Discurso de ingreso en la Real Academia Española el 27 de Marzo de 1977
Acerca del novelista y de su arte
“Señores académicos:
Comparece ante ustedes, con la palabra temblorosa y la conciencia tímida, un escritor maduro a quien la voluntad de este senado, más benévola en ésta que en Otras ocasiones, quiso contar entre los suyos: honor que el favorecido por la elección, este que os habla, no está muy seguro de merecer, y al que no habría aspirado jamás si miembros muy distinguidos de esta casa no le hubieran instado a hacerlo, más amigos fieles que jueces rigurosos. Implica este sentimiento, cuya declaración no me avergüenza, respeto por la Institución y por quienes la componen, entre los que cuento algunos de mis antiguos maestros, muchas de mis más viejas y continuadas devociones literarias, y varios cuya reputación y audiencia han superado las limitaciones del tiempo y de la moda. Comparezco, pues, como discípulo de unos, como lector asiduo de otros y como émulo modesto de todos. Me complacería, lo reconozco, justificar con mi obra futura la elección que habéis hecho y cubrir dignamente con ella la distancia que aún nos separa.
Me temo, sin embargo, que sea tarde para ese esfuerzo: he dejado muy atrás la juventud, soy un hombre cansado, y el tiempo en que vivimos no es de los que favorecen el despliegue de una afición poética. Acaso sea poco lo que pueda ofreceros ya. Recibidlo, si llega, más por la voluntad que lo anima que por su mérito real. ¡Qué más quisiera yo que alcanzar, en mi obra, la perfección! Me gustaría, antes de adelantar en la lectura, dedicar un saludo al gran escritor y gran amigo con el que contendí hace ya casi dos años por este galardón que hoy recibo, y que a él se le ha, por fin, adjudicado. Miguel Mihura, cuyo talento admiré y admiro, hizo honor a su nombre en aquella contienda, que su ingenio y limpieza convirtieron en operación deportiva y animosa, y de la que no puede decirse que haya salido perdedor ya que hay derrotas que la elegancia hace acaso más honrosas que la victoria. Quiero ser justo proclamándolo aquí, en esta ocasión y en este lugar, donde el tiempo y la justicia nos han finalmente reunido.
Y también quiero, aunque no sea acostumbrado, traer a la memoria de todos algunos nombres de los grandes escritores que me precedieron en este sillón «E» que, según todos los indicios, será esta tarde el mío. Ante todo, el de Don Ignacio de Luzás, cuya Poética me inició, hace ya muchos años, en los secretos de la doctrina y de la técnica literarias; luego, el del conde de Campomanes, representante de un espíritu y de un modo de entender las cosas del gobierno cuyo fracaso histórico hemos deplorado como catástrofe mayor de nuestro pueblo. No puedo asegurar que me entusiasme la poesía de Don Ramón de Campoamor, el tercero que debo citar, pero sí que mi ya lejana adolescencia lo frecuentó y admiró, de suerte que algo de él me habrá quedado. Don José Ortega Munilla, gran periodista, me enseñó mucho de ese oficio que ha sido el mío y que lo es aún, y en cuanto a su inmediato sucesor, Don Joaquín Álvarez Quintero, aun que mis gustos teatrales se hallen hoy muy distantes de su práctica dramática, no dejo por eso de hacer justicia a su ingenio, a su habilidad y al modo como supo responder a las solicitaciones de su tiempo.
Finalmente, Don Juan Ignacio Luca de Tena, cuya desaparición hemos deplorado, titular del sillón «E» desde 1944, a quien vengo a sustituir y de quien quiero enaltecer las delicadas cualidades personales de elegancia, cortesía y bondad. Le conocí en aquellos años en que yo ejercía la crítica teatral y le traté con cierta proximidad cuando ambos coincidimos en el Consejo Superior del Teatro, donde él representaba a esta Real Academia. Pude entonces comprobar los extremos de su entusiasmo por el arte teatral, en cuyo cultivo consumió lo mejor de su talento, del que nacieron obras que, como ¿Quién soy. yo?, figuran ya en la antología ideal de nuestra dramaturgia contemporánea. Fue la escena su vocación y su deleite, con ánimo tan generoso entendido, que el mismo calor puesto en su obra personal lo aplicó al descubrimiento, promoción y aplauso de las ajenas. Gran lector de comedias, el texto inerte cobraba vida por la magia de su palabra. Hubiera sido también un gran actor. Pero Juan Ignacio, así llamado por todos, de una pluralidad de personalidades posibles, quizás por lealtad al mundo a que perteneció, prefirió las de periodista, de diplomático, de político, de hombre de mundo, y en todas alcanzó la excelencia. Hechos muy importantes de nuestra historia incluyen su nombre, que tampoco podrá faltar, sino constar con brillo, en ese libro aún no escrito en que se recoja la vida de Madrid de nuestro tiempo. Una tarde fría de enero de 1975 presencié el homenaje de afecto con que miles de madrileños y de españoles despedían al que en vida había sido segundo Marqués de Luca de Tena, y esa cifra ingente dio la medida cabal de su valor humano. Mezclado a ellos, yo no podía sospechar que me cabría la honra de leer aquí su elogio, obligación gustosa que ofrezco a su memoria.
Terminada, pues, con estas palabras, paso ahora a esbozar la figura del novelista en relación con su arte, tema central de mi disertación. El cual, quiero decir el novelista, viene sin más definido, no por lo que es, sino por lo que hace. Obviamente, el novelista es el escritor — género próximo— que escribe novelas —diferencia específica —. Obviamente también, escribe novelas porque puede. Si conociéramos o fuésemos capaces de describir ese poder, sabríamos un poco más a qué atenernos acerca de lo que el novelista sea. ¿Interrogaremos al que lo ejercita; preguntaremos al novelista en qué consiste esa cualidad activa y ejecutiva que le reconocemos como específica y caracterizante? Muchos son los que han publicado sus secretos de taller, pero cometeríamos un error si nos fiásemos enteramente de tales revelaciones. En el mejor de los casos, el método que nos ha desvelado tal no coincide en absoluto con lo que sabemos de este otro; luego, porque lo que los novelistas nos descubren de sí mismos suele venir lastrado de subjetividad y sobrecargado de valoraciones extremas. Si para unos el arte que ejercen es fruto de un milagro de explicación ardua, para otros no es más que el resultado de una operación vulgar de que da cuenta entera la psicología. Desconfiemos lo mismo de los mitificadores que de los desmitificadores, e indaguemos en otra parte. Si el examen atento del ánfora nos manifiesta las cualidades del alfarero, lo que sea el novelista deberemos buscarlo en su obra. Pero, ¿son las novelas existentes tan homogéneas que, sin más, podamos deducir de ellas un número de notas suficientes? ¿No sucede, por el contrario, que el de la novela es el reino de la heterogeneidad? Si para llegar a una conclusión definitiva nuestro examen hubiera de abarcar todo lo que, producido a lo largo de dos mil años como narración en prosa de cierta extensión, venimos ñamando «novela», nuestra tarea sería morrocotuda. Por fortuna, el examen ya está hecho, las taxinomias establecidas, y antes que nosotros se ha convenido en llamar novela a la obra narrativa en que se cuenta que algo ha pasado a alguien en alguna parte, lo cual nos zambulle en el género épico, al que la novela pertenece, según algunos, en su condición de epopeya degenerada. Esta idea de degeneración me ha parecido siempre sospechosa. ¿Habremos de admitirla sin más por el hecho de que la novela haya renunciado, generalmente y a partir de ciertas fechas, al verso como técnica expresiva, a la mitología o a la historia como materia, y al estilo levantado como modo de elocución? ¿No sería más justo quedarnos con la mera idea de generación, sin introducir para nada esa, nefasta, que considera lo de hoy degradación de lo de ayer? Nuestro problema se reduciría entonces a exponer la consistencia del tránsito, ya que algo ha cambiado, evidentemente, al pasar de la épica a la novela. Es fácil ver que el poeta heroico canta con entusiasmo una materia en la que por unas razones o por otras, creen él y el auditor, en tanto que el novelista se limita a contar, sin que su entusiasmo personal participe, un acontecimiento ficticio en el que no creen, ni él, ni el destinatario de su obra. Fe y entusiasmo, pues, establecen de por sí una diferencia, o una caracterización, que me parecen esenciales. Pero existe otro camino, breve, que también nos interesa recorrer. La materia que trata el poeta épico, mitológica o histórica, preexiste al poeta mismo, que no hace más que tomarla de donde está, en tanto que el novelista se ve obligado a inventarla. El porqué de este cambio, las razones por las que la sociedad a que la narración se destina se desentiende en un momento dado de las narraciones míticas o históricas y prefiere las ficticias, no es de nuestra incumbencia, sino de la sociología de la literatura. A nosotros nos basta con retener el hecho, origen de la novela misma, y, en todo caso, preguntarnos si algo ha cambiado también en el pacto que toda lectura o audición establece entre las partes que intervienen. La respuesta es afirmativa, porque los términos del pacto ya no son los mismos. Donde el poeta épico pedía: «cree con entusiasmo en lo que canto», el novelista se limita a proponer que haga como que cree en lo que cuenta. La ficción propuesta engendra, pues, una segunda ficción, la del lector o auditor del cuento, que hace como si creyera mientras el cuento dura, pero que inmediatamente después deja de creer. Otra diferencia, a mi juicio esencial, parte de este lector o auditor, quien podría no entusiasmarse con el cantar épico en el caso de que éste careciera de las condiciones idóneas para provocar el entusiasmo, pero la veracidad de la historia siempre quedaba a salvo, no en vano era independiente del poeta y de sus cualidades, en tanto que el auditor o lector de ficciones responde a la propuesta del novelista con esta otra: «creeré provisionalmente en lo que me cuentas si lo haces de tal manera que me parezca real». Con lo cual pienso que hemos adelantado un paso en el camino, ya que la verdad del relato épico es independiente del arte con que se cuente, en tanto que la del relato novelesco, convencional y transitoria, depende del arte mismo. ¿Qué condiciones debe cumplir, pues, el relato de unos hechos para que, no siendo reales, lo parezcan? Del mero enunciado de la pregunta se deduce que hay, al menos, dos modos de relatar: uno que logra investir de realidad un hecho que no lo es, y otro que no consigue hacerlo convincente. Pero el conjunto de los hechos narrables o son verdaderos, o verosímiles, o no lo son. ¿Requerirán éstos de un arte más acendrado, quizás distinto? ¿Les bastará a los otros con su verdad o verosimilitud? Me gustaría dejar sentado que en cualquiera de los casos los requisitos son idénticos, y que lo que suelo llamar «realidad suficiente» afecta por igual a la materia que Flaubert trató que a la usada por Borges en sus más fantásticas fabulaciones. Cuestión de arte, en cualquier caso. La materia novelesca, sea cual sea su procedencia, antes de sustentar un cuerpo de poesía, se trasmuda en materia imaginaria, y sólo cuando lo es, o cuando ha llegado a serlo, puede el novelista operar sobre ella y dotarla de la forma en que encuentra la vida.
Hace más de dos mil años que existe la novela. Si examinamos sus más antiguas muestras, como lo han hecho grandes figuras de la exégesis y de la crítica, lo primero que descubrimos es que sus procedimientos básicos los ha recibido de la épica: esto quiere decir que lo que vale para contar verdades es igualmente válido para contar ficciones; pero también descubrimos que, dentro de unos límites bastante amplios, a lo largo de esos dos mil años, algunos procedimientos han variado; otros se han relegado al olvido, y han aparecido métodos nuevos, si bien dentro de un esquema general permanente. Juzgándolos, consideramos a algunos como elementales y primitivos, y otros, maduros y refinados. Pero una cosa es común a todos, ya que todos aspiran a dar realidad a unos hechos. ¿Es que la misma meta puede alcanzarse por varios modos, o es que ciertos procedimientos que fueron eficaces han dejado de serlo? Ambas cosas son ciertas, pero en fundón de una tercera. La mente del destinatario de la novela es históricamente variable. Fue sencilla y es compleja. Hoy mismo podemos observar que lo que sirve para que el niño reciba como real lo que se le cuenta en sus «comics», resulta inadecuado cuando deja de ser niño. Su exigencia crece con la madurez, con la complejidad de su mente. Cuando el hombre se acerca al relato primitivo o al cuento infantil, ha de aniñarse, es decir, simplificarse provisionalmente, para poder recibirlo sin sonrojo. Se alegará que el relato infantil descubre muy a las claras su inverosimilitud, pero yo no creo que se trate ahora de esto. Los mismos hechos inverosímiles, contados de otro modo, serían aceptados por el hombre maduro, que lee sin más problemas las inverosímiles aventuras de Alicia en el País de las Maravillas. No. No se trata de verosimilitud o inverosimilitud de lo narrado. Ortega y Gasset dice que la mente primitiva completa imaginativamente la pobreza esquemática del relato épico, en tanto que la del hombre moderno, más cansada y exigente, requiere esquemas revestidos de carne, es decir, riqueza de detalles. Yo iría más allá, y afirmaría que tampoco basta la cantidad de los detalles, ni siquiera su calidad, sino el modo cómo están organizados. Ante la misma realidad de los Arapiles, Baroja selecciona menos elementos que Galdós, y, sin embargo, su descripción nos causa una mayor impresión de realidad. El análisis estilístico nos explica las razones, que son de orden estructural. Todos los grandes estudios que se han hecho del arte de la novela son estudios de procedimientos, y sus conclusiones afirman que unos son válidos por convincentes y otros, no, porque no convencen. Convincente, aquí significa causar impresión de realidad. ¿Incurro, al decir esto, en repetición? ¿Llego al punto de partida sin aportar nada nuevo? No es mi intención, y que repita la pregunta hace sólo unos minutos formulada no es más que un episodio del viaje. Lo que ahora pretendo averiguar, porque me parece necesario, es la relación que con la realidad mantienen los materiales imaginarios, es decir, novelescos. Para averiguarlo, tengo que permanecer en los capítulos iniciales de la historia de la novela.
El banquete de Trimalción es el fragmento más conocido de una de las primeras muestras del género. Lo que se nos presenta en él pudiera, acaso, definirse en términos modernos como «cuadro de costumbres de intención satírica». Para que una sátira sea eficaz, su objeto tiene que ser real. ¿Nos es licito, pues, inferir inmediatamente que los materiales del Satiricón proceden de la realidad? Indudablemente, pero, además del Satiricón, hay otras novelas primitivas cuyos materiales, en su relación con la realidad, no pueden determinarse tan fácilmente. Es evidente, por ejemplo, que los personajes y la historia que se nos cuenta en Dafnis y Cloé mantienen con la realidad una relación bastante tenue: esta novelita nos sitúa en un extremo alejado del Satiricón. Y podríamos buscar y hallar otras todavía más distantes de lo real. ¿Nos lleva esto a la conclusión contraria? Aunque a primera vista lo parezca, me atrevo sin embargo a decir que no. Predicamos, por ejemplo, de los materiales de Dafnis y Cloé que están idealizados, pero el proceso de idealización requiere, para ser posible, una base real, una realidad sobre la que operar el proceso. Demos un salto en el tiempo, y tomemos una novela ya citada, Alicia en el País de las Maravillas. Vemos en ella que una liebre de marzo saca el reloj del bolsillo del chaleco y dice que es tarde. Esto, evidentemente, no es real con la realidad del Banquete de Trimalción, ni siquiera con la mínima de Dafnis y Cloé-, pero, si descomponemos la imagen en sus elementos constituyentes, advertimos en seguida que todos ellos proceden de lo real, pero que han sido desplazados de sus contextos habituales e insertados en otros. Paso a paso llegaríamos a una nueva conclusión, formidable de esta manera: nada hay en la novela que no haya pertenecido antes a la realidad, si bien es necesario que este concepto, realidad, sea entendido en su más amplio sentido.
En los tres ejemplos propuestos, pues, la realidad, aunque está en ellos, no está en todos lo mismo. Y esto nos lleva a preguntarnos si hay un modo típico de estar lo real en la novela, o si en cada novela está de manera distinta. Examinados de nuevo los tres ejemplos, lo primero que descubrimos es que están formados de palabras como toda literatura. El rico Trimalción, la encantadora Cloé, la simpática liebre de marzo, están en sus novelas respectivas de una manera sui generis, están representados, no presentes; están, digámoslo sin más preámbulos, sus imágenes, no ellos. Pero la polisemia de la palabra imagen nos obliga a precisar aún más, porque también son imágenes las de un cuadro. El pintor traslada al cuadro la imagen del modelo, y a lo que resulta le llamamos imagen con toda propiedad. ¿Por qué se lo llamamos también al resultado de una construcción verbal? Alguna similitud habrá que lo autorice, pero esta similitud no procede de la homogeneidad de las palabras, de una parte, y de las formas y colores, de otra, Son materiales distintos, operan en diferentes ámbitos. Por abstracto que sea el contenido de un cuadro, siempre remite a algo de lo real visible, siempre puede ser llamado imagen; pero si digo «el logaritmo de Pi», este sintagma no engendra ninguna representación imaginaria. Sin embargo, si traigo aquí, y la leo, la descripción del dómine Cabra, todo el que entienda las palabras puede reconstruir mentalmente k figura del sujeto así descrito. Hay, pues, palabras con capacidad de representación. Y el modo de estar lo real en la novela es, ante todo, éste, aunque no sea único, y aunque, como llegaremos a ver, también lo no real tenga cabida en la narración, Continuaremos pues.
El don Magín de Miró transcurre por las calles de Oleza, y sus grandes narices actúan como instrumento delicado de captación de olores. Tiene, del olor, una experiencia directa. Puesta en palabras, ¿la reproduce el destinatario de la novela? O, preguntando de otra manera, ¿son verbalmente comunicables las imágenes olfativas de la experiencia de don Magín? La respuesta se nos va a demorar, porque, de repente, algo que iba pareciendo sencillo se ha complicado. Hemos usado una palabra nueva, experiencia, y de eUa procede la complicación. Digamos, antes de prestarle atención, que en la novela de Miró ciertas palabras nos van diciendo cómo es lo que huele don Magín, pero las palabras mismas no huelen. ¿Será suficiente ese sistema verbal que traslada por simple mención imágenes olfativas para que la realidad de lo que huele esté allí y para que el lector reciba la imagen de lo real de modo satisfactorio? Tardaremos, repito, en responder.
El filósofo Zubiri ha definido al hombre como animal de realidades. Lo real es, apurando el concepto, todo lo que de algún modo incide en la conciencia del hombre. Y lo que existe, en cuanto existe, e incide en la conciencia humana, deja en ella una señal que permite al hombre dar a lo real conocido la adecuada respuesta. Esta suma de señales constituye la experiencia, y merced a eUa podemos vivir. El novelista, en cuanto hombre, posee una experiencia de esta clase, enteramente utilitaria, ¿Es ésa la experiencia de que se vale en cuanto novelista, o posee otra de caracteres especiales, distintivos? Acudamos a la definición que nos da, de la experiencia del novelista, uno de los grandes maestros del género, uno de los que han ejercido su arte con más consciencia y rigor. Henry James escribió al respecto: «Es una inmensa sensibilidad, una especie de enorme telaraña de finísimos hilos sedosos suspendidos en la cámara de la conciencia que apresa en su tejido todas las partículas llevadas por el aire. Es la atmósfera misma de la mente, y cuando la mente es imaginativa, y mucho más cuando se trata de la de un hombre de genio, incorpora las más mínimas sugerencias de la vida, convierte en revelaciones hasta las pulsaciones mismas del aire». Bonito párrafo, no hay vuelta que darle. Pero, después de leerlo, ¿se ha incrementado mucho nuestro sabec de la experiencia del novelista? ¿Bastará un somero análisis para que sepamos a qué atenernos, o nos veremos en la necesidad de corregirla? De acuerdo con la inicial referencia a la sensibilidad, ya que nada está en la experiencia que no haya entrado por los sentidos, y no hay por qué hacer objeción a su inmensidad, de existir algo que pueda ser inmenso. Pero si analizamos los elementos sensibles de que se vale un novelista, lo más probable es que la tal inmensidad no aparezca por parte alguna, Lo que sí encontramos son series de imágenes correspondientes a un sentido que predominan cuantitativamente sobre las que proceden de otro, e incluso que las subordinan, En tal texto, en la vista; en tal otro, el oído o el olfato. Y sucede también que ésas, las predominantes, son de mayor intensidad que las otras. Podríamos, pues, corregir, la inmensidad de James y proponer en su lugar modos de sensibilidad especializada, siempre y cuando lo tomemos con cierta relatividad. Y si de los datos de la realidad sensible pasamos al ancho espectáculo de la vida y su repercusión en la conciencia del narrador, observaremos un fenómeno semejante, pues los que la abarcan en su casi totalidad son las excepciones, mientras que lo corriente es hallar conciencias diríamos igualmente especializadas, ésta en los acontecimientos sociales, aquélla en la intimidad humana, en el repertorio de las pasiones esta otra, en las relaciones de poderío la de más allá. Juntas unas y otras constituirían la conciencia del novelista ideal, pero ya sabemos que tal figura no existe. Lo real es un hombre con una experiencia limitada, pero aguda, que acaso no le sea útil para andar por el mundo, pero sí para escribir novelas, Si ahora lográsemos explicar cómo este material inerte se organiza en obra narrativa, y cómo se comunica al destinatario, habremos por fin dado respuesta a algunas preguntas que todavía la esperan. Podríamos, para ello, tomar la obra de un novelista concreto, pero me temo que las conclusiones serían válidas únicamente para su caso. Intentaremos, en su lugar, averiguar el modus operandi de ese novelista que nos vamos inventando, que no sea ninguno de los conocidos y que valga para todos. Al fin y al cabo, las diferencias individuales no son tantas y tan extremadas que no nos lo permitan.
Sea, pues, este individuo dotado de las indispensables cualidades artísticas y de un considerable arsenal empírico. Las sensaciones, los recuerdos, todo lo que constituye una experiencia está en reposo en el inconsciente, en el subconsciente, o en ambos. No hace al caso. Este novelista vive como un hombre cualquiera, aunque sólo con estar en el mundo, sólo con dejar que lo que en el mundo exista se acerque a su conciencia, consigue aumentar su tesoro. Pero, basta el momento, lo que guarda es caudal improductivo. La experiencia se mantiene en reposo. Hasta que, de pronto, en virtud de un azar inmediato o de un largo proceso, una idea, una figura, un hecho se constituyen en objeto de su atención. El Acontecimiento ha sido definido como inspiración y, a veces, como milagro, pero no tiene nada de maravilloso, porque la psicología de la creación poética puede explicarlo. Si repasamos la correspondencia de Fkubert, podremos enterarnos de cómo surgió la idea de Madame Bovary; también sabemos que Turgueniev se confesaba rondado por ciertos fantasmas, y la multiplicación de ejemplos nos traería buena copia de distintas maneras de aparecer el germen de la obra: una figura, una situación, una imagen aislada; a veces, una sola palabra. Este germen es igualmente vario en su conducta, ante todo en su conducta temporal. La gestación de la novela no está regida por la luna. Es lenta o rápida, según la personalidad entera del novelista. Pero, con prisa, o con demora, ese germen mentado empieza a actuar al modo de un imán que colocásemos junto a un montón de limaduras; atrae los datos de la experiencia hasta entonces tranquilos, y esta operación se manifiesta ante todo como si el almacén en reposo se viera de pronto sacudido por ráfagas de aire que pusiera sus componentes en movimiento. Y lo que acontece se rige por leyes propias, hasta ahora en su mayor parte desconocidas, si se exceptúa, si acaso, la de asociación; leyes que operan siempre con independencia de la voluntad del novelista. Quiero recalcar esto: si bien es cierto que el sujeto puede negarse y como abstraerse al acontecimiento, lo es también que su deseo, incluso su deseo ardiente, no puede influir en él. Los narradores, los dramaturgos presentes en este senado no me desmentirán, Ellos conocen, porque los habrán experimentado, esos períodos de sequedad, tan semejantes a los descritos por los místicos, en que ni la más leve brisa menea la superficie del alma, en que el esfuerzo personal por agitarla resulta inútil; y conocen también esos otros en que no pueden sustraerse al vendaval que arremolina las imágenes, las organiza en secuencias y las hace desfilar, como en una pantalla, ante el sujeto atónito, que no puede hacer otra cosa que procurar retenerlas, yo creo que cazarlas como mariposas, y fijarlas por la palabra. En algunos, en muchos de sus aspectos, la operación varía según el sujeto: tal «escucha» lo que se dice y «ve» lo que se hace; tal otro intuye directamente la esencia de la imagen y tiene luego que buscar el modo de traducirla a palabras; éste contempla desde fuera la conducta de los hombres y las mujeres que va inventando, y aquél percibe, como si fuera el suyo, el interior manantial de una conciencia; para unos, lo que se presenta con mayor fuerza es el mundo en que la acción y los personajes se inscriben; para otros, el contorno apenas si existe. Pero, sustancialmente, operaciones en apariencias tan distintas son en el fondo una y la misma: la imaginación se ha puesto en marcha; la imaginación, que no es la mera reproducción de las imágenes, es decir, su recuerdo, sino, como Sartre ha aclarado con suficiencia, su combinación en figuras nuevas. No hace muchos minutos que he citado la liebre de marzo de la novela de Lewis Carroll: he aquí un ejemplo claro de cómo opera la imaginación, de cómo, de imágenes de la experiencia, mediante su combinación poética, produce figuras o imágenes hasta entonces inexistentes. Antes, a esto se Uamaba imaginación creadora; hoy, la denominación ha caído en desuso, pero es igual.
Acostumbro a distinguir entre la producción de imágenes nuevas y su ordenación posterior en vista de un conjunto o arquitectura aún no realizada que el escritor tiene, con más o menos claridad, en la mente. Para mi comodidad particular, atribuyo lo primero a las cualidades poéticas y, lo segundo, a las artísticas. Porque es preciso distinguir con toda claridad ese poder de producir imágenes organizadas en secuencias, y ese otro de reunirías, combinarlas, para crear con eUas una «forma». Ya sé que en este momento esperan ustedes que traiga a colación la palabra, porque la mención que de ella acabo de hacer es insuficiente; lo trataré en seguida. Pero la «forma» a que me refiero, si está sostenida por la palabra, no coincide con ella. Llamo aquí «forma» a lo que resulta de la organización de los materiales imaginarios inventados, los cuales pueden ser ordenados, o, si ustedes lo prefieren, pueden ser «contados» de mil maneras distintas, y cada una de ellas habrá realizado una «forma» que no es la misma que si se hubiera contado de otra manera. Aquí se insertan con toda propiedad, las nociones de «posición» y «situación»; de «procedencia» y «consecuencia» (entendida en sentido no causal); de «orden», «disposición», y otras muchas afines que se refieren todas a lo mismo: la disposición que da a las piedras el arquitecto, a las frases melódicas el músico, a las secuencias significativas o representativas el narrador, para realizar esa forma apetecida a cuyo esquema ideal procura acercarse el artista y que constituye su modelo.
Cervantes, para escribir El Quijote, usó el viejo procedimiento del narrador explícito y la narración lineal; pero, ¿quién duda que pudo no usarlo? Hubiera resultado, con los mismos materiales, la misma historia, pero otra novela. La decisión por esta forma o la otra es un momento extremadamente delicado en el proceso: como que la obra, en caso de error, puede frustrarse, y yo podría traer aquí el recuerdo de notables frustraciones, incluso de frustraciones gloriosas, de aquellas que, pese a su íntimo fracaso, dejan bien a las claras la capacidad poética y artística del autor. Y esta «forma» a que me vengo refiriendo puede venir por distintos caminos. Hay formas dadas, establecidas por modelos objetivos, que llamamos clásicas: desde la litada para la epopeya hasta Madame Bovary para la novela realista: formas logradas por artistas que han alcanzado a ver con nitidez y realizado con éxito la combinación que mejor cuadraba a sus materiales: formas, tan «generales», que es posible, sin gran esfuerzo, que los artistas que las utilizan después acomoden a ellas sus invenciones, las organicen según las pautas del modelo propuesto. Así, Virgilio resuelve su poema imitando, en su parte itinerante, a la Odisea, y en su parte estante a la Ilíada. Pero hay otros artistas que, con claro deseo e incluso inconscientemente, o porque las formas tradicionales no les sirven, o porque desean crearlas nuevas, o a veces porque se equivocan, se esfuerzan en una búsqueda dramática y procuran para sus materiales una organización insólita. Digamos de pasada que esto es siempre relativo, ya que, de una manera o de otra, en toda forma nueva aparecen elementos traídos del pasado, heredados o tradicionales. Y digamos también que esa posibilidad de formas desconocidas se ve favorecida por las técnicas existentes y usuales o por la invención de técnicas nuevas. Madame Bovary no hubiera sido posible sin esa larga columna que pesa sobre eUa y que arranca, probablemente, de Boccaccio y supone la larga tradición de Madame Lafayette y de toda la novela «cerrada» francesa. ¿En qué se convirtió esa «forma» flaubertiana cuando Proust parte de ella? Quisiera citar también, como ejemplo de afortunado error, el de Kafka, que creía honestamente estar imitando a Dickens.
En puridad, la forma nueva no existe, porque no hay obra que no pueda ser explicada por la tradición; pero, también en puridad, tampoco existe la forma repetida, salvo en el caso desdeñable de los imitadores sin talento, ya que todo escritor que lo tiene, aunque utilice una forma tradicional, le imprime las modificaciones suficientes para que resulte nueva. No olvidemos que el esquema en que se basó Cervantes fue, de una parte, el de los libros de caballerías, y, de la otra, el de la novela italiana y el de la bizantina. Y recordemos junto a él el ejemplo extremoso de Joyce, en cuyo Ulises está, aunque no muy visible, la Odisea. A este respecto tenemos que admitir como verdad lo que es ya principio corriente de la crítica: los libros proceden de los libros. O, más ampliamente, toda forma artística, aun la más audaz y de mayor novedad aparente, procede de otras formas artísticas.
Aun a riesgo de cansar su paciencia, señores académicos, querría insistir unos minutos más en esta cuestión de la forma, de la organización de los materiales con independencia de las palabras en que se cifran. Admito de buen grado la existencia de esquemas muy generales que no coartan la libertad del artista para buscar y hallar la forma requerida, como los que llamamos «novela abierta» y «novela cerrada», dentro de los que cabe una pluralidad de formas concretas, pero me atrevería a decir que son los materiales mismos los que, desde su modo de ser, postulan una organización determinada e incluso la engendran. Más aún: que son los mismos materiales, y no principios o ideas ajenos a ellos, los que predeterminan la técnica y los diversos procedimientos que deben usarse para alcanzar, en la medida de lo posible, la forma apetecida. No dudo de que ciertos escritores parten de esquemas predeterminados y de técnicas al uso o a la moda, y que por este procedimiento se han alcanzado obras muy estimables; pero en la historia íntima de cada una de ellas, esa que a veces trasciende del escritor, pero que las más de ellas queda en el secreto de su conciencia, son innumerables los casos de materiales violentados para alcanzar este o aquel efecto o tal o cual construcción. Los casos más visibles son los de quienes parten de una historia preconcebida. Recuerdo que Diderot, tratando del teatro — y su idea es legítimamente transportable a la novela — habla de la búsqueda de personajes cuyo carácter sea el adecuado para que el argumento halle cabal desarrollo. Toda idea preconcebida, sea argumental, sea de significación, sea de mera forma, obliga a violencias semejantes de lo que bien pudiéramos llamar libertad de la materia poética y su derecho a hallar para ella la organización justa.
Y quizás sea ahora cuando debamos prestar atención a la palabra, porque venimos hablando de novela, que es literatura, que es palabra, y por unas razones o por otras el tema aparentemente central ha sido soslayado. Una novela no es, a primera vista, otra cosa que un conjunto de palabras organizadas, quiero decir gramaticalmente coherentes, lo cual no excluye que también la palabra incoherente pueda tener su lugar y su función en la novela; pero esta es una cuestión secundaria que de momento no hace al caso. La razón de ser de la sintaxis no es la de dar cohesión a las palabras como meros conjuntos sonoros, sino como unidades significativas: la sintaxis, al relacionar palabras, relaciona significados, de modo que la novela es también, al mismo tiempo y paralelamente, un conjunto organizado de significaciones, y lo es de tal manera exigente que la palabra puede cambiar, como cambia en la traducción, pero las significaciones, no. No descarto los casos excepcionales, en la mente de todos, de novelas tan atadas a la palabra misma que la traducción sea imposible; pero tengamos siempre presente, al considerarlos, su condición excepcional. El poema, al pasar a otra lengua, necesita ser recreado; y lo que resulta es un poema equivalente, no el mismo; a la novela le basta con ser bien traducida para que su materia específicamente novelesca así como su forma, permanezcan. ¿Podemos, pues, deducir que la función de la palabra en la novela es secundaria? No me atrevería a semejante dislate. Un Quijote puesto en imágenes cinematográficas que siguieran lo más fielmente posible al original contaría la misma historia, pero sería, no otra novela, sino una obra de arte distinta. La función de la palabra es sustancial, y no puede ser sustituida más que por otra palabra equivalente. Más aún: la novela no existe hasta que está escrita, es decir, puesta en palabras, con las palabras que le convienen y no con otras.
La presencia de las imágenes en la mente es inestable y fugaz, es fragmentaria e inconexa; una misma necesidad suscita secuencias varias, distintas entre sí. La ocurrencia, si llamamos así al conjunto de lo que acontece en la mente del escritor, es múltiple y evanescente, y las operaciones de fijarlo y seleccionarlo sólo se hacen por medio de la palabra, sólo la palabra permite la eliminación de lo innecesario, sólo la palabra ordena el caos, y lo hace significativo, La palabra delimita y clarifica, crea contornos y resonancias. La invención no existe mientras no está formulada en palabras. La palabra permite recrear un mundo dado o crear uno nuevo, porque, por su virtud, lo que se dice, aunque no corresponda a nada real, queda fundado y constituido. ¿Habré de recordar aquí los experimentos surrealistas, o lo que de los suyos cuenta Raymond Roussel: cómo, juntando al azar palabras, logró crear realidades nuevas y organizar narraciones, ninguno de cuyos segmentos había sido previsto. Lo dicho, por el solo hecho de ser dicho, posee consistencia propia, se sostiene por sí mismo, del mismo modo que el trazo del lápiz sobre el papel o la mancha de pintura sobre el lienzo valen por sí mismos y no necesitan, para valer y significar, de ulterior cotejo con lo real. Pero queda aún el valor de la palabra en sí, independientemente de su significación: o bien por su brillo, tonalidad, exquisitez, o bien por el uso de su sonoridad en secuencias musicales, o bien, finalmente, no sólo con independencia de su significado, sino careciendo de él, reducida a onomatopeya o capricho, con función precisa en ciertos tipos de narración. ¿Habré de referirme a los ejemplos de Joyce? En resumen, la palabra fija las significaciones, las crea nuevas y vale por sí misma.
Escrita la novela, es como una partitura sin ejecutante. La novela la ejecuta el lector, y la operación de leer consiste en verificar íntimamente el contenido de la palabra, es decir, en repetir mental, imaginariamente, el mundo que el novelista ha creado para nosotros. He dicho repetir, pude haber dicho reproducir, y tanto una expresión como otra resultan inexactas. Tenemos que volver a la experiencia del escritor, al contenido de las imágenes fijadas por la palabra. Y tenemos también que mentar de nuevo a don Magín y a su paso por las calles de Oleza, perdiguero de olores exquisitos. Cuando lo describía Gabriel Miró, indudablemente intentaba fijar por la palabra unas imágenes olfativas pertenecientes a su experiencia. Pero ya dije antes que las palabras no huelen. El novelista recuerda su propio paseo por las calles de Oleza, y las palabras con que lo recuerda pretenden que el lector, al leerlas, experimente una sensación igual. Para ello es necesario que también el lector haya hecho el mismo recorrido, que haya recibido las bocanadas perfumadas que salen de los obradores del turrón. Entonces, las palabras de Miró bastarán para resucitarle el recuerdo y hacer revivir la sensación. Hay, en este caso extremo, identidad de experiencias entre el escritor y el lector, y la palabra cumple su misión enteramente. Pero yo, que jamás estuve en Oleza ni sé a qué huele un obrador de turrón, estoy imposibilitado para revivir las sensaciones que se me describen. Tengo ante mí unas palabras que entiendo, que intentan provocar en mi mente una imagen, pero que únicamente logran comunicar un concepto a mi inteligencia. Sé de qué se trata, pero no cómo es. Mi experiencia es distinta de la del escritor, y por precisas y atinadas que sean sus palabras, el efecto que me causan, la operación a que están destinadas, no se verifica por entero. Puedo, pues, afirmar que, para que la totalidad del contenido narrativo y descriptivo de una página novelesca sea aprehendido por el lector, es menester que su experiencia coincida con la del novelista. Si es más rica, acaso la expresión le resulte insuficiente; si es más pobre, se quedará, como dije, en los meros conceptos. Cada lector lee desde su personalidad, y en todo libro hay contenidos que el tiempo empobrece. A veces, el erudito acude en nuestro socorro con sus notas, y así podemos todavía saber qué son los «duelos y quebrantos»; pero hay matices que escapan a la eficacia de la nota erudita. En compensación, cada experiencia nueva aporta posibilidades nuevas de interpretación, Cada generación lee los libros a su manera y, al ejecutarlos, suenan de manera distinta. Parece que con las sinfonías de Mozart pasa otro tanto, Y eso, que es el riesgo de toda obra de arte, es también su ventura. Sin que las formas cambien, sin que cambien las palabras, los contenidos van y vienen, se enriquecen o empobrecen según la riqueza o la pobreza del alma del lector. Cada palabra es como un sonido que se articula al anterior y al siguiente de manera invariable, pero que suena distinto según el oído del oyente. Y la misma articulación invariable puede ser recibida con agrado o displicencia.
Me gustaría insistir, aunque con brevedad, en esa variedad o invariabilidad de significaciones, según los casos, de que es capaz la obra de arte en cuanto que el lector — en nuestro caso, de la novela — la rehace o la revive, es decir, la realiza, al leerla. Hay obras en cuya concepción actúa, desde fuera, no engendrándola, sino orientando su génesis, un principio que puede ser un propósito, una idea o una significación, algo, en suma, ajeno a los elementos esenciales de la obra, forma y materia. Todo lo que ha de contener estará en ella, y actuará subordinado a ese principio, a esa idea, a esa significación, y todo cuanto no sirva a ese propósito quedará eliminado, ¿Recordaremos al respecto la serie de los Rougon-Macquart? Por los siglos de los siglos, esta saga de la miseria humana se entenderá como sirviendo de ilustración a una teoría científica, limitada por ella, unívoca para siempre en sus significaciones. Es muy difícil que el lector de hoy vea en estas novelas algo distinto de lo que vieron los contemporáneos de Zola. Como los personajes abstractos del auto sacramental, significará siempre lo mismo. Vayamos ahora al extremo opuesto: un escritor se pone a escribir una narración con el propósito, dice, de acabar con los libros de caballerías, y, durante un trecho no muy largo se atiene a lo declarado; pero su imaginación le desborda el propósito, o éste no era muy firme, o lo abandona para divertirse en la escritura. ¿Quién lo sabe? Es el caso que hoy, cuando leemos El Quijote, no recordamos, ni falta que nos hace, su objeto satírico, que, por otra parte, desconocemos, pues nadie lee ya los Amadises y Belianises. La narración vale por sí misma y, lo que es más importante, es capaz de crear significaciones nuevas, resonancias nunca experimentadas, por lo que cada generación, al leerlo, lee un libro distinto al de la anterior y al de la siguiente. Un análisis morfológico profundo nos haría ver cómo, en esta clase de obras, que me gusta llamar multívocas, el principio generador y, al mismo tiempo, rector de su cohesión, es interno a la obra misma, como lo es el del árbol, y, como éste, lo rige todo, incluso la aprehensión de elementos externos, los que no inventa, pero que en virtud de esa operación quedan incorporados en el sentido total de hechos un solo cuerpo, como el episodio del lavado de barbas en la novela que vengo aludiendo. Las novelas de la primera clase son las que se leen una sola vez, porque una segunda lectura engendrará en el lector un proceso idéntico a la primera, con idénticos armónicos; Shakespeare o Cervantes podrán leerse, en cambio, repetidas veces sin que ninguna de las lecturas sea igual a las otras, sin que los armónicos se reiteren. La personalidad del lector, al habérselas con esta clase de obras, se expande y realiza en la imaginación siempre renovada y varia, De mí sé decir que El Quijote me resulta descaradamente alegre o infinitamente triste según mi talante del momento. Ruego que no se tome esta afirmación como intento de erigirme en paradigma del lector perfecto.
Nos vamos aproximando al final. Del novelista y de la novela podría seguirse hablando horas y horas, pero una sesión académica impone un límite de tiempo, y la atención del auditorio, quiérase o no, se subordina a la paciencia de cada cual. Hay, sin embargo, un punto que no quiero dejar aparte, porque está vivo y en la conciencia de todos. Se dice que la novela anda metida en una grave crisis. ¿De qué obra, forma o actividad no se podrá decir lo mismo, hoy, en que el hombre, cada hombre, vive en peligro y anda desorientado? Cualquier estudio sobre la crisis de la cultura y de sus manifestaciones, si ha de ser fidedigna, del hombre ha de partir, y al corazón del hombre ha de atender como fuente de todos los quebrantos de que podemos dar testimonio. En este corazón, y no en el vaivén de las modas o en la vida autónoma de las formas, habrá que buscar las causas. ¡Menudo tema, y no para desarrollar aquí, el de esa historia clínica! A sus síntomas, sin embargo, podremos prestar rápida atención. Su descripción es fácil. Hasta ahora, y según definí al principio, la novela era el relato de algo que le había sucedido a alguien en alguna parte. Pues bien: se niega la necesidad de un «alguien», personaje, y de un «algo», historia, sin lo cual, el «alguna parte» desaparece también. Nos queda solamente el «relato» como forma vacía que intentamos se baste a sí misma. ¿Lo lograremos? No voy a responder, porque lo que entiendo de este proceso es ni más ni menos que esto: ante el agotamiento de los elementos esenciales de la novela, historia y personajes, de lo que tratamos es de salvar la forma misma con la esperanza de que ese vacío que acabo de mencionar vuelva a llenarse de sustancia, lo cual implica la esperanza de que el relato como tal forma sirva en una civilización futura que no sabemos ni podemos prever cómo será. Sin embargo, ¿no es lamentable que el tiempo en que vivimos, tan apasionante y dramático, tan rico y vario, vaya a quedar sin ese testimonio sui gèneris que ha sido y puede ser la novela? El más rico, para mí, de todos los testimonios. No intento con esto afirmar que la novela se justifique por sus posibilidades testimoniales, pero lo cierto es que las tiene, y que no hay razones mayores para desdeñarlas. Por caminos diversos y con frecuencia paradójicos, la novela ha sido y es aún una respuesta a la realidad, y, de alguna manera, a veces difícilmente reconocible, la realidad está en ella. Pues bien: voy a terminar con una afirmación que puede parecer paradójica, pero que me atrevo a proclamar porque la creo verdadera: todas esas obras surgidas de la crisis, que llevan su impronta en su apariencia y que a veces juzgamos con ligereza como productos desdeñables, son otras tantas respuestas a la realidad que nos rodea, son otros tantos testimonios de nuestro tiempo, y como tales se juzgarán si nos es dado un futuro que las recuerde. A los escépticos, a los que ante el naufragio se aferran a las formas acreditadas y seguras, a los que niegan valor a aquellas en que se manifiesta la crisis, invito a aproximarse a ellas con amor y comprensión. Muchas de estas novelas que a veces nos cuesta trabajo reconocer como tales, llevan impresos el dolor y la zozobra de nuestros contemporáneos. Hay que saber buscarlos, enmascarados como van con frecuencia en el humor, en el juego, en la charada y hasta en la tomadura de pelo. Cada tiempo se expresa como puede, y al nuestro han correspondido estos modos chocantes que a tantos despistan e incluso pierden. Forma parte de nuestro sino, y hay que hacerse cargo de él.
Con lo cual, señores académicos, he llegado al final de mi disertación, que hubiera querido más brillante y erudita, más digna, en una palabra, de la aquilatada tradición de esta casa que desde hoy, por vuestra voluntad, será también la mía.
Gracias”.
Réplica de Camilo José Cela
“Señores académicos:
Nunca es tarde para bien hacer, nos dejó dicho, hace ya tres siglos y medio, el maestro Correas, tocayo de quien hoy se sienta entre nosotros y compañero suyo en docencias salmantinas. Tengo la impresión de que hemos estado no poco cicateros con el calendario del hombre a quien hoy, gozosamente, recibimos en esta casa, pero pienso — para consuelo de todos — que nunca es tarde si la dicha es buena. Y la dicha de hoy, para la cultura, para la literatura y para la Academia, más que buena es óptima y todos lo sabemos.
Gonzalo Torrente Ballester, a quien hoy saludo con emoción de viejo amigo y gratitud por sus muchas enseñanzas, es un hombre joven que se disfraza de maduro bajo sus gruesas y obscurecidas lentes para disimular su juventud ardorosa y, pese a los muchos palos que le dieron, también ilusionada. Esto de escribir libros es algo que rejuvenece tanto como desasnar mozos bachilleres, y a las ambas tareas se aplicó nuestro hombre durante toda su vida y con ahínco.
El llegar a la Academia no es una meta pero sí es, sin duda, el confalón que marca la etapa que se deja a popa. Los escritores solemos tener muy parvas alegrías y demasiado domésticas compensaciones: una de ellas es acceder a esta corporación en la que, con buena voluntad, se suplen no pocos fallos ajenos y aun propios. En cierta ocasión dije a un amigo lo que ahora me permito repetir: que este suceso de arribar a la Academia es algo bastante análogo a aquel otro acaecer de ligar (como ahora se dice) con una vecina, puesto que conduce a poder cejar en el propósito ya conseguido. Deseamos el higo que adorna la más alta rama pero, cuando maduro cae y nos lo comemos, los archivamos en la memoria incluso con evidente desprecio del milagro. Todos los escritores españoles, digamos lo que digamos y salvo las dos o tres excepciones de todos conocidas, queremos sentarnos en la Academia, al igual que todos los españoles, escritores y no escritores, nos pongamos como nos pongamos —y salvo los dos o tres píos ministros o ex ministros de los que también todos sabemos —, aspiramos a acostarnos con una vecina. Es más fácil conseguir lo segundo que lo primero, quizá porque en la Academia haya menos sillones que catres en el país. Felicito a Gonzalo Torrente Ballester por haber logrado lo difícil. Ahora y como sin darse cuenta, tendrá más tiempo para todo.
Gonzalo Torrente Ballester acaba de hablarnos, desde dentro y con muy docta palabra, de las figuras del novelista y su fruto, la novela. Poco podría ilustrarles, subsidiariamente, con mi escasa sabiduría repasando nuestras numerosas coincidencias y nuestras disparidades escasas pero, puesto que mi deber es cumplir con el honroso encargo que me hace la Academia, aquí debo expresarlas para repaso propio, que no para lección de nadie.
En el novelista coinciden, en efecto, el propósito y la capacidad de novelar el mundo y trasladar su conocimiento a las páginas de lo que, para entendernos de algún modo, llamamos novela. El interrogatorio al ejercitante de la novela, por sagaz que fuere, no nos sirve porque — según nos dice Torrente con razón sobrada — se nos presenta lastrado de subjetividad y sobrecargado de valoraciones anheladoras de muy últimas revelaciones. Nada más cierto. Pero su segundo camino ensayado — el examen de lo que la capacidad y el propósito del novelista han conseguido: la novela —tampoco nos lleva a puerto alguno porque, como nuestro nuevo compañero apunta con claridad sobrada, la novela es un género que está por definir o, mejor dicho: que está por definir por su contenido, ya que de su continente sí pudiera hablarse, aunque ignoro con qué suerte de certeza y aun de aproximación. El novelista, hasta el Conde Lucanor y, unos años más tarde, Boccaccio, usaba del verso y de la epopeya para cantar algo en lo que creía. A partir de entonces cabría suponer que empieza a utilizar la prosa para narrar — que no ya para cantar — cuanto observa y se imagina y en lo que cree o no cree. El supuesto contrario nos llevaría a la falsa situación de dar por muerta a la epopeya, de cuyo cadáver se nutriría la novela, aproximación demasiado arriesgada y que la historia de la literatura derriba sin mayor esfuerzo.
No hay, no ha habido degeneración ni degradación, aunque sí contemos con novelistas tan entusiastas como poetas épicos, que cantan y no narran, y con novelistas históricos que narran — o cantan — lo que tampoco han visto y se inventan tras beber en fuentes no siempre de fiar. El cliente de la literatura exige que se le sirva, en cada instante de la historia, aquello que precisa para nutrir su curiosidad intelectual y su permanente afán de implicación o de evasión, que poco importa ahora el señalamiento. El lector exige ser sorprendido, sí, pero no ser sorprendido de cualquier forma y sin más ni más, sino del modo que cada momento reclama. De ahí que, de un tiempo a esta parte, acepte colaborar con la fabulación que se le sirve (incluso continuándola en su cabeza y con el libro cerrado) y en actitud a la que se negaban, por ejemplo, los lectores de Valera, de la Pardo Bazán o de Galdós, e incluso de Baroja, que exigían una masticación total y una digestión previa y punto menos que completa de las páginas con las que se encaraban.
En la credibilidad, pasajera o permanente, de aquello que se narra para ser leído, incide un grado de madurez por parte de quien lee que condiciona — lo quiera o no lo quiera y, si no lo quiere, es peor para él— a quien con la pluma en la mano fabula el mundo en torno o la catástrofe que acontece en su cabeza o donde los dioses dispongan. Pero esa credibilidad necesaria ha de lograrse por medios válidos, quiero decir, por medios actuales y que resistan, no ya la lectura, sino también aquella colaboración de que les hablaba y que, en el caso del lector inteligente, puede llegar a convertirse en una verdadera disección. No basta con relatar con arte, sino que ese arte debe marchar al compás preciso — y moroso o vertiginoso, que no es ahí hacia donde apunto.
En la novela no permanece lo que se descubre por el lector sino lo que se redescubre y vuelve a redescubrirse una y otra vez, porque la novela — situación que suele olvidarse — no fluye del manantial del drama sino del hondo pozo de la tragedia, en el que ya se sabe lo que va a pasar pero nos importa saber cómo y de qué manera y con qué arte pasa. De ahí que el argumento haya ido perdiendo validez en aras al desarrollo del suceso y su forma de ser transmitido a los demás. En la fiesta de toros, por ejemplo, acontece lo mismo: todos sabemos en qué va a terminar la fiesta que, muera quien muera, siempre es tragedia, pero nos importa conocer, por sus pasos, la artística y violentísima forma en que la sangre se convierte en muerte.
Torrente Ballester nos ha hablado de la realidad suficiente: verdadera o verosímil, que poco importa puesto que, al final y en cualquiera de ambas cunas, todo es cuestión de arte adecuado a propósito. Unos supuestos previos — y adivinados o inventados — se olvidan, otros cambian y otros nacen de nueva y próvida planta, pero el esqueleto, la armazón —esto es, el deseo de dar realidad al suceso que se narra— permanece inmutable. No así el surco sobre el que cae — y al que hice inmediata alusión — y que reclama mayores exigencias de día en día. De todo se exige más, de día en día, y cada día que pasa es más difícil el acierto y más duro el camino a recorrer en pos de la voz peculiar y propia.
Nuestro recipiendario insiste en un dato clave y revelador: no se trata de la verosimilitud o inverosimilitud de lo que se cuenta — y aun de su cantidad y calidad — sino de su organización, de su oportuna estructura. Y esto que Torrente dice y yo repito, me lleva de la mano a mi exigencia de fechar con suma precisión la obra de arte, la novela de que ahora hablamos, Recuerdo que Picasso, un día que le pregunté por qué fechaba hasta sus más ligeros y volanderos dibujos, me respondió: —Porque si no lo hago, después me confundo; ni tú, ni yo, ni nadie, somos los mismos que ayer. Nada hay más cierto y les declaro a ustedes, señores académicos, que aquel día aprendí una saludable y elemental razón profunda; también una lección sencillísima y esclarecedora. El tiempo es un río de acontecimientos — nos dejó dicho Marco Aurelio en sus Meditaciones —, una impetuosa corriente. Y el tiempo nos barre si no acordamos a su compás nuestro propio y más íntimo ritmo del corazón y la cabeza. Nótese la larga nómina de hombres frustrados — artistas, escritores u oficiantes de cualquier oficio — por no haber sabido mirar a tiempo al calendario. Porque lo que es hoy valedero fue ayer discutido, por aventurado, y será desfenestrado mañana, por caduco.
La realidad reclamada jamás puede ser huésped del museo de las figuras de cera ya que, por definición, es cambiante como lo era el río del tiempo, e incluso como lo son las huellas dactilares de cada cual, sin dejar por eso de ser una realidad real, verdadera, observable y narrable, si fuéramos capaces de narrarla. Ni nuestra realidad es la de nuestros padres o nuestros hijos, ni tampoco es la misma la realidad de quienes estamos aquí reunidos esta tarde y haciendo, cada uno de nosotros, algo diferente: yo hablando y antes escuchando; Torrente, escuchando tras haber hablado; alguno de ustedes, señores académicos, prestándome la atención que agradezco; quizá otros, dormitando o pensando en sus cosas y, a lo peor, en el más hondo recoveco de cualquiera, una célula se muere y siembra el huevecillo del cáncer que acabaría dejándonos en el cementerio.
Aquí se han comparado, poco ha, dos realidades diferentes entre sí pero ambas reales; la de El Satiricón y la de Dafnis y Cloé, las dos paridas por dos realidades tan distintas como válidas. Identifico la realidad que pide Gonzalo Torrente BaUester con la verdad de Cervantes, que bien puede enfermar pero no morir del todo, sin importarme ahora que, como nos advertía Horacio, podamos ser engañados por su apariencia puesto que, en última instancia, la apariencia también es una realidad. Sabemos que la luna es verdad aunque para nosotros, que no hemos pisado la luna, siga siendo no más que una apariencia buena para ser cantada por los poetas.
La literatura se hace con palabras que sirven para algo tan sutil que a veces llega a identificarse con la propia representación no significante. La palabra de la tragedia griega, por lo común declamada para estremecernos y aun asustarnos, no vale lo mismo, pero tampoco más ni menos, que la palabra del novelista de la picaresca, dicha para disfrazar intenciones y situaciones, o la palabra del poeta surrealista, pronunciada para liberar su inconcreto dolor. Pero, sí la materia prima de la literatura es la palabra, esa realidad, con ella habremos de enfrentarnos para entender de qué va la cosa. Con palabras nos estamos entendiendo — o estoy procurando hacerme entender — pero también con palabras y en estos mismos instantes, otros hablan de lo suyo, otros aman, otros odian, otros mueren y aun otros, por más palabras que salgan de sus bocas, no dicen absolutamente nada, No podemos, sin embargo, negar su calidad de tal a esas palabras, aunque sí debamos pararnos a considerar su orden, su oportunidad y su eficacia. Las palabras con capacidad de representación de las que nos ha hablado Torrente, no son sólo las convenientes a la realidad de la novela, esquina del arte — o de la sabiduría — en la que también cabe lo no real o, al menos, lo no inmediatamente real.
La palabra, como el animal vivo, es siempre una cambiante y huidiza sorpresa que jamás significa lo mismo aunque a veces pudiera parecerlo. La palabra, en la boca del escritor — el hombre que no juega sino que se pelea con las palabras — es, además, misteriosa y llena de los mil matices diferentes y quizá incluso confundidores que frutan en el ánima de quien leyere. De no ser esto así, la literatura no se hubiera producido como fenómeno considerable al margen, aunque inserto, en el contexto general de la cultura. Soy muy respetuoso amante de la literatura popular, de la literatura transmitida — hasta que alguien la fija— por tradición oral, pero aquí estamos hablando ahora de otra cosa y esta literatura popular, que en ningún caso entiendo como subliteratura (yo llamo subliteratura a otros productos de nada difícil diagnóstico) no es el tema que nos ha convocado.
La contemplación de la literatura desde el ángulo que aquí nos interesa debe entenderse como obra del escritor, el hombre que — a decir de Jean-Paul Sartre — debe crear necesidades en las conciencias para después satisfacerlas; debe crear la necesidad de la justicia, de la solidaridad y de la libertad, para después esforzarse por presentarlas en su obra. De esta implicación que nos exige el pensador francés y que va más allá del mero compromiso, brota la impopularidad de que la literatura, en no pocas ocasiones, se ha visto rodeada e incluso culpada de males que son ajenos a su propia esencia, A la literatura debe situársela en su propio ámbito, pero no por fuera ni a un lado de él, porque la literatura, considerada en sí misma, también es una realidad y no un fingimiento, una presencia y no una representación. Hay palabras con capacidad de representación, nos dice Torrente, pero no hay palabras sin presencia ya que, por abstractas que pudieran parecemos, ahí están, poco importa si herméticas o aun misteriosas, que las fórmulas mágicas y cabalísticas también se disfrazan de palabras, aunque no se escriban.
Y aquí me asalta una duda; la palabra literaria, ¿basta con que sea palabra? O sintiéndonos exigentes, ¿es determinante que sea palabra conocida y escrita? No lo creo. La palabra literaria puede ser no significante, o de significado desconocido, o inventada y, sin duda, puede llegar hasta nosotros por tradición oral. Quiero decir que el lector muy bien puede quedarse en oidor, sin que por ello se resienta la esencia literaria. Lo que la palabra literaria requiere es ser eficaz, esto es, cumplir con justeza — y poco importa si con naturalidad o con artificio — la función que le ha sido asignada. Cuando César Vallejo, en Trilce, canta en el poema XXXII;
999 calorías.
Rumbbb… Trrraprrr rrach…chaz
Serpentínica u del bizcochero
engirafada al tímpano,
¿qué quiere significar con onomatopeyas, que a lo mejor no pasan de alaridos, y voces que nada — y tanto — significan? Cuando Ezra Pound engarza, en sus poemas escritos en lengua inglesa, voces griegas clásicas, castellanas de los siglos de oro, persas o chinas, ¿a dónde apunta si su significado es desconocido por quien se encara con su texto? Cuando Leandro Fernández de Moratín nos habla de fábulas futrosóficas, se está sacando de la manga una creación léxica, sin duda de intención festiva y a mi juicio hápax, que vale por perteneciente o relativo a la futrosofía, voz que —viniendo del latín futuere tras haber pasado por el francés — pudiera entenderse como ciencia que trata de la esencia, propiedades, causas, efectos y técnicas de la lascivia. Y aquí mi pregunta y mí respuesta. ¿Es válido el arbitrio de los tres autores mencionados al servirse de palabras que no significan, o que no sabemos lo que significan, o que nada significaban — puesto que no existían — hasta que fueron pronunciadas? A no dudarlo, sí. Marinetti preconizaba un lenguaje literario aglutinador de todo cuanto suena en el universo; el material lingüístico pretérito y presente, el aletear de los pájaros, los gritos de las fieras, el rumor del bosque, el silbar de los astros, el zumbar de los insectos, el ruido de los motores, etc. Marinetti, ya en 1910, nos habló de las palabras en libertad. La literatura se hace con palabras (ya hablé de esto) y las palabras no son más cosa que signos, lingüísticos o no, compuestos de elementos fónicos, determinados o no, aptos para funcionar, formando sistema, en un contexto o en una situación o incluso fuera de ellos. Obsérvese que el ronquido o la tos no son lenguaje articulado pero pueden suplirlo en su efecto, y el chasquido de los dedos o el agresivo o manso resoplido — feroz o misericordioso — al que Quevedo llamó el ruiseñor de los putos, ni siquiera se expresan con la boca y valen, no obstante, para desencadenar toda una situación inteligible. Quizá el mayor encanto de la palabra sea el misterio que la envuelve y que nos oculta su verdadero y hermético ser.
Nuestro recipiendario entiende al novelista como un ente poroso al que enriquece su sola presencia en el mundo, cuyo dictado y almacenado y próvido acervo se desencadena sobre las cuartillas cuando sopla el viento propicio al que poco ha de importarnos saber qué nombre le cabe. También llama montón de limaduras al hacecillo de los datos experimentales, e imán al germen que espolea — cuando le da la gana, que no antes — al hombre que, capaz de estructurar la obra literaria, se siente con fuerzas para atacar la empresa cuyo buen fin se ignora. Me parecen diáfanas las palabras de Torrente Ballester, producto — a no dudarlo — de lo diáfano de su pensamiento. En la novela importan la presencia y la permanencia del autor y su mundo, en mayor o menor grado ficticio o real, pero no la anécdota que narra ni la circunstancia en que se produjeron ni aquella novela ni esta anécdota. La novela es un arte cruel y que no perdona y, en seguimiento, el novelista no puede ser caritativo ni perdonar ni siquiera con él mismo. El escribir novelas es ocupación más zurradora de la conciencia que compensadora de la buena paz del espíritu y, sin embargo, los novelistas no podemos volver la espalda a la tentación de ir volcándonos, poco a poco y con una paciencia de monje medieval, sobre las mismas páginas que nos zarandean.
Procuraré no caer en el lugar común de suponer que la literatura es un veneno que anida, devorándolo de dentro a fuera, en el alma del escritor. No; las explicaciones literarias explican poco y quizá mi deber sea el de explicarme con claridad mayor. La literatura es posible que sea una venganza que quizá no ejercitemos ni nosotros mismos. Un vengador nacerá un día de mis cenizas, nos dice Virgilio en la Eneida. El libro es más permanente que quien lo escribe y a quien, tras su muerte, venga con la atroz venganza que no desfallece jamás. Entonces, ¿escribimos, quienes lo hacemos, para vengarnos, aunque no sepamos a ciencia cierta de qué? No descarto la posibilidad de que, aun inconscientemente, pudiera ser esto así. El escritor no escribe más que en agobiado trance de acoso, y poco ha de importarnos la duda o la certeza sobre el origen de esa situación que, en no pocas ocasiones, es posible que la cause él solo y sin ayuda de nadie. Al escritor quizá debieran quemársele los ojos, como al jilguero, para que cantase sin reconocer la faz de quien le ofende o le da ánimos para seguir viéndolo en la agonía, en la permanente lucha cuya única constante es la derrota entre las carcajadas de los demás, El mundo está poblado de verdugos lectores de novelas.
Difiero de Torrente Ballester en su supuesto de que las imágenes nuevas se producen según la pauta de las virtudes poéticas, y su ulterior ordenación funciona al dictado de las cualidades artísticas. El admitirlo así sería tentador, sin duda, pero quizá más tentador que cierto {naturalmente, en mi revisable sentir). La concatenación de sucesos es lineal e inmediata: primero es la vida, real o imaginada — poco importa —, porque la imaginación es también una realidad, novelesca o no puesto que desde el momento en que hay novelas no novelescas, el adjetivo no nos sirve; después, el novelista que habla y no ningún otro, desnudando su alma — o purgando su corazón, dije cuando quise hablar claro— con la palabra y, al final, la novela. La novela existe o no existe, no hay vuelta de hoja. Si no existe, que es lo que acontece con casi todas las no bien ni oportunamente llamadas novelas que se publican, el problema ni se nos plantea siquiera. Si existe, no puede ser expresada sino con palabras, por confusas que pudieran parecemos a una primera escaramuza con ellas. Jorge Guillen piensa que no hay más poesía que la expresada, que la realizada en el poema. Es lástima — para mí y en esta ocasión— que novelía no funcione como concepto paralelo a poesía, ya que, de hacerlo, un pensamiento quedaba a punto de la más fácil explicación. Pido licencia para utilizar, por una sola vez y sin que sirva de precedente, la palabra novelía para designar al género y su arte, reservando la voz novela para nombrar al producto. Nótese que el diccionario llama poesía al arte {y a la obra) y poema a la obra, mientras que a la novela la deja en obra y llama novelística no al arte sino, con vaguedad suma, a la literatura novelesca.
Con la venia — y caminando por los mismos relejes que hube de marcar cuando probé a coser mi poética con alfileres — quisiera decir que este orden de causa a efecto tampoco es suficiente para llevarnos a conocer qué cosa es la novelía, el novelista y la novela. Sin novelía no hay novelista y sin novelista no hay novela; también es cierto que sin novela no hay novelista y sin novelista no hay novelía, y que sin novelía no hay novela y sin novela no hay novelista. Les aseguro a ustedes, señores académicos, que si supiera por dónde romper el círculo, ya lo hubiera hecho.
No es un problema de preceptiva literaria el que se nos plantea, sino algo que va mucho más lejos y que desborda en leguas el aburrido campo de ese derecho administrativo de la literatura que tan poco me interesa. No se trata de averiguar qué es lo que queremos que la novelía sea, sino de conocer — a través de las palabras de Gonzalo Torrente — qué es lo que la novelía es en su propia realidad. Unamuno pensaba que en los previos propósitos suele haber mucha más retórica que poética. Parafraseando a Unamuno, podríamos decir que la novela es cosa de postcepto; al contrario del dogma, que es cosa de precepto. Los supuestos, los apriorismos, las declaraciones estéticas de principios, los manifiestos, etc., podrían conducirnos a una adivinación ideal — en la que no creo — de la novelía, por completo ajena al inteligente entendimiento de su verdadera substancia. Es probable que no acertemos a definir la novelía — y aun la novela —, pero es excesivo afirmar que la novelía y la novela sean indefinibles, ya que de la ignorancia de lo que fuere no puede obtenerse el corolario de la no existencia de lo que fuere.
Gonzalo Torrente Ballester nos ha planteado un grave problema en cuyas tinieblas ha sabido bucear con sagacidad profunda. Los libros proceden de los libros, nos dice, y aun de otras formas artísticas. Nada más cierto: la cultura es una tradición, una carrera de antorchas en la que cada atleta toma el testigo donde se lo dan y lo lleva hasta donde puede. Y el que pierde comba, se queda en el camino.
Y nada más, señores académicos. Pienso que debemos señalar con piedra blanca la llegada de Gonzalo Torrente Ballester a nuestro seno. A su cumplido centón de méritos, suma hoy el de haber discurrido, con muy clara cabeza, sobre un tema que a todos — dentro y fuera de esta casa — nos preocupa y nos da sobrada materia de pensamiento.
La Real Academia Española, celadora de cuanto pueda redundar en el mejor provecho de nuestra vieja lengua castellana, ha cumplido con su deber al abrir sus puertas a este hombre cabal y ejemplar, por su obra y su conducta, de los pies a la cabeza”.
Discurso al recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras de 1982
«La ocasión que nos congrega, en la que me cabe una función muy por encima de mi valor personal, si por una parte da realce a la pujanza y vitalidad de Asturias, ilustre por tantos conceptos, pero que en estos menesteres de la cultura humanística va unida a nombres que no perecen, y quiero citar, junto a mi paisano Feijoo, junto a Campomanes y Jovellanos, los más modernos de Clarín y de Pérez de Ayala; esta ocasión, repito, adquiere por la otra parte y en virtud de su naturaleza, una elevada significación política, ya que el mero reconocimiento público de unos méritos intelectuales y artísticos basta para provocar la concurrencia y presidencia de quien y quienes simbolizan a España y garantizan la esperanza de su futuro. Quiero, pues, que mis primeras palabras sean de reconocimiento a sus majestades los Reyes y a su alteza el Príncipe de Asturias por su presencia, y, después, a la Fundación que otorga los galardones por su acierto al constituirse en entidad que fomenta la cultura, con lo que le es dado el alumbramiento de muchas oscuridades venideras. Pero también de felicitación a los premiados, grandes nombres todos ellos, por el relieve y fasto con que sus méritos en el orden de la creación y de la investigación les son celebrados. Ante todo, a mi colega de la Real Academia Española, Miguel Delibes, nuestro gran novelista castellano. Después a mis compañeros de generación Pablo Serrano y Antonio Domínguez Ortiz, aquél por el modo como ha escudriñado la materia y le ha sacado formas inesperadas y estremecedoras; éste, por haber indagado en los archivos y haber sacado de su silencio hechos pasados que promueven nuevos modos de entendernos y conocernos los españoles. Después a Mario Augusto Bunge, que representa entre nosotros la luz inalterable del humanismo, al que, desengañados de maneras menos auténticas y libres de concebir la cultura, hemos de volver los hombres; a Manuel Ballester Boix, que escudriña también, pero en la realidad más honda y delicada de eso que alguna vez llamábamos materia y que ahora no sabemos cómo llamar, y, por último, a Enrique Valentín Iglesias García, cuyo esfuerzo ayuda a mantener vivo el canal de amistad y comprensión que nos religa a las Américas. Especial emoción me causa, sin embargo, la presencia de Antonio Domínguez Ortiz, y no sólo por el hecho ya señalado de formar a mi lado en la misma generación, sino por haber compartido conmigo durante más de cuarenta años la misma tarea docente con la eficacia que sus discípulos proclaman; y voy a aprovechar su nombre y asimismo su obra para explanar unos de los puntos a los que estas pocas palabras mías intentan dar relieve. Me refiero, ante todo, al conocimiento de la Historia, que hoy en España, de manera eminente, practica mi colega, amigo y admirado compañero Antonio Domínguez Ortiz: él sabe, lo sabemos todos los que alguna vez nos hemos estremecido ante la realidad de nuestra patria, lo importante, lo urgente de una investigación objetiva y completa que nos permita a los españoles saber de verdad lo que fuimos, entender de verdad lo que somos y sacar de este conocimiento los principios que deben de verdad regir nuestra conducta ciudadana: una de las causas más profundas de nuestros errores históricos, de nuestro comportamiento como pueblo, es sin duda la falsa idea que tenemos y mantenemos de nosotros mismos y de nuestro pasado. Y dije falsa cuando debí decir falsas, ya que son lo menos dos contradictorias e irreductibles, las ideas a cuya contienda asistimos, ambas incompletas y frecuentemente equivocadas, una y otra postulando ese conocimiento histórico, verdadero y acaso desencantado, al que los españoles necesitamos hacer valerosamente frente, que nos permita rectificar nuestra visión del mundo, e incorporar a ella la de una España clarificada. Es un conocimiento que debe penetrar en todos los estamentos, fundamentar todas las actitudes, constituir el cimiento inamovible de cada personalidad singular, pues no se puede transitar por nuestro tiempo sin una idea cabal de la comunidad a la que pertenece y del lugar que le corresponde en la realidad, quizás en su desconcierto. Antonio Domínguez Ortiz ha contribuido en grado muy notable al esclarecimiento de graves aspectos de nuestro pasado. Me complazco en señalarlo.
El segundo punto de que intento tratar es el de la investigación científica. Don Manuel Ballester representa aquí esa actitud eminente, seductora, pero ante la cual los españoles no parecen provistos de tener la sensibilidad adecuada. Es una cantinela repetida y acaso fúnebre, de las que no presagian bonanzas. Y para que se entienda la razón por la que yo, inventor de ficciones más o menos fantásticas, dejo a un lado el elogio de la poesía e insisto en clamar por la necesidad de la ciencia, me voy a permitir la exposición de algunas razones personales. Es inevitable que, para ello, recurra a mis recuerdos, pero prometo no abusar, y anticipo que esos recuerdos pudieran coincidir, en su sentido, con los de muchos españoles. Yo nací en una ciudad, más que marítima, marinera; una ciudad especializada en la construcción de barcos, con fama justa de haber alcanzado en esa industria la excelencia. En una hermosa plaza rodeada de magnolios, la estatua de Jorge Juan señala, con su dedo, el conjunto gris y azul de los arsenales. Jorge Juan fue una de las más finas, de las más responsables cabezas de su siglo, y los arsenales que señala los más famosos. Se contaba, en mi niñez, cómo aquellos ingenieros de espadín y peluca, inclinados sobre el panel de los planos, habían inventado los mejores barcos de su tiempo, poderosos, veloces, bellísimas máquinas de jugar con el viento y contra él. Insisto y quiero dejar bien claro que, antes da haberlas construido, las habían inventado. Eran suyas la ciencia y la técnica, el saber y la práctica que les colocaba a la vanguardia de su tiempo, audaces, clarividentes, aunque rodeados de una sociedad perezosa, miedosa a la que era menester espabilar y asegurar. Todos sabemos que fue tarea frustrada y no por culpa de aquellos constructores de barcos. También, cuando yo era niño, se botaban navíos en aquellos astilleros, pero ya no se inventaban. El dedo de Jorge Juan mostraba, sigue mostrando, la misma fábrica, que trabajaba y sigue trabajando con patentes extranjeras. Y si el dedo de Jorge Juan señalase a todas las fábricas de España, en la mayor parte de ellas apuntaría a lo mismo: una excelente mano de obra que realiza lo concebido por otros. Sucedía en el siglo XVIII que ciertas personas ilustres se habían aficionado a la investigación, y pusieron las bases de nuestra ciencia moderna; pero también sucedió que, apenas iniciada, esa tradición se interrumpió, y ya dije por qué causa, pues el fracaso de las artes navales no fue más que un aspecto de un fracaso general. La sociedad española, para justificarse, se encaramó en una supuesta superioridad moral, y así surgió la penosa, la incomprensible frase de «Que inventen ellos». El que la profirió, grande fue su talento, no comprendía que, desde aquel momento, el futuro pertenecía a quienes inventaban, y el que no inventaba tenía cerradas las puertas de la esperanza. La sociedad española no ha salido apenas de su error, porque persiste en su antigua soberbia, que hoy enmascara impotencia, egoísmo, pereza… Hay quien piensa, sí, que inventar es necesario, pero les resulta más cómodo y, sobre todo, más barato, comprar lo que inventan otros, precisamente los «ellos» de la frase. Sería necesario que comprendiesen, que lo comprendiésemos todos, que quien tal hace ejercita un modo, disimulado, de desamor a la patria; en el fondo, de desprecio. Quizá presuman de patriotas, pero no lo son. A nuestro país le urge, ante todo, investigar. Necesitamos, como individuos y como pueblo, correr la enorme, la inabarcable aventura de la ciencia, correrla con los demás hombres del mundo; mezclados, sí, al pelotón, pero con nuestra propia bandera. Empezamos a conocer la realidad, apenas si hemos alzado ya una punta del secreto que la oculta: escudriñarla hasta el fondo, si un fondo hay, es la más importante tarea de los hombres de hoy y del futuro, si es que la locura de unos cuantos permite que ese futuro sea alguna vez presente luminoso. Pero, al mismo tiempo, conviene inventar máquinas. El conocimiento de la realidad nos alza sobre la calidad mostrenca, común a «los humanos», pero la invención nos permite vivir y vivir mejor. Y quiero señalar a todos los presentes la curiosa circunstancia de que los pueblos de grandes inventores son al mismo tiempo de grandes novelistas, porque el inventor de ficciones y el de artilugios ponen en juego la imaginación. Y esto me lleva a recabar de los poderes públicos un tipo de educación más imaginativa, no que castre, sino que fertilice y favorezca las facultades creadoras. Hay que contar a los niños cuentos de hadas para que, de mayores, puedan hacer innecesaria la importación de patentes. Y, además de más imaginativa, la educación tiene que ser más ambiciosa. Tengo una larga experiencia en ese campo, tengo sobre mí cuarenta y cinco años de experiencia docente, y puedo aseguraros que nunca he visto a mi alrededor más que sistemas de enseñanza destinados a la exaltación e instalación de lo mediocre, en cuya selección nuestras instituciones se han mostrado tan hábiles como empecinadas, al tiempo que dificultaban o impedían, que dificultan y siguen estorbando, la selección de los mejores, empujados a la emigración con dolorosa frecuencia. Ni siquiera hemos aprendido a utilizar con ventaja los talentos medios, por mucho que hayamos querido sacarnos de la nada unas generaciones de técnicos secundarios y medios. ¡Qué extraña miopía! Los técnicos de grado medio sólo sirven para poner en marcha lo que inventan los demás, y nosotros necesitamos inventar, ya lo dije. Ambición e imaginación, no conformidad; imbuir en la sociedad esa idea de que sólo se es de veras libre en la medida en que la dependencia es interdependencia, cuando tomamos tanto como damos, ni un gramo más. Pero, antes de concluir estas palabras que ya van siendo demasiado largas me gustaría todavía insistir y enunciar una idea que juzgo complementaria. Los españoles, ante las grandes tareas, solemos descargarnos de responsabilidad proponiéndoselas al Estado, sin darnos cuenta de que tampoco el Estado recibe nada gratuitamente. Todavía don Santiago Ramón y Cajal lo esperaba todo del Estado, sin acordarse de que el Estado es una entidad abstracta representada por hombres concretos, por hombres que forman parte de nuestra sociedad. Yo pienso que esa enorme empresa de promover la ciencia y la técnica corresponde a la sociedad en su conjunto, en colaboración con el Estado y a veces al margen de él. Al Estado le corresponde, compete sobre todo, favorecer, promover y en su caso defender. Al que aduzca nuestra pobreza, hay que responderle con la estadística asombrosa de los gastos inútiles, del despilfarro de la sociedad española en actos que, todo lo más, redundan en el fomento de la estupidez colectiva. Con la mitad de lo que la sociedad española derrocha, tendríamos las bases económicas suficientes para crear, en muy pocas generaciones, una ciencia y una técnica españolas a la altura de los tiempos. No es que proponga un esfuerzo del que vayamos a enorgullecernos: es que, de que dispongamos o no de investigación y técnica propias, depende nuestro futuro como pueblo libre y con la identidad bien clara.
Majestades, Alteza, colegas y amigos asturianos, junto a tantas ficciones inventadas por mi infancia, esa de España sin miedo a la verdad, audaz en su descubrimiento, y capaz de transformar la realidad, es la más antigua, la más acariciada, la más soñada, como que nació en mi niñez, cuando intentaba descifrar como signo aquella mano de Jorge Juan, en el viejo paseo de Herrera de esa ciudad industrial y marinera en que nací. Conocí tiempos de indiferencia cultural y tiempos de grande esperanza. Ahora, en mi vejez, he palpado, palpo todos los años, ese milagro de acercamiento de la Suprema Magistratura del país a los que piensan, a los que sueñan, a los que crean, y lo tengo por la más estupenda novedad histórica traída por la monarquía. Majestad, esos hombres de las ciencias, de las artes, de la literatura, llevan en sus mentes el futuro. Y el futuro lo será Vuestra Alteza, el Príncipe de Asturias. En el viejo ceremonial bizantino, se decía a los basileos: Para vosotros años innumerables. Yo se lo digo a los nuestros. Pero un día, Alteza, la antorcha quedará en vuestras manos. Deseo ardientemente que sea entonces realidad lo que en este momento es sólo un sueño. Con esta esperanza doy fin a mis palabras».
© Copyright Herederos de Gonzalo Torrente Ballester
Discurso al recibir el Premio Cervantes de 1985
«Comparezco en este acto solemne para recibir de manos de Su Majestad el Rey de España el Premio de Literatura Miguel de Cervantes, máximo honor de mi vida por la calidad del galardón y por la mano augusta que me lo entrega: dos excelencias que no sé si sabré llevar con la debida humildad, orgulloso como me siento de una y otra. Pero al reconocer públicamente su importancia, se me ocurre que quizá no sea justo atribuirme los méritos indispensables para alcanzar el galardón y el honor, y así, antes que otra cosa, quisiera compartirlos, en primer lugar, con los narradores que durante las últimas décadas, cuatro generaciones ya en liza, hemos cooperado en la tarea de mantener a la debida altura y con la máxima calidad exigible el arte de la novela española contemporánea cultivada hoy en los cuatro idiomas del país por escritores a cuyo esfuerzo y a cuyos talentos varios se debe la reconocida y evidente dignidad de nuestras letras. Soy el primer novelista español que recibe este premio, destinado a honrar a los creadores de ambos lados del Atlántico, no porque mis merecimientos superen los de mis colegas, sino porque alguien tenía que ser el primero, y la suerte quiso que fuese yo. Les ofrezco, pues, a estos insignes compañeros, la participación justa en el honor que hoy se me atribuye. Sus nombres vendrán también, unos tras otros, y sus personas ocuparán, como yo ahora, este lugar, y pronunciarán palabras más ilustres que estas mías. Espero de Dios, y para la mayor fortuna de España, que la mano que se la entregue sea la misma.
En segundo lugar, pienso con emoción en los que trabajaron conmigo en la profesión docente. Yo he sido profesor, y aunque no esté aquí como tal, no puedo dejar de serlo, menos aún olvidarlo en esta ocasión. Durante medio siglo intenté comunicar a muchas generaciones de mozos y mozas el arte de la Lengua y el secreto de la Literatura. Ésta fue mi vocación real; la otra, la complementaria. La fortuna personal, que me llevó a tierras lueñes, hizo posible que a sus hombres y mujeres comunicase los esplendores de la cultura española. En medio de esta tarea, reiteradas veces, el tema de mi enseñanza, y también de mi nostalgia, fue el arte de Miguel de Cervantes. También de estos años de ausencia me siento orgulloso. No puedo asegurar que mis páginas hayan alcanzado la perfección apetecible; creo, en cambio, haber sido un buen profesor, y mi palabra viva, más que las escritas, dieron forma a espíritus anhelantes. Como el profesor convivió con el escritor, como fueron y son la misma persona, a mis compañeros en la docencia ofrezco también la participación que me habéis atribuido.
Al titular de este premio, a Miguel de Cervantes, quiero referirme también de un modo particular y especialmente entusiasta, nunca con la extensión que se merece, únicamente con aquella que la discreción me permite. Ante todo, para reconocerle una vez más como mi máximo maestro, el escritor de quien más aprendí y a quien más debo. Pero también para considerarlo como arquetipo de novelistas, como quien, en su momento, hizo algo que nadie hasta él había hecho, y mostró a sus seguidores, próximos y lejanos, afines o dispares, un camino que todos forzosamente tuvimos que seguir: aunque quizá no sea precisamente un camino, sino un modo, el de estar en la realidad, de relacionarse con ella, de dar de ella la oportuna cuenta poética.
Porque el artista, todo artista, está en la realidad como hombre que es, pero lo que le distingue y especifica es precisamente el modo. Y aquí sería conveniente establecer alguna comparación para que de ella resalte precisamente la diferencia: también el investigador y el filósofo están en la realidad de un modo «sui generis» que caracteriza sus actividades y las distingue. El científico, ante la realidad, busca averiguar lo que es, cómo está constituida, cuáles son las leyes que la rigen, en tanto que el filósofo lo que intenta es dar sentido al saber, establecer entre las diversas clases de conocimientos una coherencia, una relación, o declarar a veces, desoladoramente, que no la encuentra, o, al menos, que no la percibe. El artista, con independencia de que conozca lo real y de que le halle o no el sentido, lo siente, en un proceso que va desde la mera sensación hasta el delicado sentimiento. El artista puede parecer impávido, pero esto es sólo una apariencia. Su corazón, secreta o visiblemente, participa en la operación de estar ante lo real y de dar cuenta de él, cada cual con sus medios, plásticos, musicales o literarios. Y la particularidad de esta actividad es que no se ejerce independientemente como actividad autónoma de una facultad del alma, sino que lleva consigo, sino que arrastra e involucra la de la persona entera, la participación del hombre total. Por eso, cuando el artista trabaja no se reserva una parcela de sí mismo que se mantenga independiente. La producción de una obra de arte es siempre y necesariamente no sólo un acto vital, sino un hecho biográfico en el que la personalidad de artista participa con más intensidad y más rigor que otras actividades intelectuales no superiores ni inferiores, sino distintas. No falta quien, por semejante razón, ha comparado a la mística la actividad poética.
El escritor vive en la realidad inevitablemente, pero, además, como materia prima de su arte, sólo cuenta con ella, con lo que de ella pueda obtener o recibir; a la relación del hombre con lo real llamamos experiencia. La experiencia del artista tiene sus particularidades. Lo mismo la del escritor. Pero de la experiencia de lo real, el escritor no puede limitarse a tomar materiales, a reformarlos, a darles otro orden, otra estructura, sino que, además, inquiere su sentido. Hay quien, pues, ante la realidad así conocida y experimentada, adopta una actitud radical que, al expresarse poéticamente, aproxima la poesía, en tanto respuesta a la experiencia, en tanto nutrida de ella, a esta otra respuesta ya mencionada, la que declara el sentido de lo que existe o reconoce su carencia: por otros caminos, pero hacia las mismas metas. Yo pertenezco a una generación de escritores a la que preocupó ante todo hallar ese sentido. Podría traer aquí una cumplida nómina de contemporáneos míos que ante el espectáculo de la Historia se preguntaron qué era la vida del hombre y cuál su coherencia con el resto del Cosmos. Pienso que en el orden del tiempo, el primero que se hizo esa pregunta y le dio una respuesta no filosófica, sino poética, fue Miguel de Cervantes. En el hallazgo de la pregunta y en la formulación de la respuesta influyó decisivamente su particular peripecia humana, además de su talento de artista. A Miguel de Cervantes le decepcionó la Historia de su tiempo, la misma que le había entusiasmado. Miguel de Cervantes, pecador insigne, para poder perdonarse a sí mismo, tuvo primero que perdonar a los demás: un general, universal perdón. Y, al hacerlo, sonrió. En este cruce de experiencias y sentimientos reside, creo yo, la clave de su visión del mundo: que no es radical, que no es dogmática, sino relativa y ambigua; al no atreverse a juzgar lo bueno y lo malo (cosa, por otra parte, de Dios) deja que sus figuras transcurran llevadas por su propio impulso, al margen de lo bueno y lo malo. Las visiones posteriores de la realidad como carente de sentido, como absurda, clavan sus raíces secretas en la sonrisa de Cervantes, cuya experiencia le enseñó a no tomar nada demasiado serio, sobre todo lo que era necesario para sus contemporáneos. Pero ¡entendámonos!, no por eso dejó de amar. Lo que sucede es que lo mismo ama lo que lo merece que lo que no, puesto que en un plano superior y alejado lo mismo da una cosa que otra. Y su amor se ejercita artísticamente. Hubo, hay todavía, quien se empeña en hacer de Cervantes un moralista. Adviértase que el moralista premia o castiga artísticamente a sus criaturas, hace de ellas modelos, caricaturas y monstruos: las acerca o las repele, según el juicio moral que le merezcan; les aplica el escalpelo de la sátira, cuando no de la condenación expresa. La sátira de Cervantes no pasa de pretexto para que se conceda a su visión desencantada y benévola del mundo un pase de libre circulación. Sin ese pretexto, la sociedad de su tiempo lo hubiera repudiado. Su sátira de los libros de caballerías no es más que una lanzada a moro muerto, y los satiriza de tal modo que fácilmente se descubre el amor que les tiene. No. No hay que tomar en serio las pretendidas moralizaciones de Cervantes. El moralista ríe a carcajadas, o se indigna: cuanto más estentóreas, mejor. La moral es siempre tajante, inevitablemente dogmática, y, por supuesto, incompatible con la sonrisa y con el «deje usted las cosas como están, ya que cambiarán solas», que es, al fin y al cabo, lo que viene a decirnos Cervantes. Pero semejante afirmación no la aceptan los que quieren forzar al mundo en su cambio, los apresurados, los impacientes. Por eso todos éstos rechazan a Cervantes, aunque se queden con un Don Quijote convencional, supuestamente idealista y efectivamente loco. Ese Quijote que sólo se encuentra cuando se le va a buscar así. Pero el que inventó Cervantes también lleva la sonrisa escondida tras el yelmo, y, lo mismo que su autor, sabe jugar.
La complejidad de la vida sólo el hombre complejo puede adivinarla, y Cervantes lo era. Poseyó como nadie el don de expresar verbalmente su mundo, y fue el primero en comprender que una novela es ante todo un mundo cerrado que se basta a sí mismo. Eso es el Quijote, su obra maestra, y, en serlo, en mostrárnoslo, consiste el mensaje ejemplar de su autor, el que persiste a través de los siglos y hace de él un hombre próximo y amado como el mayor y el mejor de nuestros contemporáneos.
Majestades, excelentísimo señor ministro de Cultura, excelentísimos señores, amigos todos, me siento especialmente honrado por el hecho de que este premio que me habéis otorgado lleve el nombre de Miguel de Cervantes. Os agra