Discurso pronunciado al recoger el Premio Nobel de Literatura de 1967
«Si adquieres un billete y viajas a otro país, es posible que veas las montañas, los palacios y las plazas, los museos, los paisajes y los enclaves históricos. Si te sonríe la fortuna, quizá tengas la oportunidad de conversar con algunos habitantes del lugar. Luego volverás a casa cargado con un montón de fotografías y de postales.
Pero, si lees una novela, adquieres una entrada a los pasadizos más secretos de otro país y de otro pueblo. La lectura de una novela es una invitación a visitar las casas de otras personas y a conocer sus estancias más íntimas.
Si no eres más que un turista, quizá tengas ocasión de detenerte en una calle, observar una vieja casa del barrio antiguo de la ciudad y ver a una mujer asomada a la ventana. Luego te darás la vuelta y seguirás tu camino.
Pero como lector no sólo observas a la mujer que mira por la ventana, sino que estás con ella, dentro de su habitación, e incluso dentro de su cabeza.
Cuando lees una novela de otro país, se te invita a pasar al salón de otras personas, al cuarto de los niños, al despacho, e incluso al dormitorio. Se te invita a entrar en sus penas secretas, en sus alegrías familiares, en sus sueños.
Y por eso creo en la literatura como puente entre los pueblos. Creo que la curiosidad tiene, de hecho, una dimensión moral. Creo que la capacidad de imaginar al prójimo es un modo de inmunizarse contra el fanatismo. La capacidad de imaginar al prójimo no sólo te convierte en un hombre de negocios más exitoso y en un mejor amante, sino también en una persona más humana.
Parte de la tragedia árabe-judía es la incapacidad de muchos de nosotros, judíos y árabes, de imaginarnos unos a otros. De imaginar realmente los amores, los miedos terribles, la ira, los instintos. Demasiada hostilidad impera entre nosotros y demasiada poca curiosidad.
Los judíos y los árabes tienen algo en común: ambos han sufrido en el pasado bajo la pesada y violenta mano de Europa. Los árabes han sido víctimas del imperialismo, del colonialismo, de la explotación y la humillación. Los judíos han sido víctimas de persecuciones, discriminación, expulsión y, al final, el asesinato de un tercio del pueblo judío.
Cabría suponer que dos víctimas, y sobre todo dos víctimas de un mismo perseguidor, desarrollarían cierta solidaridad entre ellas. Desgraciadamente las cosas no son así, ni en las novelas ni en la vida real. Por el contrario, algunos de los conflictos más terribles son aquellos que se producen entre dos víctimas de un mismo perseguidor. Los dos hijos de un progenitor violento no tienen por qué amarse necesariamente. Con frecuencia ven reflejada el uno en el otro la imagen del cruel progenitor.
Exactamente así es la situación entre judíos y árabes en Oriente Medio: mientras los árabes ven en los israelíes a los nuevos cruzados, la nueva reencarnación de la Europa colonialista, muchos israelíes ven en los árabes la nueva personificación de nuestros perseguidores del pasado: los responsables de los pogroms y los nazis.
Esta realidad impone a Europa una especial responsabilidad en la solución del conflicto árabe-israelí: en lugar de alzar un dedo acusador hacia una u otra de las partes, los europeos deberían mostrar afecto y comprensión y prestar ayuda a ambas partes. Ustedes no tienen por qué seguir eligiendo entre ser pro-israelíes o pro-palestinos. Deben estar a favor de la paz.
La mujer de la ventana puede ser una mujer palestina de Nablus y puede ser una mujer israelí de Tel Aviv. Si desean ayudar a que haya paz entre las dos mujeres de las dos ventanas, les conviene leer más acerca de ellas. Lean novelas, queridos amigos, aprenderán mucho.
Las cosas irían mejor si también cada una de esas dos mujeres leyese acerca de la otra, para saber, al menos, qué hace que la mujer de la otra ventana tenga miedo o esté furiosa, y qué le infunde esperanza.
No he venido esta tarde a decirles que leer libros vaya a cambiar el mundo. Lo que he sugerido es que creo que leer libros es uno de los mejores modos de comprender que, en definitiva, todas las mujeres de todas las ventanas necesitan urgentemente la paz.
Quiero agradecer a los miembros del jurado del premio Príncipe de Asturias que me hayan otorgado este maravilloso Premio. Muchas gracias y mis mejores deseos a todos ustedes. Shalom u-brajá».
La flotilla de Gaza y los límites de la fuerza publicado en El País el 3 de junio de 2010
«Durante 2.000 años los judíos conocieron el poder de la fuerza exclusivamente en forma de azotes sobre sus espaldas. Desde hace varios decenios, también nosotros somos capaces de emplear la fuerza. Pero ese poder, una y otra vez, nos ha emborrachado. Una y otra vez, pensamos que podemos resolver cualquier problema con el que nos encontramos mediante la fuerza. Si tienes un gran martillo, dice el proverbio, todo te parece un clavo.
En el periodo anterior a la fundación del Estado, una gran parte de la población judía en Palestina no entendía los límites de la fuerza y pensaba que podía emplearse para conseguir cualquier objetivo. Por fortuna, durante los primeros años de Israel, líderes como David Ben-Gurion y Levi Esh-kol supieron muy bien que la fuerza tiene sus límites y tuvieron cuidado de no sobrepasarlos. Sin embargo, desde la Guerra de los Seis Días en 1967, Israel vive obsesionado con la fuerza militar. El lema es: lo que no puede hacerse por la fuerza puede hacerse utilizando una fuerza aún mayor.
El sitio al que tiene sometido Israel a la franja de Gaza es una de las repugnantes consecuencias de esta opinión. Se apoya en la idea equivocada de que es posible derrotar a Hamás con las armas o, más en general, de que se puede aplastar el problema palestino, en vez de resolverlo.
Pero Hamás no es solo una organización terrorista. Es una idea desesperada y fanática que surgió de la desolación y la frustración de muchos palestinos. Y nunca se ha derrotado ninguna idea por la fuerza; ni sitiándola ni bombardeándola, ni aplastándola con carros de combate, ni con una incursión de comandos. Para derrotar una idea hay que ofrecer otra mejor, más atractiva y aceptable.
La única forma que tiene Israel de acabar con Hamás es llegar rápidamente a un acuerdo con los palestinos sobre el establecimiento de un Estado independiente en Cisjordania y la franja de Gaza según las fronteras de 1967, con capital en Jerusalén Este. Israel debe firmar un tratado de paz con Mahmud Abbas y su Gobierno para reducir el conflicto palestino-israelí a un conflicto entre Israel y la franja de Gaza.
Este último conflicto, al final, solo podrá resolverse negociando con Hamás o, cosa más razonable, mediante la integración del movimiento Al Fatah de Abbas con Hamás. Incluso aunque Israel capture otros 100 barcos mientras se dirigen a Gaza, aunque envíe tropas de ocupación a la franja en otras cien ocasiones, por más veces que despliegue su ejército, su policía y sus servicios secretos, así no puede arreglar el problema. El problema es que ni nosotros estamos solos en esta tierra ni los palestinos están solos en esta tierra. Ni nosotros estamos solos en Jerusalén ni los palestinos están solos en Jerusalén. Mientras los israelíes y los palestinos no reconozcamos las consecuencias lógicas de este sencillo dato, viviremos todos en un estado de sitio permanente; Gaza bajo el asedio israelí e Israel bajo el asedio árabe e internacional.
No ignoro la importancia de la fuerza. El poder militar es vital para Israel. Sin él no podríamos sobrevivir ni un solo día. ¡Ay del país que no tenga en cuenta la eficacia de la fuerza! Pero no podemos permitirnos el lujo de olvidarnos, ni siquiera un instante, de que la fuerza es eficaz solo como medida preventiva, para evitar la destrucción y conquista de Israel, para proteger nuestras vidas y nuestra libertad. Cualquier intento de emplear la fuerza no como un medio preventivo, en defensa propia, sino como forma de aplastar los problemas y las ideas, genera más desastres, como el que acabamos de causarnos nosotros mismos en aguas internacionales, en alta mar, frente a las costas de Gaza».
Fuente | El País (03/06/2010)
Adaptado de un discurso pronunciado durante una conferencia de Romper el Silencio
«A menudo me pregunto por qué organizaciones [israelíes] como Romper el Silencio, B’Tselem y Paz Ahora suscitan sentimientos de miedo, rabia y hostilidad en tantas personas. No solo gente de extrema derecha, sino también otros que se consideran en el centro del espectro político. Esa hostilidad no puede explicarse solo diciendo que todos los que se oponen a Romper el Silencio son racistas. Ni que están intentando callar nuestras voces; la gran mayoría de nuestros adversarios no lo hace. Ni siquiera podemos decir que todos nuestros oponentes odian a los árabes, porque, en su mayor parte, no es así.
Una de las maravillas secretas de la tradición judía, una de las razones de que el pueblo judío no haya sido erradicado después de miles de años, mientras que otras naciones más grandes han desaparecido, es que en la nación judía siempre ha habido muchos valientes dispuestos a romper el silencio y a luchar para curar la degeneración moral y denunciar las distorsiones sociales y las injusticias.
Podemos empezar por hablar del profeta Natán, el ejemplo por antonomasia de lo que es romper el silencio, y de cómo ensució la fama del rey David, el autor de los salmos, el antepasado del futuro Mesías. Aquel pequeño profeta se alzó y dijo al mundo —y a las futuras generaciones— que David había asesinado mediante artimañas y engaños a un hombre inocente, solo porque quería acostarse con su mujer.
El profeta Jeremías, el profeta Amos y otros profetas también censuraron sin piedad a la familia real, a los ministros, a los grandes de su época, y muchas veces al pueblo en general, a toda la nación: mancillaron nuestro país, sin la menor duda.
No tuvieron miedo de llamar a la injusticia, injusticia, y al derramamiento de sangre inocente, derramamiento de sangre inocente. Nunca se detuvieron a preguntarse si estaban proporcionando excusas a los que odiaban a Israel.
En sus poemas, Hayim Nahman Bialik arrojó fuego y azufre sobre los dirigentes, los funcionarios y toda la nación judía. También Nathan Alterman y S. Yizhar rompieron el silencio y nunca vacilaron a la hora de condenar la injusticia y los asesinatos cometidos por los soldados de las Fuerzas Armadas israelíes, ni siquiera durante las celebraciones y la euforia que siguieron a la gran victoria en la guerra de los Seis Días. Lo mismo que A. B. Yehoshua, Hanoch Levin, David Grossman, Yitzhak Laor, Meir Shalev y una larga lista.
Todos los que odian a Romper el Silencio deberían reflexionar sobre una cosa, al menos por un instante: que la fortaleza moral no es un lujo ni un mero adorno. La fortaleza moral es necesaria para la supervivencia de una nación, una sociedad y una persona. La fortaleza moral no es una especie de joya que guardamos en la caja fuerte y que nos ponemos solo en los días buenos para tener un aspecto mejor. La fortaleza moral no es una mercancía producida para la exportación, que se guarda en un cajón, por lo menos hasta que termine la guerra, hasta que vuelva la normalidad y el país viva 40 años de paz, de forma que solo entonces podremos blandir nuestra reluciente grandeza moral, exhibirla en el pecho y revelar al mundo lo maravillosos que somos.
No. La fortaleza moral, especialmente en tiempos de guerra, es tan urgente como los primeros auxilios en un campo de batalla. El papel del acusador, a veces, es similar al del médico o el enfermero: su labor es como la del médico que abre un absceso y extrae el pus, para que no se extienda ni contamine todo el cuerpo.
No debemos menospreciar a quienes desean sentirse bien. Pero quizá convendría familiarizarlos con algo que sabe casi el mundo entero, salvo los que quieren acallar la crítica aquí, en Israel: que una de las pocas razones por las que los israelíes pueden seguir sintiéndose un poco bien consigo mismos y ante otros países es que tenemos Romper el Silencio, B’Tselem y Paz Ahora, que hay una lucha permanente para alcanzar la justicia social y que seguimos teniendo una prensa más o menos libre o, por lo menos, seguimos peleando para mantenerla. Y sigue habiendo libertad de expresión, cada vez más amenazada, pero sigue habiéndola. Estas son las cosas que dan una buena imagen de Israel. Estas son las cosas que permiten que Israel siga teniendo defensores en todo el mundo, gente que todavía nos mira con esperanza e incluso admiración.
A pesar de la fealdad y de la injusticia, a pesar de la ocupación y la explotación de los pobres y desfavorecidos de la sociedad israelí, yo sigo amando Israel. Lo amo incluso en los momentos en los que no puedo soportarlo. Lo amo por su larga tradición de acalorados debates internos y búsqueda de la justicia. Es una tradición que ahora está en peligro, es cierto, pero que se mantiene viva.
Cuánta gente dice: “Muy bien, pero ¿por qué no podemos resolver nuestras diferencias discretamente? ¿Por qué tenemos que hacerlo ante los ojos de todo ese mundo hostil?”. Pues bien, porque los tiempos han cambiado, y los “ojos del mundo” ya no lo son. Atrás quedan los días en los que uno podía susurrar algo en la cocina sin que todo el mundo se enterara de todo al día siguiente. Al contrario: cualquier esfuerzo por enterrar la vergüenza, disimular el crimen u ocultar la injusticia acabará acumulando pus, tarde o temprano, y estallará en la cara de los ocultadores con el doble o el triple de intensidad.
Es beneficioso abrir las heridas lo antes posible, delante de la nación y delante del mundo, no solo por las víctimas, sino por el bien de todos. Por el bien de la sociedad israelí. Incluso por el bien de la imagen de Israel en la comunidad internacional.
A veces —no siempre, pero a veces—, en la historia, algunos a los que la mayoría de su pueblo calificaba de traidores acabaron, con el paso de los años, siendo considerados maestros. No siempre; no todo el que alguna vez ha sido llamado traidor puede estar seguro de que al cabo de uno o dos siglos le van a dar las gracias y a aplaudir. Pero ha habido ocasiones en las que las futuras generaciones se pusieron de parte de los acusadores y de quienes rompían el silencio.
Se pusieron de parte del profeta Jeremías, que dijo a los hijos de Jerusalén, ya fueran reyes o plebeyos: “No creáis que vuestro eterno aliado es verdaderamente vuestro eterno aliado, porque de pronto puede no ser de fiar. Cuidaos y no os emborrachéis de poder”.
Los contemporáneos de Jeremías le despreciaban. Le llamaron “izquierdista” y “traidor”, y las autoridades lo arrojaron a un pozo. Sin embargo, hoy, el pueblo de Israel recuerda con afecto a Jeremías, no a sus acusadores.
La historia de la aventura sionista empieza con Benjamin Ze’ev Herzl, el visionario que concibió el Estado judío, el hombre al que incluso el movimiento de extrema derecha Im Tirtzu —cuyos miembros critican a los de Romper el Silencio— honró, al utilizar unas famosas palabras suyas como nombre (Im Tirtzu significa “si lo quieres”). Quizá se olvidan de que fue Herzl quien, en determinado momento, desesperado, pensó en Uganda como alternativa a Israel para acoger la patria judía, y soportó que muchos de sus contemporáneos le llamaran traidor por ello.
David Ben-Gurión, el fundador del Estado judío, el hombre que, aunque apretando los dientes, estuvo de acuerdo con dividir la tierra de Israel entre dos naciones y crear dos Estados, fue un traidor para algunos.
Menahem Begin, que se retiró del Sinaí a cambio de que hubiera paz, fue un traidor para los miembros de su movimiento, que le acusaron de traicionar las ideas del partido y las del propio sionismo.
Simon Peres e Isaac Rabin, que le dieron la mano a Yasir Arafat e intentaron lograr un acuerdo para acabar con el conflicto entre Israel y los palestinos, fueron calificados de traidores por muchos. Los pintaron llevando kufiya [pañuelo palestino], dieron permiso para derramar su sangre, decretaron el asesinato de Rabin y santificaron ese asesinato.
Por su parte, también Anuar el Sadat, que fue a Jerusalén, habló ante la Knesset y firmó la paz con Israel, fue y es considerado un traidor por millones de árabes, y también él fue asesinado solo por haberse atrevido a romper el consenso de aquel momento.
A Ariel Sharon, cuyas excavadoras arrasaron los asentamientos judíos de Gaza que él mismo había aprobado, también le representaron con una kufiya y le llamaron traidor.
La lista de personas calificadas de traidoras por su propio pueblo es interminable. Si la comparamos con la lista de los políticos, líderes e intelectuales a quienes nunca llamaron traidores los suyos, no hay la menor duda de que es más respetable la primera que la segunda.
Es evidente que los ciudadanos tienen una deuda mucho mayor con aquellos que rompieron el silencio que con todos los que callaron, que mantuvieron en la línea oficial y echaron perfume por encima.
Romper el silencio no es necesariamente un asunto de izquierdas o de derechas. Al contrario. También en la izquierda israelí sigue habiendo silencios que deberían romperse de una vez por todas.
Casi cualquier afirmación nueva y desafiante es una forma de romper el silencio. El legado judío, desde la época de los profetas, ha pasado de generación en generación sobre los hombros de los valientes que se atrevieron a romper el silencio. Los judíos tenemos una larga tradición que nos ha enseñado que todo el mundo tiene el derecho e incluso el deber de censurar al pueblo y a sus dirigentes, a los ricos y a los sacerdotes, y a todos los que derraman sangre inocente.
Nuestra tradición nos permite incluso despotricar contra Dios. Existen acusaciones contra Dios desde los tiempos de la Biblia.
¿Y entonces? ¿El Ejército israelí es el único que tiene inmunidad eterna y absoluta? ¿Acaso es más sagrado que Dios? ¿Qué nos ha pasado?
No estoy diciendo que, un día, la historia vea a los activistas de Romper el Silencio como descendientes de los profetas: puede que sí y puede que no. El tiempo dirá. Pero lo que sí podemos asegurar en estos momentos es que quienes arrojan piedras son descendientes de quienes tiraron piedras contra los profetas de Israel».
Fuente | El País (03/06/2018) | Traducción de M. L. Rodríguez Tapia.
Discurso pronunciado al recoger el Premio Kafka el 24 de octubre de 2013 en Praga
«Existe un relato breve de Kafka que se titula Los árboles. En él, el autor dice que somos semejantes a unos árboles en la nieve, que parecen flotar, como si no tuvieran raíces. Es pura apariencia, escribe Kafka, porque todo el mundo sabe que los árboles tienen raíces bien enterradas. Y dice a continuación: pero eso también es pura apariencia.
Hace 60 años, una noche de invierno, en el kibutz Hulda, un chico de 15 años leyó este fragmento de Kafka, y se sintió transformado: los árboles, las colinas, los aullidos de los chacales en la noche invernal, todo había dejado de ser sencillo. Hay una realidad, y hay una realidad interior, y más. Los hechos pueden convertirse en el peor enemigo de la verdad. Este relato, Los árboles, no solo fue mi primer contacto con Kafka, sino que leerlo, como leer sus demás obras, contribuyó enormemente a mi formación. Además, Kafka tiene cierta manera de poner al descubierto una pesadilla en un lenguaje de lo más burocrático. Sus demonios llevan traje y corbata. Su infierno es un despacho vulgar y destartalado.
Hace tiempo leí que hacia el final de su vida, cuando estaba ya muy enfermo, Kafka coqueteó con la idea de seguir los pasos de varios judíos que habían ido a la escuela con él en Praga y emigrar a Israel. Incluso vi un cuaderno de ejercicios con el que intentó aprender hebreo por su cuenta. Llegué incluso a imaginar una situación en la que Kafka vivía en un kibutz de habla alemana en Israel, llevaba las cuentas de la comunidad y escribía en sus ratos libres, en una cabaña situada al borde del kibutz, que le habían concedido para que le sirviera de estudio.
Habría tenido nostalgia de Europa, como sus condiscípulos y como tantos otros que dejaron Europa y se fueron a Israel antes de Hitler. Todos aquellos —entre los que estaban mis padres y mis abuelos— que se fueron de Europa oriental o, mejor dicho, a las que expulsaron por la fuerza de Europa oriental, en los años treinta. Amaban Europa, pero Europa nunca les quiso a ellos. Hoy, todo el mundo es europeo, y el que no lo es está haciendo cola para serlo. Hace 80 o 90 años, los únicos que eran auténticos europeos en Europa eran los judíos como mis padres. Todos los demás eran patriotas búlgaros, patriotas irlandeses, patriotas noruegos… Los judíos eran europeos devotos. Eran políglotas, les encantaba que hubiera historias distintas, y los legados literarios, y los tesoros artísticos y, sobre todo, amaban la música. Y amaban los paisajes, los prados y los bosques, los torrentes y los bosques nevados, los estrechos callejones de las ciudades antiguas, las universidades y los cafés. Pero Europa nunca les quiso a ellos. Por ser genuinos europeos les tacharon de “cosmopolitas”, “parásitos”, “intelectuales sin raíces”. Cuando el antisemitismo se volvió violento en Polonia, en los años treinta, mis padres y mis abuelos, llenos de tristeza, decidieron irse de Europa y emigrar a Jerusalén. Escogieron Jerusalén, no porque quisieran desplazar a los árabes, sino porque no tenían ningún otro sitio donde ir. En los años treinta, todos los países del mundo cerraban sus puertas a los judíos. Canadá dijo que no iba a acoger a ninguno. Suiza mostró aún más dureza. Las calles europeas tenían pintadas en las que se leía: “Los judíos a Palestina” (sesenta años después, esas mismas paredes en Europa tenían pintadas contrarias: “Fuera los judíos de Palestina”…).
En cualquier caso, mi familia se estableció en Jerusalén en 1934 y gracias a ello sobrevivió al genocidio nazi alemán. Pero siempre echaron de menos Europa. Estaban furiosos con Europa, pero al mismo tiempo añorantes, unos sentimientos que se pueden describir como de amor decepcionado, amor no correspondido. Cuando era pequeño, mis padres me decían siempre: “Un día, no en nuestra vida pero quizá sí en la tuya, Jerusalén crecerá y se convertirá en una ciudad de verdad”. No entendía qué querían decir: para mí, Jerusalén era la única ciudad del mundo. Pero ahora sé que, cuando mis padres decían que Jerusalén se convertiría en una ciudad de verdad, se referían a una ciudad con un río en medio, con puentes sobre ese río, con bosques frondosos alrededor. Es decir: una ciudad europea.
Soy hijo de unos refugiados judíos a los que expulsaron de Europa con violencia. Por suerte para ellos: si no les hubieran echado de Europa en los años treinta, habrían muerto asesinados en la Europa de los años cuarenta.
Todavía llevo dentro de mí la ambivalencia de mis padres respecto a Europa: añoranza y rabia, fascinación y frustración.
En toda mi obra literaria se encontrarán con esos europeos desarraigados que luchan para crear un minúsculo enclave europeo, con librerías y salas de conciertos, en el calor y el polvo del desierto, en Jerusalén o el kibutz. Personajes que quieren reformar el mundo y no saben ni atarse los zapatos. Idealistas que debaten y discuten sin fin entre sí. Refugiados y supervivientes que se esfuerzan para construirse una patria pese a todas las adversidades.
Israel es un campo de refugiados. Palestina es un campo de refugiados. El conflicto entre israelíes y palestinos es un choque trágico entre dos derechos, entre dos antiguas víctimas de Europa. Los árabes fueron víctimas del imperialismo europeo, del colonialismo, la opresión y la humillación. Los judíos fueron víctimas de la persecución europea, de la discriminación, los pogromos y, al final, una matanza de dimensiones nunca vistas. Es una tragedia que esas dos antiguas víctimas de Europa tiendan a ver, cada una en la otra, la imagen de su pasada opresión.
El conflicto palestino-israelí es un choque trágico entre dos derechos. Los judíos israelíes no tienen ningún otro lugar donde ir, y los árabes palestinos tampoco tienen ningún otro lugar donde ir. No pueden unirse en una gran familia feliz porque no lo son, ni son felices ni son una familia: son dos familias desgraciadas. Creo firmemente en un compromiso histórico entre Israel y Palestina, una solución de dos Estados. No una luna de miel, sino un divorcio justo, que coloque a Israel al lado de Palestina, con Jerusalén oeste como capital de Israel y Jerusalén este como capital de Palestina. Algo similar al pacífico divorcio entre checos y eslovacos.
Muchos de mis relatos y novelas están situados en Israel, pero tratan de cosas grandes y sencillas: amor, pérdida, soledad, añoranza, muerte, deseo, desolación. Soy un testigo escéptico de mi época y un observador irónico y caritativo de la comedia humana. En mi opinión, Kafka fue el mayor profeta del siglo XX, capaz de prever la deshumanización y las tiranías, la crueldad del poder y la impotencia del ser humano. Él me enseñó que los árboles, y todas las demás cosas, no son nunca lo que parecen».
Fuente | El País (30/11/2013) | Extracto de Queridos fanáticos, el nuevo ensayo del escritor israelí Amos Oz que publica la editorial Siruela | Traducción del inglés de María Luisa Rodríguez Tapia
Recetas contra el fanatismo publicado el El País el 13 de marzo de 2018
«Nunca he conocido a un fanático con sentido del humor. Nunca he visto a alguien capaz de reírse de sí mismo que se haya convertido en un fanático. (Sarcasmo, mordacidad y lengua viperina sí que tienen algunos fanáticos. Pero no sentido del humor, ni mucho menos capacidad para reírse de sí mismos). El humor implica cierta inflexión que te permite, al menos por un instante, ver cosas viejas con una luz completamente nueva. O verte a ti mismo, al menos por un instante, como te ven los demás. Esa inflexión nos invita a que nos vaciemos de nuestros aires de grandeza y dejemos de darnos importancia. Es más: el humor conlleva por lo general una buena dosis de relativismo, de descenso de las alturas. (A veces, ese descenso se produce precisamente por medio de una exageración manifiesta). Aunque tengas toda la razón, aunque seas maravilloso y puro como la nieve, conviene que aflore de vez en cuando, aunque solo sea por un instante, un pequeño duende, un duendecillo burlón que haga muecas y se ría un poco de toda esa razón que tienes, de la maravillosa pureza, de lo sagrado y lo irrefutable, y rebaje un poco esa desbordante solemnidad y esos aires de grandeza.
Si encontrásemos el modo de comprimir en cápsulas o en píldoras el sentido del humor, y sobre todo la capacidad para reírnos de nosotros mismos, y de distribuir esas cápsulas por todas partes para vacunar a poblaciones enteras contra la epidemia de fanatismo, tal vez mereceríamos recibir el Premio Nobel de Medicina.
Pero qué fácil es caer en la trampa: la propia idea de comprimir el sentido del humor en cápsulas y hacer que muchas personas las tomen por su bien, para curarlas, casi raya también el fanatismo: ¿acaso esas cápsulas nuestras no están destinadas en el fondo a cambiar a las personas por su propio bien? Nuestras cápsulas de humor se basan por tanto en el supuesto de que hay alguien que sabe lo que realmente les conviene a las personas, y de que ese alguien tiene la imperiosa obligación de abrirles los ojos a todos, e incluso de abrirles las gargantas para que se tomen la medicina que él les prescribe.
El fanatismo, por tanto, es una enfermedad contagiosa: uno puede enfermar mientras está luchando por curar a otras personas. En el mundo hay bastante fanatismo antifanático: cruzadas para contener la yihad, y yihad para derrotar a los nuevos cruzados. Un ejemplo de ello es ese afán tan popular hoy día en Israel y en Occidente por liquidar de una vez por todas, de golpe y porrazo, a todos esos fanáticos sanguinarios, a ellos y a los que son como ellos. De erradicar para siempre todos los nidos de fanatismo.
Es posible que lo único capaz de detener el fortalecimiento del islamismo radical sea precisamente el islamismo moderado. Al parecer eso también hay que aplicarlo a los extremistas sanguinarios de otras religiones y de otras creencias. Los fanáticos violentos no deben hacernos olvidar que la abrumadora mayoría de los creyentes del mundo, musulmanes y de otras religiones, viven cotidianamente una religiosidad moderada que rechaza la violencia y el asesinato.
Como todas las clases de fanatismo, el islamismo violento no es solo una banda de fanáticos sádicos y sedientos de sangre. Hay una idea de fondo. Una idea amarga y desesperada, una idea retorcida, es cierto. Sin embargo, hay que recordar que casi nunca es posible acabar con una idea, ni siquiera con una idea retorcida, tan solo a palos. Es necesaria una respuesta, una idea alternativa, son necesarias unas creencias más atractivas, unas promesas más convincentes. No me opongo de ninguna manera al uso del palo contra los asesinos. No soy pacifista, no creo en lo de ofrecer la otra mejilla, ni tampoco comparto esa idea tan extendida de que la violencia es el mal absoluto. Desde mi punto de vista, el mal más extremo no es la violencia en sí misma, sino la agresividad. La agresividad es “la madre de toda la violencia”. La violencia es la materialización de la agresividad. Efectivamente, muchas veces hay que contener la agresividad a palos. Lo que pasa es que esos palos deberían ir acompañados de una idea atractiva y convincente. Sin una idea así, los fanáticos, sean del tipo que sean, ocuparán el espacio vacío.
El fanático es una exclamación andante. Es mejor que la lucha contra el fanatismo no se exprese poniendo otra exclamación enfrente. Enfrentarse al fanatismo no significa aniquilar a todos los fanáticos, sino, tal vez, dar un tratamiento preventivo al pequeño fanático que, en mayor o menor medida, se oculta en el alma de muchísimos de nosotros; significa también reírse un poco de nuestras exclamaciones. Y también curiosear e intentar mirar de vez en cuando por la ventana del vecino, pero, sobre todo, mirar la realidad tal y como se ve desde la ventana del vecino, una realidad que necesariamente es distinta a la que se ve a través de tu ventana.
El fanático, por su parte, desprecia las “situaciones abiertas”. Puede que el fanático ni siquiera conozca ese tipo de situaciones. Siempre tiene una necesidad imperiosa de saber cuál es “la última palabra”; cuál es la conclusión inevitable; cuándo llegaremos al “cierre del círculo”.
Sin embargo, la historia, incluida la historia personal de cada uno de nosotros, por lo general no es un círculo, sino una línea: es una línea retorcida, es cierto, una línea que retrocede y se curva, que a veces gira y se cruza consigo misma, que a veces dibuja bucles, pero, a pesar de todo, es una línea y no un círculo. La vacuna contra el fanatismo también implica en ocasiones una disposición a vivir en situaciones abiertas que no terminan con un cierre del círculo, con una conclusión inequívoca, o a convivir con interrogantes y alternativas que hacen que esa conclusión quede oculta a lo lejos, más allá de las nieblas del horizonte.
Cuando era pequeño, mi abuela Shlomit me explicó cuál era la diferencia entre un judío y un cristiano:
—Los cristianos —dijo mi abuela— creen que el Mesías ya estuvo aquí, y que algún día volverá a nosotros. Y nosotros, los judíos, creemos que el Mesías aún no ha venido, pero que vendrá algún día. Esta discrepancia —reflexionó mi abuela en voz alta— ha traído al mundo tanto odio y tanta ira, persecución de judíos, Inquisición, pogromos, genocidios. Pero ¿por qué? —se preguntó mi abuela—, ¿por qué sencillamente no nos ponemos todos de acuerdo, judíos y cristianos, en aguardar con paciencia a ver lo que ocurre? Si el Mesías llega un día y dice: “Hace mucho que no nos vemos, me alegro mucho de volver a veros”, los judíos tendrán que reconocer su error. Pero si, al llegar, el Mesías dice: “How do you do? Encantado de conoceros”, el mundo cristiano en su totalidad tendrá que disculparse ante los judíos. Hasta entonces —concluyó mi abuela— hasta la llegada del Mesías, ¿por qué no podemos sencillamente vivir y dejar vivir a los demás?
Lo cierto es que mi abuela Shlomit estaba vacunada al menos contra varios tipos de fanatismo. Ella conocía el secreto de vivir en una situación abierta, y tal vez también conocía la magia que tienen las situaciones abiertas, el placer que se encuentra en la diversidad, y la riqueza que nos está reservada al vivir en vecindad con personas diferentes que tienen creencias diferentes y costumbres completamente distintas».
Fuente | El País (13/03/2018) | Extracto de Queridos fanáticos, el nuevo ensayo del escritor israelí Amos Oz que publica la editorial Siruela | Traducción de Raquel García Lozano.