Un neologismo y la Hache

  «Señor director, señoras y señores académicos: Cuando ustedes tuvieron la bondad de concederme la letra H de esta Academia, no podía yo imaginar que mi vida cotidiana iba a cambiar de un modo tan repentino. A la mañana siguiente recibí salutaciones en la panadería, en el quiosco, en el puesto de frutas y verduras, en el estanco, me felicitaban por la calle los conserjes del barrio, la incansable empleada de Correos e incluso un taxista de los que habitualmente ocupan la parada del hotel me dio un par de cómplices bocinazos. Debía rendirme a la evidencia: pertenecer a la RAE es un asunto de interés popular. La Academia es popular. A la gente le interesa y le entretiene todo lo que se relaciona con esta institución. Lo comenté con un colega que pertenece a la Academia de Ciencias Morales y Políticas y me observó con envidia. A él nunca le había sucedido nada semejante. Otro tanto me comentó alguien de la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Reconozcámoslo, la RAE es popular. Y eso no depende de la mayor o menor ciencia que cada academia produzca, ni de su valor social, ni de los beneficios que pueda distribuir entre los ciudadanos, sino de la materia misma de que se ocupa. Evidentemente, las palabras son un elemento tan vital en nuestras vidas como el agua, pero uno no está obligado a sentir una gran simpatía por el agua y basta con que se la beba. En cambio, las palabras son una materia vital, pero también simpática. La gente ama las palabras, y basta para comprobarlo la cantidad de concursantes que se presenta a cualquier competición de ese tipo o el éxito de algunos programas en los que el agonista ha de demostrar una gran habilidad léxica. A mí me sucede lo mismo que a la gente: me seducen las palabras, las he estado persiguiendo toda la vida, las he cortejado, he intentado seducirlas, con algunas he llegado a bailar, otras me han desesperado. Y ahora estoy en la casa de las palabras. Confieso que mi emoción, en este momento, es grande. Ocupo, además, un sillón que había sido de Martín de Riquer, uno de los más destacados medievalistas que ha dado Europa. Lo conocí un poco. Habría querido conocerle mejor. Voy a aprovechar la ocasión para contarles lo que le debo a Martín de Riquer y, como no soy un erudito, sino un humilde escritor, se lo contaré en forma de cuento, es decir, sin mentir en un solo momento. Para lo cual debo retomar lo que les venía diciendo sobre las palabras. Una buena parte del trabajo académico consiste en recoger y clasificar las nuevas especies que se producen de modo espontáneo, porque una de las maravillas del lenguaje es que está vivo y cambia constantemente. Pero otra parte no menos importante del trabajo de la Academia es la de proponer palabras que se hacen necesarias para cubrir un vacío de significado que ha quedado al descubierto. Así, por ejemplo, tenemos una palabra para el niño que tiene la desgracia de haber perdido a sus padres, el huérfano. En cambio, no la tenemos para los padres que han perdido a su hijo. Palabra temible, extremadamente dolorosa y que quizás por eso aún no hemos inventado. En el año 2012, la Comisión de Vocabulario Científico y Técnico le pasó a la Comisión Plenaria una palabra estupenda. Tan estupenda que se aprobó por unanimidad y anda ya por ahí viva y coleando. La palabra es serendipia y su definición dice: serendipia. (Adapt. del ingl. serendipity, y este de Serendip, hoy Sri Lanka, por alus. a la fábula oriental The Three Princes of Serendip ‘Los tres príncipes de Serendip’). f. Hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual. El descubrimiento de la penicilina fue una serendipia. Se trata, como ven, de andar uno buscando algo y encontrarse, de pronto, con otra cosa tanto o más valiosa que la buscada. Es verdad que teníamos ya la palabra chiripa (que también es bastante estupenda y puede derivar del quechua), pero pertenece al ámbito técnico del billar y designa un éxito casual, sin fundamento alguno. Andaba uno buscando una carambola y de pronto se la encuentra por pura chiripa. Muy al contrario, la serendipia es el resultado de una búsqueda consciente que conduce al investigador a un lugar inesperado y distinto, no de carambola, sino casi de milagro. Vean ustedes que hay cosas enormes que se han descubierto por serendipia, como el continente americano, cuando Colón buscaba las Indias, y cosas mucho más humildes y, sin embargo, de cierta utilidad para algunos pacientes, como la Viagra, que apareció cuando los científicos buscaban un fármaco contra la angina de pecho. La palabra misma, serendipia, ya han visto que contiene un montón de serendipias ocultas en su seno como las crías del canguro. Para empezar, la de los tres príncipes de Sri Lanka, leyenda persa rescatada por Horace Walpole y aprovechada por el mismísimo Voltaire en su celebérrimo Zadig. La leyenda persa cuenta una serendipia compleja a partir de un camello perdido en el desierto y tres príncipes que van deduciendo su aspecto a partir de unas pistas disparatadas: el camello es cojo, tuerto, le falta un diente y lleva en las alforjas miel y mantequilla. Cuando describen el camello a su dueño, este llama a los guardias para que los encarcelen: le parece indudable que son ellos quienes lo han robado. Las posteriores explicaciones de los tres príncipes ante el sultán son dignas de Sherlock Holmes. En el trasunto de esta leyenda está el comienzo del método deductivo de Edgar Allan Poe en Los crímenes de la calle Morgue y los sucesivos detectives modernos. La traigo a cuento y me extiendo tanto sobre la serendipia porque hay una relación serendípica entre Martín de Riquer y quien ahora va a ocupar con gran humildad su sillón. Este es el cuento que mencionaba al comienzo. Les voy a contar un cuento. Fue en noviembre de 1970, exactamente el día 4, según he sabido gracias al investigador Daniel Rico, y yo trabajaba entonces en la editorial Seix Barral de Barcelona. Ese día acudí a una conferencia que pronunciaba Martín de Riquer en el Círculo Cultural de los Ejércitos, que estaba entonces en la plaza de Cataluña, junto a El Corte Inglés. Anunciada como «Armas y armaduras de los caballeros catalanes en la Edad Media», el tema de la charla versaba sobre el lenguaje guerrero de los siglos xi al xv y los efectos Un neologismo y la hache que tuvo la batalla de Nájera sobre la impedimenta y el lenguaje defensivo. Yo creo que me interesé en la conferencia por influencia de Carlos Barral, que era muy aficionado a las armas antiguas y competía con su amigo Juan Eduardo Cirlot por saber quién de los dos tenía la mejor armería privada de Barcelona. La conferencia me fascinó y más aún el personaje. Era un hombre pequeñito, enérgico y con una oratoria inflamada. Lo más conspicuo era que le faltaba un brazo, pero daba la impresión de que lo movía blandiendo uno de los espadones de sus caballeros renacentistas. Hablaba de armamento antiguo, pero se le adivinaban unas ganas tremendas de participar en las batallas que describía. Tiempo atrás, leyendo a los trovadores provenzales, esta vez por influencia de otro académico, Pere Gimferrer, ya me había percatado de que había una enorme cantidad de palabras caballerescas que me eran desconocidas, lo que no es extraño en un lector del común y medio analfabeto, pero se daba el caso de que también las desconocían los sucesivos anotadores de los poemas. Estos términos instrumentales no son necesarios para gozar de un poema trovadoresco o de un texto medieval, pero fastidia no entenderlos, no poder darles figura, no poder imaginar si el caballero, en esa circunstancia concreta, empuñaba una maza, un martillo, una espada, una lanza o un escudo. La heroicidad también depende de saber mantener las formas. Recuerdo haber comentado con Barral el formidable poema de Bertran de Born que comienza con el verso Be’m platz lo gais temps de pascor. Se lo sabía de memoria. Es un poema de júbilo por la llegada de la primavera (lo gais temps de pascor) porque florecen los campos, crecen los frutos, cantan los pájaros y forman en línea de ataque los caballeros armados y sus caballos. Bertran sigue cantando en el poema lo mucho que le gusta la primavera hasta que por fin asegura que lo que más le place es ver al señor cuando es el primero en asaltar las líneas enemigas, a caballo, armado y sin miedo. Es una escena que hemos visto con mucha frecuencia en el cine porque sigue siendo tan emocionante como cuando la leímos en la Ilíada; sin embargo, pocos poetas hay en la actualidad que le dediquen un serventesio a este tipo de actividades. Y entonces llegaba el momento en que Barral mostraba sus conocimientos militares. Dice la estrofa: Massas e brans, elms de color, Escutz trauchar e desguarnir Veirem a l’entrar de l’estor E maintz vassals emsems ferir, Don anaran arratge Chaval dels mortz e dels nafratz. La traducción de Riquer dice: Veremos al principio de la lucha romperse y descomponerse mazas y espadas (massas e brans), yelmos de colores y escudos, y a muchos vasallos hiriendo al mismo tiempo, por lo que los caballos de los muertos y de los heridos vagarán errabundos. El viejo nombre provenzal de la espada, bran, emocionaba a Barral hasta las lágrimas. «¡Viene del escandinavo brandr, Azúa — exclamaba—, es el brand de los teutones; la hoja de la espada como una brasa ardiente cuando la alumbra el sol, por eso la del Cid se llama Tizona, era un fogoso tizón!». Barral amaba las palabras, como todo poeta verdadero. Dos años antes había publicado Riquer, en la editorial Ariel, el maravilloso tratado L’arnès del cavaller, profusamente ilustrado. Uno de los más bellos libros que existen en la edición española sobre asunto tan principal, y el primero en tratar esta cuestión del armamento ofensivo y defensivo desde el medievo. Me puse a buscarlo compulsivamente porque era ya entonces inencontrable, como en la actualidad, aunque hay una reedición barata que no le hace justicia. Desesperaba ya de leerlo cuando cuál no sería mi sorpresa al toparme con montones bastante considerables de ejemplares saldados en una de las librerías de lance del barrio chino a donde había acudido en busca de otra pieza. Más serendipia. Riquer andaba completamente entregado a su tarea, porque en 1969 publicaría un brillante artículo en el boletín de esta casa (hoy reimpreso) con el título «La fecha del “Ronsasvals” y del “Rollan a Saragossa” según el armamento». En él demostraba la posibilidad de datar escritos antiguos, en este caso dos poemas épicos provenzales, gracias a las características del léxico militar. De hecho, retrasaba en dos siglos, del xiv al xii, el origen oficial de ambos poemas admitido hasta entonces. En su respuesta al discurso de Riquer, decía Dámaso Alonso: «¡Cuánto talento,cuánto trabajo, cuánta intuición súbitamente reveladora, en estas indagaciones sobre una palabra o una fecha!». Quiere decirse que la suya no era una tarea solamente literaria —ese era el aspecto que más nos seducía a poetas como Barral y aficionados como yo mismo—, sino sobre todo científica. Palabras como falberta hacen conspicua una fecha con tanta precisión como las mandíbulas de un coleóptero declaran su especie. Si en un texto aparece una lanza «en ristre», no puede ser anterior al siglo xiv. Términos como bocla, asbergo, gambax o el yelmo cónico con nasal datan con certeza un texto. Fue este archipiélago de términos muertos, de palabras calladas, lo que me sedujo de Riquer, piloto entre islas desconocidas. Recuperar alguna de aquellas palabras era como desenterrar terracotas hundidas en el olvido y volver a admirar su contorno, la delicadeza de los rostros, la elegante apostura de las damas griegas con sus sombrillas. De inmediato comencé a pensar en una novela que las recuperara. ¿Era posible devolver a la vida esa colección terminológica sin que pareciera una resurrección de cartón piedra? Llené cuadernos y más cuadernos desbordantes de estampas léxicas medievales y renacentistas con dibujos imaginarios o copiados de viejas fuentes figurativas usadas por Riquer, como los dibujos de Carderera en la Iconología española de mediados del xix. Todo se perdió en los sucesivos traslados a media docena de ciudades donde fui dejando rastro de nostalgia medievalista. Tardé diez años en encontrar la excusa adecuada para desenterrar el tesoro de Riquer y tratar de darle una vida impostada. Antes, sin embargo, permítanme que hable de otra serendipia, la que reunió a Barral y Mario Vargas Llosa cuando buscaban un Joanot Martorell y se encontraron un Riquer. Aquellos eran buenos años para la edición y algunas firmas, como Seix Barral, arriesgaban de modo considerable. Cuenta el propio Mario Vargas Llosa en sus obras completas (vol. VI, p. 33) que a él le había deslumbrado un libro de caballerías valenciano llamado Tirant lo Blanc desde que lo descubrió siendo muy joven en una biblioteca limeña. Cuando llegó a España como estudiante, en 1958, se quedó atónito al constatar que nadie conocía una novela que a él le había parecido la cumbre del género. Años más tarde, tras ganar el premio Biblioteca Breve de 1962 con La ciudad y los perros, entabló una buena amistad con el editor barcelonés. Fruto de ella fue la aparición en dos volúmenes del Tirant en 1969. Reproducía fielmente la original de Valencia de 1490, con leves modernizaciones ortográficas. Para encontrar la última lectura del texto original había que remontarse a 1947. ¿Y quién había cuidado de aquella vieja edición veinte años atrás? Martín de Riquer, naturalmente, el cual prologaría también la edición de Seix Barral con una larga introducción tomada de su Historia de la literatura catalana, que sigue siendo lo mejor que puede leerse para comenzar la lectura del gran valenciano. El trío formado por Riquer, Vargas Llosa y Martorell se paseó aquellos años por España casi como los empresarios taurinos que han descubierto a una figura y la llevan a todos los cosos de importancia. El mismo año de 1969 vio la luz la versión moderna, aunque rigurosa, del Tirant en Alianza Editorial, traducido por Vidal Jové y prologado por Mario Vargas Llosa con uno de sus mejores escritos literarios, la «Carta de batalla por Tirant lo Blanc», un homenaje a la literatura más ambiciosa, la de los «suplantadores de Dios», los llama. Para Vargas, este narrador del siglo xv puede ponerse junto a Fielding, Balzac, Dickens, Flaubert, Tolstói, Joyce y Faulkner. Cito textualmente. El deslumbramiento, tentado estoy de decir el bran, la brasa, el tizón de Joanot Martorell, me convenció de que tenía que escribir una novela de aventuras caballerescas. Proyecto disparatado en aquellos años en que se rendía pleitesía a la escuela francesa de Robbe-Grillet y a la irlandesa de Beckett. Las novelas históricas estaban muy mal vistas en los años setenta del siglo xx. Eran consideradas entretenimientos infantiles como el cómic del Capitán Trueno, o bien productos comerciales  para señoras románticas. El proyecto quedó aparcado hasta que encontré, ya no sé si por serendipia o por chiripa, el texto adecuado «para desenterrar el tesoro de Riquer y tratar de darle una vida impostada», como les dije antes. Ese texto era el de un caballero francés de la Champaña, Jean de Joinville, nacido en 1225, y me iba a permitir la ambiciosa tarea de dar vida a decenas de palabras dormidas, fenecidas u olvidadas. O por lo menos, intentarlo. Puede resultar extraño que, en aquellos años convulsos, los de las  revueltas estudiantiles en París, del desafío de los campus americanos y de las huelgas universitarias en España, me pareciera fascinante un asunto caballeresco, pero en mi imperdonable candor yo veía también las luchas estudiantiles y sus consiguientes represiones no como un fenómeno moderno, sino como algo próximo al final del Antiguo Régimen. Me daba la impresión entonces, hoy plenamente ratificada, de que, aunque tenían un aspecto político y revolucionario, aquellos levantamientos y aquella violencia en realidad eran el anuncio de un mundo nuevo, aunque desde luego no sería comunista, como nosotros pensábamos entonces, sino todo lo contrario: sería un mundo dominado por la técnica que en aquellos días nadie sospechaba. En el nuevo mundo tendría mucha mayor influencia sobre el ámbito laboral la acción de la píldora anticonceptiva que las obras completas de Marx. Era esa transformación la que se celebraba con grandes revueltas en el mundo civilizado sin tener conciencia de ella. El libro de Jean de Joinville se suele llamar Histoire de Saint Louis, pero el título que le dio su autor es Livre des saintes paroles et des bons faiz de nostre saint roy Looÿs porque su finalidad no era otra que la de ayudar a canonizar al rey Luis IX. Lo escribió a los ochenta años de edad y con él quería rememorar los grandes hechos de armas de la séptima cruzada, que había sido una verdadera catástrofe. Cualquiera que lea este maravilloso libro se percatará de que nada había de santo en el rey francés, pero sí una grandeza de espíritu y un coraje extraordinarios. El testimonio de Joinville, que era su senescal, es uno de los más bellos libros que se han escrito nunca sobre el valor, el esfuerzo y la gallardía que no logran alcanzar ningún éxito, sino el más absoluto fracaso. Con enorme candidez me puse a recordar, hacia 1982, cuando mayo del 68 ya era una momia, nuestros propios «hechos de armas», nuestras insensatas cruzadas y nuestros fracasos. También los muertos, los desaparecidos, los prisioneros, los que habían arruinado su vida no solo por la revolución social, sino sobre todo por la ideología del momento, las drogas, las comunas, la irresponsabilidad, el viaje a Oriente, toda la insensatez que fue cobrándose vidas de jóvenes a lo largo de los años setenta del siglo xx. En mi círculo de amigos hubo más bajas que en el de mi padre durante la Guerra Civil. Ahora me parece un disparate, pero en aquellos años me sentí perfectamente identificado con la séptima cruzada, hermosa historia de caballeros armados que no ganaron una sola batalla, que fueron hechos prisioneros casi desde que pusieron pie en tierra, que sufrieron la lepra, el desierto, la tortura, la humillación a cambio de nada y solo por permanecer fieles a una ideología perfectamente arcaica y muerta ya en el siglo xiii. Así también yo y mis amigos estábamos al servicio de unas ideas, las comunistas, que considerábamos esperanzadoras cuando en realidad ya habían fracasado en todas partes con enormes carnicerías que podían compararse con las del Tercer Reich. Movido por esa emoción que todos los escritores conocen perfectamente cuando un asunto les oprime el corazón, pero no tienen ni idea  de cómo exponerlo, me puse a escribir mi primera novela aceptable. Se editó en 1982 con el título de Mansura y uno de mis valedores en esta Academia, Javier Marías, la acaba de reeditar por pura serendipia en su caballeresca editorial del Reino de Redonda. Ahora entienden ustedes por qué he insistido tanto en el neologismo y cuál era la razón por la que me empeñaba en contarles un cuento. Yo mismo he sido el camello cojo y tuerto de la leyenda, y anduve vagando por un desierto en el que me echaron una mano procurándome una decisión hasta seis príncipes de Sri Lanka, de Riquer a Barral, de este a Vargas Llosa, de ahí a Joanot Martorell y finalmente a Joinville y Javier Marías. Todos ellos inventaron una parte del camello y debo decir que, a partir de Mansura, ya no había remedio, el camello tenía vida propia. Dos años más tarde repetí la misma historia, pero desde el punto de vista de la madurez, de la lucidez y de la ironía: fue la Historia de un idiota contada por él mismo que, aunque parezca imposible, viene a ser de nuevo la séptima cruzada, pero ahora escrita desde el desengaño. Un desengaño que, como el de tantos jóvenes en la actualidad, no destruye el sentido del humor. Puedo decir con toda la sencillez y verdad del contador de cuentos que, hace cuarenta años, Martín de Riquer, sin él saberlo, comenzó a traerme hacia este sillón que hoy ocupo, su sillón, del mismo modo que sin duda ya habrá recorrido buena parte de sus serendipias y chiripas aquel que algún día me sustituirá también a mí. Roguemos todos, y yo el primero, para que no suceda tal cosa demasiado pronto».