Discurso de Lisias a favor del inválido
Discurso número 24 dentro del corpus lisíaco, es una defensa de un anciano en peligro de perder su pensión por invalidez. En este discurso destacan los sentimientos que Lisias intenta suscitar a los miembros del jurado, especialmente la compasión, y la exposición del carácter del anciano inválido. Este discurso es uno de los más conocidos de Lisias y hay muchos estudios sobre él, incluido algún estudio sobre los entimemas que lo componen.
«Consejeros, poco me falta para estarle agradecido a mi acusador por habernos proporcionado este proceso. En efecto, si antes no tenía un pretexto para dar cuenta de mi vida, ahora lo he recibido gracias a éste. Con que intentaré con mi discurso demostrar que éste miente y que la vida que ha vivido hasta el día de hoy es más merecedora de elogio que de resentimiento: no creo que éste me haya preparado este proceso por otra razón que por envidia.
Y sin embargo, ¿de qué clase de perversidad os parece que se mantendría alejado un individuo capaz de envidiar a quienes los demás compadecen? Porque si es por mi dinero por lo que me delata… miente, que por culpa de su maldad no lo he tenido jamás ni por amigo ni por enemigo.
Por tanto, consejeros, ya está claro que me envidia porque, pese a verme envuelto en una desgracia así, soy mejor ciudadano que él. Y es que yo creo que uno debe remediar las desgracias del cuerpo con los buenos hábitos del alma. Si voy a tener una disposición igual a mi desgracia ¿en qué me voy a distinguir de éste?
Pues bien, sobre ello básteme con dejar dicho esto; sobre lo que me concierne, hablaré lo más brevemente posible. Afirma el acusador que recibo injustamente el dinero del Estado; y ello porque soy capaz con el cuerpo -no pertenezco a los inválidos- y conozco un oficio como para poder vivir sin recibirlo.
Como prueba del vigor de mi cuerpo utiliza el hecho de que monto a caballo; y de los abundantes ingresos de mi oficio, el que puedo codearme con hombres que pueden gastar dinero. Pues bien, de los ingresos procedentes de mi oficio y del resto de mis medios de vida creo que estáis informados de qué clase son; sin embargo, os lo diré brevemente.
Mi padre nada me dejó y a mi madre hace dos años que he dejado de alimentarla porque murió; y no tengo hijos todavía que se cuiden de mí. Poseo un oficio que poco puede ayudarme, lo ejerzo ya con dificultades yo solo y no puedo conseguir a alguien que vaya a continuarlo. No tengo más ingresos que éste: si me lo quitáis correría el peligro de caer en el peor infortunio.
Por tanto, consejeros, cuando podéis salvarme con justicia, no me arruinéis injustamente; ni lo que me disteis cuando era más joven y vigoroso vayáis a quitármelo cuando soy más viejo y débil; ni quienes antes teníais fama de ser muy compasivos incluso con los que no tenían mal alguno, vayáis ahora por culpa de éste a tratar severamente a quienes son digamos de lástima incluso para sus enemigos; ni por atreveros a perjudicarme a mí, vayáis a sumir en el desánimo también a quienes se encuentran en situación parecida a la mía.
Y, es que sería extraño, consejeros, el que, cuando mi desgracia era simple, entonces se me viera recibir este dinero; y que, en cambio, me vea privado precisamente ahora que tengo encima a la vejez, las enfermedades y cuantas calamidades les acompañan.
Creo que el acusador podría mostraros mejor que nadie la magnitud de mi pobreza: si yo fuera nombrado corego para el concurso trágico y lo requiriese para un intercambio de bienes, él preferiría diez veces ser corego antes que realizar el intercambio (1) una sola. Conque ¿cómo no va a ser terrible el que ahora me acuse de que puedo tratar en pie de igualdad con los más ricos debido a mi deshago económico, pero si sucediera algo de lo que digo me juzgaría tal como soy? ¿Hay algo más perverso?
Sobre mi habilidad con los caballos, que éste se ha atrevido a mencionar ante vosotros sin temor a la fortuna ni a vosotros, no hay mucho que decir. En efecto, consejeros, yo os digo que todos los que tienen una desgracia sólo buscan y cavilan sobre la manera de arreglárselas con la afección que les ha tocado sufrir. Yo soy uno de ellos y, como ha caído en semejante infortunio, me he buscado este medio de facilitarme los viajes más largos que necesito hacer.
He aquí la mayor prueba, consejeros, de que es por mi desgracia y no por insolencia, como éste afirma, por lo que monto a caballo: si tuviera fortuna, montaría sobre silleta y no me subiría a caballos ajenos. Ahora bien, como no puedo adquirir semejante cosa, me veo obligado a servirme a menudo de caballos ajenos.
Y, claro ¿cómo no iba a ser extraño, consejeros, el hecho de que, si éste me viera cabalgando sobre silleta, no dijera nada (pues ¿qué podría decir?), y porque monto en caballos prestados intente persuadiros de que soy capaz? ¿Y el que, si éste me viera cabalgando sobre silleta, no dijera nada (pues, ¿qué podría decir?), y porque monto en caballos prestados intente persuadiros de que soy capaz? ¿Y el que no utilice como acusación el hecho de que uso dos bastones, cuando los demás usan uno, en la idea de que también esto es propio de los que son capaces y, en cambio, se sirva ante vosotros de que monto a caballo como prueba de que soy capaz? Porque yo me valgo de ambas cosas por la misma razón.
Tanto aventaja en desvergüenza a todos los demás hombres, que está intentando convenceros –él, que es uno, a vosotros, que sois tantos- de que yo no estoy entre los inválidos. Pero, claro, si convence de ello a alguno de vosotros, consejeros, ¿qué impide el que yo entre en el sorteo de los nueve arcontes, y que me arrebatéis el óbolo a mí, como sano, para votárselo todos a éste por compasión como lisiado? Porque, claro está, tratándose del mismo hombre, no ibais vosotros a quitarle su asignación por capaz y los tesmotetas (2) impedirle entrar en el sorteo por inválido.
Mas ni vosotros tenéis la misma opinión que éste, ni quien tenga sensatez. Viene él a disputar, como si mi desgracia fuera la de una heredera, e intenta convenceros de que no soy tal como todos me veis. Sin embargo vosotros- como es propio de hombres sensatos- confiad más en vuestros propios ojos que en las palabras de éste.
Dice que soy insolente y violento y que mi condición es de un extremo libertinaje, como si fuera a decir la verdad por poner nombres terribles y no fuera a hacerlo si habla con suavidad y sin mentir. Pero yo creo, consejeros, que vosotros debéis reconocer claramente a qué hombres les corresponde ser insolentes y a quiénes no les cuadra.
No es razonable que se conduzcan insolentemente los pobretones y los que están en condiciones de extrema indigencia, sino quienes poseen mucho más de lo necesario; ni quienes son inválidos de cuerpo sino los que tienen una gran confianza es sus propias fuerzas, ni hombres de edad ya provecta, sino los todavía jóvenes y dotados de talante juvenil.
Y es que los ricos pueden comprar con dinero el librarse, de los procesos, mientras que los pobres, debido a su pobreza, se ven obligados a conducirse con moderación. Y los jóvenes exigen obtener comprensión por parte de los mayores, mientras que a los mayores los censuran por igual unos y otros si yerran.
Además, a los fuertes les es posible ultrajar a quienes les venga en gana sin que a ellos les pase nada, mientras que los débiles no pueden ni defenderse de los agresores cuando son ultrajados ni imponerse a los agredidos cuando ellos desean ultrajarlos. De manera que me parece que mi acusador habla en broma, que no en serio, sobre mi insolencia; y no porque quiera persuadiros de que soy así, sino pretendiendo burlarse de mí como el que busca hacer una lindeza.
Y encima afirma también que conmigo se reúne un buen número de granujas que ya han gastado sus propios bienes e intrigan contra quienes pretenden preservar los suyos. Mas habéis de considerar todos que, en diciendo esto, no me acusa más a mí que a los otros que tienen un oficio; ni más los que entren en mi local que a los que los hacen en el de los otros artesanos.
En efecto, cada uno de vosotros acostumbra a hacer visitas: uno a la perfumería, otro a la peluquería, otro a la zapatería, otro a donde se tercie, la mayoría a los establecimientos más cercanos al mercado y muy pocos a los que se encuentran más alejados de éste. De manera que si alguno de vosotros culpa como malhechores los que entran en mi local, evidentemente también lo hace con quienes pasan el rato en los otros; y si también a éstos, a todos los atenienses, pues todos acostumbráis a hacer visitas y a pasar el rato en algún sitio.
Pero no sé qué necesidad tengo de molestaros defendiéndome con tanta minuciosidad de cada una de las cosas que se os han dicho. Pues si ya he hablado sobre las más importantes, ¿por qué tomarme en serio, lo mismo que éste, las más livianas? Consejeros, a todos os pido que tengáis sobre mí la misma opinión que en el pasado.
Por tanto, no vayáis a privarme, por culpa de éste, del único entre los bienes de la patria en el que la fortuna me ha concedido tomar parte; ni que éste, que es uno solo, vaya a convenceros de que me arrebatéis lo que hace tiempo me concedisteis todos por unanimidad. Y es que, consejeros, puesto que el destino nos ha privado de los mayores bienes, el Estado nos ha concedido este dinero por decreto pensando que sea igual para todos la fortuna tanto de lo malo como de lo bueno.
¿Pues cómo no iba yo a ser el más desgraciado si estuviera privado de lo más bello y mejor por mi desgracia, y se me arrebatara por culpa de mi acusador lo que me concedió el Estado por preocuparse de quienes están en mi condición? Consejeros, no depositéis de ninguna manera vuestro coto en ese sentido. Pues ¿por qué razón iba a encontraros yo así?
¿Acaso porque alguno ha perdido su patrimonio llevado alguna vez a juicio por causa mía? Nadie podría demostrarlo. ¿Acaso porque soy intrigante, arrogante o buscapleitos? Resulta que no cuento con semejantes medios de vida para semejantes acciones. ¿Acaso porque soy en exceso insolente y violento? Ni él mismo lo diría a menos que quisiera mentir también en esto lo mismo que en lo demás.
¿Acaso porque bajo los Treinta estuve en el poder y causé perjuicios a muchos ciudadanos? No, huí a Calcis con vuestro partido y, aunque me era posible seguir de ciudadano con ellos sin miedo, preferí marcharme y compartir los riesgos con vosotros.
Por tanto, consejeros, que yo, que ningún delito he cometido, no os encuentre en modo alguno como sois con los que han cometido muchos. Al contrario, depositad sobre mí el mismo voto que los demás Consejos recordando que no estoy dando cuenta de los dineros públicos por haberlos administrado, ni rindiendo cuentas por una magistratura que haya desempeñado, sino que estoy pronunciando mis palabras sólo por un óbolo.
De esta manera todos vosotros daréis un fallo justo; yo os estaré agradecido si lo consigo y éste aprenderá en el futuro a no intrigar contra los más débiles, sino a prevalecer sobre sus iguales».
NOTAS:
1 El intercambio, o antídosis, era un procedimiento legal por el que alguien a quien correspondía pagar un determinado impuesto señalaba a otra persona más rica para que lo pagara en su lugar.
2 Tesmótetas, un tipo de magistrados.