pueden renunciarse algunas veces. Este es el silogismo de las oposiciones. ¿Y qué quiere decir esto? Quiere decir que las oposiciones con las premisas niegan la monarquía, con las consecuencias niegan la democracia. Son una negación perpetua y están condenadas a la esterilidad, como todas las negaciones. (¡Bien, bien!).
Pero se ha dicho: «Aun cuando las autorizaciones fuesen permitidas en otras cosas, no pueden serlo ni deben serlo en la cuestión de presupuestos.» Y ¿por qué; señores? Yo concibo este argumento en una escuela; le concibo en una escuela que crea que las asambleas no se han hecho sino para discutir los presupuestos y que los presupuestos sólo se hacen para discutirlos en las asambleas. Pero los que adaptan la monarquía constitucional tal como se halla, entre nosotros y en el resto de Europa tienen que reconocer que los diputados de la nación, que vienen aquí a discutir y votar, tienen el mismo derecho para discutir todas las leyes que aquí se les presenten, sean de presupuestos, sean políticas, sean económicas, ya sean, hasta cierto punto, religiosas. Por consiguiente, siendo uno mismo el derecho y una misma la obligación, unos mismos principios deben aplicarse a la discusión de todas. Uno de los señores que se sientan en esos bancos hizo una pregunta a que no se ha contestado todavía de la manera que yo quisiera se hiciese. Dijo: «Si esas autorizaciones no cesan, los presupuestos no se discutirán jamás; ¿hay aquí algún diputado que se atreva a decir que no deben discutirse?» Yo me hago cargo de esta pregunta y voy a dar la respuesta; pero necesito decir antes una cosa. El señor diputado a quien aludo, nos dice, con la estadística en la mano, que aquí la discusión de presupuestos habría durado ordinariamente cinco o seis meses.
Pues bien: esto supuesto, hago yo la pregunta siguiente: ¿Las Cortes tienen o no derecho para discutir otras leyes que no sean presupuestos? ¿Sí o no? Si se me dice que no tienen derecho para discutir otras leyes, yo diré: entonces os salís de las instituciones; entonces caéis en una escuela semiabsolutista y semidemocrática, nacida en nuestros días, la cual consiste en poner en un solo punto, en conceder a un solo hombre, con el título de Presidente del Consejo de Ministros, todos los poderes de la sociedad, hasta el poder absoluto; en localizar en este hombre la tiranía y, al mismo tiempo, localizar la democracia en una Asamblea que no tiene poder ninguno, sino el de matar al tirano con una puñalada negándole los subsidios. Esta es la teoría semiabsolutista y semidemocrática, que ha nacido poco ha en la República francesa. Pues bien, señores: si se me dice, por el contrario, que las Cortes tienen derecho de discutir todas las leyes, como tienen derecho de discutir los presupuestos, haré entonces otra pregunta: ¿Creen los señores diputados que las Cortes deben ser permanentes o que debe haber intermitencias en sus sesiones? Si se me dice que las Cortes deben ser permanentes, yo respondo: os salís del espíritu de nuestras instituciones, porque las Cortes constitucionales no son permanentes nunca; son permanentes las Cortes republicanas. ¿Decís que no deben ser permanentes? ¿Que debe haber intermitencia? Pues entonces queréis un imposible, porque imposible es la discusión de los presupuestos, que dura seis meses, y que sobre esta discusión vengan las demás discusiones que interesan al Estado. Por consiguiente, os colocáis entre dos escollos. Así, pues, yo respondo ahora, después de hacer esta pregunta, a la pregunta que se me dirige: sí, deben discutirse los presupuestos, pero no pueden discutirse en la forma que queréis.
Pero voy, señores, a la gran cuestión, porque en todos los asuntos que se ventilan en los Congresos y en cualquiera otra parte hay muchas cuestiones, pero una sola es la verdadera, y voy a la verdadera cuestión. La verdadera cuestión es la cuestión económica, considerada políticamente. Considerada así, tengo que combatir tres gravísimos errores en que han incurrido todos: la oposición progresista, la oposición conservadora, el Ministerio hasta cierto punto, y hasta cierto punto la opinión pública. Yo, señores, que ataco el error allí, donde le encuentro, le atacaré donde le he encontrado. Ved aquí los tres que caracterizo de errores y que combato. Primeramente: las cuestiones económicas son de suyo las más importantes. Segundo error: ha llegado el tiempo de que en España se dé a esas cuestiones la importancia que en sí tienen. Tercer error: las reformas económicas son cosas no solamente posibles, sino fáciles. En estos tres errores han incurrido todos; yo me he levantado aquí únicamente para combatir a todos en este terreno, para combatir contra estos errores.
En apoyo de la primera de estas tres proposiciones se ha acudido aquí a la autoridad de los hombres de Estado. Si se habla de los hombres de Estado que ahora se estilan, no lo niego; pero si se habla de aquellos hombres de colosal estatura que con el nombre de fundadores de imperios, de civilizadores de monarquías, de civilizadores de pueblos, han recibido un encargo providencial con diversos títulos, en diversas épocas y con diversos fines; si se trata de esos hombres inmortales, que son como el patrimonio y la gloria de las generaciones humanas; si se trata, por decirlo de una vez, de esa dinastía magnífica, cuya línea arranca en Moisés y acaba en Napoleón, pasando por Carlomagno; si se trata de esos hombres inmortales, yo lo niego absolutamente; yo lo niego. Ningún hombre que ha alcanzado la inmortalidad ha fundado su gloria en la verdad económica; todos han fundado las naciones sobre la base de la verdad social, sobre la base de la verdad religiosa. Y esto no es decir (pues yo preveo los argumentos y salgo delante de ellos), no es decir que yo crea que los Gobiernos hayan de descuidar la cuestión económica; que yo crea que los pueblos hayan de ser mal administrados. Señores, ¿tan falto estoy de razón, tan falto de corazón, que pueda dejarme llevar de semejante extravío? No digo eso; pero digo que cada cuestión debe estar en su lugar, y el lugar de esas cuestiones es el tercero o cuarto, no el primero; eso digo.
Se ha dicho que traer aquí esas cuestiones era el medio de vencer al socialismo. ¡Ah, señores, el medio de vencer al socialismo! Pues, ¿qué es el socialismo sino una secta económica? El socialismo es hijo de la economía política, como el viborezno es hijo de la víbora, que, nacido apenas, devora a su propia madre. Entrad en esas cuestiones económicas, ponedlas en primer término, y yo os anuncio que antes de dos años tendréis todas las cuestiones socialistas en el Parlamento y en las calles. ¿Se quiere combatir al socialismo? Al socialismo no se le combate; y esta opinión, de que antes se hubieran reído los espíritus fuertes, no causa risa ya en la Europa ni en el mundo; si se quiere combatir al socialismo es preciso acudir a aquella religión que enseña la caridad a los ricos, a los pobres la paciencia; que enseña a los pobres a ser resignados y a los ricos a ser misericordiosos. (Aplausos. ¡Bien, bien!).
Voy, señores, al segundo error, que consiste en afirmar que ha llegado ya el día para nosotros de tratar esas cuestiones con toda la importancia que en sí tienen. Señores, esta idea nació en el verano último. Vencida la revolución social en las calles de Madrid, resuelta la cuestión dinástica en los campos catalanes, la opinión pública, ciega entonces, porque es ciega casi siempre; ciega aquí, porque es ciega en todas partes, la opinión pública creyó que estábamos tan seguros de la vida que podíamos cuidar exclusivamente de la hacienda. Se equivocó grandemente. Entonces el error, sin embargo, era disculpable; hoy no lo es ni en la opinión pública, ni en el Gobierno, ni en la oposición conservadora. ¿Quién se atreve hoy a decir que estamos seguros? ¿Quién no ve el nublado en el oscuro horizonte?
Ahora bien: si estamos tan vacilantes hoy, ¿cómo es posible que estuviéramos ayer tan firmes? Y si ayer estábamos firmes, ¿cómo es que estamos hoy tan vacilantes? La verdad, señores, yo la diré. La verdad es que no estamos hoy tan firmes porque no lo estuvimos ayer, y que no lo estuvimos ayer porque desde la revolución de febrero no lo hemos estado nunca. Desde esa revolución, de recordación tremenda, nada hay firme, nada hay seguro en Europa. España es la más firme, señores, y ya veis lo que es España; este Congreso es el mejor, y ya veis lo que es este Congreso. (Risas.) España, señores, es en Europa lo que un oasis en el desierto del Sáhara. Yo he conversado con los sabios y sé cuán poco vale en estas circunstancias la sabiduría; he conversado con los valientes y sé cuán poco valen en estas circunstancias el valor; he conversado con los hombres prudentísimos y sé cuán flaca es en estos momentos la prudencia. Ved, señores, el estado de la Europa. Todos los hombres de Estado no parece sino que han perdido el don del consejo; la razón humana padece eclipses; las instituciones, vaivenes, y las naciones grandes, súbitas decadencias; tended, señores, tended conmigo la vista por la Europa desde Polonia hasta Portugal; decidme, con la mano puesta sobre el corazón, decidme de buena fe si encontráis una sola sociedad que pueda decir: estoy firme en mis cimientos; decidme si encontráis un solo cimiento que pueda decir: estoy firme sobre mí mismo.
Y no se diga, señores, que la revolución ha sido vencida en España, que ha sido vencida en Italia, que ha sido vencida en Francia y que ha sido vencida en Hungría; no, señores; esto no es la verdad. La verdad es que, reconcentradas todas las fuerzas sociales con una suprema concentración, que exaltadas con una exaltación suprema, han bastado apenas, y no han hecho más que bastar apenas, para contener el monstruo.
Desde aquí no se conocen los progresos del socialismo sino en Francia. Pues bien: sabed que el socialismo tiene tres grandes teatros. En la Francia están los discípulos, y nada más que los discípulos; en la Italia están los seides; y nada más que los seides; en la Alemania están los pontífices y los maestros. La verdad es, señores, que, a pesar de esas victorias, que nada tienen de victorias sino el nombre, la pavorosa esfinge está delante de vuestros ojos, sin que haya habido hasta ahora un Edipo que sepa descifrar ese enigma. La verdad es que el tremendo problema está en pie, y la Europa no sabe ni puede resolverlo. Esta es la verdad. Todo anuncia, todo, para el hombre que tiene buena razón, buen sentido e ingenio penetrante, todo anuncia, señores, una crisis próxima y funesta; todo anuncia un cataclismo como no le han visto los hombres. Y si no, señores, pensad en estos síntomas que no se presentan nunca, y sobre todo qué no se presentan nunca reunidos, sin que detrás vengan pavorosas catástrofes. Hoy día, señores, en Europa todos los caminos, hasta los más opuestos, conducen a la perdición. Unos se pierden por ceder, otros se pierden por resistir. Donde la debilidad ha de ser la muerte, allí hay príncipes débiles; donde la ambición ha de causar la ruina, allí hay príncipes ambiciosos; donde el talento mismo, señores, ha de ser causa de perdición; allí pone Dios príncipes entendidos.
Y lo que sucede con los príncipes sucede con las ideas. Todas las ideas, las más asquerosas como las más magníficas, producen los mismos resultados. Y si no, señores, poned los ojos en París y ponedlos en Venecia, y ved el resultado de la idea demagógica y de la idea magnífica de la independencia italiana. Y lo que sucede con los príncipes y lo que sucede con las ideas, eso sucede con los hombres.
Señores, donde un solo hombre bastaría para salvar a la sociedad, este hambre no existe; y si existe, Dios disuelve para él un poco de veneno en los aires. Por el contrario, cuando un solo hombre puede perder la sociedad, ese hombre se presenta, ese hombre es llevado en las palmas de las gentes, ese hombre encuentra llanos todos los caminos. Si queréis ver, señores, el contraste, poned los ojos en la tumba del mariscal Bugeaud y en el trono de Mazzini (2). Y lo que sucede con los príncipes, y lo que sucede con las ideas, y lo que sucede con los hombres, eso sucede con los partidos.
Y aquí, señores, porque esto tiene una aplicación más inmediata a nosotros, llamo vuestra atención. En donde la salvación de la sociedad consiste en la disolución de todos los partidos antiguos y en la formación de uno nuevo, compuesto de todos los demás, allí, señores, los partidos se empeñan en no disolverse y no se disuelven. Eso es lo que sucede en Francia: la salvación de Francia, señores, sería la disolución del partido bonapartista, la disolución del partido legitimista, la disolución del partido orleanista y la formación de un solo partido monárquico. Pues bien: allí donde la disolución de los partidos produce la salvación de la sociedad, los bonapartistas piensan en Bonaparte, los orleanistas en el conde de París, los legitimistas en Enrique V; y al revés, en donde la salvación de la sociedad consistiría, en que los partidos conservaran sus antiguas banderas, en que no desgarraran su seno, para que todos sus individuos pudieran combatir juntos en grandes y nobles combates, en donde esto era necesario para la salvación de la sociedad, como en España, aquí, señores, los partidos se disuelven.
Y, señores, para este mal no son remedio esencial las reformas económicas; no es remedio la caída de un Gobierno y la suplantación de otro Gobierno. El error fundamental en esta materia consiste en creer que los males que Europa padece nacen de los Gobiernos. Yo no negaré la influencia del Gobierno sobre los gobernados. ¿Cómo la he de negar? ¿Quién la ha negado nunca? Pero el mal es mucho más hondo, el mal es mucho más grave. El mal no está en los gobiernos, el mal está en los gobernados, el mal está en que los gobernados han llegado a ser ingobernables. (Risas. ¡Bien, bien!).
Señores, la verdadera causa del mal hondo y profundo que aqueja a la Europa está en que ha desaparecido la idea de la autoridad divina y de la autoridad humana. Ese es el mal que aqueja a la Europa, ése es el mal que aqueja a la sociedad, ése es el mal que aqueja al mundo; y por eso, señores, son los pueblos ingobernables. Esto sirve para explicar un fenómeno que no he oído explicar a nadie, y que, sin embargo, tiene una explicación satisfactoria.
Todos los que han viajado por Francia convienen en decir que no se encuentra un francés que sea republicano. Yo mismo puedo dar testimonio de esta verdad porque he atravesado la Francia. Pero se pregunta: si no hay en Francia republicanos, ¿cómo es que la República subsiste? Y nadie da la razón; yo la daré. La República subsiste en Francia, y digo más, la República subsistirá en Francia, porque la República es la forma necesaria de gobierno en los pueblos que son ingobernables.
En los pueblos que son ingobernables, el Gobierno toma necesariamente las formas republicanas. He ahí por qué la República subsiste y subsistirá en Francia. Importa poco que esté, como lo está, combatida por las voluntades de los hombres si está sostenida, como lo está, por la fuerza misma de las cosas. Esta es la explicación de la duración de la República francesa.
Al oírme hablar a un tiempo mismo de la autoridad divina y de la autoridad humana se me dirá acaso: ¿Qué tienen que ver las cuestiones políticas con las cuestiones religiosas?
Señores, yo no sé si hay aquí algún señor diputado que no crea que hay relación entre las cosas religiosas y las políticas; pero si hay alguno, voy a demostrar su relación necesaria, de una manera tal, que la vea por sus propios ojos y que la toque con sus propias manos. (Movimiento de atención.)
Señores, la civilización tiene dos fases: una que yo llamaré afirmativa, porque en ella la civilización descansa en afirmaciones; que ye llamaré también de progreso, porque esas afirmaciones en que descansa son verdades, y, finalmente, que yo llamaré católica, porque el catolicismo es el que abarca en toda su plenitud todas esas verdades y todas esas afirmaciones. Al contrario, hay otra faz de la civilización, que yo llamaré negativa, porque reposa exclusivamente en negaciones; que yo llamaré decadencia, porque esas negaciones son errores, y que yo llamaré revolucionaria, porque esos errores se convierten al fin en revoluciones que transforman los Estados.
Pues bien, señores, ¿cuáles son las tres afirmaciones de esta civilización, que yo llamo afirmativas, de progreso y católicas? Las tres afirmaciones son las siguientes: en el orden religioso se afirma que existe un Dios personal. (Rumores y risas en la tribuna y en la izquierda, La mayoría, indignada, reclama el orden.)
EL SEÑOR PRESIDENTE ¡Orden, señores!
El SEÑOR MARQUÉS DE VALDEGAMAS: Hay tres afirmaciones entre otras. Primera afirmación: existe un Dios, y ese Dios está en todas partes. Segunda afirmación: ese Dios personal, que está en todas partes, reina en el cielo y en la tierra. Tercera afirmación: este Dios, que reina en el cielo y en la tierra, gobierna absolutamente las cosas divinas y humanas.
Pues bien, señores: en donde hay estas tres afirmaciones en el orden religioso, hay también estas otras tres afirmaciones en el orden político: hay un rey que está en todas partes por medio de sus agentes; ese rey que está en todas partes reina sobre sus súbditos, y ese rey que reina sobre sus súbditos gobierna a sus súbditos. De modo que la afirmación política no es más que la consecuencia de la afirmación religiosa. Las instituciones políticas en que se simbolizan estas tres afirmaciones son dos: las monarquías absolutas y las monarquías constitucionales, como las entienden los moderados de todos los países, porque ningún partido moderado ha negado nunca al rey, ni la existencia, ni el reinado, ni la gobernación. Por consiguiente, la monarquía constitucional entra en los mismos títulos que la monarquía absoluta a simbolizar esas tres afirmaciones políticas, que son el eco, digámoslo así, de las tres afirmaciones religiosas.
Señores, en estas tres afirmaciones concluye el período de la civilización que yo he llamado afirmativo; que yo he llamado de progreso, que yo he llamado católico. Ahora entramos, señores, en el segundo período, que yo he llamado negativo, que yo he llamado revolucionario. En ese segundo período hay tres negaciones, correspondientes a las tres afirmaciones primeras. Primera negación, o como yo la llamaré, negación de primer grado en el orden religioso: Dios existe, Dios reina; pero Dios está tan alto que no puede gobernar las cosas humanas. Esta es la primera negación, la negación de primer grado, en este período negativo de la civilización, y a esta negación de la providencia de Dios, ¿qué corresponde en el orden político? En el orden político sale el partido progresista respondiendo al deísta, que niega la Providencia, y dice: «El rey existe, el rey reina; pero no gobierna.» Así, señores, la monarquía constitucional progresista pertenece a la civilización negativa en primer grado.
Segunda negación: el deísta niega la Providencia; los partidarios de la monarquía constitucional, según los progresistas la entienden, niegan la gobernación; pues ahora viene en el orden religioso el panteísta, y dice: «Dios existe, pero Dios no tiene existencia personal; Dios no es persona, y como no es persona, ni gobierna ni reina; Dios es todo lo que vemos; es todo lo que vive, es todo lo que se mueve; Dios es la humanidad.» Esto dice el panteísta; de manera que el panteísta niega la existencia personal, aunque no la existencia absoluta; niega el reinado y la Providencia.
En seguida, señores, viene el republicano y. dice: «El poder existe; pero el poder no es persona, ni reina ni gobierna; el poder es todo lo que vive, todo lo que existe, todo lo que se mueve; luego es la muchedumbre, luego no hay más medio de gobierno que el sufragio universal, ni más gobierno que la república.»
Así, señores, el panteísmo en el orden religioso corresponde al republicanismo en el orden político. Después viene otra negación, que es la última; en punto a negaciones no hay más allá. Detrás del deísta, detrás del panteísta viene el ateo y dice: «Dios ni reina, ni gobierna, ni es persona, ni es muchedumbre; no existe» Y sale Proudhon, señores, y dice: «No hay gobierno.» (Risas y aplausos.) Así, señores, una negación llama a otra negación, como un abismo llama a otro abismo. Más allá de esa negación, que es el abismo, no hay nada, no hay nada sino tinieblas, y tinieblas palpables.
Ahora bien, señores: ¿sabéis cuál es el estado de Europa? Toda Europa va entrando en la segunda negación y camina hacia la tercera, que es la última; no lo olvidéis. Si se quiere que concrete algo más esta cuestión de los peligros que corren las sociedades, la concretaré, aunque con cierta prudencia. Todos saben cuál es mi posición oficial; yo no puedo hablar de la Europa sin hablar de la Alemania; no puedo hablar de la Alemania sin hablar de la Prusia, que la representa; no puedo hablar de la Prusia sin hablar de su rey, a quien, señores, sea dicho de paso, puede llamarse por sus cualidades eminentes el augusto germánico. El Congreso me perdonará que al entrar en esta cuestión, por lo que toca a Europa, guarde cierta reserva, y por lo que toca a Prusia guarde una reserva casi absoluta; pero diré, sin embargo, lo bastante para manifestar cuáles son mis ideas concretas sobre los peligros concretos también que amenazan a la Europa.
Señores, aquí se ha hablado del peligro que corre la Europa por parte de la Rusia, y yo creo que por ahora y por mucho tiempo puedo tranquilizar al Congreso, asegurándole que por parte de la Rusia no puede temer el menor peligro.
Señores, la influencia que la Rusia ejercía en Europa la ejercía por medio de la Confederación germánica. La Confederación alemana se hizo en contra de París, que era la ciudad revolucionaria, la ciudad maldita, y en favor de Petersburgo, que era entonces la ciudad santa, la ciudad del gobierno, la ciudad de las tradiciones restauradoras. ¿Qué resultó de aquí? Que la Confederación no fue un imperio como pudo serlo entonces; y no fue un imperio, porque a la Rusia no le podía acomodar nunca tener en frente de sí un imperio alemán y tener reunidos a todas las razas alemanas; así es que la Confederación se compuso de principados microscópicos y de dos grandes monarquías. ¿Qué era lo que le convenía en el caso de una guerra con la Francia? Lo que le convenía a Rusia era que estas monarquías fuesen absolutas; y estas dos monarquías fueron absolutas. Y véase, señores, cómo sucedió que la influencia de la Rusia, desde la Confederación alemana hasta la revolución de febrero, se ha extendido desde Petersburgo hasta París. Pero, señores, desde la revolución de febrero todas las cosas han mudado de semblante; el huracán revolucionario ha echado abajo los tronos, ha empolvado las coronas, ha humillado a los reyes; la Confederación germánica no existe; la Alemania hoy día no es más que un caos. Es decir, señores, que a la influencia de la Rusia, que se extendía, como dije, desde Petersburgo a París, ha sucedido ahora la influencia demagógica de París, que se extiende hasta Polonia.
Pues ved aquí la diferencia: la Rusia contaba con dos, aliados poderosos: la Austria .y la Prusia; hoy es sabido que no puede contar más que con la Austria; pero la Austria tiene que luchar y reluchar todos los días contra el espíritu demagógico, que existe allí como en todas partes; contra el espíritu de raza, que existe allí más que en otra parte alguna, y, finalmente, tiene que reservar todas sus fuerzas para una lucha posible con la Prusia. Resulta, pues, señores, que neutralizada la Austria, no contando la Rusia con la Confederación germánica, no puede contar en el día más que con sus propias fuerzas. ¿Y sabe el Congreso cuantas son las fuerzas de que ha dispuesto la Rusia para las guerras ofensivas? Nunca, ha llegado a 300.000 hombres. ¿Y sabe el Congreso con quiénes tienen que luchar esos 300.000 hombres? Tienen que luchar con todas las razas alemanas, representadas por la Prusia; tienen que luchar con todas las razas latinas, representadas por la Francia; tienen que luchar con la nobilísima y poderosísima raza anglosajona, representada por la Inglaterra. Esa lucha, señores, sería insensata; sería absurda por parte de la Rusia; en el caso de una guerra general, el resultado cierto, infalible, sería que la Rusia dejase de ser una potencia europea para no ser más que una potencia asiática. Y véase aquí por qué la Rusia rehúye la guerra, y véase aquí por qué la Inglaterra quiere la guerra; y la guerra, señores, hubiera estallado si no hubiera sido por la debilidad crónica de la Francia, que no quiso seguir en esto a la Inglaterra; si no hubiese sido por la prudencia austríaca y si no hubiese sido por la sagacísima prudencia de la diplomacia rusa. Por esto, señores, porque la Rusia no ha querido, porque no ha podido querer la guerra, es por lo que la guerra no ha estallado con motivo de la cuestión de los refugiados en Turquía.
No se crea por esto, sin embargo, que yo soy de opinión que nada tiene que temer la Europa de la Rusia; creo todo lo contrario; pero creo que para que la Rusia acepte una guerra general, que para que la Rusia se apodere de la Europa, son necesarios antes estos tres acontecimientos que voy a decir, todos los cuales, adviértase esto, señores, son no sólo posibles, sino también probables.
Se necesita: primero, que la revolución, después de haber disuelto la sociedad, disuelva a los ejércitos permanentes; segundo, que el socialismo, despojando a los propietarios, extinga el patriotismo; porque un propietario despojado no es patriota, no puede serlo; cuando la cuestión viene planteada de esa manera suprema y congojosa, no hay patriotismo en el hombre; tercero, el acabamiento de la empresa de la confederación poderosa de todos los pueblos eslavones bajo la influencia y el protectorado de la Rusia. Las naciones eslavas cuentan, señores, 80 millones de habitantes. Ahora bien; cuando en la Europa no haya ejércitos permanentes, habiendo sido disueltos por la revolución; cuando en la Europa no haya patriotismo, habiéndose extinguido por las revoluciones socialistas; cuando en el oriente de Europa se haya verificado la gran confederación de los pueblos eslavones; cuando en el Occidente no haya más que dos grandes ejércitos, el ejército de los despojados y el ejército de los despojadores, entonces, señores, sonará en el reloj de los tiempos la hora de la Rusia; entonces la Rusia podrá pasearse tranquila, arma al brazo, por nuestra Patria; entonces, señores, presenciará el mundo el más grande castigo de que haya memoria en la Historia; ese castigo tremendo será, señores, el castigo de la Inglaterra. De nada le servirán sus naves contra el Imperio colosal que con un brazo cogerá la Europa y con el otro cogerá la India; de nada le servirán sus naves: ese Imperio colosal caerá postrado, hecho pedazos, y su lúgubre estertor y su penetrante quejido resonará en los polos.
No creáis, señores, no creáis que las catástrofes acaban ahí; las razas eslavonas no son a los pueblos de Occidente lo que eran las razas alemanas al pueblo romano; no, las razas eslavonas están hace mucho tiempo en contacto con la civilización, son razas semicivilizadas; la administración rusa es tan corrompida como la administración más civilizada en Europa, y la aristocracia rusa tan civilizada como la aristocracia más corrompida de todas. Ahora bien, señores: puesta la Rusia en medio de la Europa conquistada y prosternada a sus pies, ella misma absorberá por todas sus venas la civilización que ha bebido y que la mata. La Rusia no tardará en caer en putrefacción; entonces, señores, no sé yo cuál será el cauterio universal que tenga Dios preparado para aquella universal podredumbre. Contra esto, señores, no hay más que un remedio, no hay más que uno: el nudo del porvenir está en Inglaterra; en primer lugar, señores, la raza anglosajona es la más generosa, la más noble y la más esforzada del mundo; en segundo lugar, la raza anglosajona es la que menos expuesta está al ímpetu de las revoluciones; yo creo más fácil una revolución en San Petersburgo que en Londres. ¿Qué le falta a la Inglaterra para impedir la conquista inevitable de toda la Europa por la Rusia? ¿Qué le falta?
Lo que le falta es evitar lo que la perdería: la disolución de los ejércitos permanentes por medio de la revolución; es evitar en Europa el despojo por medio del socialismo; es decir, señores, la que le falta es tener una política exterior, monárquica y conservadora; pero aun esto no sería más que un paliativo; la Inglaterra, siendo monárquica, siendo conservadora, puede impedir la disolución de la sociedad europea hasta cierto punto y por cierto tiempo; porque la Inglaterra no es bastante poderosa, no es bastante fuerte para anular, y era necesario anular la fuerza disolvente de las doctrinas propagadas por el mundo; para que al paliativo se añadiera el remedio, era necesario, señores, que la Inglaterra, además de conservadora y monárquica, fuera católica; y lo digo, señores, porque el remedio radical contra la revolución y el socialismo no es más que el catolicismo, porque el catolicismo es la única doctrina que es su contradicción absoluta. ¿Qué es, señores, el catolicismo? Es sabiduría y humildad. ¿Qué es el socialismo, señores? Es orgullo y barbarie; el socialismo, señores, como el rey babilónico, es rey y bestia al mismo tiempo. (Risas y grandes aplausos.)
Señores, el Congreso habrá extrañado que, al hablar yo de los peligros que amenazan a la sociedad y al mundo, no haya hablado de la nación francesa. Señores, hay una causa para esto; la Francia era poco hace una gran nación; hoy día, señores, no es ni una nación siquiera: es el club central de la Europa. (¡Bien, bien!)
Así, señores, queda demostrado: primero, que las cuestiones económicas no son, ni deben ser, ni pueden ser las más importantes de todas; segundo, que no ha llegado aquel estado de tranquilidad y de seguridad en que podamos dedicarnos a ellas exclusivamente. Voy, señores, ahora a combatir el tercero y último error, que consiste en afirmar que las economías son no solamente posibles, sino fáciles.
Señores, el Congreso me permitirá que ahora, como antes, diga la verdad, nada más que la verdad; pero toda, la verdad con la franqueza y la buena fe que me caracteriza. No habrá ningún señor diputado que ponga en duda este axioma: que los Gobiernos, aun aquellos que mayores ventajas ofrecen, ofrecen a vuelta de esas ventajas algunos inconvenientes; y al revés, que aun los Gobiernos que presentan mayores inconvenientes, a vuelta de esos mismos inconvenientes, ofrecen también algunas ventajas; y, por último, que no hay Gobiernos inmortales.
En este sitio yo puedo hablar con toda libertad de las ventajas y de los inconvenientes y hasta de la muerte de los Gobiernos, porque todos tienen sus inconvenientes, sus ventajas, y todos mueren.
Pues bien, señores: yo digo que a vuelta de los gravísimos inconvenientes que tienen los Gobiernos absolutos, tienen una gran ventaja, y es que son Gobiernos relativamente baratos; y yo digo que, a vuelta de las grandes ventajas que tienen los Gobiernos constitucionales, tienen un gravísimo inconveniente, y es que son carísimos. No conozco ninguno más caro sino el republicano. Y arguyendo por analogía, es fácil prever la suerte de cada uno de estos Gobiernos. Yo digo, señores, que lo más probable es que todos los Gobiernos absolutos, en donde existan, perecerán por la discusión; que todos los Gobiernos constitucionales, en donde existan, perecerán por la bancarrota. Esta es mi convicción íntima, señores; yo hago a los señores diputados depositarios de mis convicciones. Hay un solo medio, señores, de hacer reformas y grandes reformas económicas: ese solo medio es el licenciamiento o el casi licenciamiento de los ejércitos permanentes. Esto, señores, podría librar a los Gobiernos por algún tiempo de la bancarrota; pero ese licenciamiento sería la bancarrota de la Sociedad entera; porque, señores, y aquí llamo vuestra atención, los ejércitos permanentes son hoy los únicos que impiden que la civilización vaya a perderse en la barbarie; hoy día, señores, presenciamos un espectáculo nuevo en la historia, nuevo en el mundo: ¿cuándo, señores, cuándo ha visto el mundo, sino hoy, que se vaya a la civilización por las armas y a la barbarie per las ideas? Pues esto es lo que está viendo el mundo en la hora en que estoy hablando. (Aplausos.)
Este fenómeno, señores, es tan grave, es tan peregrino, que exige alguna explicación por mi parte. Toda civilización verdadera viene del cristianismo. Es esto tan cierto, que la civilización toda se ha reconcentrado en la zona cristiana; fuera de esa zona no hay civilización, todo es barbarie; y es esto tan cierto, que antes del cristianismo no ha habido pueblos civilizados en el mundo, ni uno siquiera.
Ninguno, señores; digo que no ha habido pueblos civilizados, porque el puebla romano y el pueblo griego no fueron pueblos civilizados; fueron pueblos cultos, que es cosa muy diferente. La cultura es el barniz, y nada más que el barniz de las civilizaciones. El cristianismo civiliza al mundo haciendo estas tres cosas: ha civilizado al mundo haciendo de la autoridad una cosa inviolable, haciendo de la obediencia una cosa santa, haciendo de la abnegación y del sacrificio, o, por mejor decir, de la caridad, una cosa divina. De esa manera el cristianismo ha civilizado a las naciones. Ahora bien (y aquí está la solución de ese gran problema), ahora bien: las ideas de la inviolabilidad de la autoridad, de la santidad, de la obediencia y de la divinidad del sacrificio, esas ideas no están hoy en la sociedad civil: están en los templos donde se adora al Dios justiciero y misericordioso, y en los campamentos donde se adora al Dios fuerte, al Dios de las batallas, bajo los símbolos de la gloria. Por eso, porque la Iglesia y la milicia san las únicas que conservan íntegras las nociones de la inviolabilidad de la autoridad, de la santidad de la obediencia y de la divinidad de la caridad; por eso son hoy los dos representantes de la civilización europea.
No sé, señores, si habrá llamado vuestra atención, como ha llamado la mía, la semejanza, cuasi la identidad entre las dos personas que parecen más distintas y más contrarias: la semejanza entre el sacerdote y el soldado; ni el uno ni el otro viven para sí, ni el uno ni el otro viven para su familia; para el uno y para el otro, en el sacrificio, en la abnegación está la gloria. El encargo del soldado es velar por la independencia de la sociedad civil. El encargo del sacerdote es velar por la independencia de la sociedad religiosa. El deber del sacerdote es morir, dar la vida, como el buen pastor, por sus ovejas. El deber del soldado, como buen hermano, es dar la vida por sus hermanos. Si consideráis la aspereza de la vida sacerdotal, el sacerdocio os parecerá, y lo es, en efecto, una verdadera milicia. Si consideráis la santidad del ministerio militar, la milicia cuasi os parecerá un verdadero sacerdocio. ¿Qué sería del mundo, qué sería de la civilización, qué sería de la Europa si no hubiera sacerdotes ni soldados? (Aplausos prolongados.) Y en vista de esto, señores, si hay alguno que, después de expuesto lo que acabo de exponer, crea que los ejércitos deben licenciarse, que se levante y lo diga. Si no hay ninguno, señores, yo me río de todas vuestras economías, porque todas vuestras economías son utopías. ¿Sabéis lo que pretendéis hacer cuando queréis salvar la sociedad con vuestras economías sin licenciar el ejército? Pues lo que pretendéis hacer es apagar el incendio de la nación con un vaso de agua. Esto es lo que pretendéis. Queda, pues, demostrado, como me propuse demostrar, que las cuestiones económicas no son las más importantes; que no ha llegado la ocasión de tratarlas aquí exclusivamente, y que las reformas económicas no son fáciles, y, hasta cierto punto, no son posibles.
Y ahora, señores, habiendo algunos oradores dicho al Congreso que votando por esa autorización se vota contra el Gobierno representativo, yo me dirigiré a esos señores diputados y les diré: ¿queréis votar por el Gobierno representativo? Pues votad por la autorización que se os pide por el Gobierno; votadla, porque si los Gobiernos representativos viven de discusiones sabias, mueren por discusiones interminables. Un gran ejemplo os ofrece, señores, la Alemania, si es que la experiencia, si es que los ejemplos han de servir de algo. Tres asambleas constituyentes ha tenido la Alemania a un tiempo mismo: una en Viena, otra en Berlín, otra en Fráncfort. La primera murió por un decreto imperial; un decreto real mató a la segunda, y en cuanto a la Asamblea de Fráncfort, esta Asamblea, compuesta de los sabios más eminentes, de los más grandes patricios, de los filósofos más profundos, ¿qué se hizo de ella? ¿Qué fue de aquella Asamblea? Jamás el mundo vio un senado tan augusto y un fin más lamentable: una aclamación universal le dio vida; un silbido universal le dio muerte.
La Alemania, señores, la alojó como una divinidad en un templo, y esa misma Alemania la dejó morir como una prostituta en una taberna. (Muy bien.)
Esa, señores, es la historia de las Asambleas alemanas. ¿Y sabéis por qué murieron así? Yo os lo diré. Murieron así porque ni dejaron gobernar ni gobernaron; murieran así porque después de más de un año de discusión nada salió, o salió humo sólo, de sus interminables discusiones.
Señores, ellas aspiraron a la dignidad de reinas; Dios las hizo estériles, y las quitó hasta la dignidad de madres. ¡Diputados de la nación, mirad por la vida de las asambleas españolas! Y vosotros, señores de la oposición conservadora, yo os lo pido, mirad también por vuestro porvenir; mirad, señores, por el porvenir de vuestro partido. Juntos hemos combatido siempre; combatamos juntos todavía. Vuestro divorcio es sacrílego; la Patria os pedirá cuenta de él en el día de sus grandes infortunios. Ese día quizá no está lejos; el que no lo vea posible, padece una ceguedad incurable. Si sois belicosos, si queréis combatir aquí, guardad para ese día vuestras armas. No precipitéis, no precipitéis los conflictos. Señores, ¿no le basta a cada hora su pena, a cada día su congoja y a cada mes su trabajo? Cuando llegue ese día de la tribulación, la congoja será tanta, que llamaremos hermanos aun a aquellos que son nuestros adversarios políticos; entonces os arrepentiréis, aunque tarde tal vez, de haber llamado enemigos a los que son vuestros hermanos.
(El orador se sienta en medio de prolongados y repetidos aplausos y de numerosas felicitaciones.)
Notas
(1) Según hace constar Gabino Tejado, refiérese a un duelo librado entre dos diputados. Es probable que aluda al ocurrido entre Bravo Murillo y Ríos Rosas.
(2) El mariscal Bugeaud, uno de los pacificadores de Argelia, y considerado la esperanza de los elementos de orden, murió del cólera en 1849. Mazzini, revolucionario y francmasón italiano, uno de los jefes de la revolución que expulsó de Roma a Pío IX en 1848.
Discurso sobre la situación de España pronunciado el 30 de diciembre de 1850
«Señores:
Los diputados que recuerden los varios discursos que he tenido la honra de pronunciar en los Congresos anteriores sabrán muy bien que, a pesar de que mis doctrinas han sido en algunos, puntos contrarias, en muchos más diferentes, de las que sostienen los señores ministros, he votado con una constancia sin ejemplo con el Ministerio. Esta conducta mía, señores, ha estado fundada en solidísimas razones. En primer lugar, mis doctrinas no se han puesto nunca a votación, y no votándose mis doctrinas he tenido que votar las del Ministerio, menos distantes aún de las mías que las de las oposiciones. En segundo lugar, yo soy un hombre de gobierno, un hombre de gobierno ante todo y sobre todo; y, hombre de gobierno, voto siempre con el Gobierno en caso de duda. En tercero y último lugar, yo creía que podría hacer más en provecho y beneficio de mis propias doctrinas siendo amigo del Ministerio que siendo su adversario.
Hoy las cosas han cambiado enteramente de faz. El Ministerio ha exagerado hasta tal punto su sistema, que en su exageración creo funesto, que estoy en la situación de elegir entre mi conciencia y mi amistad, entre mis propias doctrinas y el Ministerio. El trance, señores, es muy duro; pero la elección no puede ser dudosa; yo haré callar a mi amistad para oír sólo a mi conciencia; yo me alejaré un tanto del Ministerio para quedarme con mis doctrinas.
Yo me propongo, señores, delinear a grandes rasgos el tristísimo cuadro que ofrece la nación bajo los siguientes aspectos: el moral, el político, el rentístico y el económico; y para que todos lo sepan sin necesidad de tenerlo yo que repetir a cada paso, voy a anunciar desde ahora hasta qué punto creo que el Ministerio es responsable de esta triste y dolorosa situación en que nos vemos. A ella hemos venido por varias razones. La situación actual, por una parte, es un efecto de los pasados trastornos; por otra, la situación actual es efecto y resultado del sistema errado de los anteriores ministerios; por otra parte, en fin, la situación actual es el resultado del errado y funesto sistema del Ministerio que hoy preside los destinos de la nación española.
Yo no puedo acusar a los trastornos, porque la revolución me responderá: «Trastornando hago mi oficio.» Yo no puedo acusar de esta situación a los ministerios pasados, porque podrían responderme: «Nosotros hemos estado bajo la presión revolucionaria.» Pero puedo acusar y acuso al Ministerio presente, porque él solo es, entre todos los que han existido desde 1834 acá, el dueño absoluto y soberano de sus propias acciones.
Yo no puedo acusar, yo no acuso al Ministerio de haber creado la situación actual. ¿Cómo podía acusarle de eso? Ella existía antes de que él existiese; pero le acuso porque la conserva; pero le acuso también porque la empeora.
Para exponer estas cosas, aunque brevemente por Io avanzado de la hora, he pedido la palabra. La he pedido también con otro objeto: yo debo hacer aquí mi profesión de fe política, aunque es conocida de todos, en materia de autorizaciones. Yo creo, señores, que el Ministerio puede perder el derecho de vivir, pero no creo que pierda nunca el derecho y el deber, que son un deber y un derecho imprescriptibles, de cobrar las contribuciones.
Yo creo que el Congreso de los señores diputados tiene el derecho de matar, o contribuir a que muera un Ministerio por un voto de censura; pero no tiene el derecho de negarle las contribuciones, por la razón de que no tiene el derecho de matar al Estado.
Esto supuesto, señores, claro está que mi voto contra la autorización no significa que el Ministerio no cobre los impuestos, que el Ministerio no recaude ni distribuya las contribuciones.
Pero sucede a menudo que los votos del Parlamento necesitan un comentario; aquí rara vez sucede que un señor diputado vote lo que quiere, y es más raro todavía que quiera lo que vota. ¿Por qué? Porque los votos son complejos, porque los votos significan cosas muy diferentes y a veces de todo punto contrarias. Esta autorización es algo más de Io que suena, es mucho más de lo que suena; participa de la naturaleza propia de todas las autorizaciones; es un voto de confianza; lo sería de todos modos, lo ha sido aquí y en otros países, sin necesidad de lo que declare el Ministerio; pero hoy día lo es mucho más, y lo saben los señores diputados, después que así lo ha declarado el Ministerio. Pues bien: al dar yo mi voto negativo a esta autorización no me opongo a que el Gobierno cobre los impuestos; digo sólo que el Ministerio (no el Ministerio, que se compone de amigos míos), el sistema del Ministerio no tiene mi confianza.
Señores, ¿en dónde está la disidencia capital (porque yo no puedo hablar sino de disidencias capitales), la disidencia capital entre el sistema del Ministerio y mis doctrinas? Voy a decirlo: consiste cabalmente en aquello en que el Ministerio funda su título de gloria. Consiste en que es un Ministerio que se proclama y que es Ministerio de orden material, Ministerio de intereses materiales.
Y cuenta, señores, que yo no me opongo a los intereses materiales ni al orden material: el orden material es una parte constitutiva, aunque la menor, del orden verdadero: el orden verdadero está en la unión de las inteligencias en lo que es verdad, en la unión de las voluntades en lo que es honesto, en la unión de los espíritus en lo que es justo. El orden verdadero consiste en que se proclamen, su sustenten y se defiendan los verdaderos principios políticos, los verdaderos principios religiosos, los verdaderos principios sociales.
Los intereses materiales, señores, serán, sin duda, y lo son, una cosa buena, excelente; pero no por eso los intereses materiales son los intereses supremos de la sociedad humana; el interés supremo de la sociedad humana consiste en que prevalezcan en ella esos mismos principios religiosos, políticos y sociales. Señores, la salud no consiste sólo en la salud del cuerpo; consiste también en la salud del alma: mens sana in corpore sano. Ese equilibrio entre el orden material y el orden moral, ese equilibrio entre la salud del alma y del cuerpo es lo que constituye la plenitud de la salud en la sociedad como en el hombre. A ese equilibrio se debió, señores, que el siglo de Luis XIV fuese llamado Gran siglo y que Luis XIV fuese llamado el Grande; y grande era, en verdad, el príncipe dichoso que reinaba sobre Bossuet, aquel rey de las inteligencias, y sobre Colbert, rey de la industria.
Cuando este equilibrio se rompe, los imperios comienzan a declinar hasta que desaparecen del todo. Yo quisiera, señores, fijar en vuestros corazones, en vuestra memoria, estos principios, porque interesan demasiado a vuestra Patria.
Dos grandes dinastías hay en Europa: la dinastía borbónica y la dinastía austríaca. La dinastía austríaca conservó vivos entre nosotros los verdaderos principios políticos, religiosos y sociales; y al mismo tiempo que hizo esto tuvo la desgracia de dejar en olvido y abandono los principios económicos, los principios administrativos, los intereses materiales. Pues bien, señores: esto nos explica su vida y su muerte. Pocos ejemplos nos ofrece la Historia de una vida más gloriosa y de una muerte más miserable. ¿Queréis saber hasta dónde pueden llegar los imperios cuando prevalecen en ellos los verdaderos principios sociales, políticos y religiosos? Poned los ojos en Carlos V, el gran Emperador, en aquella águila imperial, de quien ha dicho el más grande de nuestros poetas que
en su vuelo sin segundo,
debajo de sus alas tuvo al mundo.
¿Queréis ver cómo concluyen las razas y las dinastías cuando ponen en olvido los intereses materiales? Poned la vista en el último vástago de esa dinastía generosa; poned la vista en Carlos II, el Rey Mendigo, el Augústulo de su raza.
Volved ahora la vista a la raza borbónica. Enrique IV comienza por ser protestante y por halagar a las católicos, y acaba por ser católico y halagar a los protestantes. Es decir, señores, que la religión era para él un instrumento de dominación, instrumentum regni; ved ahí el modelo de un rey espíritu fuerte. Seguidle después en su vida y en su historia, y le veréis siempre entregado a la idea exclusiva de hacer prosperar materialmente a la Francia, de establecer una buena y sabia administración, de acallar las diferencias de los partidos por medio de transacciones; ocuparse, en una palabra, solamente de la organización administrativa y de los intereses materiales. Pues bien, señores: Enrique IV no es un hombre solo: es la personificación de toda su raza, es la raza borbónica; raza que ha venido al mundo para dos cosas: para hacer a los pueblos industriosos y ricos y para morir a manos de las revoluciones.
¿Quién no admira, señores, estas grandes, estas magníficas consonancias de la Historia? Ved ahí dos razas más enemigas todavía en el campo de las ideas que en los campos de batalla: la raza austríaca pone en olvido los intereses materiales, y muere de hambre; la raza borbónica, los más de sus príncipes por lo menos, aflojan en la conservación intacta y pura de los principios religiosos, sociales y políticos para convertirse en reformistas e industriales, y tropiezan con el espectro de la revolución, que los aguarda para devorarlos unos después de otros, puesto en el límite de sus industrias y de sus reformas.
Pues bien, ministros de Isabel II: yo vengo a pediros que apartéis de vuestra Reina y mi Reina la especie de maldición que pesa sobre su raza.
El tiempo urge, señores, el tiempo urge, porque tiempos más calamitosos de los que pensáis se acercan. Por de pronto, ahora mismo, si es verdad que el árbol se conoce por el fruto, por el fruto habéis de conocer el árbol que habéis plantado: su fruto es fruto de muerte. La política de los intereses materiales ha llegado aquí a la última y más tremenda de todas sus evoluciones: a aquella evolución en virtud de la cual todos dejan de hablar de intereses para hablar del supremo interés de los pueblos decadentes, del interés que se cifra en los goces materiales. Esto explica las ambiciones impacientes de que se ha hablado aquí con sobrada razón.
Nadie está bien donde está; todos aspiran a subir, y a subir no para subir, sino para gozar. No hay español ninguno que no crea oír aquella voz fatídica que oía Mácbeth y le decía: «Mácbeth, Mácbeth, serás rey.» El que es elector oye una voz que le dice: «Elector, serás diputado.» El diputado oye una voz que le dice: «Diputado, serás ministro.» El ministro oye una voz que le dice: «Serás…», yo no sé qué, señores.
¿Arroyo, en qué ha de parar
tanto anhelar y subir,
tú por ser Guadalquivir,
Guadalquivir por ser mar?
Yo sé, señores, adónde esto va a parar o, por mejor decir, adónde ha ido a parar; ha ido a parar a la corrupción espantosa que todos presenciamos, que vemos todos; porque el hecho hoy dominante en la sociedad española es esa corrupción que está en la médula de nuestros huesos. «Corrupción que no se cura con industrias ni con reformas; se cura con la restauración de las grandes instituciones católicas, que la revolución ha echado por el suelo y que os toca levantar a vosotros. El personaje más corrompido y más corruptor de esta sociedad es la clase media, que nosotros representamos, señores; en esta clase hay voces de alabanza para todos los fuertes; de ahí salieron aquellas grandes voces que decían a la Milicia Nacional: Eres benemérita; y después a la Constitución de Cádiz: Eres sacrosanta; y luego al duque de la Victoria: Eres heroico; y ahora al duque de Valencia: Eres invicto.
La idolatría parece ser la religión natural de todas las muchedumbres, señaladamente de aquellas que han sido corrompidas por las revoluciones; en España lo han sido tanto, señores, yo apelo a vuestras conciencias, que» la corrupción está en todas partes; nos entra por todos los poros; está en la atmósfera que nos envuelve, está en el aire que respiramos. Los agentes más poderosos de la corrupción han sido siempre los agentes primeros del Gobierno; en las provincias, éstos han sido los agentes más activos de la corrupción, los compradores y vendedores de las conciencias. ¿Quién no ha visto lo que ha pasado en España desde que estalló la revolución hasta hoy? Cuando los Gobiernos han sido débiles, sus principales agentes se han pasado en tropel hasta los reales de la insurrección victoriosa; cuando los Gobiernos son fuertes o cuando se cree que lo son, entonces, para sacar airoso al Gobierno, atropellan todo cuanto se les pone por delante.
Recordad si no, señores, los pasados pronunciamientos. Todavía me figuro ver pasar delante de mis ojos aquella procesión de generales y jefes políticos con las manos llenas de incienso para quemarlo en los altares de las juntas revolucionarias. Pues volved los ojos hacia lo que pasa ahora. Pensad en alguno de los escándalos, que son públicos y notorios, ocurridos en las últimas elecciones. No los creáis a unos ni a otros cuando se llaman enemigos; no son enemigos: son hermanos los de las elecciones y los de los pronunciamientos. Dios ha puesto en todos las mismas inclinaciones y hasta la misma fisonomía; todos han hecho el juramento heroico de sacrificarse por el vencedor; todos han hecho pacto con la fortuna; todos son amigos de la victoria; todos son adoradores del sol; todos miran al Oriente.
«Tan triste es, señores, y tan vasto el cuadro de esta corrupción universal. Si queréis subir conmigo hasta el origen misterioso de este síntoma de muerte, le hallaréis, por una parte, en la decadencia del principio religioso y, por otra, en el desarrollo del principio electivo. El principio electivo es cosa de suyo tan corruptora, que todas las sociedades civiles, así antiguas como modernas, en que ha prevalecido han muerto gangrenadas; el principio religioso es, por el contrario, un antipútrido tan excelente que no hay corrupción que resista a su contacto; por eso no hay noticia de que haya muerto por corrupción ninguna sociedad verdaderamente católica. La virtud contradictoria de uno y de otro principio en ninguna parte se echa más de ver que en los Institutos monásticos; la fuerza corruptora del principio electivo es tan poderosa que aun en aquellas santas Congregaciones introdujo cábalas e intrigas; la virtud del principio religioso es tan soberana que aun aquellos Institutos gobernados por el principio electivo se conservaron más puros y más sanos que todas las sociedades civiles. Todos vosotros habéis oído hablar de la corrupción monástica; todos vosotros la habéis creído tal vez. Pues bien: sabed que la historia que os han enseñado es una conspiración permanente contra la verdad y la santificación de la calumnia. Sin duda, señores, los Institutos monásticos han tenido sus épocas de crecimientos y sus épocas de decadencia, como todas las instituciones que tienen algo de humanas; pero sabed que aun en sus épocas de decadencia podían servir de modelo a las sociedades civiles más esclarecidas y excelentes.
Esto supuesto, el gran problema de gobierno que los ministros han debido resolver es el siguiente: dar tales crecimientos al principio religioso que quede neutralizada la fuerza corruptora del principio electivo. Problema es éste que no sólo no ha sido resuelto, pero que ni ha sido planteado siquiera por los ministros de la Corona; digo más; ahora mismo creo leer en su pensamiento; estoy seguro de que, si no temieran interrumpirme, me preguntarían todos a la vez: ¿Qué tiene que ver la religión con las elecciones? ¿Qué tiene que ver? Tiene que ver tanto, que las elecciones nos matarán si la religión no purifica las elecciones; tiene que ver tanto, que si dejan a un lado el principio religioso, no podrán ni atajar ni curar la corrupción que engendra el principio electivo sino con el cauterio y con la sangre. No atribuyáis, señores, a vano antojo esto de traer la religión en todas las cuestiones políticas; no soy yo el que la traigo; es ella la que se viene; no me acuséis a mí; acusad más bien a la naturaleza misma de las cosas. ¿Soy yo, por ventura, la causa de que toda cuestión política se resuelva, en último resultado, en este último dilema: la religión o las revoluciones, el catolicismo o la muerte?»
Señores, yo no necesito volver a decir, porque lo he dicho ya, que no creo que el Ministerio es el único culpable de esta situación. Esta es una situación revolucionaria que ha sobrevivido a la revolución; el Ministerio, sin embargo, es culpable hasta cierto punto, porque alienta esta corrupción con la impunidad en que deja a sus agentes, y además es culpable por su silencio. En España, en esta sociedad desventurada, porque desventurada debe llamarse después del cuadro que acabo de describir, no solamente los sentimientos están corrompidos, sino que también están pervertidas las ideas.
Por de contado, señores, desde luego me atrevo a afirmar que en ninguna época de nuestra historia el nivel de las inteligencias ha estado en España más bajo. Yo en mi discurso no puedo demostrar, porque es imposible, que son falsas todas las ideas capitales que dominan en este momento; pero desde luego me comprometo a demostrar, de palabra o por escrito, o de cualquier modo que sea, que la proposición política que escojan mis adversarios como, más averiguada, como más cierta, es una proposición falsa de todo punto.
Un síntoma, señores, de que están pervertidas en una sociedad todas las ideas, es cuando todos los partidos, todas las escuelas políticas, van a su perdición por el mismo camino que ellos han abierto para salvarse.
«Pues eso, señores, es cabalmente lo que sucede entre nosotros; para demostraros esa verdad os propondré, entre mil, dos ejemplos.»
Todos los partidos alternativamente dominantes en España han creído que eran necesarias grandes garantías contra los abusos del Poder. De estas garantías, unas son vanas y otras absurdas. Voy a hablar de una que es vana y absurda, y además contraproducente. Aquí se ha invocado constantemente el principio de responsabilidad ministerial; pues bien: ese principio que todos los partidos han proclamado en España, es la única causa de la arbitrariedad y de la tiranía ministerial de que los partidos se quejan. Hay una lógica que hace que las consecuencias salgan de suyo y necesariamente de su principio, sin que nadie las proclame y sin que las saque nadie. Decidme, los que os quejáis de la arbitrariedad ministerial, arbitrariedad que yo reconozco: ¿qué responderíais, sobre todo los que os sentáis en aquellos bancos, si ya fuera Ministerio y os dijera: «Vosotros habéis proclamado el principio de la responsabilidad, y de hecho me declaráis responsable de todo lo que pasa en el Ultimo ángulo de la monarquía. Pues bien: yo acepto vuestros principios; aceptad sus consecuencias. Sus consecuencias son las que siguen: A una responsabilidad universal corresponde un poder absoluto, porque poder absoluto y responsabilidad universal son cosas correlativas, forzosamente correlativas. Un poder absoluto, para que sea, es menester que sea un poder expedito, y para que sea expedito es menester que no encuentre resistencias. Antes, señores, había corporaciones unidas por el vínculo del amor, unidas por el vínculo de la Religión; estas corporaciones oponían un dique a todo despotismo que quisiera levantarse en la nación; esas corporaciones resistentes no son compatibles con mi responsabilidad, no son compatibles con la expedición que necesito como Ministerio responsable; dejadme acabar con ellas. El nombramiento de todos los empleados públicos es un instrumento gigantesco de corrupción, pero no importa; si no nombro a todos los empleados, no puedo ser responsable; si exigís mi responsabilidad, dadme el nombramiento de todos los empleados. La vida local, la vida municipal, la vida provincial, pueden ser cosas buenas y excelentes; pero si yo soy el responsable de todo, sólo yo he de vivir para hacerlo yo todo. Por consiguiente, centralización, y centralización apoplética, centralización absoluta. Todos los expedientes han de venir al Ministerio, todo el oro ha de venir al Tesoro público. Estas son consecuencias necesarias. Por consiguiente, si me acusáis de arbitrariedad, yo os respondo que vosotros sois los que me habéis hecho arbitrario, imponiéndome una responsabilidad que supone en mí y que me confiere un poder absoluto.
Nada, señores, parece más fácil, y nada es más difícil que proporcionar los medios a las fines. ¿Qué se quiere? ¿Se quiere que el Ministerio tenga un poder prudente, y nada más que prudente; limitado, y nada más que limitado? Pues no declaréis a los ministros responsables; pues qué, ¿no han sido siempre responsables por las leyes del reino todos los ministros, sin necesidad de vuestras solemnes declaraciones? ¿Queréis más? ¿Queréis que los ministros, esos gigantes que os asustan, no sean más que pigmeos? Pues, señores, el remedio está en la mano declaradlos inviolables. Desde el momento en que los declaréis inviolables no son nada, sino unas nulidades magníficas sentadas en ese magnífico banco.
«Vengamos al segundo ejemplo: el segundo ejemplo lo tomaré del periodismo. La libertad de imprenta ha sido proclamada, señores, para asegurar tres grandes principios, de los cuales el uno interesa a los individuas y los otros dos a la sociedad; el que interesa a los individuos consiste en el derecho que todo hombre tiene de comunicar a los otros lo que piensa; los otros dos consisten en el derecho que tiene la sociedad a que entren en liza y en discusión todos los pensamientos, todas las teorías, todos los sistemas; y en el derecho que esa misma sociedad tiene de que se dé publicidad a todo lo que interesa a los pueblos. El periodismo es la institución consagrada a ser la garantía y la realización de aquel derecho individual y de estos derechos sociales. Pues bien: yo voy a demostraras que esa institución destruye todo lo que tiene encargo de conservar; que es un medio contradictorio con su fin, y que, para ser lógicos, o habéis de renunciar a vuestros fines o habéis de renunciar a vuestros medios.
En primer lugar, el periodismo ha hecha imposible en la práctica el derecho que todo español tiene de publicar sus pensamientos por medio de la prensa; y esto, señores, por medio de una combinación verdaderamente diabólica: por una parte, matando a los libros y, por otra, sustrayendo los periódicos a la fortuna individual de todos los españoles que no sean muy ricos. Hoy día, señores, un español que no sea millonario no puede escribir un periódico ni publicar un libro: para el periódico no tiene dinero y para el libro no encuentra lectores. Resulta de aquí que hoy día, para publicar su pensamiento, los españoles necesitan transformarle de individual en colectivo; sólo los partidos tienen libertad; los españoles no la tienen. Ahora bien, señores, considerad una cosa: que eso será bueno o malo; pero malo o bueno no es lo que habéis querido vosotros; no es lo que ha querido el legislador, no es lo que ha querido la ley; ni la ley, ni el legislador, ni vosotros conocéis a los partidos, sino a los españoles, considerados individualmente; la libertad que la Constitución apetece no es la de los partidos, a quienes no conoce, sino la de los ciudadanos; pues ésta precisamente es la que el periodismo ha hecho de todo punto imposible.
Vengamos al principio de la publicidad. En este punto, señores, la institución del periodismo es tan absurda, considerada como el medio de alcanzar aquel fin, que su absurdidad salta a los ojos. Lejos de ser el periodismo un medio de revelar a todos lo que deben saber, es el medio más eficaz que han podido inventar los hombres para ocultar lo que todo el mundo debe saber y lo que todo el mundo sabe. Esta, señores, es una cuestión de buen sentido y de buena fe; yo apelo a vuestra buena fe y a vuestro buen sentido, y os conjuro a que me digáis si no es cierto que el único medio que tenéis de saber la verdad es echaron a la calle para preguntarla a vuestros amigos y conocidos, y si el único medio que tenéis de ignorarla no es leer los periódicos. Hay más, señores: existe en la sociedad una gran institución consagrada a transmitir de un lugar a otro lugar, de una persona a otra persona, un secreto inviolable; esta institución, es la de la correspondencia privada. Pues bien, señores: admirad conmigo un contraste sorprendente: la institución que han inventado los hombres en el interés de la publicidad para hablar de las cosas públicas es cabalmente la que sirve para revelar todos los secretos domésticos, y la que han inventado para transmitir los secretos domésticos es la única que sirve para ponernos al corriente de las cosas públicas. ¿Queréis saber lo que pasa en París? Pues tenéis que leer las cartas particulares que de allí vienen. ¿Queréis, en cambio, saber en las provincias lo que pasa en lo íntimo de nuestros hogares? Pues que cojan uno de nuestros periódicos, que lean la gacetilla de la capital y ya saben de nuestras propias casas tanto como nosotros mismos… Señores: yo me pregunto y os pregunto a vosotros: ¿adónde va la sociedad, adónde va el género humano, que así ha confundido todas las nociones y así ha cambiado todos los frenos?
Por último, el periodismo se ha inventado en un interés de discusión; pues bien, señores: nada hay más fácil de demostrar sino que el periodismo y la discusión son cosas incompatibles; y digo que son incompatibles porque a nadie puede parecerle verdadera discusión la que entablan diariamente entre sí algunas docenas de periodistas. La discusión, para que sea provechosa, ha de existir en mayor escala y ha de alcanzar más grandes proporciones; se ha de transmitir de los que escriben a los que leen; importa poco que discutan los que escriben si no discuten al mismo tiempo sus lectores. Ahora bien, señores: ¿qué es lo que sucede con el periodismo? Sucede que cada uno lee el periódico de sus opiniones; es decir, que cada español se entretiene en hablar consigo propio. La discusión perpetua es un perpetuo diálogo, y el periodismo, consagrado a mantener perpetuamente vivo ese diálogo en la sociedad, da precisamente por resultado un monólogo perpetuo. ¿Queréis saber lo que es un periódico? Pues un periódico es la voz de un partido que está siempre diciendo a sí mismo: santo, santo, santo.»
Ya lo veis, señores: todo lo que tenéis por mentira es verdad; todo lo que tenéis por verdad es mentira. Ved si tengo razón cuando os digo que nuestra inteligencia está tan depravada como nuestro corazón, y nuestras ideas tan corrompidas como nuestros sentimientos.
Señores: la anatomía que he hecho de estos principios pudiera hacerla de todos; todos son falsos; científicamente absurdos. El deber de los gobiernos, cuando ven el absurdo, es combatirlo como pueden.
Ahora, después de haber argumentado yo en nombre del Gobierno contra sus adversarios argumento en nombre mío propio contra el Gobierno, y le digo: «Tú has tenido razón en medir por tu responsabilidad tu poder. Pero yo vengo ahora a medir tu responsabilidad por tu omnipotencia. Puesto que lo puedes todo, respóndeme de todo. La Reina oye tus consejos y los sigue, los electores acogen tus candidatos y te los envían, las Cortes acogen tus proyectos y los aprueban; en España nadie enseña una idea si no tiene el título de maestro, y nadie tiene ese título si no se lo das tú. Respóndeme de los malos sentimientos, respóndeme de las ideas corruptoras; que nada hay más puesto en razón sino que tu responsabilidad iguale a tu omnipotencia.»
Dos palabras sobre el sistema financiero de los ministros. Señores: en estas cuestiones nadie pone sino lo que tiene; nadie tiene sino lo que Dios le da; a otros Dios les ha dado ciencia, y han puesto aquí su ciencia; yo lo que puedo poner es una sola palabra, un poco de claridad y un grano de buen sentido. Yo concibo, vistas las explicaciones que han mediado, dos grandes sistemas financieros. Hay hombres que, puestos los ojos en nuestras antiguas glorias, en nuestro antiguo poderío, y viendo con vergüenza y hasta con indignación el estado postrado y abatido que presentamos, exclaman: «Es necesario volver a esa gloria, a ese poder, y para eso es necesario gastar mucho, y debemos gastar mucho: que cuando gastemos mucho seremos ricos, porque a la riqueza se va también por el camino de la gloria.» Hay otros que, poniendo los ojos en el sufrimiento del pueblo y yendo de casa en casa a presenciar la miseria de los desgraciados contribuyentes, olvidando todo lo demás, dicen: «Somos pobres, muy pobres; son necesarias economías.» Estos son los dos puntos de partida de los dos grandes sistemas que han combatido aquí el uno contra el otro. ¿Cuál de estos dos sistemas es el sistema del Ministerio? Los dos y ninguno. ¿Se levantan aquí los amigos de las economías, pidiéndolas para el pueblo? Pues bien: luego al punto el Gobierno se levanta contestando: «¿Pues quién hace más economías que yo? Ahí tenéis 40 millones de economías.»
¿Se levantan los que sólo miran a las glorias nacionales y al poder nacional, los que creen que se debe gastar mucho? Luego al punto el Ministerio se levanta a su vez y dice: «Pues si cabalmente ése es mi fuerte; ahí tenéis 300 millones de déficit.»
Así, señores, éste Ministerio fluctúa entre inclinaciones diversas; este Ministerio es como la péndola del reloj, que oscila pero no anda. ¿Y qué diré del tino que el Ministerio tiene en esto de gastar y en esto de ahorrar? Para pintar su tino debo decir lo que se ha dicho ya, pero que es necesario repetir porque es la verdad. ¿Qué se ha de decir de un Gobierno que cree que debe gastar en un teatro y que cree que debe ahorrar en lo que se debe al culto y al clero? ¡Al culto y al clero, señores! Por cuanto hay en el mundo, no hubiera querido ser yo el hombre que hubiera firmado esa economía, que hubiera sancionado esa rebaja. El clero, que se muere de hambre; el culto, que está sin esplendor; los seminarios, que no están nacidos siquiera; los templos, que se arruinan, ¿qué es esto? ¿En dónde estamos, señores?
Se extrañará tal vez que vuelva a hablar del teatro; se extrañará, y se extraña hasta con razón, que este nombre venga tan a menudo a los labios de los diputados. Los mismos que lo pronuncian no saben quizá por qué; yo lo sé y voy a decirlo. Se pronuncia tanto la palabra teatro, señores, porque el teatro que el Ministerio ha levantado y la situación a que el Ministerio nos ha traído son una misma cosa; porque no puede hablarse del teatro sin pensaren la situación, ni hablarse de la situación sin pensar en el teatro. Y esto también tiene una explicación, y una explicación que convencerá a todos los que me escuchan. Señores: no hay período histórico ninguno que no esté, digámoslo así, simbolizado en un monumento. Si no temiera engolfarme en tiempos antiguos recordaría aquí la historia de muchos imperios, y probaría esto, señores, como la luz de mediodía. Pero me basta sólo hablar de nuestra España y recordar aquí la dinastía austríaca, de que hablé al principiar mi discurso. ¿Cuál es el primer período de esta dinastía? En el primer período, la monarquía lo eclipsa todo, y hasta el principio religioso, a pesar de que era tan poderoso en aquel tiempo en España. ¿Y cuál sería el monumento que simbolizaría más esta situación? Ciertamente, señores, que sería un palacio. En el período de los Felipes, en ese período en que el fundamento del principio religioso se eleva sobre el principio monárquico, con ser tan poderoso en España ese principio, ¿cómo se simbolizaría el pensamiento dominante de la monarquía española? Se simbolizaría en un convento. ¿Cómo se simbolizaría esta misma monarquía en tiempo de Carlos II? ¿Qué era el Trono? ¿Qué era España? Un sepulcro. Pues bien, señores: todas estas tres cosas están simbolizadas en El Escorial; El Escorial es a un tiempo mismo un palacio, un sepulcro y un convento. El Escorial es la historia, escrita con piedra de granito, de la monarquía austríaca.
Pues bien: nuestra historia actual, nuestra situación actual, está simbolizada en el teatro de Oriente, en ese monumento elevado sólo para los goces materiales.
Señores: yo quiero suponer por un momento que el Gobierno es tan dichoso como lo apetece, y como apetezco yo mismo, en todas sus empresas; yo supongo que el Gobierno ha levantado esta nación ya al poder y la gloria que tanto le sonríe; yo le doy todo lo que ambiciona para España; yo supongo que tiene todos los ejércitos del autócrata de las Rusias y todas las escuadras de la Gran Bretaña; yo le doy además, para mantener tan alto nombre, y tan alta gloria, y tan grandes escuadras, y tan poderosos ejércitos, todo el oro que crían las arenas del Perú y las de las Californias. Pues bien, señores: después de tener todo eso, todavía yo afirmo y aseguro que todo su poder vendrá al suelo estrepitosamente si esta nación sigue corrompida en sus sentimientos y pervertida en sus ideas; todavía digo que esta sociedad tan opulenta, tan esplendorosa, tan grande, será entregada al exterminio: que nunca han faltado ángeles exterminadores para los pueblos corrompidos.
Señores: no hay que hacernos ilusiones; el porvenir es triste, y hasta cierto punto pavoroso; yo puedo, sin estar dotado de espíritu de profecía, haceros ver vuestro porvenir en una historia pasada.
Hubo un rey en una nación que, no sé si para nuestra fortuna o para nuestro escarmiento, Dios ha hecho nuestra vecina. Ese buen rey era, señores, por su prudencia y su sabiduría, como el Ulises de las dinastías europeas. El mundo, en una edad más sencilla, más dichosa, le hubiera llamado Luis Felipe el Bueno, el Pacífico, el Clemente. Los hombres de la Francia, poniendo en él sus propios vicios, le llamaron el egoísta, el avaro. Ese rey subió al Poder por una grande revolución que había venido detrás de otras muchas revoluciones y trastornos, que habían conmovido toda aquella sociedad hondamente y habían pervertido sus sentimientos, sus ideas y sus costumbres. Sintiéndose flaco, porque no era legítimo, para poner un dique a esta corrupción universal y para levantar un muro contra aquel diluvio de errores, acometió empresas que le parecieron fáciles. La empresa que acometió fue la de restablecer el orden material y la de dar impulso a los intereses materiales. Ningún príncipe, señores, ha sido más dichoso en sus empresas: a los pocos años era rey pacífico de Francia, sin que turbase su sueño el más imperceptible rumor de las pasadas y ya vencidas insurrecciones. Pocos años después, el comercio, la industria, todos los intereses materiales tuvieron crecimientos inauditos. Entre tanto, señores, su Gobierno era un Gobierno que tenía toda la confianza de la Corona, que tenía la adhesión de los electores, tenía el apoyo de las Cámaras, tenía la obediencia de la fuerza pública, tenía, por fin, la simpatía y la amistad de todos los gabinetes de Europa.
Pero, señores, al propio tiempo que todas esas cosas pasaban en el orden material, paralelamente a este movimiento iba creciendo, levantándose, difundiéndose por todas partes el desorden moral, la corrupción, que todo lo disuelve, y el error, que todo lo envenena. Un día hubo en que estas dos fuerzas contrarias llegaron a la vez a su apogeo. Entonces, señores, se planteó por sí misma, sin que la planteara nadie, como la planteo yo aquí, se planteó, digo, por sí misma esa gran cuestión, siempre antigua y siempre nueva, que consiste en averiguar si la sociedad está más segura y más fuerte cuando se apoya en el orden material o en el orden moral, en la virtud o en la industria. La Francia, señores, en mala hora, resolvió este problema en el sentido de la industria y en el sentido del orden en las calles; cada paso que daba en esta senda era un paso que daba lejos de su Dios, y cada paso que daba lejos de su Dios era un paso que daba hacia la boca del abismo. Dios la alcanzó cuando llegaba a su boca; Dios la alcanzó el 24 de febrero, el día de la grande liquidación, el día de los grandes anatemas. ¿Qué sucedió entonces, señores? ¿Qué sucedió? Que ese pueblo, desvanecido por su poder, embriagado con su riqueza, loco con su industria, vio abismarse juntamente su industria, su poder y su riqueza en el gran diluvio republicano. Todo, señores, todo acabó allí: el gran pueblo y el gran rey, el obrero y su obra.
Vea el Congreso adónde van a parar las cosas cuando tan sólo se mira a los intereses materiales; los pueblos que les rinden culto se quedan, señores, en la indigencia, se quedan sin nada; sin los morales, porque los rechazaron; sin los materiales, porque la revolución se los quitó.
Pues bien, señores: volved los ojos a esta nación sin ventura; ved los trances por donde ha pasado, el trance en que está y el trance que le aguarda.
La Reina legitima de España (y cuento, señores, con esta palabra, porque esta palabra va a servir de acusación al Ministerio), la Reina de España fue declarada mayor de edad después de un gran levantamiento que había sucedido a grandes trastornos y a grandes revueltas; desde entonces acá, casi unos mismos hombres han gobernado esta nación; éstos se creyeron flacos, a pesar de que obraban en nombre de la legalidad; se creyeron flacos para atacar de frente la corrupción y la perversión de las ideas, fruto amargo de las revoluciones. ¿Qué se propusieron los ministros de la Reina legítima de España? Desconfiaron de sí, como si no obraran en nombre del alto y poderoso prestigio de una reina legítima; desconfiaron de sí y no se propusieron otra cosa sino sacar a salvo del naufragio universal el orden material y los intereses materiales. Y fuerza es confesar que en esto fueron también dichosos a su manera; en poco tiempo vencieron cuatro insurrecciones formidables; la de Galicia, la de Madrid, la de Sevilla y la de Cataluña.
Vencida la insurrección aquí como allá, una fiebre industrial y mercantil incendió nuestra sangre, que, tanto como española, es sangre africana; el Ministerio, en vez de combatir este ataque de fiebre violenta se dejó dominar él mismo por la furiosa calentura, y al mismo tiempo que recibía, propagaba el contagio. Entre tanto, la corrupción y el error fueron creciendo y propagándose lenta y calladamente. Hoy día, señores, todas esas cosas —corrupción, error, fiebre industrial— han llegado a su apogeo.
Ahora pregunto yo: ¿cuál será el desenlace? ¿Cuál será el fin? Yo no lo diré, que me falta el corazón y el ánimo para ello; pero ya lo adivinan, sin duda, con pavor los señores diputados. Una objeción, sin embargo, puede oponerse. En Francia, se dirá, había detrás del Trono falanges socialistas, y en. España no las hay. Y ¿qué diríais, señores, si os asegurara yo (y ojalá sea desmentido por la experiencia!) que el país del socialismo no es la Francia, sino España? No olvidemos, señores, que aquí, cuando manda un partido, no parece sino que él sólo vive, y que a ninguno de los demás se le encuentra por la calle; y, sin embargo, cuando el partido vencido sube al Poder, parece que lo llena todo, que lo ocupa todo, que él solo vive en España; así no es extraño que no veamos a los socialistas; pero escuchad y meditad sobre lo que voy a deciros.
El socialismo debe su existencia a un problema, humanamente hablando, insoluble. Se trata de averiguar cuál es el medio de regularizar en la sociedad la distribución más equitativa de la riqueza. Este es el problema que no ha resuelto ningún sistema de economía política. El sistema de los economistas políticos antiguos iba a parar al monopolio por medio de las restricciones. El sistema de los economistas políticos liberales va a parar al mismo monopolio por el camino de la libertad, por el camino, de la libre concurrencia, que produce fatal e inevitablemente ese mismo monopolio. Por último, el sistema comunista va a parar al mismo monopolio por medio de la confiscación universal, depositando toda la riqueza pública en manos del Estado. Este problema, sin embargo, ha sido resuelto por el catolicismo. El catolicismo ha encontrado su solución en la limosna. En vano se cansan los filósofos; en vano se afanan los socialistas; sin la limosna, sin la caridad, no hay, no puede haber distribución equitativa de la riqueza. Sólo Dios era digno de resolver ese problema, que es el problema de la Humanidad y de la Historia.
Después de la revolución de febrero, los comunistas que se reunían en el Luxemburgo a las órdenes de Luis Blanc, con un instinto seguro, como los tienen todos los partidos cuando se trata de sus negocios, pidieron un ministerio especial, que resolviera este problema inmenso; porque decían, y en esto no andaban errados: «Un problema tan grande necesita tener un ministerio especial que le resuelva.» Su error, empero, consistió en creer que ese ministerio no existía, y ese ministerio no estaba vacante; ese ministerio venía desempeñándose diecinueve siglos ha por la Iglesia católica.
La Iglesia, señores, es admirable para todo; pero lo es principalmente para servir de medianera entre los pobres y los ricos, por participar de la naturaleza de los unos y de los otros: participa de la naturaleza de los pobres, porque no tiene nada suyo y todo lo recibe por amor de Dios; participa de la naturaleza de los ricos, porque los ricos, en otras edades, por amor de Dios, se lo dieron todo. Y ¿qué cuenta ha dado la Iglesia de ese santo, de ese incomunicable ministerio? Juzgadlo vosotros por vosotros mismos, señores. En la gran clase menesterosa hay una zona superior, una zona media y una zona ínfima; como en las clases superiores hay una aristocracia, hay una clase media, hay una plebe; la aristocracia de la miseria está compuesta de colonos; la clase media, de obreros; la plebe, de mendigos. Pues bien: la Iglesia dio a cada uno lo que cada uno necesitaba: a los colonos les dio tierras y los hizo propietarios; para los obreros sembró de monumentos Europa; para los mendigos tuvo pan, y a ninguno dejó morirse de hambre.
En donde más resplandeció la caridad de la Iglesia fue, señores, en España. España ha sido una nación hecha por la Iglesia, formada por la Iglesia para los pobres; los pobres han sido en España reyes. Los que eran colonos tenían tierras perpetuamente con un censo ínfimo, y eran, en realidad, propietarios, Todas las fundaciones piadosas que había en España eran para los pobres. Los jornaleros tenían con qué dar pan a sus hijos con los jornales que ganaban en los gloriosos y espléndidos monumentos de que está llena la España. ¿Qué mendigo no tenía un pedazo de pan estando abierto un convento?
Pues bien, señores: la revolución ha venido a trastornar todas las cosas. Con el despojo de la Iglesia subió la renta de la tierra; con la supresión del diezmo hubo una nueva y más alarmante subida. De esta manera, el movimiento de ascensión que imprimió el catolicismo a las clases menesterosas ha sido convertido por la revolución en un movimiento contrario, en un movimiento descendente: los colonos, oprimidos por la renta enorme que pagan, pasan en tropel de la clase a que pertenecen a la clase media de los obreros; los obreros, a su vez, con el gran aluvión de colonos que les viene, van pasando continuamente a la plebe, compuesta de mendigos; los mendigos, por último, acaban sus días de miseria y de hambre. ¡Ved ahí, señores, por un lado, la obra de la revolución; por otro, la obra de la Iglesia!
Las cosas entre nosotros han venido hoy a punto que la sociedad, antes unida en unión santa y dichosa, está dividida en dos clases, de las cuales la una puede llamarse vencida y la otra vencedora; aquélla, que ha sido favorecida por la suerte, tiene por divisa y por lema: «Todo para los ricos.» ¿Cómo queréis, señores, que esta tesis no engendre su antítesis y que la clase vencida no exclame a su vez en son de guerra: «Todo para los pobres»? Hay, pues, señores, entre las clases de la sociedad (y el Gobierno ni lo sospecha siquiera, ni lo ha estudiado siquiera, aunque tiene la obligación de estudiarlo y de saberlo), hay, digo, entre todas las clases de la sociedad una guerra latente que, en el estado contagioso que tienen ciertas ideas en Europa, llegará a ser a la primera ocasión una guerra declarada.
Yo, señores, a pesar de mi amistad, que es íntima, hacia los ministros de Su Majestad, no he podido menos de declararme en disidencia con ellos, porque, señores, al punto de exageración que están llevando su sistema de orden material y de intereses materiales, tengo para mí que se ha hecho inevitable una catástrofe, que ha de venir forzosamente, si es que no faltan aquí por primera vez las leyes eternas de la Historia.
Yo no sé ni cómo vendrá ni cuándo vendrá; pero sé que Dios ha hecho la gangrena para la carne podrida y el cauterio para la carne gangrenada. El Ministerio se encuentra todavía en tiempo de elegir entre dos caminos. Puede seguir el camino que hasta aquí, y entonces nada tengo que decirle, o el que acabo de indicarle. Si acepta este último, por su fortuna y la nuestra, es necesario que haga todo lo que hasta aquí ha dejado de –hacer, y que no haga todo lo que hasta aquí ha hecho; es necesario que se resuelva a oponerse con todas sus fuerzas a la corrupción; que la combata y que la venza o que sucumba; es necesario que no edifique teatros, siquiera hasta que ponga puntales a los templos que se desploman; es necesario que ponga orden y concierto en las rentas públicas. Pero es necesario también que el Ministerio entienda que no basta eso; que es necesario sobre todo poner un freno a los apetitos, poner un freno a las concupiscencias.
Es necesario que, si quiere la dictadura, la proclame y la pida, porque la dictadura, en circunstancias dadas, es un gobierno bueno, es un gobierno excelente, es un gobierno aceptable; pero, señores, que se pida, que se proclame, porque si no estaremos entre dos gobiernos a la vez: tendremos un gobierno de hecho, que será la dictadura, y otro de derecho, que será la libertad; situación, señores, la más intolerable de todas, porque la libertad, en vez de servir de escudo, sirve entonces de celada.
«Y no se diga, señores, que pido mucho: bien sé que es cosa dura exigir de un Ministerio que, cuando la codicia se levanta y le dice: «Cómprame, que me vendo», responda: «No te conozco»; que cuando el espíritu de pandillaje y de intriga le «dice: «Sígueme, que el Poder está en mis manos», quede inmóvil, cerrando sus oídos al canto de la sirena; que cuando el miedo le dice: «Asústame y me verán a tus plantas», no caiga en la tentación de dar un susto al medroso; que cuando todas las malas pasiones, por poco que sea complaciente, le ofrecen la dominación y el imperio, quite su imperio y su dominación a todas las malas pasiones. Sin duda, señores, esto sería mucho exigir si se exigiera al que ha nacido para obedecer y está contento con no hacer sino aquello para que ha nacido; pero no es mucho exigir cuando se exige de los que aspiran a la honra alta, pero peligrosa, de ser gobernadores de los pueblos; la carga se proporciona a la honra, y cuando ésta es altísima justo es que aquélla sea no sólo peligrosa, sino grave; lo demás sería, señores, el mundo al revés. El Ministerio público no es una sinecura; su nombre lo dice: es un servicio, y un servicio penoso. Gobernar no es ser servido, es servir; no es gozar, es remar, y vivir, y morir puesta la mano en el remo. A ese precio lo ha de ser el que quiera ser ministro, y sólo los que lo son a ese precio lo son verdaderamente. ¿Cuántos ministros creéis que ha habido en esta época en España? La Gaceta dice que muchos, y yo sostengo que ninguno; porque ser verdaderamente ministro no es sólo recibir de la ley esta denominación; es además, y sobre todo, ser aceptado como ministro por la Historia. Pues bien: yo os digo que ninguno de los que lo han sido hasta aquí será aceptado por la Historia sin protesta.
Uno creí yo que había nacido para más alto fin por sus grandes calidades, y porque lo creí puse en él todas mis esperanzas y todas mis ilusiones; ilusiones y esperanzas que se han llevado los vientos. Todos adivináis, sin duda, que hablo del duque de Valencia. Voy a hablar de este personaje, señores, que bien lo merece, en vuestra presencia, con la reserva de un contemporáneo, pero con la imparcialidad de la Historia. El duque de Valencia es un gran soldado y un hombre de grande entendimiento, servido unas veces y otras mandado por grandes pasiones. El duque de Valencia alcanza a fuerza de inspiración y de genio lo que los otros no alcanzan a fuerza de estudio; esto es tan cierto, señores, que dudando yo muchas veces (perdonad, señores, a un hombre que es estudiante toda la vida), dudando, digo, muchas veces si vosotros me entendéis, no se me ha ocurrido nunca dudar si me ha entendido el duque de Valencia. Y, sin embargo, señores, siendo tan grande como es su entendimiento, es mucho mayor su actividad todavía; el duque de Valencia es un hombre que entiende, pero, sobre todo, es un hombre que obra. ¿Qué digo que obra? Es un hombre que no deja de obrar en ningún tiempo, ni cuando vela ni cuando duerme; por un fenómeno menos extraordinario de lo que a primera vista pudiera pareceros, esa actividad, que es la que acelera su muerte, es la que le conserva la vida. Teniendo que andar su entendimiento al compás de su actividad, el duque le tiene prohibido que se pare, es decir, que reflexione, y le tiene mandado que improvise; el duque es, por consiguiente, un improvisador universal, y todo el que le interrumpe y le hace perder el hilo de su improvisación es su enemigo. Por esto, su mayor enemigo es el tiempo, que resiste de una manera persistente y tenaz a todas sus improvisaciones. El duque dice, por ejemplo: «Que haya Marina», y el tiempo dice: «Para eso necesitas de mí, porque necesitas que haya Hacienda; para que haya Hacienda es menester que la riqueza aumente, y para que esto se verifique es menester dejarme obrar a mí, que soy ministro de Dios, servido por otros ministros más poderosos que los de los reyes, que llevan por nombre los años.» El duque replica: «Ahora lo veremos», y manda a la Marina que sea, y la Marina es. Pero la cuestión consiste en averiguar con qué se ha de mantener esa Marina, siendo evidente que nos hemos de quedar sin duque, sin Marina y sin Hacienda. En otra ocasión, poniendo los ojos en un sujeto que nadie conoce, pero que le sirve admirablemente por cálculo o por celo, se dice a sí propio: «¿Por qué no haría yo de este sujeto un gran personaje?» El tiempo le responde: «Por una razón muy sencilla: porque para eso, como para todo, necesitas de mi; porque del que tú quieres hacer un personaje no he hecho yo más que un sujeto, sin haberme atrevido todavía a hacer de él una persona.» El duque, sin embargo, no retrocede; toma a su sujeto y le hace, digo mal, le viste de personaje. La cuestión, sin embargo, lejos de estar con esto resuelta, no está siquiera iniciada, porque entonces sucede que los que son personajes por obra de Dios, y no por obra del duque, se quejan de que les ha robado sus ropas para vestir a un sujeto, mientras que todos los sujetos de la nación acuden a él diciéndole: «Si somos sujetos como ése, ¿por qué no hemos de vestir como él esas mismas vestiduras?» Y de aquí, señores, esas dos falanges con que tiene el duque que combatir: una de odios y otra de concupiscencias. Yo sé que aun en esta situación halla recursos, y que aun para este mal tiene remedios; porque la Europa se engaña si cree que el duque es sólo o principalmente un gran capitán: el duque de Valencia es eso, pero es además, y sobre todo, el hombre más amaestrado de Europa en el delicadísimo arte de las más delicadas seducciones: a mí me ha seducido veinte veces con un saludo. En ese talento especialísimo y eminente es en el que confía para ir contentando, sin saciarlas, a las concupiscencias y para ir mitigando, sin extinguirlos, los rencores. Pero aplazar las cuestiones no es resolverlas, y todo el talento del duque basta apenas para aplazarlas; día vendrá, y ese día se viene a más andar, en que, cayendo sobre él todas juntas, le intimen la rendición o la muerte.
Esa actividad inquieta y devorante, ese estado de insurrección permanente contra la lentitud de los tiempos ha perdido al duque de Valencia. Ni en España ni en Europa hay una persona más convencida que él de que el orden material es nada sin el orden moral, y de que el primero no es otra cosa sino el plazo que da la Providencia a los gobernadores de los pueblos para que restauren el segundo; ninguno está más persuadido que él de que los bienes que se llaman por mal nombre positivos, es decir, los materiales, nada son si no van juntos con la restauración de aquellos principios eternos que son como los fundamentos de las sociedades humanas. Pero esta restauración es lenta; tan lenta, que los hombres de Estado de más larga vida y de más grande laboriosidad se ven reducidos a escoger entre comenzarla, seguirla y acabarla, pues ninguno la comienza, la sigue y la acaba por sí solo. No parece sino que Dios ha querido mostrarnos por aquí que esa hazaña es superior a la grandeza individual de los hombres. Si el duque de Valencia hubiera podido conseguir esa restauración con un decreto, ése hubiera sido el primero (debo hacerle esta justicia) que hubiera propuesto a Su Majestad y que hubiera enviado a la Gaceta. Pero en esto las improvisaciones son de todo punto imposibles; el hombre no hace más que sembrar; Dios da después a lo sembrado la fecundidad y el crecimiento. En los intereses materiales, aunque en realidad no es mayor, se ve más la acción del hombre: por eso seducen con una seducción irresistible al duque de Valencia.
En suma, señores: del Ministerio presidido por el duque de Valencia dirá la posteridad que es un Ministerio funesto presidido por un hombre eminente. Yo no soy, diciendo esto, sino el representante de la conciencia humana y el eco anticipado de las generaciones futuras.»
Señores: puede creerme el Congreso (porque si yo peco de algo es de demasiada franqueza) y pueden creerme los señores ministros: si yo me he levantado hoy ha sido menos por hacer una oposición de muerte al Ministerio que para satisfacer mi conciencia; para decir que yo no apruebo el sistema que se sigue. Si me he levantado, señores ministros, ha sido para conteneros en el camino de perdición, y por el que nos vais empujando a todos y a la nación española.
Yo no sé, señores, si estaré solo; es posible que lo esté, pero solo y todo, mi conciencia me dice que soy fortísimo; no por lo que soy, señores diputados, sino por lo que represento. Porque yo no representa sólo a 200 ó 300 electores de mi distrito. ¿Qué es un distrito? ¿Qué son 200 ó 300 electores? Yo no represento solamente a la nación. ¿Qué es la nación española, ni ninguna otra, considerada en una sola generación y en un solo día de elecciones generales? Nada. Yo represento algo más que eso; represento mucho más que esto; yo represento la tradición, por la cual son lo que son las naciones en toda la dilatación de los siglos. Si mi voz tiene alguna autoridad no es, señores, porque es mía; la tiene porque es la voz de vuestros padres. Vuestros votos me son indiferentes. Yo no me he propuesto dirigirme a vuestras voluntades, que son las que votan, sino a vuestras conciencias, que son las que juzgan; yo no me he propuesto inclinar vuestras voluntades hacia mí, me he propuesto obligar vuestras conciencias a estimarme».
CARTA AL DIRECTOR DE «L’UNIVERS»
Madrid, 31 de diciembre de 1850.
Mi muy querido amigo: Os escribo para que sepáis que os envío el discurso que ayer pronuncié en el Congreso de los Diputados; no excitará en Europa tanto interés como mis anteriores discursos, pues tiene exclusivamente por objeto la situación de España. Acontece, empero, que Europa está engañada en lo que toca a España; el Ministerio, que debiera salvarnos, nos conduce al abismo. De la política de orden material, este Ministerio ha caído en la política de los intereses materiales; y de la política de los intereses materiales todavía ha caído más abajo: en la política de los deleites materiales. El pudor no permite se diga lo que pasa en España. Ustedes tenían antes de febrero un Ministerio incorruptible y corruptor, pero nosotros somos más felices, pues tenemos un Ministerio corruptor y corrompido. Todo os lo diciéndoos que al fin me vi obligado a hacerle la oposición después de haber agotado confidencialmente avisos y consejos. La escena en el salón de sesiones ha sido inaudita: el Ministerio ha oído las humildes verdades que yo he lanzado contra él y ningún ministro ha tratado siquiera de vindicarlo. Quedóse, pues, clavado en el banco azul, resguardándose de la antigua reputación de Martínez de la Rosa, que contestó como pudo a mi discurso, por Más que respecto a ciertos cargos ha dicho: »Tocante a ciertos actos, no le defenderé». La Cámara, por su parte, aplaudió unánime y varias veces lo que yo decía; bien que, en cuanto llegó el momento de votar, sólo veintidós diputados votaron conmigo. A la verdad, los aplausos son colectivos y, por lo mismo, anónimos, y el voto es personal y público. Ya podéis deducir las consecuencias y adivinar lo que pasaría en las elecciones.
He creído, amigo mío, referiros estas menudencias para que os enteréis de lo que acontece en España. Narváez lo ha comprado todo en Europa: correspondencia general, diarios y personajes políticos. Era, pues, necesario que yo os lo dijera para que vos lo supierais, y creo que os conviene saberlo por lo pronto para que la verdad se abra camino, y después, porque estáis al frente de un diario que es diario religioso. Perdonadme, mi querido amigo, que haya interrumpido por un momento vuestra gloriosa campaña.
Soy todo vuestro en Nuestro Señor Jesucristo,
VALDEGAMAS
Carta al Cardenal Fornari de fecha 18 de junio de 1852
Eminentísimo señor:
Antes de someter a la alta penetración de vuestra eminentísima las breves indicaciones que se sirvió pedirme por su carta de mayo último, me parece conveniente señalar aquí los limites que yo mismo me he impuesto en la redacción de estas indicaciones.
Entre los errares contemporáneos no hay ninguno que no se resuelva en una herejía; y entre las herejías contemporáneas no hay ninguna que no se resuelva en otra, condenada de antiguo por la Iglesia. En los errores pasados, la Iglesia ha condenado los errores presentes y los errores futuros. Idénticos entre sí cuando se les considera desde el punto de vista de su naturaleza y de su origen, los errores ofrecen, sin embargo, el espectáculo de una variedad portentosa cuando se les considera desde el punto de vista de sus aplicaciones. Mi propósito hoy es considerarlos más bien por el lado de sus aplicaciones que por el de su naturaleza y origen; más bien por lo que tienen de político y social que por lo que tienen de puramente religioso; más bien por lo que tienen de vario que por lo que tienen de idéntico; más bien por lo que tienen de mudable que por lo que tienen de absoluto.
Dos poderosas consideraciones, de las cuales la una está tomada de mis circunstancias personales y la otra de la índole propia del siglo en que vivimos, me han inclinado a echar por este camino. Por lo que hace a mí, he creído que mi calidad de lego y de hombre público me imponía la obligación de recusar yo mismo mi propia competencia para resolver las temerosas cuestiones que versan sobre los puntos de nuestra fe y sobre las materias del dogma. Por lo que hace al siglo en que estamos no hay sino mirarle para conocer que lo que le hace tristemente famoso entre todos los siglos no es precisamente la arrogancia en proclamar teóricamente sus herejías y sus errores, sino más bien la audacia satánica que pone en la aplicación a la sociedad presente de las herejías y de los errores en que cayeron los siglos pasados.
Hubo un tiempo en que la razón humana, complaciéndose en locas especulaciones, se mostraba satisfecha de sí cuando había logrado oponer una negación a una afirmación en las esferas intelectuales; un error a una verdad en las ideas metafísicas; una herejía a un dogma en las esferas religiosas. Hoy día esa misma razón no queda satisfecha si no desciende a las esferas políticas y sociales para conturbarlo todo, haciendo salir, como por encanto, de cada error un conflicto, de cada herejía una revolución, y una catástrofe gigantesca de cada una de sus soberbias negaciones.
El árbol del error parece llegado hoy a su madurez providencial; plantado por la primera generación de audaces heresiarcas, regado después por otras y otras generaciones, se vistió de hojas en tiempos de nuestros abuelos, de flores en tiempos de nuestros padres, y hoy está, delante de nosotros y al alcance de nuestra mano, cargado de frutos. Sus frutos deben ser malditos con una maldición especial, como lo fueron en los tiempos antiguos las flores con que se perfumó, las hojas que le cubrieron, el tronco que las sostuvo y los hombres que le plantaron.
No quiero decir con esto que lo que ha sido condenado una vez no deba serlo nuevamente; quiero decir tan sólo que una condenación especial, análoga a la especial transformación por la que van pasando a nuestra vista los antiguos errores en el siglo presente, me parece de todo punto necesaria; y que en todo caso este punto de vista de la cuestión es el único para el que reconozco en mí cierto género de competencia.
Descartadas así las cuestiones puramente teológicas, he puesto mi atención en aquellas otras que, siendo teológicas en su origen y en su esencia, han venido a convertirse, sin embargo, en virtud de transformaciones lentas y sucesivas, en cuestiones políticas y sociales. Aun entre estas mismas me he visto en la necesidad de descartar, por sobra de ocupaciones y falta de tiempo, las que me han parecido de menos grave trascendencia, si bien he creído de mi deber tocar algunos puntos sobre los que no he sido consultado.
Por los mismos motivos de ocupaciones y de premura, me he visto en la imposibilidad de volver a leer los libros de los heresiarcas modernos para señalar en ellos las proposiciones que deben ser combatidas o condenadas. Meditando atentamente, sin embargo, sobre este particular he llegado a convencerme de que en los tiempos pasados era esto más necesario que en los presentes, habiendo entre ellos, si bien se mira, esta diferencia notable: que en los pasados, de tal manera estaban en los libros los errores que, no buscándolos en los libros, no podían encontrarse en parte ninguna; mientras que en los tiempos que alcanzamos, el error está en ellos y fuera de ellos, porque está en ellos y en todas partes: está en los libros, en las instituciones, en las le yes, en los periódicos, en los discursos, en las conversaciones, en las aulas, en los clubs, en el hogar, en el foro, en lo que se dice y en lo que se calla. Apremiado por el tiempo he preguntado a lo que está más cerca de mí, y me ha respondido la atmósfera.
Los errores contemporáneos son infinitos; pero todos ellos, si bien se mira, tienen su origen y van a morir en dos negaciones supremas: una, relativa a Dios, y otra, relativa al hombre. La sociedad niega de Dios que tenga cuidado de sus criaturas, y del hombre que sea concebido en pecado. Su orgullo ha dicho al hombre de estos tiempos dos cosas, y ambas se las ha creído: que no tiene lunar y que no necesita de Dios; que es fuerte y que es hermoso; por eso le vemos engreído con su poder y enamorado de su hermosura.
Supuesta la negación del pecado, se niegan, entre otras muchas, las cosas siguientes: que la vida temporal sea una vida de expiación y que el mundo en que se pasa esta vida deba ser un valle de lágrimas; que la luz de la razón sea flaca y vacilante; que la voluntad del hombre esté enferma; que el placer nos haya sido dado en calidad de tentación para que nos libremos de su atractivo; que el dolor sea un bien aceptado por un motivo sobrenatural, con una aceptación voluntaria; que el tiempo nos haya sido dado para nuestra santificación; que el hombre necesite ser santificado.
Supuestas estas negaciones, se afirman, entre otras muchas, las cosas siguientes: que la vida temporal nos ha sido dada para elevarnos por nuestros propios esfuerzos y por medio de un progreso indefinido a las más altas perfecciones; que el lugar en que esta vida se pasa puede y debe ser radicalmente transformado por el hombre; que siendo sana la razón del hombre no hay verdad ninguna a que no pueda alcanzar; y que no es verdad aquélla a que su razón no alcanza; que no hay otro mal sino aquél que la razón entiende que es el mal, ni otro pecado que aquél que la razón nos dice que es pecado; es decir, que no hay otro mal ni otro pecado sino el mal y el pecado filosófico; que siendo recta de suyo, no necesita ser rectificada la voluntad del hombre; que debemos huir el dolor y buscar el placer; que el tiempo nos ha sido dado para gozar del tiempo, y que el hombre es bueno y sano de suyo.
Estas negaciones y estas afirmaciones con respecto al hombre conducen a otras negaciones y a otras afirmaciones análogas con respecto a Dios. En la suposición de que el hombre no ha caído, procede negar, y se niega, que el hombre haya sido restaurado. En la suposición de que el hombre no haya sido restaurado, procede negar, y se niega, el misterio de la Redención y el de la Encarnación, el dogma de la personalidad exterior del Verbo y el Verbo mismo. Supuesta la integridad natural de la voluntad humana, por una parte, y no reconociendo, por otra, la existencia de otro mal y de otro pecado sino del mal y del pecado filosófico, procede negar, y se niega, la acción santificadora de Dios sobre el hombre, y con ella el dogma de la personalidad del Espíritu Santo. De todas estas negaciones resulta la negación del dogma soberano de la Santísima Trinidad, piedra angular de nuestra fe y fundamento de todos los dogmas católicos.
De aquí nace y aquí tiene su origen un vasto sistema de naturalismo, que es la contradicción radical, universal, absoluta de todas nuestras creencias. Los católicos creemos y profesamos que el hombre pecador está perpetuamente necesitado de socorro y que Dios le otorga ese socorro perpetuamente por medio de una asistencia sobrenatural, obra maravillosa de su infinito amor y de su misericordia infinita. Para nosotros, lo sobrenatural es la atmósfera de lo natural; es decir, aquello que sin hacerse sentir lo envuelve a un mismo tiempo y lo sustenta.
Entre Dios y el hombre había un abismo insondable: el Hijo de Dios se hizo hombre; y juntas en El ambas naturalezas, el abismo fue colmado. Entre el Verbo Divino, Dios y hombre a un mismo tiempo, y el hombre pecador había todavía una inmensa distancia; para acortar esa distancia inmensa, Dios puso entre su Hija y su criatura a la Madre de su Hijo, a la Santísima Virgen, a la mujer sin pecado. Entre la mujer sin pecado y el hombre pecador la distancia era todavía grande, y Dios, en su misericordia infinita, puso entre la Virgen Santísima y el hombre pecador a los santos pecadores.
¡Quién no admirará tan grande, y tan soberano, y tan maravilloso, y tan perfecto artificio! El más grande pecador no necesita de más sino de alargar su mano pecadora para encontrar quien le ayude a remontarse de escalón en escalón hasta las cumbres del cielo desde el abismo de su pecado.
Y todo esto no es otra cosa sino la forma visible y exterior, y como exterior y visible, hasta cierto punto imperfecta, de los efectos maravillosos de aquel socorro sobrenatural con que Dios acude al hombre para que transite con pie firme por el áspero sendero de la vida. Para formarse una idea de este sobrenaturalismo maravilloso es necesario penetrar con los ojos de la fe en más altas y más recónditas regiones; es menester poner los ojos en la Iglesia, movida perpetuamente por la acción secretísima del Espíritu Santo; es menester penetrar en el secretísimo santuario de las almas y ver allí cómo la gracia de Dios las solicita y las busca, y cómo el alma del hombre cierra o abre su oído a aquel divino reclamo, y de qué manera se entabla y se prosigue continuamente entre la criatura y su Criador un callada coloquio; es menester ver, por otro lado, lo que hace allí, y lo que dice allí, y lo que allí busca el espíritu de las tinieblas; y cómo el alma del hombre va y viene y se agita y se afana entre dos eternidades para abismarse al fin, según el espíritu a quien sigue, en las regiones de la luz o en las regiones tenebrosas.
Es menester mirar y ver a nuestro lado al ángel de nuestra guarda, y cómo va ojeando con un soplo sutil para que no nos molesten los pensamientos importunos, y cómo pone sus manos debajo de nuestros pies para que no tropecemos. Es menester poner los ojos en la Historia y ver la maravillosa manera con que Dios dispone los acontecimientos humanos, para su gloria propia y para el bien de sus elegidos, sin que porque El sea dueño de los acontecimientos, el hombre deje de serlo de sus acciones. Es menester ver cómo suscita en tiempo oportuno los conquistadores y las conquistas, los capitanes y las guerras, y cómo lo restaura y lo apacigua todo en un punto, derribando a los guerreros y domando el orgullo de los conquistadores; cómo permite que se levanten tiranos contra un pueblo pecador y cómo, consiente que los pueblos rebeldes sean alguna vez el azote de los tiranos; cómo reúne las tribus y separa las castas o dispersa las gentes; cómo da y quita a su antojo los imperios de la tierra; cómo los derriba por el suelo y cómo los levanta hasta las nubes. Es menester ver, por último, cómo los hombres andan perdidos y ciegos por este laberinto de la Historia, que van construyendo las generaciones humanas sin que ninguna sepa decir ni cuál es su estructura, ni dónde está su entrada, ni cuál es su salida.
Todo este vasto y espléndido sistema de sobrenaturalismo, clave universal y universal explicación de las cosas humanas, está negado implícita o explícitamente por los que afirman la concepción inmaculada del hombre, y los que esto afirman hoy no son algunos filósofos solamente, son los gobernadores de los pueblos, las clases influyentes de la sociedad y aun la sociedad misma, envenenada con el veneno de esta herejía perturbadora.
Aquí está la explicación de todo lo que vemos y de todo lo que tocamos, a cuyo estado hemos venido a parar por esta serie de argumentos. Si la luz de nuestra razón no ha sido oscurecida, esa luz es bastante, sin el auxilio de la fe, para descubrir la verdad. Si la fe no es necesaria, la razón es soberana e independiente. Los progresos de la verdad dependen de los progresos de la razón; los progresos de la razón dependen de su ejercicio; su ejercicio consiste en la discusión; por eso la discusión es la verdadera ley fundamental de las sociedades modernas y el único crisol en donde se separan, después de fundidas, las verdades de los errores. En este principio tienen su origen la libertad de la imprenta, la inviolabilidad de la tribuna y la soberanía real de las asambleas deliberantes. Si la voluntad del hombre no está enferma, le basta el atractivo del bien para seguir el bien sin el auxilio sobrenatural de la gracia; si el hombre no necesita de ese auxilio, tampoco necesita de los sacramentos que se lo dan ni de las oraciones que se lo procuran; si la oración no es necesaria, es ociosa; si es ociosa, es ociosa e inútil la vida contemplativa; si la vida contemplativa es ociosa e inútil, lo son la mayor parte de las comunidades religiosas. Esto sirve para explicar por qué en dondequiera que han penetrado estas ideas han sido extinguidas aquellas comunidades. Si el hombre no necesita de sacramentos, no necesita tampoco de quien se los administre; y sí no necesita de Dios, tampoco necesita de mediadores. De aquí el desprecio o la proscripción del sacerdocio en donde esas ideas han echado raíces. El desprecio del sacerdocio se resuelve en todas partes en el desprecio de la Iglesia, y el desprecio de la Iglesia es igual al desprecio de Dios en todas partes.
Negada la acción de Dios sobre el hombre y abierto otra vez (en cuanto esto es posible) entre el Criador y su criatura un abismo insondable, luego al punto la sociedad se aparta instintivamente de la Iglesia a esa misma distancia; por eso, allí donde Dios está relegado en el cielo, la Iglesia está relegada en el santuario.; y, al revés, allí donde el hombre vive sujeto al dominio de Dios, se sujeta también natural e instintivamente al dominio de su Iglesia. Los siglos todos atestiguan esta verdad, y lo mismo la da testimonio el presente que los pasados.
Descartado así todo lo que es sobrenatural y convertida la religión en un vago deísmo, el hombre que no necesita de la Iglesia, escondida en su santuario, ni de Dios, atado a su cielo como Encelado a su roca, convierte sus ojos hacia la fierra y se consagra exclusivamente al culto de los intereses materiales. Esta es la época de los sistemas utilitarios, de las grandes expansiones del comercio, de las fiebres de la industria, de las insolencias de los ricos y de las impaciencias de los pobres. Este estado de riqueza material y de indigencia religiosa es seguido siempre de una de aquellas catástrofes gigantescas que la tradición y la historia graban perpetuamente en la memoria de los hombres. Para conjurarlas se reúnen en consejo los prudentes y los hábiles; el huracán, que viene rebramando, pone en súbita dispersión a su consejo y se los lleva juntamente con sus conjuros.
Consiste esto en que es imposible de toda imposibilidad impedir la invasión de las revoluciones y el advenimiento de las tiranías, cuyo advenimiento y cuya invasión son una misma cosa; como que ambas se resuelven en la dominación de la fuerza, cuando se ha relegado a la Iglesia en el santuario y a Dios en el cielo. El intento de llenar el gran vacío que en la sociedad deja su ausencia con cierta manera de distribución artificial y equilibrada de los Poderes públicos, es loca presunción e intento vano; semejante al de aquél que en la ausencia de los espíritus vitales quisiera reproducir a fuerza de industria y por medios puramente mecánicos los fenómenos de la vida. Por lo mismo que ni la Iglesia ni Dios son una forma, no hay forma ninguna que pueda ocupar el gran vacío que dejan cuando se retiran de las sociedades humanas. Y al revés, no hay manera ninguna de gobernación que sea esencialmente peligrosa cuando Dios y su Iglesia se mueven libremente, si por otro lado la son amigas las costumbres y favorables los tiempos.
No hay acusación ninguna más singular y más extraña que la que consiste en afirmar, por una parte, con ciertas escuelas, que el catolicismo es favorable al gobierno de las muchedumbres, y por otra, con otros sectarios, que impide al advenimiento de la libertad que favorece la expansión de las grandes tiranías. ¿Dónde hay absurdo mayor que acusar de lo primero al catolicismo, ocupado perpetuamente en condenar las rebeldías y en santificar la obediencia como la obligación común a todos los hombres? ¿Dónde hay absurdo mayor que acusar de lo segundo a la única religión de la tierra que ha enseñado a las gentes que ningún hombre tiene derecho sobre el hombre, porque toda autoridad viene de Dios; que ninguno que no sea pequeño a sus propios ojos será grande; que las potestades son instituidas para el bien; que mandar es servir y que el principado es un ministerio y, por consiguiente, un sacrificio? Estos principios, revelados por Dios y mantenidos en toda su integridad por su santísima Iglesia, constituyen el Derecho público de todas las naciones cristianas. Ese Derecho público es la afirmación perpetua de la verdadera libertad, porque es la perpetua negación, la condenación perpetua, por un lado, del derecho en los pueblos de dejar la obediencia por la rebelión, y por otro, del derecho en los príncipes de convertir su potestad en tiranía. La libertad consiste precisamente en la negación de esos derechos, y de tal manera consiste en esa negación que con ella la libertad es inevitable; sin ella la libertad es imposible. La afirmación de la libertad y la negación de esos derechos son, si bien se mira, una misma cosa, expresada en términos diferentes y de diferente manera. De donde se sigue no sólo que el catolicismo no es amigo de las tiranías ni de las revoluciones, sino que sólo él las ha negado; no sólo que no es enemigo de la libertad, sino que sólo él ha descubierto en esa misma negación la índole propia de la libertad verdadera.
Ni es menos absurdo suponer, como suponen algunos, que la religión santa que profesamos y la Iglesia que la contiene y la predica, o detienen o miran con desvío la libre expansión de la riqueza pública, la buena solución de las cuestiones económicas y el crecimiento de los intereses materiales, porque si bien es cierto que la religión no se propone hacer a los pueblos potentes, sino dichosos; ni hacer a los hombres ricos, sino santos, no lo es menos que una de sus nobles y grandes enseñanzas consiste en haber revelado al hombre su encarga providencial de transformar la Naturaleza toda y de ponerla a su servicio por medio de su trabajo. Lo que la Iglesia busca es un cierto equilibrio entre los intereses materiales y los morales y religiosos; lo que en ese equilibrio busca es que cada cosa esté en su lugar y que haya lugar para todas las cosas; lo que busca, por último, es que el primer lugar sea ocupado por los intereses morales y religiosos y que los materiales vengan después. Y esto no sólo porque así lo exigen las nociones más elementales del orden, sino también porque la razón nos dice y la Historia nos enseña que esa preponderancia, condición necesaria de aquel equilibrio, es la única que puede conjurar y que conjura ciertamente las grandes catástrofes, prontas siempre a surgir allí donde la preponderancia o el crecimiento exclusivo de las intereses materiales pone en fermentación las grandes concupiscencias.
Otros hay que persuadidos, por un lado, de la necesidad en que está el mundo para no perecer, del auxilio de nuestra santa religión y de nuestra Iglesia santa, pero pesarosos, por otro lado, de someterse a su yugo, que si es suave para la humildad es gravísimo para el orgullo humano, buscan su salida en una transacción, aceptando de la religión y de la Iglesia ciertas cosas y desechando otras que estiman exageradas. Estos tales son tanto más peligrosos cuanto que toman cierto semblante de imparcialidad propio para engañar y seducir a las gentes; con esto se hacen jueces del campo, obligan a comparecer delante de sí al error y a la verdad, y con falsa moderación buscan entre los dos no sé qué medio imposible. La verdad, esto es cierto, suele encontrarse y se encuentra en medio de los errores; pero entre la verdad y el error no hay medio ninguno; entre esos dos polos contrarios no hay nada sino un inmenso vacío; tan lejos está de la verdad el que se pone en el vacío como el que se pone en el error; en la verdad no está sino el que se abraza con ella.
Estos son los principales errores de los hombres y de las clases a quienes ha cabido en estos tiempos el triste privilegio de la gobernación de las naciones. Volviendo los ojos a otro lado, y poniéndolos en los que se adelantan reclamando la grande herencia de la gobernación, la razón se turba y la imaginación se confunde al hallarse en presencia de errores todavía más perniciosos y abominables. Es una cosa digna de observarse, sin embargo, que estos errores, perniciosísimos y abominabilísimos como son, no son más que las consecuencias lógicas, y, como lógicas, inevitables de los errores arriba mencionados.
Supuesta la inmaculada concepción del hombre, y con ella la belleza integral de la naturaleza humana, algunos se han preguntado a sí propios: ¿por qué si nuestra razón es luminosa y nuestra voluntad recta y excelente, nuestras pasiones, que están en nosotros como nuestra voluntad y nuestra razón, no han de ser excelentísimas? Otros se preguntan: ¿por qué si la discusión es buena como medio de llegar a la verdad, ha de haber cosas sustraídas a su jurisdicción soberana? Otros no atinan con la razón de por qué en los anteriores supuestos la libertad de pensar, de querer y de obrar no ha de ser, absoluta. Los dados a las controversias religiosas se proponen la cuestión que consiste en averiguar por qué si Dios no es bueno en la sociedad se le consiente en el cielo, y por qué si la Iglesia no sirve para nada se la ha de consentir en el santuario. Otros se preguntan por qué siendo indefinido el progreso hacia el bien no se ha de acometer la hazaña de levantar los goces a la altura de las concupiscencias y de trocar este valle lacrimoso en un jardín de deleites. Los filántropos se muestran escandalizados al encontrar un pobre por las calles, no acertando a comprender cómo un pobre siendo tan feo puede ser hombre, ni cómo el hombre siendo tan hermoso puede ser pobre. En lo que convienen todos, sin que discrepe ninguna, es en la necesidad imperiosa de subvertir la sociedad, de suprimir los Gobiernos, de trasegar las riquezas y de acabar de un golpe con todas las instituciones humanas y divinas.
Hay todavía, aunque la cosa parezca imposible, un error que, no siendo ni con mucho tan detestable, considerado en sí es, sin embargo, más trascendental por sus consecuencias que todos estos: el error de los que creen que éstos no nacen necesaria e inevitablemente de los otros. Si la sociedad no sale prontamente de este error, y si saliendo de él no condena a los unos como consecuencia y a los otros como premisas, con una condenación radical y soberana, la sociedad, humanamente hablando, está perdida.
El que lea el imperfectísimo catálogo que acabo de hacer de esos errores atroces observará que de ellos unos van a parar a una confusión absoluta y a una absoluta anarquía, mientras que otros hacen necesario para su realización un despotismo de proporciones inauditas y gigantescas; corresponden a la primera categoría los que se refieren a la exaltación de la libertad individual y a la violentísima destrucción de todas las instituciones; corresponden a la segunda aquellos otros que suponen una ambición organizadora. En el dialecto de la escuela se llaman socialistas en general los sectarios que difunden los primeros, y comunistas los que difunden los segundos; lo que aquéllos buscan, sobre todo, es la expansión indeterminada de la libertad individual, a expensas de la autoridad pública suprimida; y, al revés, a lo que se dirigen los segundos es a la completa supresión de la libertad humana y a la expansión gigantesca de la autoridad del Estado. La fórmula más completa de la primera de estas doctrinas se halla en los escritos de M. Girardin y en el último libro de M. Proudhon. El primero ha descubierto la fuerza centrífuga, y el segundo, la fuerza centrípeta de la sociedad futura, gobernada por las ideas socialistas, la cual obedecerá a dos contrarios movimientos: a uno de repulsión, producido por la libertad absoluta, y a otro de atracción, producido por un torbellino de contratos. La esencia del comunismo consiste en la confiscación de todas las libertades y de todas las cosas en provecho del Estado.
Lo estupendo y monstruoso de todos estos errores sociales proviene de lo estupendo de los errores religiosos en que tienen su explicación y su origen. Los socialistas no se contentan con relegar a Dios en el cielo, sino que pasando más allá hacen profesión pública de ateísmo y le niegan en todas partes. Supuesta la negación de Dios, fuente y origen de toda autoridad, la lógica exige la negación de la autoridad misma con una negación absoluta; la negación de la paternidad universal lleva consigo la negación de la paternidad doméstica; la negación de la autoridad religiosa lleva consigo la negación de la autoridad política. Cuando el hombre se queda sin Dios, luego, al punto, el súbdito se queda sin rey y el hijo se queda sin padre.
Por lo que hace al comunismo, me parece evidente su procedencia de las herejías panteístas y de todas las otras con ellas emparentadas. Cuando todo es Dios y Dios es todo, Dios es, sobre todo, democracia y muchedumbre; los individuos, átomos divinos y nada más, salen del todo, que perpetuamente los engendra, para volver al todo, que perpetuamente lo absorbe. En este sistema, lo que no es el todo no es Dios, aunque participe de la divinidad; y la que no es Dios no es nada, porque nada hay fuera de Dios, que es todo. De aquí ese soberbio desprecio de los comunistas por el hombre y esa negación insolente de la libertad humana. De aquí esas aspiraciones inmensas a una dominación universal por medio de la futura demagogia, que ha de extenderse por todos los continentes y ha de tocar a los últimos confines de la tierra. De aquí esa furia insensata con que se propone confundir y triturar todas las familias, todas las clases, todos los pueblos, todas las razas de las gentes en el gran mortero de sus trituraciones. De ese oscurísimo y sangrientísimo caos debe salir un día el Dios único, vencedor de todo lo, que es vario; el Dios universal, vencedor de todo lo que es particular; el Dios eterno, sin principio ni fin, vencedor de todo lo que nace y pasa; ese Dios es la demagogia, la anunciada por los últimos profetas, el único sol del futuro firmamento, la que ha de venir traída por la tempestad, coronada de rayos y servida por los huracanes. Ese es el verdadero todo, Dios verdadero, armado con un solo atributo, la omnipotencia, y vencedor de las tres grandes debilidades del Dios católico: la bondad, el amor y la misericordia. ¿Quién no reconocerá en ese Dios a Luzbel, dios del orgullo?
Cuando se consideran atentamente estas abominables doctrinas es imposible no echar de ver en ellas el signo misterioso, pero visible, que los errores han de llevar en los tiempos apocalípticos. Si un pavor religioso no me impidiera poner los ojos en esos tiempos formidables, no me sería difícil apoyar en poderosas razones de analogía la opinión de que el gran imperio anticristiano será un colosal imperio demagógico, regido por un plebeyo de satánica grandeza, que será el hombre de pecado.
Después de haber considerado en general los principales errores de estos tiempos, y después de haber demostrado cumplidamente que todos ellos tienen su origen en algún error religioso, me parece no sólo conveniente, sino también necesario, descender a algunas aplicaciones que han de poner más en claro todavía esa dependencia en que están de los errores religiosos todos los errores políticos y sociales. Así, por ejemplo, me parece una cosa puesta fuera de toda duda que todo lo que afecta al gobierno de Dios sobre el hombre afecta en el mismo grado y del mismo modo a los Gobiernos instituidos en las sociedades civiles. El primer error religioso en estos últimos tiempos fue el principio de la independencia y de la soberanía de la razón humana; a este error en el orden religioso corresponde en el político el que consiste en afirmar la soberanía de la inteligencia; por eso la soberanía de la inteligencia ha sido el fundamento universal del Derecho público en las sociedades combatidas por las primeras revoluciones. En él tienen su origen las Monarquías parlamentarias, con su censo electoral, su división de poderes, su imprenta libre y su tribuna inviolable.
El segundo error es relativo a la voluntad, y consiste, por lo que hace al orden religioso, en afirmar que la voluntad, recta de suyo, no necesita para inclinarse al bien del llamamiento ni del impulso de la gracia; a este error en el orden religioso corresponde en el político el que consiste en afirmar que no habiendo voluntad que no sea recta, no debe haber ninguna que sea dirigida y que no sea directora. En este principio se funda el sufragio universal y en él tiene su origen el sistema republicano.
El tercer error se refiere a los apetitos, y consiste en afirmar, por lo que hace al orden religiosa, que supuesta la inmaculada concepción del hombre, sus apetitos son excelentes; a este error en el orden religioso corresponde en el político el que consiste en afirmar que los Gobiernos todos deben ordenarse a un solo fin: a la satisfacción de todas las concupiscencias; en este principio están fundados todos los sistemas socialistas y demagógicos que pugnan hoy por la dominación y que, siguiendo las cosas su curso natural por la pendiente que llevan, la alcanzarían más adelante.
De esta manera la perturbadora herejía, que consiste, por un lado, en negar el pecado original, y por otro, en negar que el hombre está necesitado de una dirección divina, conduce primero a la afirmación de la soberanía de la inteligencia y luego a la afirmación de la soberanía de la voluntad, y, por último, a la afirmación de la soberanía de las pasiones; es decir, a tres soberanías perturbadoras.
No hay como saber lo que se afirma o se niega de Dios en las regiones religiosas para saber lo que se afirma o se niega del Gobierno en las regiones políticas; cuando en las primeras prevalece un vago deísmo, se afirma de Dios que reina sobre todo lo criado y se niega que lo gobierne. En estos casos prevalece en las regiones políticas la máxima parlamentaria de que el rey reina y no gobierna.
Cuando se niega la existencia de Dios se niega todo del Gobierno, hasta la existencia. En estas épocas de maldición surgen y se propagan con espantable rapidez las ideas anárquicas de las escuelas socialistas.
Por último, cuando la idea de la divinidad y la de la creación se confunden hasta el punto de afirmar que las cosas criadas son Dios, y que Dios es la universalidad de las cosas criadas, entonces el comunismo prevalece en las regiones políticas, como el panteísmo en las religiosas; y Dios, cansado de sufrir, entrega al hombre a la merced de abyectos y abominables tiranos.
Volviendo ahora Las ojos hacia la Iglesia, me será fácil demostrar que ha sido objeto de los mismos errores, los cuales conservan siempre su identidad indestructible, ora se apliquen a Dios, ora conturben su Iglesia, ora trastornen las sociedades civiles.
La Iglesia puede ser considerada de dos maneras diferentes: en sí misma, como una sociedad independiente y perfecta, que tiene en sí cuanto necesita para obrar con desembarazo y para moverse con anchura, y en su relación con las sociedades civiles y con los Gobiernos de la tierra.
Considerada desde el punto de vista de su organismo interior, la Iglesia se ha visto en la necesidad de resistir la grande avenida de perniciosísimos errores, siendo digno de advertirse que entre ellos los más perniciosos son los que se dirigen contra lo que su unidad tiene de maravillosa y perfecta; es decir, contra el Pontificado, piedra fundamental del prodigioso edificio. En el número de estos errores está aquel en virtud del cual se niega al Vicario de Jesucristo en la tierra la sucesión única e indivisa del poder apostólico en lo que tuvo de universal, suponiendo que los Obispos han sido sus coherederos. Este error, si pudiera prevalecer, introduciría la confusión y el desconcierto en la Iglesia del Señor, convirtiéndola, por la multiplicación del Pontificado, que es la autoridad esencial, la autoridad indivisible, la autoridad incomunicable, en una aristocracia turbulentísima. Dejándole el honor de una vana presidencia y quitándole la jurisdicción real y el gobierno efectivo, el Sumo Pontífice, bajo el imperio, de este error, queda relegado inútilmente en el Vaticano, como Dios, bajo el imperio del error deísta, queda relegado inútilmente en el cielo, y como el rey, bajo el imperio del error parlamentario, queda relegado inútilmente en su trono.
Los que mal avenidos con el imperio de la razón, de suyo aristocrática, le prefieren al de la voluntad, democrática de suyo, van a caer en el presbiterianismo, que es la República en la Iglesia, como caen en el sufragio universal, que es la República en las sociedades civiles.
Los que enamorados de la libertad individual la exageran hasta el punto de proclamar su omnímoda soberanía y la destrucción de todas las instituciones reprimentes, van a caer, por lo que hace al orden civil, en la sociedad contractual de Proudhon, y por lo que hace al religioso, a la inspiración individual, proclamada como un dogma por algunos fanáticos sectarios en las guerras religiosas de Inglaterra y de Alemania.
Por último, los seducidos por los errores panteístas van a parar, en el orden eclesiástico, a la soberanía indivisa de la muchedumbre de los fieles, como en el orden divino a la deificación de todas las cosas, como en el orden civil a la constitución de la soberanía universal y absorbente de las falanges.
Todos estos errores relativos al orden jerárquico establecido por el mismo Dios en su Iglesia, importantísimos como son en la región de las especulaciones, pierden grandemente de su importancia en los dominios de los hechos, por ser imposible de toda imposibilidad que lleguen a prevalecer en una sociedad que las divinas promesas ponen a cubierto de sus estragos. Lo contrario sucede con aquellos otros errores que conciernen a las relaciones entre la Iglesia y la sociedad civil, entre el sacerdocio y el Imperio, los cuales fueron poderosos en otros siglos para turbar la paz de las gentes, y aún lo son hoy día, ya que no para impedir la expansión irresistible de la Iglesia por el mundo, para ponerle obstáculos y trabas y para retardar el día en que sus confines han de ser los confines mismos de la tierra.
Estos errores son de varias especies, según que se afirma de la Iglesia o que es igual al Estado, o que es inferior al Estado, o que nada tiene que ver con el Estado, o que la Iglesia no sirve para nada. La primera es la afirmación propia de los más templados regalistas; la segunda, de los regalistas más ardientes; la tercera, de los revolucionarios, que proponen como primera premisa de sus argumentos la última consecuencia del regalismo; la última, de los socialistas y comunistas, es decir, de todas las escuelas radicales, las cuales toman por premisa de su argumento la última consecuencia en que se detiene la escuela revolucionaria.
La teoría de la igualdad entre la Iglesia y el Estado da ocasión a los más templados regalistas para proclamar como de naturaleza laical lo que es de naturaleza mixta, y como de naturaleza mixta lo que es de naturaleza eclesiástica, siéndoles forzoso acudir a estas usurpaciones para componer con ellas la dote o el patrimonio que el Estado aporta en esta sociedad igualitaria. En este sistema, casi todos los puntos son controvertibles, y todo lo que es controvertible se resuelve por avenencias y concordias; en él es de Derecho común el pase de las bulas y de los breves apostólicos, así como la vigilancia, la inspección y la censura, ejercida sobre la Iglesia en nombre del Estado.
La teoría de la inferioridad de la Iglesia con respecto al Estado da ocasión a los regalistas ardientes para proclamar el principio de las iglesias nacionales, el derecho de la potestad civil de revocar las concordias ajustadas con el Sumo Pontífice, de disponer por si de los bienes de la Iglesia y, por último, el de gobernar la Iglesia por decretos o por leyes hechos en las asambleas deliberantes.
La teoría que consiste en afirmar que la Iglesia nada tiene que ver con el Estado da ocasión a la escuela revolucionaria para proclamar la separación absoluta entre el Estado y la Iglesia, y como consecuencia forzosa de esta separación, el principio de que la manutención del clero y la conservación del culto deben correr por cuenta exclusiva de los fieles.
El error que consiste en afirmar que la Iglesia no sirve para nada, siendo la negación de la Iglesia misma, da por resultado la supresión violenta del orden sacerdotal por medio de un decreto, que encuentra su sanción naturalmente en una persecución religiosa.
Por lo dicho se ve que estos errores no son sino la reproducción de los que vimos ya en otras esferas; como quiera que a las mismas afirmaciones y negaciones erróneas a que da lugar la coexistencia de la Iglesia y del Estado da lugar, en el orden político, la coexistencia de la libertad individual y de la autoridad pública; en el orden moral, la coexistencia del libre albedrío y la gracia; en el intelectual, la coexistencia de la razón y la fe; en el histórico, la coexistencia de la Providencia divina y de la libertad humana; y en las más altas esferas de la especulación, con la coexistencia del orden natural y del sobrenatural, la coexistencia de dos mundos.
Todos estos errores, en sus naturales idénticos, aunque en sus aplicaciones varios, producen por lo funestos los mismos resultados en todas sus aplicaciones. Cuándo se aplican a la coexistencia de la libertad individual y de la autoridad pública producen la guerra, la anarquía y las revoluciones en el Estado; cuando tienen por objeto el libre albedrío y la gracia, producen primero la división y la guerra interior, después la exaltación anárquica del libre albedrío y luego la tiranía de las concupiscencias en el pecho del hombre. Cuando se aplican a la razón y a la fe producen primero la guerra entre las dos, después el desorden, la anarquía y el vértigo en las regiones de la inteligencia humana. Cuando se aplican a la inteligencia del hambre y a la Providencia de Dios producen todas las catástrofes de que están sembrados los campos de la Historia. Cuando se aplican, por último, a la coexistencia del orden natural y del sobrenatural, la anarquía, la confusión y la guerra se dilatan por todas las esferas y están en todas las regiones.
Por lo dicho se ve que en el último análisis y en el último resultado todos estos errores, en su variedad casi infinita, se resuelven en uno sólo, el cual consiste en haber desconocida o falseado el orden jerárquico, inmutable de suyo, que Dios ha puesto en las cosas. Ese orden consiste en la superioridad jerárquica de todo lo que es sobrenatural sobre todo lo que es natural, y, por consiguiente, en la superioridad jerárquica de la fe sobre la razón, de la gracia sobre el libre albedrío, de la Providencia divina sobre la libertad humana y de la Iglesia sobre el Estado; y, para decirlo todo de una vez y en una sola frase, en la superioridad de Dios sobre el hombre.
El derecho reclamado por la fe de alumbrar a la razón y de guiarla no es una usurpación, es una prerrogativa conforme a su naturaleza excelente; y al revés, la prerrogativa proclamada por la razón de señalar a la fe sus límites y sus dominios no es un derecho, sino una pretensión ambiciosa que no está conforme con su naturaleza inferior y subordinada. La sumisión a las inspiraciones secretas de la gracia es conforme al orden universal, porque no es otra cosa sino la sumisión a las solicitaciones divinas y a los divinos llamamientos; y al revés, su desprecio, su negación o la rebeldía contra ella constituyen al libre albedrío en un estado interior de indigencia y en un estado exterior de rebelión contra el Espíritu Santo. El señorío absoluto de Dios sobre los grandes acontecimientos históricos que El obra y que El permite es su prerrogativa incomunicable, como quiera que la Historia es como el espejo en que Dios mira exteriormente sus designios; y al revés, la pretensión del hombre cuando afirma que él hace los acontecimientos y que él teje la trama maravillosa de la Historia, es una pretensión insostenible, como quiera que él no hace otra cosa sino tejer por sí solo la trama de aquellas de sus acciones que son contrarias a los divinos mandamientos y ayudar a tejer la trama de aquellas otras que son conformes a la voluntad divina. La superioridad de la Iglesia sobre las sociedades civiles es una cosa conforme a la recta razón, la cual nos enseña que lo sobrenatural es sobre lo natural y lo divino sobre lo humano; y al revés, toda aspiración por parte del Estado a absorber la Iglesia, o a separarse de la Iglesia, o a prevalecer sobre la Iglesia, o a igualarse con la Iglesia, es una aspiración anárquica, preñada de catástrofes y provocadora de conflictos.
De la restauración de estos principios eternos del orden religioso, del político y del social depende exclusivamente la salvación de las sociedades humanas. Esos principios, empero, no pueden ser restaurados sino por quien los conoce, y nadie los conoce sino la Iglesia católica; su derecho de enseñar a todas las gentes, que le viene de su fundador y maestro, no se funda sólo en ese origen divino, sino que está justificado también par aquel principio de la recta razón, según el cual toca aprender al que ignora y enseñar al que más sabe.
De manera que si la Iglesia no hubiera recibido del Señor este soberano magisterio todavía estaría autorizada para ejercerle por el hecho sólo de ser la depositaria de los únicos principios que tienen la secreta y maravillosa virtud de mantener todas las cosas en orden y en concierto, y la de poner concierto y orden en todas las cosas. Cuando se afirma de la Iglesia que tiene el derecho de enseñar, esa afirmación es legítima y razonable, pero no es completa del todo si no se afirma al mismo tiempo del mundo, que tiene derecho de ser enseñado por la Iglesia. Sin duda, las sociedades civiles están en posesión de aquella tremenda potestad, que consiste en no encumbrar los altísimos montes de las verdades eternas y en deslizarse blandamente hasta caer en el abismo por las rápidas pendientes de los errores; la cuestión consiste en averiguar si puede decirse que ejercita un derecho aquel que, perdida la razón, comete un acto de locura; o, para decirlo de una vez y con una sola palabra, si ejerce un derecho el que renuncia a todos los derechos por medio del suicidio.
La cuestión de la enseñanza, agitada en estos últimos tiempos entre los universitarios y los católicos franceses, no ha sido planteada por los últimos en sus verdaderos términos, y la Iglesia universal no puede aceptarla en los términos en que viene planteándose. Supuesta, por un lado, la libertad de cultos, y supuestas, por otro, las circunstancias especialísimas de la nación francesa, es cosa clara a todas luces que los católicos franceses no estaban en estado de reclamar otra cosa para la Iglesia sino la libertad que es aquí derecho común, y que por serlo podía servir a la verdad católica de amparo y de refugio. El principio, empero, de la libertad de la enseñanza, considerado en sí mismo y hecha abstracción de las circunstancias especiales en que ha sido proclamado, es un principio falso y de imposible aceptación para la Iglesia católica. La libertad de la enseñanza no puede ser aceptada por ella sin ponerse en abierta contradicción con todas sus doctrinas. En efecto, proclamar que la enseñanza debe ser libre no viene a ser otra cosa sino proclamar que no hay una verdad ya conocida que deba ser enseñada, y que la verdad es cosa que no se ha encontrado y que se busca por medio de la discusión amplia de todas las opiniones; proclamar que la enseñanza debe ser libre es proclamar que la verdad y el error tienen derechos iguales. Ahora bien: la Iglesia profesa, por un lado, el principio de que la verdad existe sin necesidad de buscarla, y por otro, el principio de que el error nace sin derechos, vive sin derechos y muere sin derechos, y que la verdad está en posesión del derecho absoluto. La Iglesia, pues, sin dejar de aceptar la libertad allí donde otra cosa es de todo punto imposible, no puede recibirla como término de sus deseos ni saludarla como el único blanco de sus aspiraciones.
Tales son las indicaciones que creo de mi deber hacer sobre los más perniciosos entre los errores contemporáneos; de su imparcial examen resultan, a mi entender, demostradas estas dos cosas: la primera, que todos los errores tienen un mismo origen y un mismo centro; la segunda, que considerados en su centro y en su origen, todos son religiosos. Tan cierto es, que la negación de uno solo de los atributos divinos lleva el desorden a todas las esferas y pone en trance de muerte a las sociedades humanas.
Si yo tuviera la dicha de que estas indicaciones no parecieran a vuestra eminentísima enteramente ociosas, me atrevería a rogarle que las pusiera a los pies de Su Santidad juntamente con el rendido homenaje de profundísima veneración y de altísimo respeto que profeso como católico hacia su sagrada persona, hacia sus juicios infalibles y hacia sus fallos inapelables.
Dios guarde a vuestra eminentísima muchos años.
París, 19 de junio de 1852.—Eminentísimo señor.—Besa la mano de vuestra eminentísima su atento seguro servidor.
EL MARQUÉS DE VALDEGAMAS