Discurso al recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras de 2004
«Majestad, Altezas Reales, Señor Presidente y Señores de la Fundación Príncipe de Asturias, Señor Presidente y Señores miembros del Jurado de este Premio, Colegas que habéis sido honrados junto a mí, Señoras y Señores,
Hace muchos años, el joven Umberto Saba, que todavía no era uno de los mayores poetas del siglo XX, mandó a una revista literaria una poesía que había escrito sobre un soldado que todavía hacía el servicio militar con él. La poesía fue publicada y el poeta recibió una compensación económica de cincuenta liras, eran los años en los que en Italia se cantaba una canción que decía: «¿Si pudiera tener mil liras al mes?». Por la noche, en el cuartel, el camarada le dijo a Saba que tenía que darle la mitad de las ganancias, veinticinco liras, porque sin él no habría escrito aquella poesía.
Creo que aquel joven no estaba equivocado del todo y que la vida tiene derecho a pasarle la cuenta a un escritor, incluso a quien recibe hoy con gratitud y asombro un regalo, magnánimo e inesperado, como éste que se me concede. En este momento, mientras trato de expresaros la profunda gratitud por el reconocimiento que se me otorga, pienso que yo también debería compartirlo con todos aquellos sin los cuales mis libros no existirían. Escribir es transcribir. Incluso cuando inventa, un escritor transcribe historias y cosas de las que la vida le ha hecho partícipe: sin ciertos rostros, ciertos eventos grandes o pequeños, ciertos personajes, ciertas luces, ciertas sombras, ciertos paisajes, ciertos momentos de felicidad y de desesperación, no habrían nacido muchas páginas. Por tanto, debería compartir este premio con todos los coautores de lo que he escrito, hombres y mujeres que han compartido mi existencia y forman parte de mí. Solamente mirando esos rostros puedo ver el mío, como en un espejo que de lo contrario estaría vacío, como si también yo hubiese vendido mi imagen al diablo, de acuerdo con la leyenda. Sólo gracias a ellos puedo decir, como Don Quijote, «yo sé quien soy».
Este premio culmina la enorme generosidad que desde el primer momento me ha demostrado España. Para mí, ya es un premio ser puesto al mismo nivel que las grandes figuras que lo han recibido en el pasado y lo reciben hoy conmigo, además de los otros escritores que han sido tenidos en cuenta al mismo tiempo que yo. Cuanto más grande y significativo es un premio, tanto más procura en el ánimo de quien lo recibe un sentimiento de alegría, pero también de incertidumbre, porque lleva a hacer balance de nosotros mismos, y los balances, ya se sabe, a menudo revelan un déficit. Quizás un escritor sienta de modo especial, hoy más que nunca, la precariedad del yo individual, la intercambiabilidad de la experiencia y de la propia personalidad, que a veces le parecen absorbidas en una abstracción en serie y anónima; en ocasiones cree que un texto suyo podría ser de otro. Quizás sea solo una tentación que nace del temor, pero a veces nos parece que lo único e inconfundiblemente nuestro son los momentos de oscuridad, de miedo, de dolor, de angustia y de delirio, de indignidad, como si realmente sólo fuésemos nosotros mismos cuando estamos a punto de perdernos, de naufragar, de desertar. Pero sin tener en cuenta esta oscuridad, este impulso hacia la deserción, no seremos capaces de entablar, no obstante todo, lo que San Pablo llama «el buen combate». La escritura es también un continuo viaje entre estas dos verdades, la de la fuga y la de la batalla; viaje a través del desierto y hacia una Tierra Prometida que sabemos que no alcanzaremos, porque la verdad de la escritura es el exilio, el estar fuera de la verdadera vida. ¿Qué se pierde escribiendo? -me preguntó una vez una estudiante china en Xian. Pregunta lapidaria, que requirió una larga respuesta. Sí, también la escritura debe registrar voces «con pérdidas», pero sin ella la verdadera vida estaría todavía más lejos.
Estamos viviendo la transformación liberatoria y sobrecogedora de una época, del mundo, de la realidad, quizás del hombre mismo. Estamos sentados en el borde de un volcán y de todas partes llegan estruendos de guerra, de una guerra que, como la metástasis de un cáncer, golpea ahora a una parte del mundo e implica al mundo entero. Como triestino, provengo de Italia, pero también de un poco de esa civilización centroeuropea, mitteleuropea, que intuyó, vivió y representó anticipadamente esta conmoción, comparable en la historia sólo con el final del mundo antiguo. Vivimos en una realidad que parece la descrita y prevista por Musil; una realidad construida en el aire y sin cimientos, formada por muchas copias de originales que se han perdido o quizás nunca hayan existido, en donde los acontecimientos parecen Acciones Paralelas a otras que sin embargo no suceden; en la que el individuo mismo se siente una pluralidad centrífuga, un archipiélago desperdigado más que una unidad compacta. Hemos entrado en la habitación de los botones de la fábrica de la vida y no sabemos si nuestros bisnietos se parecerán a nosotros, ni cuánto, si tendrán nuestras pasiones o serán casi otra especie. La realidad es un estudio teatral que se desmonta continuamente y nosotros nos movemos por él como Don Quijote por la Mancha; no hemos escrito Don Quijote, sino todo lo más un Amadis de Gaula, y nuestro guardarropa anticuado se llena de polvo y se deteriora en el traslado universal que se esta produciendo, pero también esto contribuye a la gestación de una realidad que cuesta imaginar. En su presente y su futuro -que en parte es ya nuestro presente, pero que en parte es también para nosotros todavía futuro- Nietzsche y Dostoievski vieron el advenimiento universal del nihilismo; mucho dependerá si lo viviremos, como Nietzsche, como una liberación que festejar, o como Dostoievski, como una enfermedad de la que curarse.
Un triestino es especialmente proclive a ser un hombre sin atributos y a buscar en la literatura la identidad de la que se siente incierto. El premio que se me concede hoy subraya, generosamente, el fuerte sentido de Europa presente en lo que escribo. He nacido y he vivido en una ciudad de frontera que, especialmente en determinados años, era ella misma una frontera, es más, estaba constituida y tejida por fronteras que la cortaban espiritualmente separándola de ella misma, la atravesaban como cicatrices sobre el cuerpo de un individuo. Solo una Europa realmente unida puede hacer que las fronteras entre sus naciones y culturas sean puentes que las unan y no barreras que las separen.
La unidad europea no debe infundir temor. De hecho, vivimos ya en una realidad que no es nacional, sino europea; esta unidad europea de facto tendrá que convertirse cada vez más en una unidad institucional, aunque el camino para llevarla a cabo esté plagado de dificultades y de momentáneos retrasos. El amor por Europa no presupone ninguna miope soberbia eurocéntrica: el centro del mundo hoy está en cualquier parte y no tolera ningún inicuo dominio de una concreta parte del mundo. El humanismo europeo es también batalla para esta par dignidad de cualquier provincia del hombre, como la llama Canetti. En la vertiginosa transformación política, social, cultural, la democracia a veces vacila; España, que en pocos años ha vivido una increíble renovación, es un gran ejemplo de cómo la modernización puede y debe significar incremento y victoria de la democracia.
Europa no significa nivelar las diferencias, sino formar un coro armonioso, en el que Oviedo no será menos asturiana o Trieste menos triestina o italiana. La unidad no existe sin diversidad y viceversa. Dante decía que había aprendido a amar Florencia a fuerza de beber agua de su río Arno, pero añadía que nuestra patria es el mundo, como para los peces el mar.
Gracias».
Discurso en la recepción del Premio de Literatura de Lenguas romances del FIL (México) del 2014
«Lápices de colores
Hace muchos años, Heimito von Doderer, el gran narrador austriaco, teórico y creador de la “novela total”, me envió un ejemplar de su obra maestra La escalinata de Strudlhof, con una afectuosa, amplia y auto irónica dedicatoria escrita con seis lápices de colores. Algunas letras en azul, otras en rojo, una palabra entera en amarillo, y así sucesivamente. Aquella dedicatoria era probablemente también auto irónica porque utilizaba colores diferentes para escribir –a mano– sus novelas, largas como la vida misma; los colores diferenciaban los distintos planos de la novela: la narración de los sucesos, el flujo de la conciencia, las descripciones… Utilizar colores diferentes también para escribir la dedicatoria significaba que toda escritura –así fueran unas cuantas líneas– es un texto, un tejido de planos diferentes, rico en referencias; sostenido por una tensión entre la totalidad y el fragmento, lo dicho y lo no dicho. La escritura tiene colores y lápices diferentes, también para quien no escribe a mano, como lo hace Doderer. Diversos colores, diversas escrituras, también en el espacio de aquella que las abraza a todas, la escritura única e irrepetible de cada autor.
No sé cuántos lápices debería tener yo cuando, en la mesa de mi cuarto o en la del café San Marcos en Trieste, intento garabatear mis páginas. Un color simple y definido es el del lápiz con el que se escriben los libros e incluso los textos breves, de los que conocemos, antes de empezar, la naturaleza, el tema, el objetivo, al menos es lo que yo hago y he hecho en el pasado. Es el caso de los textos de crítica literaria. Por ejemplo, cuando me senté a escribir una monografía sobre Wilhelm Heinse, un autor alemán de finales del siglo XVIII, no sabía a qué resultado llegaría, pero sabía cuál era el tema y el objetivo de aquella escritura, es decir, analizar la obra del autor. El color de mi lápiz era firme, no irradiaba reflejos ni reverberaciones misteriosas, no se confundía con otros colores, no cambiaba su significado, como por ejemplo un azul marino que puede evocar nostalgia o felicidad en un mismo instante, pálido color de la angustia y la muerte. Pero ya en otros estudios críticos se había insinuado de pronto una inquietante ambigüedad, una estimulante y perturbadora incertidumbre sobre lo que yo estaba buscando. En un libro que escribí sobre Hoffmann, el genial escritor decimonónico romántico del inconsciente y el doble, me introduje en su obra y en el Romanticismo europeo que se refleja en ella. Aventurarse en el caos de sueños y fantasmas de sus relatos, donde el Yo narrativo de pronto se sorprende hablando con una voz desconocida y extraña que lo extravía, lo hechiza o lo devasta, requería no solo un análisis histórico y crítico de la obra, sino que exigía internarse en los laberintos ignotos de la vida e incluso de mi propia vida. Mientras más avanzaba en la escritura, menos sabía lo que me esperaba, cuál era el verdadero objetivo de mi búsqueda; el color de la escritura se desvanecía como una nube y cada vez ignoraba más qué libro estaba escribiendo aunque controlara meticulosamente cada detalle.
Este proceso, existencial y estilístico, se fue acentuando progresivamente aun antes de que empezara a escribir ficción, y enseguida se convirtió en una ley de la escritura.
El ensayo, por ejemplo, es una escritura que se hace a tientas, ensayando, y el argumento se va creando conforme se avanza: se construye y se busca a la vez. Es una forma de escritura que habla de un tema queriendo expresar algo diferente que no se puede decir directamente, y que el propio autor va conociendo poco a poco, se busca lo inexpresable detrás de cada imagen. Cuando escribí mi primer libro, El mito Habsbúrgico (1963), no sabía bien lo que quería escribir y esto me sucede todavía; solo cuando llego a una tercera parte o a la mitad sé qué libro quiero escribir, cuál es la metáfora detrás del tema explicito y cuál es su verdadero objetivo –por ejemplo, escribir un poema sobre un árbol y la luz que le envuelve, puede ser la única manera en ese momento para expresar el amor por una persona-. El mito Habsbúrgico celebraba el mundo austriaco como el mundo del orden que había descubierto el desorden, una literatura que había denunciado el vacío, el sinsentido, la crisis de la civilización. Un laboratorio del nihilismo contemporáneo a la vez que una guerrilla en su contra.
De igual forma, el ensayo Lejos de dónde (1971) dedicado a la civilización hebraico-oriental y vinculado con mi pasión por Isaac Bashevis Singer, a quien conocí personalmente y ha sido uno de los grandes encuentros de mi vida, se originó en la lectura casual de una narración hebraico-oriental, la historia de dos judíos de una pequeña ciudad de Europa del Este. Ambos se encuentran en una estación de tren, uno de ellos lleva muchas maletas y el otro le pregunta: “¿Adónde vas?”. Y éste responde: “Voy a Argentina”. Aquel comenta: “¡Vas muy lejos!”. Y el segundo dice: “¿Lejos de dónde?”. Es una respuesta talmúdica, que responde con una pregunta; esto significa por una parte que el judío, que vive en el exilio, siempre está lejos de todo y por otra que, teniendo una patria en el Libro, en la tradición, en la Ley, nunca se está lejos de nada. Me dediqué a leer historias de ghetto de todos los países posibles, a autores clásicos y a menores de la literatura en yiddish, historias jasídicas, relatos de todas partes del mundo y sobre todo de Europa centro-oriental. Una civilización que ha sufrido con tremenda violencia la erradicación, el exilio, persecuciones, amenazas de aniquilación de su identidad… a todo esto se han enfrentado oponiendo una resistencia extraordinaria individual y un humorismo indestructible. Éxodo, exilio, pérdida del Yo y una increíble resistencia del Yo mismo.
Pero poco a poco aquel libro se convirtió en una especie de metáfora de mi propia vida, de mis afectos más profundos, de mi existencia.
Así nació también Danubio. En septiembre de 1982, con mi mujer y algunos amigos hicimos un viaje a Eslovaquia. Estábamos entre Viena y Bratislava, cerca de la frontera Este con lo que se ha dado en llamar “la otra Europa” (creo que mucho de lo que he escrito ha surgido del deseo de quitar ese adjetivo “otra”, de lograr que se comprenda que esa Europa es igualmente digna). Veíamos fluir el Danubio, el esplendor de sus aguas, su color no se diferenciaba de la hierba del campo; no se distinguía bien dónde empezaba y dónde terminaba el río, qué era río y que no. Estábamos viviendo un momento de felicidad y armonía, uno de esos raros instantes de concordancia con el flujo de la existencia. De pronto vimos un cartel que decía: “Museo del Danubio”. Esta palabra, “museo”, aparecía tan ajena al encanto del momento, cuando Marisa dijo: “¿Qué pasaría si continuásemos vagando hasta la desembocadura del Danubio?”. Así comenzaron esos cuatro años de viajes, escritura y re-escritura, vagabundeos donde el Danubio y la Mitteleuropa se convierten en la Babel del mundo actual. La escritura de Danubio es heterogénea, impura, mezcla de géneros y de registros estilísticos, como las aguas del verdadero río –que no son azules–. Esto es válido, en formas diversas, para todos mis libros, novelas, relatos y pièces[1] teatrales que he escrito.
La escritura es a la vez un agente de aduana y un contrabandista; establece fronteras y las trasgrede. Se utilizan lápices, colores diferentes, para la escritura ético-política y para la propiamente literaria, de invención. Yo he escrito libros de fantasía, de invención, pero también hace 47 años que escribo para el Corriere della Sera, frecuentemente sobre asuntos ético-políticos. Lo que da orden al mundo es la sintaxis, y las dos escrituras: la ético-política y la fantástica-narrativa-teatral tienen sintaxis completamente distintas.
Hay tantas escrituras: las que dan voz a la tragedia y al horror de la vida y aquellas que dan voz a su encanto; las que se obsesionan con la verdad y aquellas que pretenden reinventar el mundo. Está la escritura que nace en la cabeza, en el conocimiento intelectual, y aquella que nace en la mano, en la creatividad que ignora que el autor entiende menos su obra que los demás, como me sucedió cuando hablaba con Singer y me daba cuenta de que yo entendía más sus grandes obras, sus relatos y parábolas que había escrito él y no yo.
Hay una escritura que informa sobre el mundo, que detecta las necesidades y denuncia las injusticias; también la escritura que se practica como un “buen combate”, para usar la expresión de San Pablo, en defensa del ser humano, y hay la escritura que se ejerce con absoluta e irresponsable libertad.
Hay una increíble paleta de colores diferentes, a veces cada uno separado en su propio recipiente, como en las clases de dibujo o de acuarela de la escuela, y otras veces se mezclan formando un color imposible de nombrar.
La dialéctica que siento con más fuerza es la que se da entre la escritura diurna y la nocturna –recordando la definición del gran Ernesto Sábato de quien tuve la fortuna de ser amigo–. En la primera, un escritor expresa un mundo en el que se reconoce, del que enuncia sus valores, su modo de ser, aunque todo sea de su invención. En la segunda, el escritor ajusta cuentas con algo que de pronto surge dentro de él y que tal vez ignoraba: sentimientos, pulsiones inquietantes, “verdades detestables” –como escribió Sábato–, que lo dejan estupefacto, lo horrorizan, le muestran un rostro suyo desconocido, lo ponen frente a frente con la Medusa de la vida que en ese momento no puede ser enviada con el peluquero a que le corten la cabellera de serpientes para que esté presentable.
¿Lápiz negro? En lo que me concierne, es en la narrativa donde predomina la escritura nocturna –especialmente en la novela A ciegas, y en la que estoy escribiendo y quizás publique en unos meses– además de mis textos teatrales (sobre todo en Exposición).
Comencé a escribir A ciegas en forma lineal, tradicional, pero no funcionó, no podía funcionar porque en una narración el “cómo” –es decir el estilo, la estructura, la escritura– debe corresponder, identificarse incluso, con el “qué”, con la anécdota, y con su sentido o sinsentido. No se puede escribir de forma tradicional, ordenada, racional, armónica, una historia de delirio, de descomposición de los sentidos, de desorden descomunal. El desorden y la tragedia están en las cosas y en las palabras.
Mientras escribía A ciegas, me enfrentaba a la disyuntiva entre la forma de verdad que la novela puede encontrar solo a través de la distorsión (si quiere ser auténtica), y la otra forma de verdad, por ejemplo en una narrativa ético-política, que solamente puede ser encontrada apegándose a la razón y a la racionalidad que el alto oleaje de la épica parece haber llevado al naufragio. Solo después me di cuenta, una vez terminado el libro, cuánto le debe a Noticias del Imperio de Fernando del Paso, a su flujo aglutinante que arrastra –en una mezcla de erudición, sensualidad y delirio– núcleos intrincados de vida y de Historia. Para la novela del siglo XIX –grande o menor– la acción del individuo estaba inserta en una Historia, difícil pero no del todo irracional. El escritor decimonónico, cuando inventaba historias, podía apegarse a la misma visión de la Historia que él expresaba en sus escritos históricos y políticos. Y podía incluso usar un estilo narrativo de alguna manera análogo. La escritura de Víctor Hugo en Los Misérables, no es demasiado distinta de la de sus polémicas contra Napoleón III. Kafka o Rulfo, en cambio, no hubieran podido escribir una declaración política o un mensaje de solidaridad a las víctimas de la explotación con el mismo lenguaje de la Metamorfosis o de Pedro Páramo. Las obras maestras del siglo XIX, escribió un célebre escritor italiano, Raffaele La Capria, son obras maestras imperfectas. Con estas palabras no pretendía naturalmente negar la grandeza de Kafka, Svevo, Joyce o de los grandes autores latinoamericanos, sino quería subrayar cómo estos autores habían asumido, en las estructuras mismas de su narrativa, el desorden del mundo, la dificultad o la imposibilidad de entenderlo y de expresarlo conforme con un orden, el Maelstrom en el que sucumben cosas y palabras.
¿Por qué se escribe? Por tantas razones: por amor, por miedo, como protesta, para distraerse ante la imposibilidad de vivir, para exorcizar un vacío, para buscarle un sentido a la vida. A veces para establecer un orden, otras para deshacer un orden preestablecido; para defender a alguien, para agredir a alguien. Para luchar contra el olvido, con el deseo –tal vez patético pero grande y apasionado– de proteger, de salvar las cosas y sobre todo los rostros amados, de la abrasión del tiempo, de la muerte. Escribir es también un intento de construir un Arca de Noé para salvar todo lo que amamos, para salvar –deseo vano e imposible, quijotesco pero inextirpable– cada vida.
No sé qué color tenga este grácil y maltrecho barquito de papel que podemos construir con nuestras palabras; sabemos que está destinado a hundirse pero no por eso dejamos de escribir. Y si se hunde, su escritura no será de color negro, que es ausencia de color, sino blanco, o sea la unión de todos los colores».
Fuente: Prensa FIL
Discurso tras recibir el Premio Cuco Cerecedo el 10 de noviembre de 2016
«Majestad,
Hace unos años tuve el gran honor y la gran satisfacción de recibir de Vuestra Majestad, por aquel entonces príncipe de Asturias, el premio que lleva este glorioso nombre, y hoy recibo este gran premio de un rey. Es otra señal de la generosa, increíblemente generosa atención y acogida que, desde hace muchos años, España presta a mis libros y a mi trabajo. Ningún otro país ha sido, ni es así de magnánimo, así de cercano a mí, y siento un poco que le pertenezco. Aquí, Majestad, puedo afirmar, como Don Quijote, «sé quién soy».
Que se me haya asignado este premio me genera satisfacción y una sensación casi embarazosa de mi propia pequeñez. Si se puede aceptar sin mala conciencia un reconocimiento similar es porque todo reconocimiento, todo premio no es exclusivamente para una persona, en este caso la mía, sino implícitamente para todos quienes, compartiendo su vida o cruzándose, aunque sólo fuese brevemente, con la de esa persona, le han hecho comprender determinadas cosas esenciales, sin las que no existiría su obra.
Doy las gracias desde lo más profundo de mi corazón al jurado, que ha querido darme este testimonio de estima y amistad; del jurado forman parte algunos amigos que son, desde hace años, una parte fundamental de mi existencia y de mi trabajo. Para ellos, mi más profunda gratitud.
Se me ha sugerido que hable de Europa. ¿De Europa y/o de la Unión Europea? El mito griego nos cuenta que Europa fue raptada por amor por el más grande de los dioses, Zeus, enardecido por su belleza. Europa ciertamente merece ser amada por su belleza, exterior e interior. Mito e historia, cuerpo y espíritu. Quien hoy corre el riesgo de hundirse, y no en las aguas de un espléndido mar a lomos de un toro divino, no es Europa, sino la Unión Europea.
Quien hoy corre el riesgo de hundirse, y no en las aguas de un espléndido mar a lomos de un toro divino, no es Europa, sino la Unión Europea
Creemos saber lo que es, pero es ciertamente difícil definir Europa, su cultura y su unidad dentro de su increíble variedad. Sin embargo, quizá se puedan indicar algunos de sus valores fundamentales. A diferencia de otras grandes civilizaciones, Europa, desde sus orígenes, se ha concentrado no en la totalidad (estatal, política, filosófica o religiosa), sino en el individuo y en el valor universal de algunos derechos inalienables.
Desde la democracia de la polis griega al pensamiento estoico y cristiano, con su concepto de la persona; desde el Derecho romano, con su defensa concreta del individuo, hasta el Humanismo, que hace de él la medida de todas las cosas; desde el liberalismo, que proclama las libertades intocables, hasta el socialismo, que se preocupa de que éstas sean ejercidas concretamente y de la posibilidad de vivir una vida digna, el protagonista de la civilización europea es el individuo, al que la literatura y el arte representan en su irrepetible e inagotable complejidad, y del que Kant afirma que es un fin y nunca un medio.
La civilización europea contiene un gran potencial antitotalitario y ha sido la cuna de los derechos humanos universalmente válidos para todos los hombres, los principios universales que trascienden cualquier horizonte históricamente delimitado, por tanto, también el horizonte europeo y los intereses de Europa. Antígona sostiene «las leyes no escritas de los dioses», que ninguna ley positiva del Estado puede violar; desde aquí se llegaría, tras un largo y complicado proceso, a los derechos inalienables de todos los hombres, proclamados por la constitución de los Estados Unidos de América de 1776 y por la francesa de 1792, y después hasta los derechos civiles, que incluyen incluso la «desobediencia civil» al Estado, formulada por Thoreau, cuando éste viole dichos derechos, cuya extensión y realización están aún en curso, aunque contrapuestas a tantas situaciones de barbarie.
El protagonista de la civilización europea es el individuo, del que Kant afirma que es un fin y nunca un medio
Esta universalidad es la contribución fundamental de la civilización europea, a pesar de que los Estados europeos fueron los primeros en violar estos principios proclamados por ellos mismos; piénsese, de entre todos los ejemplos disponibles, en los siguientes: en el colonialismo, en la depredación y destrucción de tantas otras civilizaciones y culturas, en la innombrable trata de esclavos, en las inhumanas condiciones de trabajo y de miseria impuestas a millones de hombres despojados de toda dignidad, en los genocidios llevados a cabo en nombre de ideologías, producto exquisitamente europeo, y en la Shoah, culmen de las atrocidades. No hay Estado europeo que no tenga trapos sucios, pero la condena moral de los crímenes cometidos por Europa nace de aquellos principios universales -y de aquellas reglas políticas y jurídicas que los defienden- elaborados no únicamente, pero sí en gran medida, por la civilización europea.
Hay además una forma exquisitamente europea de concebir la relación entre el individuo y la sociedad (es decir, los demás). Desde Aristóteles, se concibe al individuo como «zoon politikòn», animal político; ciudadano de la polis, de la comunidad, que existe en relación con los demás, a diferencia de la concepción anarco-capitalista-ultra tan recalcada en los últimos años por el pensamiento único dominante hoy en día. Ser animal político significa rechazar toda nivelación colectiva pero sentir que se vive en la relación con los demás; significa saber que la calidad de nuestra vida incluye la de quien vive a nuestro alrededor, del mundo en que vivimos; significa sentirse partícipe de un destino común. No se trata de buenos sentimientos caritativos, sino del sentido concretamente humano del propio ser, que se extiende más allá de nuestra inmediata persona.
Los Estados europeos fueron los primeros en violar estos principios proclamados por ellos mismos
De Mann a Eliot, de Croce a Hazard, de Chabod a De Rougemont, pasando por Ortega y Gasset y tantos otros, la cultura europea se ha considerado una unidad abigarrada, una raíz común de tantas diferencias, como las que Brunetière, en su Littérature Européenne de 1900, consideraba un terreno común subyacente a las diferentes temperaturas nacionales. Mazzini, en su ensayo D’una letteratura europea (1829), recordaba las palabras de Goethe sobre una literatura europea que ningún pueblo podría considerar exclusivamente suya, sino una literatura a cuya fundación contribuirían todos los pueblos.
Hoy en día, muchos peligros amenazan a esta simbiosis de unidad y variedad que caracteriza a Europa. Ya en su ensayo Philologie der Weltliteratur (1952), Auerbach señalaba el peligro de una estandarización planetaria que borrase las particularidades, estandarización incrementada hoy por la globalización y por el imperio de los medios de comunicación de masas. Si esto ciertamente supone un peligro, existe también otro, complementario y contrario, y quizá incluso más insidioso: la fiebre de las identidades, los regresivos micronacionalismos que anhelan una identidad pura y cerrada en sí misma, endogámica y mortal.
A la liberatoria caída de los muros ideológicos le siguieron otros muros, étnicos, igual de nefastos. La diversidad es un valor que hay que defender, pero en el sentido de pertenencia a una identidad más grande, al igual que Dante decía que había aprendido a amar con todo su corazón a Florencia bebiendo el agua del Arno, que le había hecho comprender y sentir que nuestra patria es el mundo, de la misma manera que el mar lo es para los peces.
A la liberatoria caída de los muros ideológicos le siguieron otros muros, étnicos, igual de nefastos
Hoy en día, Europa está cambiando profundamente. Muchos de sus nuevos ciudadanos provienen de países y tradiciones culturales diversos, en un proceso ciertamente no carente de dificultades y que en el futuro podría asumir proporciones dramáticas e insostenibles. Pero es un enriquecimiento que continúa con la tradición europea de apertura, de integración, de identidad que se transforma con el paso del tiempo sin desnaturalizarse. En la Europa de hoy, los pueblos y las civilizaciones se encuentran y se mezclan, y las visiones religiosas, políticas y sociales viven lado a lado, en un politeísmo de valores.
Es necesario elaborar una cultura, observa Todorov, capaz de conciliar el relativismo ético -el diálogo paritario con las demás culturas y diversidades- con una cierta cantidad de irrenunciable universalismo ético, con la fe en unos pocos valores no negociables e indiscutibles, fundamento de toda humanidad y sociedad civil; como por ejemplo -pero se trata sólo de un ejemplo-, la igualdad de derechos independientemente de la identidad étnica, religiosa o sexual. Las leyes de los dioses de Antígona, unos pocos irrenunciables principios, pueden también no estar escritas, como se dice en la tragedia de Sófocles, pero son imborrables.
Hoy es más necesario que nunca un verdadero Estado europeo federal y descentralizado pero orgánico en sus leyes, respecto al cual los actuales Estados sean lo que hoy son las regiones para cada Estado.
Hoy los problemas ya no son nacionales, son europeos: cada crisis político-económica de un solo país afecta a toda Europa; la inmigración es un problema europeo, y resulta ridículo que se regule de manera diferente según el país; sería como regularlo en Bolonia con leyes diferentes de las que son válidas para Florencia. El mercado financiero globalizado, con sus oportunidades y sus peligros, atraviesa las fronteras y debe ser afrontado por un Estado ya no nacional. La moneda única es el coeficiente de unión necesario, puesto que, tras la lengua, la moneda es el elemento que más contribuye a hacernos sentir o en casa o desplazados.
Hoy es más necesario que nunca un verdadero Estado europeo federal y descentralizado pero orgánico en sus leyes
Sin embargo, hoy la Unión Europea peligra terriblemente y tiene un peso político increíblemente inferior a su potencial: la elefantiasis burocrática, las cautelas inhibitorias y la búsqueda imposible y paralizante de la unanimidad obstaculizan el camino hacia la única salvación posible, el refuerzo de la Unión Europea (que, por el contrario, parece estar debilitándose dramáticamente), el camino hacia un Estado europeo. Y, sin embargo, lo que nos encontramos es el Brexit, muros que cortan el cuerpo de Europa como heridas, países de la Unión Europea que se dotan de constituciones que entran en conflicto con los principios fundamentales de la propia Unión, peticiones de salida del euro, intolerancia cada vez más deslenguada hacia la Unión y pávidas prudencias por parte de ésta que dificultan o imposibilitan hacerles frente.
Quizá precisamente por esto se hable tanto de Europa. Conferencias, discursos, simposios, congresos, nobles discusiones sobre la acogida, sobre el encuentro con el Otro, entusiastas declaraciones sobre la posibilidad y necesidad de encontrar la propia patria más allá de las propias fronteras, antologías de poesía o de música en multitud de lenguas, confrontaciones entre religiones y tradiciones literarias y buenos propósitos sobre la integración de las culturas. Sin embargo, por cada noble congreso, surge a la vez un nefasto muro; crisis económicas en uno u otro lugar que siembran la discordia y contaminan y corroen, aunque sea sin proclamarlo explícitamente, el sentido de pertenencia a un destino común.
Hoy la Unión Europea peligra terriblemente y tiene un peso político increíblemente inferior a su potencial
Este fervor cultural y este intento de difundir el conocimiento recíproco son fundamentales y necesarios. Son una educación sentimental esencial para formar a los individuos, a las sociedades, a los grupos políticos impregnados de este sentido de una comunidad europea.
Sin embargo, es preocupante la distancia entre el fervor de la discusión y del interés cultural y la indecisión, la temerosa incapacidad de transformar este espíritu en una praxis política, económica y civil concreta. Si se celebran continuamente conferencias sobre el amor, tras un tiempo ya no se encuentra la manera de hacer el amor. Con tantas discusiones sobre Europa, se corre el riesgo de desviar la atención y el esfuerzo por la Unión Europea que hoy se encuentra en peligro.
Hace muchos siglos, el gran historiador romano Tito Livio escribió: «Mientras en Roma se discute, hay ciudades que caen y son expugnadas». Hoy es la Unión Europea la que corre el riesgo de caer o de permanecer inútil y tambaleantemente en pie».