Nada soy
Cuando paseo en el bosque, árbol soy
y soy el sol que se filtra entre las hojas,
el aire que las mueve o el insecto que las habita.
Y si es el mar lo que contemplo
me hago ola mansa y espuma y pájaro marino.
Si escucho música me transformo en nota
o en prolongado silencio del pentagrama.
Cuando es el cielo lo que veo
ando volando, pues nube me hago,
o lluvia fina, nieve a veces o hielo transparente.
Piel se hace mi piel junto a la tuya
y mano en la caricia y ojos en tu mirada,
en palabra que pronuncias, me reconozco.
Y cuando avanzo hacia ti, soy tú.
Lo soy todo y nada de eso soy.
La medida de mi madre
No sé si te lo he dicho:
mi madre es pequeña
y tiene que ponerse de puntillas
para besarme.
Hace años yo me empinaba,
supongo, para robarle un beso.
Nos hemos pasado la vida
estirándonos y agachándonos
para buscar la medida exacta
donde poder querernos.
Leo el fracaso de mi madre
en unos ojos turbios, de miedos
que se anclaron en ellos.
Me quiso princesa y salí rana
que ningún príncipe supo desencantar.
Me vistió de niña y me hice mayor
antes de tiempo, de su tiempo.
Hubiera podido seguir sus pasos:
rendirme a la evidencia,
pero la evidencia me indignó
y tuve que sacarla de mis ojos,
unos ojos que aprendieron a mirar
más allá de lo que me contaron.
Donde ella puso flores, yo veía cadenas.
Donde cosía sedas yo descosía afanes.
Donde inventaba cuentos yo leía tristezas.
Me quiso dejar acompañada siempre
y siempre estuve sola conmigo.
El gato de mi vecina
me mira desde un estrecho alféizar
en la ventana de un octavo piso.
Es la primera visión de la mañana.
Me mira con sus ojos alargados y verdes
en medio de un grumo de pelo blanco
y permanece quieto, como si fuera de
porcelana.
Abajo, un patio, también estrecho,
de baldosas rojas
y una caída profunda
como la vida.
Me pregunto por qué se atreve
a sentarse en ese borde peligroso,
por qué instinto primario
se arriesga a la libertad
de mirar tejados.
Nos parecemos bastante,
a mí también me gusta
bordear los límites
del patio en el que vivo.
Los poetas creen que es lo leído
lo que ha quedado detrás de su paso
y se van felices si les palmearon la espalda,
si les rindieron honores militantes,
si les pidieron un autógrafo o una foto,
si alguien quiere editarles un libro,
si les pidieron un prólogo o les dedicaron un poema.
Los poetas no son distintos
al común de los mortales, no en eso,
sin embargo hay algunos que además de esto
aprenden, por las noches, a desvanecerse. Son los grandes.
Lejos de la excelencia y de la moda,
de los cánones aburridos y tristes,
escribo en sus márgenes
desvergonzadas verdades que recojo
en los bazares del pueblo,
en los lugares donde la gente se desnuda
borracha de injusticia y de asco
hasta dejarse las vergüenzas al aire.
Porque escribir me salva.
Lo que no necesita palabras, lo innombrable,
lo que ya está dicho desde el silencio de la creación,
lo esencial, lo innato, lo sagrado, abierto con los ojos
de abrir puertas sin puerta,
donde nadie ha entrado jamás si no es hecho luz,
rendido a esa evidencia que a todo responde sin palabras
y que unifica el misterio de la vida.
Desobedecer
Desobedecer con la terca humildad
del que no tiene argumento intelectual que lo defienda
pero tiene el sentido primitivo de lo justo.
Desobedecía, así, desde niña
cuando no creía que los padres tuvieran siempre razón,
ni que las sotanas fueran palabra de Dios.
Desobedecía cuando me hablaban de la verdad mintiendo,
cuando predicaban pero no daban trigo
y cuando me decían que obedecer era amar
pero yo ya intuía que amar era otra cosa
que agachar la cabeza para esperar el golpe.
Cuando escuchaba mi nombre
nunca dije “servidora”.
Mater Amábilis
Mi madre no recuerda el nombre de su madre.
Ha olvidado el camino de regreso a la vida,
no sabe usar el peine, ni la cuchara,
se pone, casi siempre, la chaqueta al revés
y revuelve cajones en su memoria,
pero siempre sonríe al escuchar mi nombre.
Mi madre no recuerda si tuvo algún amante,
si ha viajado muy lejos, si ha perdido algún tren,
dónde están sus anillos, si alguna vez fue guapa,
que le gustaba tanto el Chinchón y el café,
que las letras unidas tienen significado
y que el perro que amaba nos dejó ya hace un mes.
Mi madre me recuerda, sin amargura,
lo que yo he olvidado tan tontamente,
la oración de su abuela que me dormía
las canciones de cuna que me cantaba,
y unas romanzas moras que, en letanía,
desgrana mirando por la ventana.
Mi madre y yo sujetamos recuerdos olvidados
como podemos, a veces con dolor,
otras con risas, siempre con esperanza.
El aceite
En lugar de decirme te quiero
mi padre me regalaba aceite
y mi madre me cosía la ropa.
Les domaron de niños de esta manera
y aún peor…
Nacer en aquel tiempo oscuro
en el que, a falta de pan,
se comían las palabras mejores
y olvidaban su significado.
Me ha llevado toda la vida
aprender su idioma,
pero me han quedado secuelas:
nunca coso por si acaso
y cuando miro el aceite
las manos me llevan a tu encuentro
y escribo poemas.
Para aprender a amar
hay que nacer muchas veces.
Vestir a mi madre
Un día sucede, sin aviso,
que te agachas definitivamente,
a ras de suelo,
que tocas sus pies y los descalzas,
que comienzas a mirarla desde abajo
sin verle los ojos,
comienzas a vestirla y ella se deja
apoyando sus manos en tus hombros.
Y no sucede nada más
y sin embargo tú percibes su derrota
y comienzas a amarla de otro modo,
vencida tú también, ambas vencidas
y el tiempo comienza la cuenta atrás.
Últimamente dedico horas y horas
a mirar a mi madre.
Su lentitud y su tesón
para buscar las gafas,
para buscar las llaves,
para buscar lo que necesita.
Aprendo el modo de buscarla a ella,
para cuando me falte.
Migas y coplas
¡Qué pequeña mi vida!,
pienso mientras recojo las migas de pan
después de cada comida y las guardo con cuidado,
estos gestos diarios que me recuerdan a mi madre.
Me pregunto si seguiré guardando esas migas para los pájaros
que salen cada día al encuentro de sus pasos
cuando la ven llegar, con el delantal
sujeto por los vértices y su mano alzada,
como sembrando vida.
El pan nuestro de cada día dánosle hoy,
pían los gorriones que la conocen
y ella canturrea…
tú me acostumbraste
a todas esas cosas
y tú me enseñaste
que son maravillosas…
No sé si es su voz o la mía, las confundo.
Yo respondo para mis adentros el estribillo…
pero por qué no me enseñaste
cómo se vive sin ti.
Qué podré escribir de las manos de mi madre
desmigando, pausada,
la hogaza de penas que siempre lleva con ella.
Qué podré escribir
cuando esta imagen se me vaya borrando,
por más que ahora la sujete en mis ojos cada día,
sabiendo lo frágil de la memoria…
Yo no escribo, no sé escribir
Yo no escribo, no sé escribir.
Las letras solas se llaman y acuden
como plaquetas a taponar heridas.
Ya quisiera yo saber escribir
ponerlas hermosas unas junto a otras
y sacarlas de paseo como a mis hijos.
Presumir como madre.
Yo sólo soy herida que habla.
¿Qué hiciste en tu vida?
Caer y levantarme.
Aprender a curar rodillas magulladas.
Echar remiendos en los desgarros.
Inventar menús para los que tenían hambre.
Caer y levantarme.
Escuchar los gritos silenciosos del miedo.
Hacer hueco para que cupieran todos.
Sumar y multiplicar la alegría de diario.
Restar y dividir la angustia y la tristura.
Abrir puertas.
Caer y mirar desde ahí.
Caer y levantarme.
La cuchara
Hablar de la cuchara
humilde en los cajones
no sirve, me dices, para un poema
y yo sonrío, vieja ya de todo,
no discuto, no contradigo…
La cuchara con la que crié a mis hijos,
la que llevas a tu boca cada día con suerte,
la que tu madre usaba los días festivos,
la que hacía música sobre el cristal de las copas,
la que con su frío aplacaba el dolor de tus chichones,
la de peltre, de mi abuela y de la suya
que me dan sopas con honda
cuando me crezco, sabihonda,
y olvido el humilde valor de la cuchara
y de mi origen.
La perversión consiste
en convencernos
de que la bondad
equivale a la estupidez.
Sin yo saberlo, ni saberlo tú,
porque, en fin, nada sabemos,
resulta que estamos hechos
de la misma, exacta, luminaria
y yo aprendo a encenderme
cuanto más te dejo encenderte a ti.
Pudiera ser que ambos
sólo fuéramos el reflejo de la luz del otro.
Yo no escribo, no sé escribir
Yo no escribo, no sé escribir.
Las letras solas se llaman y acuden
como plaquetas a taponar heridas.
Ya quisiera yo saber escribir
ponerlas hermosas unas junto a otras
y sacarlas de paseo como a mis hijos.
Presumir como madre.
Yo sólo soy herida que habla.
Leo un artículo sobre la anarquía y me parece un poema de AMOR…
Me gusta la brevedad, me dijo
sólo te amaré lo que dure la vida.
Mi abuelo no salió de su pueblo.
El pueblo tenía cuatro casas,
cuatro calles, cuatro caminos,
cuatro vecinos, cuatro perros.
No había en él ni obispos, ni ministros,
ni putas, ni altos cargos,
no había empresas, ni banca, ni iglesia había.
En realidad no salió nunca de su molino.
Ya es casualidad que por aquel lugar,
remoto y olvidado,
acertara a pasar la vida.
Mi abuelo hablaba poco, pero sabía mucho,
todo lo aprendió mirando la muela
que, implacable, con el mismo eterno movimiento,
machacaba siempre el grano, hasta hacerlo polvo.
No necesito un hijo que me quiera,
ni que sea feliz, ni hermoso,
ni que triunfe y me sonría,
ni un hijo que me cuide,
me proteja, me tutele.
Necesito, simplemente,
un hijo que me sobreviva
y al que poder amar hasta el final.
Si me faltara,
¿qué haría yo con tanto amor
como me crece para él
cada mañana?
A los cincuenta me nacieron alas.
Dejaron de pesarme los senos
y los pensamientos que cargaba desde niña.
A las alas les enseñé a volar
desde mi mente que había volado siempre,
y comprobé desde el aire
que mientras yo anduve dormida tantos años
alguien trabajaba afanosamente
recogiendo plumas para hacer esas alas.
Tuve suerte de que cuando estuvieron hechas
me encontraron despierta en el reparto.
«Aunque tú y yo nunca, tú y yo siempre…»
Qué grande mi amor
porque no te necesito y lo sé.
Porque no cambiaría nada por ti
ni quiero que tú cambies por nada.
Porque podría no volver a ver tus ojos
ni siquiera a saber nada más de ti.
Incluso podría borrarte la vida de mi memoria
(¡Dios no lo quiera!)
pero lo hecho, hecho está.
Qué suceso prodigioso amarte de esta manera
y que se abran los días sólo por eso.
Si me hubieran leído poemas
desde niña…
nunca habría dejado de ser niña…
Podría haberme emborrachado
de ansiolíticos potentes
o de vodka barato.
Podría haberme enganchado
a la coca, a las telenovelas
o al chocolate.
Podría haberme hecho adicta
a tus ausencias
a tu malquerer, a tu dolor,
a tu lista de contraindicaciones,
pero preferí averiguar
qué eran los dos bultos
que me nacían en la espalda
y echarme a volar.
Nunca he sabido calcular las distancias
y debe ser por eso
que siempre me acerco demasiado
al abismo de vivir.
Me acerco tanto
que la vida, de vez en cuando,
me chamusca las pestañas
y en ocasiones me hiela la palabra.