Discurso pronunciado en defensa de Lucio Murena (pro Murena) en el año 63 a.C.
Catilinarias de Cicerón, discursos pronunciados en el 63 a.C.
Las Catilinarias son cuatro discursos de Marco Tulio Cicerón. Fueron pronunciados entre noviembre y diciembre del año 63 a.C., después de ser descubierta y reprimida una conjura encabezada por Catilina para dar un golpe de estado.
I. ¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia? ¿Cuánto tiempo hemos de ser todavía juguete de tu furor? ¿Dónde se detendrán los arrebatos de tu desenfrenado atrevimiento? ¡ Qué! ¿No han contenido tu audacia ni la guardia que vela toda la noche en el monte Palatino, ni las que protegen la ciudad, ni el espanto del pueblo, ni el concurso de todos los buenos ciudadanos, ni el templo fortificado en que el Senado se reúne hoy, ni los semblantes augustos e indignados de los senadores? ¿No has comprendido, no estáis viendo que ha sido descubierta la conjuración? ¿No ves que tu conspiración no es para nadie un secreto y que ya la tiene todo el mundo por encadenada? Lo que has hecho la pasada noche, los hombres que has reunido, las medidas que tú has concertado con ellos, ¿crees que son cosas ignoradas ni por uno siquiera de nosotros? ¡O tiempos! ¡O costumbres! El senado conoce esas conjuras, el cónsul las ve ¡y ese hombre vive todavía! ¿He dicho vive? Más aún, ¡viene al Senado, toma parte en las deliberaciones, designa de entre nosotros a los destinados a la muerte! Y nosotros, varones fuertes, creemos hacer bastante por la República si evitamos su furia y sus puñales. Tu muerte, Catilina, hace tiempo que debió ser decretada por el cónsul; hace tiempo que el cónsul hubiera debido hacer que cayera sobre tu cabeza el golpe con que tú nos amenazas Un hombre eminente, un pontífice máximo, P. Escipión, para castigar a Tiberio Graco, lo mandó a la muerte; ¡ y había faltado ligeramente a las leyes del Estado! ¡ y no estaba revestido de ningún carácter público! Y cuando Catilina se apresta a desolar el mundo con el asesinato y el incendio, ¿le dejaremos, siendo cónsules, hacer su voluntad? No citaré casos demasiado antiguos: no recordaré que C. Servilio Ahala, viendo que Melio preparaba una revolución, le dio muerte por su propia mano. Ya no existe, no, aquel enérgico patriotismo de nuestros antecesores, que castigaban más rigurosamente a un ciudadano peligroso que al más temible de los enemigos. Estamos armados contra ti, Catilina, de un senadoconsulto que nos otorga terribles facultades: no es la previsión, no es la autoridad lo que le ha faltado a la república; somos nosotros, lo digo francamente, los que le faltamos.
II. En otra ocasión, un acuerdo del Senado encargó al cónsul L. Opimio de velar por la república para que esta no recibiera ningún daño. No había llegado la noche de aquel día, cuando se le quitó la vida a C. Graco por una vaga sospecha de sedición; y lo propio se hizo con M. Fulvio, un consular, y con su hijo. Un decreto análogo confiaba la defensa del Estado a los cónsules Mario y Valerio: no vivieron ni un día más L. Saturnino y C. Servillo, uno de ellos tribuno, pretor el otro. ¡ Y hace veinte días que nosotros dejamos embotarse el hacha justiciera que se ha puesto en nuestras manos! Sí, porque nosotros también tenemos ese senadoconsulto, pero guardado en las tablas de la ley como una espada en su vaina. En virtud de las facultades que tenemos, Catilina, ya hubieras debido perecer; y vives todavía, no para arrepentirte de tu audacia, no ¡ para persistir en ella! Yo querría ser clemente, senadores; también querría que no se me acusara de flaqueza ante un peligro tan grande; pero ya estoy acusándome yo mismo, y condenando mi debilidad y mi molicie y mi inercia. En el seno de Italia campa un ejército levantado contra la república, un ejército que la amenaza desde los desfiladeros de Etruria, donde su número aumenta cada día. Y el caudillo de ese ejército, el jefe de esos enemigos se halla entre nosotros, se sienta en el Senado, lo estamos viendo preparar la ruina de la república. Si yo te hiciera aprehender y morir en este instante, Catilina, ¡ ah! todo mi temor sería que los buenos ciudadanos, lejos de calificar mi justicia de severa la tacharan de demasiado tardía. Pero no, lo que he debido hacer desde hace tiempo, tengo mis razones para no hacerlo aún. Te entregaré a la muerte, Catilina, cuando ya no se encuentre un solo hombre tan malvado, tan perverso, tan parecido a ti que no convenga en que tu muerte es legítima; en tanto que haya uno solo que se atreva a defenderte, vivirás; pero como vives hoy: rodeado siempre y en todas partes de mis guardias fieles que te impedirán cualquier movimiento contra la república; a dondequiera que vayas, y sin que tú lo veas, te seguirán ojos y oídos que observen tus pasos y recojan tus discursos.
III. ¿Creerás aún, Catilina, en el secreto de tu conjuración, cuando ni la noche encubre con sus tinieblas tus culpables conciliábulos? Cambia de pensamiento, créeme, Catilina; abandona tus proyectos de incendio y asesinato. Lo sabemos todo: la luz del día no es para nosotros tan clara como tus culpas. ¿Quieres que les pasemos revista? Pues escucha: ¿Te acuerdas de que el duodécimo día antes de las kalendas de noviembre te dije en el Senado que tal día – y lo precisé debía de ser el sexto antes de dichas kalendas – veríamos levantado en armas a C. Malio, agente o instrumento de tu audacia? ¿Por ventura me equivoqué, no ya al anunciar un suceso tan importante, tan atroz, tan increíble, sino al fijar la fecha? También dije en el Senado, que para el degüello de lo más honorable que hay en Roma habías señalado el quinto día anterior a las mismas kalendas de noviembre, en el cual se alejaron de Roma los principales conciudadanos nuestros, no tanto por poner su vida en salvo como por desconcertar tus planes. ¿Puedes negar que ese día fueron mi vigilancia y los guardias que puse a tu alrededor los que te impidieron realizar tu odioso atentado contra la república? Y te consolabas de la ausencia de los otros diciendo que, puesto que yo me quedaba, mi sangre te bastaría. Y la noche que quisiste apoderarte de Prenesto, ¿no comprendiste que era yo quien había mandado guarnecer esta colonia, llenándola de tropas y rodeándola de centinelas? No das un paso, no tramas un complot, no concibes un solo pensamiento sin que yo lo sepa; y digo más, sin que yo lo conozca en todos sus detalles.
IV. Por último, pasa revista conmigo a la penúltima noche, y te convencerás de que yo vigilo por salvar la república más que tú por perderla. Te digo que la penúltima noche fuiste al barrio de los herreros y estuviste, no tengo por qué callarlo, en la casa de M. Lecca; allí se reunieron en gran número los cómplices de tus criminales furores. ¿Te atreverías a negarlo? ¿Por qué guardas silencio? Habla, yo probaré lo que digo si tú lo niegas; estoy viendo aquí mismo, en el Senado, algunas personas que allí estuvieron contigo. ¡ Oh dioses inmortales! ¿Dónde estamos? ¿en qué país vivimos? ¿qué gobierno es éste? Aquí, padres conscritos, aquí mismo, entre nosotros, en el seno de esta corporación, la más santa y augusta del universo, toman asiento unos hombres que premeditan mi muerte, y la vuestra, y la destrucción de Roma; ¿qué digo? ¡ el fin del mundo! Y yo, cónsul, los estoy mirando, les pregunto su opinión sobre los negocios públicos, les contesto evitando que pueda ofenderles alguna palabra mía, cuando la espada de la ley hubiera debido caer sobre ellos sin contemplaciones. Estuviste, Catilina, anteanoche en la morada de Lecca; ¿qué hiciste allí? Repartir la Italia entre tus cómplices, designándole a cada uno el lugar a que ha de ir; has señalado los que han de quedarse en Roma y has elegido los que han de acompañarte; has marcado los barrios de la ciudad que han de arder y has asegurado que muy pronto marcharás tú mismo; has dicho que retrasabas tu marcha porque yo vivo aún; y te sacaron de apuros dos caballeros romanos, comprometiéndose a darme de puñaladas en mi propio lecho un poco antes de nacer el día. Apenas os separasteis, cuando yo lo sabía todo; todo lo supe, reforcé la guardia de mi casa, negué la entrada en ella a los que venían a saludarme en tu nombre, como que eran los mismos cuya visita para aquella hora se la había anunciado yo a algunos respetables ciudadanos.
El soborno era una cuestión penada por ley en la república romana, pero también era algo que lograba pasar desapercibido. La prevaricación era una acusación grave y sobre todo cuando se hace a un cónsul con la importancia de Lucio Licinio Murena. Veamos cómo Marco Tulio Cicerón pudo defender al cónsul:
I. Jueces, las plegarias que elevé a los dioses inmortales, siguiendo el uso establecido, el día que proclamé cónsul a Licinio Murena al frente de las centurias reunidas; aquellas plegarias cuyo objeto era obtener que la elección fuera feliz, afortunada para mi magistratura, favorable para los patricios y para los plebeyos, vuelvo en este instante a dirigirlas a los mismos inmortales dioses pidiéndoles que Murena sea mantenido en sus derechos de cónsul y de ciudadano; que vuestros pensamientos y opiniones coincidan con las intenciones y los sufragios del pueblo; y que de esa coincidencia resulten para vosotros y para la república, la paz, el sosiego y la concordia. Si mi plegaria solemne, consagrada en los comicios, tiene toda la fuerza, toda la autoridad religiosa digna de la majestad de la república, sabed que no me he dispensado de pedir al mismo tiempo, en mi nombre, que los ciudadanos en quien a propuesta mía recayera la elección, jamás tuvieran motivo para otra cosa que para felicitarse. Así, jueces, puesto que los dioses inmortales os han transmitido, o a lo menos os han comunicado en parte su poder, vuestro cónsul recomienda a vuestra lealtad el que antes recomendó a los dioses inmortales; ojalá él, defendido por el mismo que le ha proclamado cónsul, pueda conservar con el favor del pueblo todos los medios precisos para atender a vuestra salvación y a la de todos nuestros conciudadanos. Pero como yo, al cumplir el deber que tengo con L. Murena he incurrido en la censura de sus acusadores, que me recriminan por salir a su defensa, debo por necesidad, antes de hablar en su favor, de hablar algunos momentos de mí mismo; no porque en tal ocasión dé yo más importancia a mi justificación que a salvar a mi cliente del riesgo que le amenaza, sino porque necesito que aprobéis ante todo mi conducta para rechazar con más autoridad los cargos que sus enemigos dirigen a su honor y a su buen nombre.
II. El primero a quien voy a responder es un sabio que amolda su vida a las leyes inmutables de la razón, que pesa con el mayor escrúpulo todas las imposiciones del deber: Catón. Catón pretende que es irregular en mí, cónsul, en mí, autor de una ley contra el soborno, y que he sido austero en el ejercicio de mi cargo, el tomar la defensa de Murena. Es una censura que me afecta singularmente y quiero disculparme; no sólo ante vosotros, jueces, como debo hacerlo especialmente, sino también ante el juicio de un ciudadano tan virtuoso y respetado como Catón. Empiezo, pues, Catón, por preguntaros ¿qué defensor puede tener un cónsul más legítimo que un cónsul? ¿A quién estoy o debo estar más unido en la república que al hombre a quien he de entregar el timón de la nave del Estado, timón que tan difícil me ha sido manejar en el continuo fragor de las tormentas? Si el que compra con las formalidades prescritas por la ley queda a salvo de las reclamaciones de un tercero cuando el vendedor justifica la propiedad de la cosa vendida, con más razón cuando se discute el derecho de un cónsul a desempeñar tan alta magistratura, el llamado a justificar la designación del pueblo es el cónsul que lo propuso y le ha de dar posesión. Claro está que si hubiera de nombrarse de oficio un defensor, elegiríase con preferencia al que, reuniendo a la autoridad del magistrado el talento del orador, se hallara revestido de la dignidad que va a revestir el acusado. Los navegantes al llegar a puerto cumplen un deber advirtiendo a los que han de zarpar, informándolos fielmente, de las tempestades, los piratas, los escollos y demás peligros con los que han luchado; así yo, cuando al fin desembarco después de tan terrible tormenta, no puedo menos de interesarme en favor del que a navegar se apresta en el mismo borrascoso mar. Por último, un buen cónsul no debe limitar sus cuidados al presente sino preocuparse de lo porvenir; y mostraré en otra parte cuán importante es para la pública seguridad que ambos cónsules funcionen en las kalendas de enero. No es tanto la amistad particular como el sentimiento del deber lo que me obliga, como cónsul, a ser el defensor de Murena.