Discurso al recibir el Premio Cervantes de 2002
«Ocupo en estos momentos de la recepción del Premio Cervantes esta prestigiosísima cátedra del Aula Magna de esta Universidad de Alcalá, de un tan alto grosor y peso en la historia intelectual y cultural de España, porque en ella me ha instalado por unos momentos la gratuidad de dicho honor y distinción, para agradecerlos, y mostrarme comprometido a hacerles honor en la medida de mis fuerzas. Y las necesitaré porque, en este caso concreto del Premio Cervantes, hay ciertamente, para quien lo recibe, un plus de deuda y exigencia más allá de la literatura. Lo que queda explicitado, con sólo aludir a la entidad y significación del nombre de dicho galardón, y de las manos de quienes se recibe.
Por su obra entera, en efecto, y de modo muy especial por el uso que de la lengua hace, se ha convertido Cervantes en símbolo o hasta encarnación de España, y la Corona lo es por la naturaleza y significado mismos de la institución y su historia, que han estado ligadas, como va de suyo, a esta empresa de la lengua. Y ello, tanto por conciencia de lo que la lengua implica en la comunidad de la que la Corona es cabeza, como por la atención personal de los monarcas, manifestada ampliamente en patrocinios, mecenazgos, protecciones, ayudas y espoleos; y de una manera muy singular, y como recogiendo toda esa herencia, se muestra en la preocupada atención de los actuales Reyes de España. Y no únicamente en el ámbito de ésta, sino en el otro magno ámbito de las naciones que hablan español, y componen una como provincia entera de la cultura humana, por encima y por debajo de la diversidad política u otras diferenciaciones de cualquier tipo. El español nos rige.
La realidad es ciertamente de estas dimensiones, y, consciente de ello, quizás me conviniera callarme con la mera enunciación de mi agradecimiento y mi disponibilidad personal, como ya he hecho, que poca cosa es, aunque la única hacedera para mí. Lo que pasa es que ser escritor -o escribidor como me gusta decir para quitar empaque a un oficio que al fin y al cabo es tan modesto- supone andar metido en todas esas responsabilidades de la lengua para nombrar al mundo, como desde lo que llamamos literatura se nombra, y John Keats nos explica tan hermosamente cuando nos dice que hay que hacerlo, teniendo los pies en el jardín de casa, y tocando con un dedo en las esferas del cielo.
Con estas pretensiones y necesarias auto-exigencias vive un escribidor, aunque nunca las logre, y, porque sabe esto, a algún árbol tiene entonces que arrimarse, que dé sombra a esta empresa. Y, en esta gran provincia universal del español que antes decía, tenemos al señor Miguel de Cervantes, que es nombre y olmo altos, y cuenta y pesa en los pensares y sentires universales y hondos.
En las viejas y algo destartaladas escuelas rurales, y en las otra aulas deluego estudios medios y superiores, a veces de no mucho mayor acomodo, sucedía, sin embargo, algo tan extraordinario como en el cuento de la Cenicienta, cuando ésta se queda en casa a realizar las azanas más serviles de ella, mientras su madrastra y sus hermanas asisten a una brillante fiesta en un palacio. Esto es, sucedía que aparecía una carroza de cristal en la que iba un príncipe, nos invitaba a subir a la carroza, y partíamos. No sabíamos adónde, y ni siquiera si regresaríamos.
Tal y tan fantástico, en efecto, es, en el acto de leer, el encuentro primero y radical con un escritor y una escritura, que se nos hacen admirar, cuando tenemos intacta todavía nuestra capacidad de maravillarnos, incluso si entonces no le entendemos a derechas, ni podríamos entenderlo. Nos bastaba saber que aquellos hombres eran grandes para rendirles nuestro respeto y entregarles nuestra fiducia. Y había que hacerlo, y lo hacíamos sobre todo con uno de ellos, un señor Miguel de Cervantes que era titulado Príncipe de los Ingenios, pero del que sabíamos su verdad, tal y como Mayans y Siscar la enunciaba al escribir que, viviendo fue un valiente soldado aunque muy desvalido, y escritor muy célebre pero sin favor alguno. Y aún peor, porque, a fin de cuentas, era, y es, escribidor, que ponía y pone a sus lectores en esa misma situación que él mismo describió cuando decía que lo único importante era caer en la cuenta de que se tiene un ánima, y esto es en lo último en que queremos caer en la cuenta cada uno de nosotros, porque si la locura de la sinceridad se apropiara del mundo ¿qué quedaría del mundo?, y, cuando me tome la locura de la sinceridad, ¿qué quedará de mí?, nos preguntamos todos, consciente o inconscientemente, con Marcel Jouhandeau.
¡Dios sabe lo que diría el señor Miguel de Cervantes de las cosas y aventuras de ahora! Él es uno de los antiguos rostros pálidos europeos de los que, según la modernidad, no puede importarnos nada, y del que para nada necesitamos desde la altura de estos tiempos; de manera que no es que esté escondido por amedrentado con estas altanerías, sigue por donde siempre sus pasos y costumbres fueron; y no es que no sea reconocible, sino que no tendríamos nada que conversar con él, si nos lo encontráramos como en otro tiempo. Pongamos por caso en una posada o mesón, charlando o jugando a las cartas, yendo a pie, o jinete en asno o mula de eclesiástico, en algún alto de un viaje, o, desde luego, escribiendo en un aposento de su casa, con la mano entumida apoyada en su mejilla y en la otra la pluma, y con la mirada pasmada buscando palabra exacta, carnal y verdadera, para lo que trata de escribir.
Mi hermano trata de sus cosas en su cámara, decía su hermana Andrea, cuando por el señor Miguel de Cervantes se preguntaba, en su casa de Valladolid. Porque mi hermano, por ser hombre que escribe e trata negocios, e que, por su buena habilidad, tiene muchos amigos.
Y sus cosas eran que tenía visitas de banqueros de Portugal y Caballeros de Santiago, o andaba en sus figuraciones de escritura, y negocio de las palabras, como diría ahora mismo el Maestro Luis de León, que por estas aulas alcalaínas pasó aprendiendo. Y trataba este negocio de las palabras el señor Miguel de Cervantes, cuando tenía tiempo, o el tiempo le sobraba porque ya no tenía empleo como no fuera el de tratar con impresores, o quizás de ver como se arreglarían las viejas cuentas de los tiempos de sus recaudaciones andaluzas, o de forjar y armar algún negocio, en la medida en que un banquero ha de hacer negocios con quien no tiene dineros, aunque sí melancolías de Italia y hasta quizás de Portugal sólo entrevisto. Porque también las tenía de las ínsulas y navegaciones de los mares del Norte, y nunca había estado en ellos, pero guardaba amores y laceraciones allí ocurridas en esas mismas tierras y mares de su ánima, que ya serían, en adelante, verdaderos para todos nosotros.
No era seguro siquiera que el señor Miguel de Cervantes tuviese una estancia para sí mismo, siendo tan estrecha la vivienda y viviendo el allí con cinco mujeres, sus deudos, y vecinos de vidas pobres y dobladas. Quizás nunca tuvo esa estancia para sí mismo que Virginia Wolf y Teresa de Avila querían para ser, y ser ellas mismas, salvo cuando en Sevilla su amigo Tomás Gutiérrez, un antiguo cómico, se la cedía en aquella su posada principesca. Toda la vida debió de estar buscando tal estancia. Es decir, lugar para estar y escribir, que fuese de condición apartadiza y con silencio, desde el que no se oyeran voces ni ruidos descompasados, y en el que todo no fuera un entrar y salir, y un decir continuo de voy a por esto, me he dejado lo otro, preguntan a la puerta por vuesamerced, ha llegado una carta y hay que pagar su porte. La casa de Tócame Roque era aquella casa de Valladolid, aunque quizás la recordase luego cuando la tranquilidad de su otra casa de Madrid estaba hecha no del silencio como de Cartuja, sino de silencios de olvidos, y de pesares que pesan, y no dejan hablar ni escribir, con ellos sobre el ánima. Pero de ésta, del ánima, hizo casa bien segura, y desde ella respondía. y responde siempre, porque historia a historia, se hila y se recuerda.
Así que, recordando por mi parte, el simplicísimo y tremendo prólogo al Persiles en el que Cervantes cuenta que en el camino de Esquivias a Madrid fue reconocido por un estudiante que comenzó a gritar, entusiasmado: Éste es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y, finalmente el regocijo de las Musas, lo que es resumir, por cierto, las cosas que habitualmente seguimos diciendo de este hombre y su escritura, y recordando, asímismo, que él, el señor Miguel de Cervantes, contesta que no es eso, que ése es un error donde han caído muchos aficionados ignorantes; yo, señor, soy Cervantes, pero no el regocijo de las Musas, ni ninguna de las demás baratijas que ha dicho, yo no quisiera tampoco decir aquí palabra que el propio señor Miguel pudiera llamar y llamara baratija, que es decir, retórica, amplificación, fabricación de ens fictum o realidad fingida, faux brillant; porque son las palabras las que dan el sentido y no al revés, que decía monsieur Pascal. Y tal es la gloria y el misterio de la literatura, que es el alzar vida con palabras hasta de un cuerpo muerto, y asentar en la verdad las historias que se cuentan.
En la escritura, nadie es grande por su estilo, sino por su gramática; no lo es por su crítica política, social o de costumbres, sino por tocar la gloria y la llaga de la naturaleza trunca del destino humano, que parece revelarse sólo a aquellos que, como el señor Miguel de Cervantes, prestan mucha atención y tienen mucha misericordia con los hombres, y desarman con su ironía el nudo gordiano de las paradojas del vivir, sus insolubles enigmas, aceptándolos como se están y son, y contándolos en una lengua que, en feliz formulación de Marcel Bataillon, si se la compara con los guisos condimentados, y hasta salpimentados de su tiempo aunque no sólo del suyo, tiene la sabrosa insipidez de la leche o del pan. Más que ningún otro escritor … él permanece fiel al ideal de transparente sencillez que Juan de Valdés había formulado en el Diálogo de la lengua: escribir como se habla. Estética igualmente, de mis señoras y señores de Port-Royal des Champs, por cierto; y la misma del querido Maestro Luis de León, según le contestó a un denunciador suyo algo redicho, diciéndole que así tan simplemente hablaba y escribía, porque no sé otro romançe que el que me enseñaron mis amas, que es el que ordinariamente hablamos.
Este señor Miguel de Cervantes se alimenta de la memoria y de la escucha, que son la materia del contar; personas y lugares que han herido su alma, para que la de quienes le lean también quede lacerada por las palabras, y dé un vuelco; porque del ánima y sus pasiones trata siempre un narrador de historias, y no de otra cosa; esto es, de la singularidad de cada vida, y su destino. Para remover otras vidas.
El pensamiento renacentista del que Cervantes es hijo impregna su escritura de todos los grandes temas y preguntas del tiempo, y no ciertamente como importados del pensar especulativo y discursivo ajenos y europeos, como ha sido la tendencia a ver las cosas a veces, quizás embaucados por la trampa del Prólogo a la Primera Parte del Quijote, sino porque él mismo, Cervantes, es un humanista, y lleva en su propio espíritu todo ese problematismo y sus vivencias, pero expresa todo eso, obviamente, como lo hace un escritor, que es modo bien distinto del especulativo en que se expresará Erasmo, pongamos por caso. Pero el Cervantes contador de historias es un humanista más, entre los que reclaman para la literatura el estatuto de conocimiento, y maneja él mismo los mismos topoi y categorías, o imaginarios, del tiempo; tales como la moria, los fantasmas, y el stultus, o scurra, a su modo de escritor, como digo; y también están en sus pensares los otros asuntos de la gloria de las letras, la pertinencia de las lenguas vulgares para nombrar el mundo y como lenguaje de disciplina, pero, desde luego de manera eminente, en el diario vivir humano para verdad y eficacia del nombrar; y están, en fin, la dignidad, la fineza del sentir y de la palabra de los más sencillos, y de los seres de desgracia. Y de tal manera esto último que Cervantes puede, y debe, ser incluido, sumo honor realmente, en ese pequeño número de genios verdaderos que Simone Weil señala como los únicos dignos y capaces de mostrar la desgracia y la condición de los aplastados por ella, y que no debemos confundir con los poseedores de talento, que es muy otra cosa; algo brillante y ruidoso siempre desde luego, pero, como Ernest Renan pensaba, al fin y al cabo, sólo la forma más baja de la inteligencia. Estamos hablando de quienes no producen las genialidades y esplendores del talento, sino que se asoman a pozos y a abismos, o desposan sencillamente los susurros y la misericordia.
De manera que no podemos ofender el lenguaje de Cervantes, declarándole por nuestra cuenta dechado y falsilla de la buena prosa, porque baratija sería; se trata del lenguaje, – armonía y dulzura, para utilizar otra fórmula frayluisiana -, que hace que vivamos y desperemos, que nos lacera, o por el que nos llena de alegría aquello que leemos y una escritura dice; esto es, realmente una lengua carnal y verdadera, y no una alquimia o juego de palabras, pura técnica del ars dicendi, un aspecto en el que Cervantes se apartaría del pensar, del sentir y del uso de su tiempo, que pertenece a un nivel de realidad, al fin y al cabo, formal e instrumental, incluso si es soberbiamente retórico. Y aquí me remito a una especie de palabras fundantes al respecto del profesor Lázaro Carreter, cuando escribe que don Quijote es un héroe novelesco enteramente insólito, inimaginable en época anterior: un enfermo por la mala calidad del idioma consumido; y la mala calidad es la de toda lengua que no nombra, por coruscante que sea y nos deslumbre. Y lo es la de la lengua instrumental y ahí-a-la-mano, banalizada y sin sonoridad a ser humano y a grosor de siglos, o la lengua encanallada por los dos grandes totalitarismos y la comercialidad de nuestro tiempo, que ciertamente nos llevan a la locura y al crimen – porque en la base de ambos está, desde luego, la gramática – y nos impiden el conocimiento y el autocomprendernos en el mundo, que es para lo que se escribe. Herr Martin Heidegger describía a la palabra como la casa del ser; pero nosotros, aunque mucho más modestamente, podemos alzar nuestra experiencia de este negocio cervantino de las palabras que nombran, comprobando, en verdad, que sólo ellas nos instalan en el conocimiento y abrigaño en los adentros, y nos permiten no permanecer en la pura instrumentación y desamparo.
En la casa levantada con palabras por el señor Miguel de Cervantes, y ahora mismo, podemos nosotros escuchar esas voces que hablan de nosotros, y de los hombres de cada tiempo, como ocurre siempre con los personajes y las voces de las grandes creaciones literarias, incluso si un tiempo como el nuestro no quiere saber nada de historia, ni de historias de hombre, y el oficio de novelista es una tarea profundamente misteriosa que molesta al mundo moderno, como comprobaba, hace ya cuatro décadas, la novelista norteamericana, Flannery O´Connor. Pero aquí, Cervantes nos repite, ahora, no con ninguna clase de autoridad postiza que jamás tuvo, sino con su antigua palabra susurrada y poderosa, que él nunca quiso irse con la corriente del uso. Porque los usos pasan, y van a dar a la mar, derechos a se acabar y consumir, pero los hombres necesitan siempre una gran misericordia y viático de ironía, para vivir apacible y serenamente, y como hombres, incluso en medio de desazones y tormentas. Y de armar historias, para nuestro conocimiento y consuelo precisamente, se ocupaba el señor Miguel de Cervantes, en la cámara de su casa, en su mechinal de posada, o en su baño de Argel, o incluso cuando ya la muerte le dio cita y plazo, que no otra cosa es ese castillo de cristal del Persiles, tallado como un diamante oscuro, porque es como un resumen, – la fragancia del vaso, que Azorín diría admirablemente – de todos los sueños y enigmas de los hombres; una callada armonía de voces y decires, historias de mil vidas que, al decirse, implican otras vidas, y otros tiempos, y todos los anhelos del vivir desviviéndose, en ínsulas extrañas, las de los adentros, en las que aquellas historias se sajan y revelan; o quedan en el misterio enquistadas. Y todo ello contado con tan suave cuidado y dolorido sentir, tanta misericordia, en una lengua antigua y tan sin tiempo, como Bach componía con sus anacronismos sus caprichos de alabanza o piedad; como candelas para luz del alma, que eran a las que volvía sus ojos don Quijote, a la hora de morir, queriendo entonces hacerse caballero de una Caballería perdurable.
Hay en ese sueño, que es el Persiles, un tal atendimiento a la precisión y armonía de la lengua, en efecto, que ciertamente ahí se aúnan el espíritu de fineza y el de geometría, de los que hablaba Pascal, y componen un discurso como el de Spinoza; y de tal modo se torna obsesiva la cuestión de la honestidad del pensar y el escribir contando historias verdaderas, que todo eso sitúa también al señor Miguel de Cervantes, entre ellos e inter pares, en los otros altos momentos del pensar y el sentir barrocos. Baruch de Spinoza tenía en su biblioteca las Novelas Ejemplares de Cervantes, y conocía a un hombre de letras que, por alguna laceración en su existencia, también se creía de cristal como el licenciado Vidriera cervantino; y guiños son éstos que hace la vida como las novelas que son vida, aunque no se ajusten a cánones como las del señor Miguel de Cervantes, sino que estén regidas más bien por el spinoziano sentir de que no se debe reír ni llorar ante la aventura de la vida humana y su oscuro discurrir y destino, sino sólo tratar de comprender, y que es mejor un sueño o esperanza gozosos que la certidumbre de una desgracia. Lo que ni ahora ni nunca, desde luego, va, ni irá jamás, con la corriente del uso.
Cervantes sabe, y lo muestra – y esto sólo lo saben y lo muestran los grandes que con su gramática nombran el mundo y las historias de los hombres como lo hizo Adán con los animales – que todo es nada, sólo niebla y humo, y que también el escribir lo es. Qohélet ya lo había avisado más de dos mil años antes, pero también que no se dejarían de escribir libros, porque, al fin, el mundo y el rostro de los hombres y los libros humo son, pero también gloria y alegría, y hay que desposar y vivir éstos, antes de bajar a lo oscuro, amparados a la luz del alma. Y esto es caer en la cuenta de que se tiene una, como el señor Miguel decía, según apunté más arriba, y de que ésta está siempre inquieta por la verdad y la hermosura. La escritura alimenta ese anhelo, y lo satisface con sus transfiguraciones y presencias reales.
Las grandes horas de España, como las de cualquier civilización y empresa del espíritu, siempre de la corriente del uso se separan y desgajan. De la tensión y entrecruce de pensares, sentires y vivires, de la España de las tres leyes -única en Europa-, y de la de la interior aventura de los conversos – que es un hecho mayor en la cultura europea, porque ahí nace la conciencia no del yo cartesiano sino del yo existencial y vívidero -, se origina el más alto esplendor de nuestra hermosura literaria, en toda la enorme provincia misma de la Hispanidad de la que antes hablaba, y en las comunidades donde se da aún la pervivencia del judeo-español, que nuestra ánima lleva y preserva.
Deseo, para España y su cultura, que, abiertas y entrecruzadas con los sentires y saberes del mundo entero, porque el solipsismo cultural es un puro sinsentido, se sigan estando en su ser mismo, y que allí donde estén ellas, esté el centro, como, en la gloriosa discusión sobre quién presidiría la mesa, dijo don Quijote a Sancho en casa de los duques; y no a tontas ni a locas precisamente, sino sabiendo. No a baratija, sino a ánima, como yo quisiera haber pergeñado un apunte o silueta, aquí, ante ustedes y en la presencia de los Reyes de España, acerca del señor Miguel de Cervantes, de nuestra lengua, y de quienes en el ancho mundo la hablan, o la entienden, y la aman.
Majestades, acepten este mi deseo como un voto antiguo, al que nobleza obligaba, ya que he quedado enrolado en este negocio y vinculación cervantinos por la distinción misma que se me ha concedido. La civilidad y la cristiandad, dice Pascal que impiden hablar de uno mismo, y hasta pronunciar el primer pronombre personal; pero espero no faltar a esta gramática, que llevo en mi propio corazón, si sólo apunto a ese mi yo un solo instante para decir, sencilla y nuevamente:
Gracias».
Discurso al recibir el Premio ¡Bravo! Especial de Comunicación y Premio Marejadas 2008
La gloria y la perdición de la palabra
Me corresponde, según la tradición de esta Casa en la concesión de estos Premios ¡Bravo!, el agradecer el galardón que se nos ha otorgado, y es lo que trataré de hacer en muy pocas palabras.
Creo que todos y cada uno de los premiados somos conscientes de lo que significan estos premios, aquí y ahora, y tanto en razón de aquéllos por quienes son otorgados, como por las circunstancias tan especiales en que se otorgan. Y, al mentar una cosa así, no me refiero a ninguna circunstancia ni política ni social, sino a una situación cultural que pienso que es muy singular y muy seria.
Por un lado, efectivamente, es la Conferencia Episcopal la que otorga estos premios, y esto supone, indudablemente, un honor puesto que lo que con ello se nos hace es haber prestado su atención a la tarea de cada uno de nosotros y habernos concedido un reconocimiento público. Pero, por otro lado, estamos nosotros, cada cual desde su territorio específico, en el ámbito de lo que ha recibido el nombre de «comunicación social», que es una denominación muy amplia y equívoca, y esto seguramente exige algunas reflexiones que parecen inexcusables sobre una tarea sumamente compleja en nuestro mundo.
No es lo mismo, desde luego, el ámbito de la escritura literaria que el de la escritura filosófica y la periodística, y, a poco que se apuren las cosas, hay que subrayar que no se puede reducir, ni siquiera y sin más, el periodismo a un simple medio material de comunicación o bocina, como diría Kierkegaard; y, cuando esta reducción se ha dado, ello no ha sido precisamente lo mejor que ha ocurrido al periodismo. Pero también es cierto que el hecho último de la comunicación se da, y sin duda todo queda debidamente encajado, si subrayamos que las actitudes, los propósitos y, naturalmente los lenguajes, son absolutamente diversos; y diversos los destinatarios de la escritura y la palabra en cada caso, y también las posibilidades de los propios medios en relación con la naturaleza de los mensajes, porque ciertamente hay mensajes que no pueden ser transmitidos por todos los medios, o quizás no son sencillamente transmisibles por ningún medio de comunicación; sencillamente, porque éstos «media» sólo pueden manejar información pero no historias, pongamos por caso. De tal manera que de cualquier noticia que comunica, ahora mismo, – por ejemplo, un drama urbano – en realidad sólo comunica datos, que son meramente externos, y toda narración y toda humanidad – y desde luego la noción misma de lo trágico – quedan disueltos en aquéllos.
Las relaciones entre periodismo y cultura, por ceñirnos al primero en el tiempo de los que hoy llamamos «medios de comunicación de masas», han sido equívocas desde el principio, y siguen planteando interrogaciones. ¿Ha servido realmente el periodismo como vehículo de cultura? ¿Puede llegar la cultura por medio del periódico a las grandes masas, como soñaron los señores ilustrados, o es una desviación y una desvirtuación de esa cultura y en último término, una subcultura, lo único que el periódico puede hacer llegar a un lector? ¿Acaso la esencia misma de la comunicación periodística no es la de ser global, superficial, ligera, aproblemática, y, por lo tanto, muy distinta de la comunicación estrictamente cultural?
No es fácil decidir, sin más, si los temores de Sören Kierkegaard, que vio en el naciente periodismo de su época la liquidación de la cultura a manos precisamente de su expresión truncada, masiva y popular, han tenido luego su confirmación, o no, o sólo parcialmente. «¿Qué hacen hoy los periódicos?», se preguntaba, en unas hojas sueltas de su «Diario», que van desde enero de 1847 a mayo de 1848, y explicaba luego que todo sucedía «como si a bordo de una nave hubiese un solo megáfono del cual se hubiera apoderado el pinche de cocina con el consentimiento general… en tanto que el capitán se ve obligado a dar sus órdenes de viva voz, … (y) al final, el pinche de cocina, porque posee el megáfono, se apodera del comando de la nave. «Pro dii immortales!»»
Así que Kierkegaard pensaba que, en adelante y por mor de la prensa, todo dependería de una bocina, y, como en el caso de la parábola que acabo de citar del barco enfrentado a un «iceberg», y con una sola bocina pero no en manos del capitán, sino del piche de cocina que recita el menú a través de ella, también el mundo de la cultura terminaría por ser comandado por quien la bocina tuviera. Es decir, en orden a la vigencia de la cultura instrumental necesaria para una mejor producción y mejor consumo, con el acompañamiento del cultivo de la mediocridad, la facilidad, la ordinariez, el sentimentalismo, la puerilidad, y etc. No especifiquemos más. No quiero ser tan cruel como lo serían Aldous Huxley y Joseph Roth a este respecto.
En todos estos casos, estamos exactamente ante aquel supuesto kierkegaardiano del único megáfono del barco, que está en manos del cocinero y éste no puede transmitir las órdenes del capitán, que son necesariamente algo complejo; por la sencilla razón de que las grandes cuestiones y problemas culturales no pueden ser dictados por megáfono, y ni siquiera leídos en rollo, sino que precisan el libro – hoy desgraciadamente, fabricado también en gran parte como un exitoso periódico -, y la matización magisterial. De otro modo esas cuestiones quedan irremisiblemente convertidas en lemas, o máximas de calendario, en una especie de píldoras del pensar.
Esto es, pongamos por caso, en los estereotipos y valores de la llamada mentalidad moderna de la que hace ya más de cincuenta años hablaba Bertrand Russell. «La convicción de que la moda por sí sola debe dominar la opinión -escribía – posee grandes ventajas, hace innecesario el pensamiento, y pone la más alta inteligencia al alcance de cualquiera. No es difícil aprender el empleo correcto de palabras tales como complejo, sadismo, Edipo, burgués, desviación, izquierda; y nada más se necesita para hacer un brillante escritor u orador. Algunas al menos de tales palabras exigieron mucha meditación a sus inventores: como el papel moneda, originariamente eran convertibles en oro. Pero, para la mayoría de las personas, se han tornado en inconvertibles, y, al depreciarse, han aumentado la riqueza nominal de ideas. Y así estamos ahora en condiciones de despreciar las ínfimas fortunas intelectuales de tiempos anteriores». El hombre de nuestro tiempo tiene, en efecto, esta mentalidad, sigue diciendo Russell: «Su más alta esperanza es la de pensar, el primero, lo que está a punto de ser pensado, decir lo que está por decir, y sentir lo que está por ser sentido; no tiene ningún deseo de pensar mejores pensamientos que los de sus prójimos, de decir cosas que demuestren más penetración, o de tener emociones que no sean las de algún grupo de moda, sino que sólo quiere estar levemente por delante de los temas en lo referente al tiempo».
Pero madurez intelectual, que era lo que buscaba producir el periódico en su nacimiento ilustrado, significa seguramente seriedad y cierta profundidad. Significa una cierta ascesis de la inteligencia y de la sensibilidad, matiz, discusión, duda, y lo contrario de la simplificación. Sólo que los periódicos y los otros «media» tienen que fascinar de alguna manera, incluso para decir la verdad. Tienen que poner los mismos o parecidos cebos que los políticos o vendedores de todas clases y, en todo caso, acudirá a todos los expedientes necesarios que hagan efectiva la comunicación del mensaje.
Los «mass media» investigan, en primer lugar, la audiencia o capacidad de recepción del mensaje que van a emitir, y la preparan, o modifican en el caso de que esa audiencia no sea óptima o puramente negativa, y traducen el mensaje en los términos lingüísticos, las imágenes y sonidos más aptos para lograr la atención y el acceso a la sensibilidad, y provocar la aceptación de ese mensaje, incluso sin formularle claramente si se prevé un rechazo, o no resultara oportuno. Y, en el caso de la prensa por ejemplo, echando mano de un estilo narrativo que Paul Goodman vio hace ya años que ha de resultar necesariamente anulador del pensar y el sentir. «Como se dirigen a grandes públicos, con pocos intereses serios en común – decía – los temas tratados son triviales o trivializados; la comunicación es fugaz y superficial; las impresiones son excitantes o blandas, o las dos cosas…Un director de Esquire puso objeciones a unas ciertas argumentaciones de un artículo mío, porque el lector tendría que pensar sobre eso, y, por lo visto, pensar era más de lo que se podía esperar de nadie».
Y, para ahuyentar la sensación siquiera de que algo así se va a exigir «el aspecto exterior de lo escrito se vuelve ligero y superficial, cinemático: manchas de tinta que fijan la atención, estadísticas sobrecogedoras, ilustraciones llamativas; pero el movimiento del intelecto se vuelve desesperadamente lento; no ha de haber más de un pensamiento, y sencillo, por página, para que los lectores puedan continuar». Y, además, se tendrán muy en cuenta los estudios de Droge, Weisenborg y Haft, según los cuales, cuanto menor es la inteligencia del receptor, o cuando se trata de inteligencia indiscriminada por la masa, que es lo mismo, tanto antes y mejor se entiende y aceptan las conclusiones explícitas de un mensaje, o es mucho más aceptable y operante un argumento unilateral y rotundo que otro, enfocado desde distintos puntos de vista o matizado.
Los mismos «media» están condicionados por los valores en curso de los ambientes en que han de comunicar sus mensajes, y por los estereotipos de los receptores, y, sobre todo, porque ellos mismos ya no poseen sino una información nocionística de la realidad, y, con frecuencia son dramáticamente conscientes de que la realidad verdadera no pasa, y no puede pasar por ellos; es decir, de que los mensajes más serios y humanizadores, los de cierta complejidad intelectual y profundidad moral, no son aptos para pasar por el megáfono kierkegardiano del que hablaba al principio; lo que pasa por él perfectamente es siempre un mensaje confuso, con tal que se utilice una lógica externa y aparente muy fuerte.
Y, lógicamente, el discurso filosófico o teológico, o un texto literario que no esté dispuesto a convertirse en megáfono y lanzar un mensaje confuso y de aparente fuerte lógica no tendrá destinatario. Es más, dado el desastre educativo de los últimos años, la comunicación y transmisión cultural resultará problemática, o no será posible sencillamente.
Pero la capitidisminución, recuelo y fraude que habría que hacer para hacer pasar ciertos mensajes no parecen dejarnos más opción que la de enunciarlos como es preciso, pero sabiendo que no llegarán.
Recordaré, sencillamente, a este respecto, una historia en la que se trataba de la transmisión de un mensaje no estrictamente material a través de la televisión. Y fue imposible. En 1973, exactamente, un grupo de amantes de una naturaleza limpia y periodistas trataron de concienciar la opinión pública norteamericana sobre el caso de los indios Hopi, cuyas tierras trataba de explotar una Compañía comercial, barriendo naturalmente de ellas a ese pueblo. Pero ¿qué es lo que finalmente pudieron ver los espectadores de una misión cuidadosamente preparada para ayudar a los indios Hopi? Por un lado, los espectadores de ese reportaje pudieron contemplar una serie de viejos tipos de aspecto salvaje con ropajes exóticos o divertidos, que hablaban de una religión que consideraba sagrada a la tierra, afirmaban que cavarla para robarle sus secretos era peligroso para la especie humana entera. Por otro lado, podían ver a unos funcionarios gubernamentales correctamente vestidos, bien educados, y nominalmente preocupados por los puestos de trabajo, y la elevación del nivel de vida y el progreso. ¿No habría que permitir que sobreviviera esta vieja y hermosa cultura? preguntó el periodista John Doe, desde Blak Mesa. Arizona, refiriéndose al universo entero de los Hopi. Pero, a continuación, se proyectó un anuncio comercial de la «Pacífic Gass and Electric» acerca de la crisis energética y de la necesidad de echar mano de todos los recursos; y entonces, naturalmente, el destino de los indios quedó determinado de inmediato ante los ojos y la opinión libres de los telespectadores libres, que habían asistido a una confrontación libre de puntos de vista libres, en un país libre.
¿Había sucedido entonces que el mensaje de los Hopi no había pasado porque el asunto se había planteado entre tradición y progreso para los telespectadores presas de este estereotipo infantil? Puede ser, pero se trataba igualmente de algo más sustancial, que los técnicos en comunicación señalaron enseguida. Lo que había ocurrido era lo que tenía que ocurrir, y es que ciertos mensajes son triturados o deshechos, o, como poco, quedan desvirtuados, cuando pasan por los «media», mientras que otros mensajes funcionan perfectamente, y, prácticamente nutren los «media» por eso mismo: la guerra, por ejemplo, que ofrece sensaciones colectivas, pero no la paz, que no transmite emociones significativas. Y, por esta razón misma, la violencia será noticieramente más rentable que la no violencia. Los coches y otros bienes suntuosos de consumo transmiten más información y deseos de consumo que las plantas y los animales, así que su presencia en informaciones o reportajes, o en películas televisivas tendrá preferencia frente a aquellas noticias, reportaje, o filmes en que no aparezcan. Las religiones con líderes carismáticos, mundanos o políticos, recibirán más atención que las religiones espiritualistas; las ideas políticas que se encarnan en un personaje serán más comunicables que las que se explicitan en un programa matizado y reflexivo.
La idea única, en suma, el objeto reluciente, el personaje con leyenda escandalosa, exótica, o dorada – y todo esto se fabrica perfectamente, y forma parte de la producción de best-sellers, por ejemplo – pasan luego perfectamente por las páginas de los periódicos, por la conversación ante los micrófonos, o ante las cámaras, porque ofrecen un punto único y llamativo externamente con una efectividad hipnótica total, paralizando el sentido crítico totalmente, momento en el cual se ofrece realidad representada o fabricada, más real que la realidad-real.
Los «media» son así, y así funcionan incluso a su pesar, y vamos a dejar de lado los otros problemas de la sociología de la información que tienen que ver con la ideología o las finanzas. Esto es otro asunto, y estoy planteando las cosas en un plano puramente cultural, y en torno al hecho de que la transmisión cultural va siendo imposible, y muy difícil la transmisión de cualquier realidad que no sea un puro «factum». Y podríamos pensar, por ejemplo, en esa cuestión que a veces sale a colación de la buena imagen o buen «look» atractivo que la Iglesia debería mostrar a través de los medios, y que se lograría fácilmente en cuanto el cristianismo o la Iglesia se transformaran en una empresa o sociedad mundanal de amigos con los valores de los tiempos y todos sus atractivos perfectamente anticristianos. Se recuerda la vieja advertencia de Karl Löwith en los años 30 del pasado siglo: «La debilidad del cristianismo moderno – tan moderno como poco cristiano- radica en que ha asumido el lenguaje, los métodos, y los resultados de nuestras conquistas seculares, en la ilusión de que los inventos modernos son únicamente medios neutrales que, por fines morales y aún religiosos podrían ser cristianizados. En realidad son el resultado de una extrema mundanidad y una extrema confianza en si mismo».
Pero es que, además, no sólo está este dato de que no puede pasar fácilmente – o quizás de ningún modo – un asunto moral o religioso por los «media», sino que la información en sí misma es lo contrario de la historia y rechaza a ésta, y que las condiciones mismas del relato periodístico se vuelven más concesivas cada día.
Hasta el momento, la transmisión de un hecho se exigía en el formato de unas condiciones mínimas: los «qué, quién, cuándo, dónde, cómo»; y no «por qué», porque las razones de una acción no se saben, ni de ordinario pueden explicitarse de manera objetiva.
Este mínimum y la lealtad con los hechos, que no es la neutralidad, sino la objetividad verdadera, nos obliga ciertamente a escribir que ha sido el cordero, quien, estando aguas arriba del arroyo donde ambos bebían, ha ensuciado las aguas al lobo; y esto es todo cuanto un noticiador debe y puede ofrecer y todo cuanto debe y puede exigírsele. Y dejemos de lado, ahora, la otra cuestión o asunto no específicamente periodístico, sino literario, filosófico, histórico o religioso, del llamado columnista o colaborador del periódico, que es bastante compleja pues todo depende del carácter de la escritura, incluso si de antemano quien la escribe no debe cerrar los ojos al hecho de que toda escritura periodística, como avisa Joseph Roth, no encontrará sino rechazo del lector si no tuerce de algún modo las cosas para hacer que rezumen lo que todos los periódicos y lectores del mundo entero suelen llamar esperanza, aunque se trate solamente de la sacarina de ella, como Georges Bernanos llamaba al optimismo.
Pero, como dice Lévinas, «la palabra en su esencia original es un compromiso ante un tercero en nombre de nuestro prójimo…La función original de la palabra no consiste en designar un objeto para comunicar con otro, ni en un juego sin consecuencias, sino que alguien asume una responsabilidad ante alguien». Y esto me parece que es lo que nos impide hacernos ligeros en el habla, porque sabemos que las palabras matan, y seguramente ninguno de nosotros quisiera encontrarse implicado en el terrible juicio que a la palabra vana o malvada se hace tanto en el Evangelio de Mateo como en la Carta de Santiago.
Y creo sinceramente que, sean como quiera que sean las cosas, quien escribe, como quien habla, sabe que al margen de las complejidades todas de la comunicación mundanal que he descrito sumariamente, no precisa, al fin y al cabo otra cosa, sino poner cuidado en no hacerse objeto de estos terribles e implacables juicios acerca de la gloria y de la perdición de la palabra, y en no ignorar la responsabilidad para con alguien y ante alguien que la palabra que decimos o escribimos implica, tal y como apunta Enmanuel Lévinas.
Y, desde la teología, por cierto, ha señalado lo importante de esta cuestión de la naturaleza no meramente comunicativa de la palabra, sino de su fundante implicación de terceros en el lenguaje, el Papa Benedicto XVI, en su magnífico discurso al mundo de la cultura pronunciado en el monasterio de los Bernardinos en Paris, en setiembre del año pasado. En él hizo una detallada reflexión sobre el monacato de Occidente, como una historia determinada por «la búsqueda de Dios (que) requiere,…por intrínseca exigencia, una cultura de la palabra o, como dice Jean Leclercq: en el monaquismo occidental, escatología y gramática están interiormente vinculadas una con la otra». Es decir, la búsqueda de lo esencial por encima y más allá de la accidentalidad del mundo, y la toma en cuenta del valor de la palabra y la erudición sobre ella en la escuela y en la biblioteca. Enfatizando, luego, que «para captar plenamente la cultura de la palabra»…hay que entender que «es una Palabra que mira a la comunidad. En efecto, llega hasta el fondo del corazón de cada uno (cf. Hch 2, 37)», o, citando a Gregorio Magno que la describe «como una punzada imprevista que desgarra el alma adormecida», que es una imagen de la que ni el Maestro Eckhart ni Franz Kafka se privarían, más adelante, para valorar cualquier escritura.
Así que me parece que es seguro que nosotros tampoco tendríamos mejor manera de agradecer la distinción que se nos ha otorgado que ver en ésta la exigencia de poner en limpio las cuentas de nuestro habla y nuestra escritura con esa concepción perfectamente anti-banal y anti-accidental de la palabra.
Gracias, entonces, en nombre de mis compañeros distinguidos con el Premio ¡Bravo!, y en el mío propio. GRACIAS».
Madrid, 22 de enero, 2009
El discurso del método
Realmente, sólo hay dos formas de abordar un asunto: o según monsieur Descartes, o según el discurso del sargento de su regimiento; y desde luego se ha impuesto este segundo método, por su claridad, rapidez de aplicación, y eficacia.
Porque, pongamos por caso que se trata de cañones. Según el primer método, hay que informarse desde luego del bronce como metal, de su producción, y luego de sus combinaciones específicas para cañones. Y está después la historia de la aparición y fabricación de esas armas, los distintos tipos, su manejo, el estudio de la parábola geométrica para la efectividad de su tiro, y otros muchos etcéteras, incluidos los propiamente militares. Método entonces complicado y largo; mientras que el sargento del regimiento de Descartes dice sencillamente: «Se toma un agujero, se lo forra de bronce, y ya tenemos el cañón, y a disparar». ¿Más obvio, más comprensible, más rápido? Es imposible; y de aquí su enorme triunfo, en cuanto a la modernidad se ha percatado de lo funcional que es el método. Ahora, cualquier asunto queda solucionado en menos que canta un gallo. No hay más que abrir la prensa, y a veces hasta libros de los que no podría imaginarse tal cosa, o escuchar a los políticos y los teogonomics acerca del progreso. Todos han aceptado la receta.
El Discours de la méthode «¡Kaputt!».