Noche de condena

 

La lámpara custodia desde el techo.
Rotonda de la luz, mi cuarto quema.
El acecho es total, ¿pues quién escapa
a los ojos secretos de los muebles?
Bajo el lúcido foco del insomnio
se revelan inútiles las drogas:
en la mesa —hacinados y risibles—
tres montones de libros enmudecen.
Después están los ruidos perceptibles
del castillo en que yazgo como reo:
el roce minucioso de mi lápiz,
la madera crujiente, desgonzada,
los zumbidos del sueño inaccesible,
este cuerpo aherrojado que respira.
No hay salida posible, la mazmorra
tiene siempre mis mismas proporciones:
la sentencia es idéntica a la culpa.
Distingo muchedumbres allá afuera
pero, en plena conciencia arrinconado,
hasta el aire de encierro me vigila.

3

 

Lezama, hoy voy a orar contigo:
todo es metáfora de todo.
Las cosas, mirándose las unas en las otras,
son espejos en el reino de la imagen.
Por ejemplo, aquella acacia sola,
como si en verdad me adivinara,
enseña ahora, bajo el silencio cóncavo del cielo,
el tiritante,
el retorcido,
el exacto crucifijo de dos ramas
que ya no ampara el follaje.
Pero un poco más allá, un eje calmo
en la corriente clara del arroyo
me revela de pronto la naturaleza
del tiempo (y la resurrección):
no arrastra a la piedra el agua ávida,
¡solo la pule!

21

“… sal corriendo a las plazas y calles de la ciudad y tráete a
los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos”
Lucas 14, 21

A Rafael Castillo Zapata

 

¿Y si fuera verdad que la poesía
debe partir su pan especialmente
con el último invitado inoportuno,
bostezador profesional, mártir del sueño,
el que arrastra los pies, el eructante
el que tira la lata en la avenida,
el que acaba tal vez de masturbarse,
el gordo, el ruin, el feo, el tartamudo,
aquel Pérez escueto sin un nombre
o ese simple Juan sin apellido
que llora estornudando en el zaguán
su carta en la hoja de cuaderno,
su solicitud de empleo, su estampilla,
su foto de domingo junto al árbol
donde un adolescente con acné
dibujó un corazón a navajazos?
¿y si ese corazón fuera la síntesis
de lo que quiero decir con estos versos
escritos por cualquiera, un poeta solo
silbando su poema, como todos?

Patria

 

Alguna vez amamos, o dijimos amar,
la terquedad sombría de tu fuerza.
La voz del padre enronquecía
al evocar calabozos, muchedumbres,
hombres desnudos vadeando el pantano,
llanto de mujer, un hijo
y más arriba (¿dónde arriba?)
el trapo contumaz de una bandera.
Supimos, lenta y vagamente,
que lo imposible te buscaba
extraviándote los pies
—aquellos pies de Hilda obsesionaron
a mis ojos de niño: su corteza
terrosa, vegetal, desconcertada
sobre la pulitura del granito.
Tal vez una tarde, entre los campos,
la música te deletreó de pronto
al lado de algún bosque, una colina,
un lago triste que se te parece:
la misma terquedad al revelarte
ávida no precisamente de nosotros
(los efímeros, los quizá, los transeúntes)
sino de tu pátina absurda de grandeza
—esos sueños opulentos de la historia
que son más bien su horror, su pesadilla.
Ahora que te conoces vil, prostibularia,
porque tanta voluntad ecuestre
se apeó bajo el sol a regatear
y el héroe mercadeó con su bronce
y el oro solemne del sarcófago
adornó dentaduras, fijó réditos,
y no hay toga ni charretera ni sotana
que te oculten cuadrúpeda, obsequiosa
por treinta monedas ancestrales,
yo me atrevo a cubrir tu desnudez.
No es verdad que te vendiste. Tú anhelabas
dilapidarte brusca, totalmente:
un lujoso imposible.
Lo sabías
siempre lo has sabido y como siempre
aras en el mar. Te concibieron
con vocación precisa de fracaso.
Cómo afirmar, pasito, que hoy te quedas
en la dificultad de sonreírte
levantando los hombros, desganado,
y diciéndote con sorna, con ternura,
mañana sí tal vez. Quizá mañana…

Mandala

 

Deseo parecerme a un jardín rectangular
hecho solo de piedras y guijarros,
intacto en su seca desnudez.
El silencio mineral es siempre sólido,
compacto frente a cualquier alteración sonora
y por eso metáfora visible
del completo callar que está buscándome
aun en las palabras del poema.
La piedra, lo sabemos, centraliza
un símbolo antiquísimo. Pero
si hoy quiero asemejarme a la estructura
de su inmovilidad total se debe
a que me hallo en la vorágine de mi propio movimiento,
atraído hacia la multiplicación
de los deseos y no focalizado
por la simplicidad sedante de uno solo
a cuyo objeto lo ciña una permanente duración.
La piedra permanece durando para siempre.
El brillo implacable del sol sobre este duro
grosor de materia acumulada,
me recuerda que ansío para mí
un idéntico fulgor dejándome,
rotundo, a la intemperie,
en luminosa aridez desprotegida
por la sombra falaz, encubridora.
El jardín geometriza la quietud.
Ella brota de él como evidencia
repartida en cada forma elemental
del suelo, en los rocosos, simétricos dibujos
que resuelven la totalidad de aquel rectángulo.
Mi paz debe ser a su imagen,
asegurada dentro del exacto marco
construido por una matemática mental:
espacio donde confluyan lo interior y lo exterior
conformando una armonía tangible.
A este orden de piedras que imagino
le falta únicamente esto: soledad,
no cerrada, ni excluyente,
sino hospitalaria ante el paseante súbito
—amigo o eventual desconocido—
quien entra un rato, contempla,
se apacigua y sale luego,
pasajera presencia momentánea
acogida y despedida por la piedra
con la misma unicidad imperturbable.

La desnudez del loco

A Jean-Marc Tauszik

 (…) El Señor Dios llamó al hombre -¿Dónde estás?
Él contestó: -Te oí en el jardín, me entró miedo
porque estaba desnudo (…) Y el Señor Dios le replicó:
-Y ¿quién te ha dicho que estabas desnudo?
(Gen 3, 9-11)

 

1

La hora de bañarse era a las doce.

Bajo la ducha todos, uno a uno.

Las paredes: amarillentas, desteñidas.

El sol del mediodía en las ventanas.

Atrás dejábamos el patio, los árboles inmóviles y el rotundo imperio de la luz de agosto.

Nos desvestíamos con prisa (El enfermero conminaba a hacerlo de ese modo).

Juntos y desnudos ante los cuatro grifos de los que brotaba la ancestral terapia aplicable en estos casos: agua fría.

Llegábamos en grupos hasta el baño, desamparada fraternidad de cuerpos, goteantes carnes, en la mitad del mundo -porque estar allí era una cósmica intemperie, la orfandad meridiana y absoluta:
verse a sí mismo, desnudo ante los otros, desnudos también ellos,

devolviéndonos a la solar ingrimitud de ser un cuerpo parado allí frente a los ojos del escrutinio ajeno, sin la sombra bienhechora y cobijante del pudor:
sólo desnudo como el Adán culpable con la conciencia súbita de estarlo en la desolación panóptica del día, justo en el eje de las doce en punto.

Sí, el sol en las ventanas también era un ojo coherente y vertical:
la mirada de Dios, omnividente, de la que deseábamos huir, sólo escapar para no sentir la vergüenza de ser vistos siempre desnudos, con el sudor manante.

Y el agua de la ducha va cayendo sobre la desnudez flagrante y compartida y no aminora el ardor de ese Ojo vivo clavado en la pulpa de ser hombre, ese sol sin párpados brillando sobre la piel empapada por el chorro de un gran incendio líquido.

Nuestros pies chapotean en los pozos que las grietas del piso hacen aflorar en torno a ellos y un asco en flor asciende hasta la boca:
náusea del agua corrompida que pisamos, de esos viscosos charcos, de la humedad pringosa, del olor a orina, de las losas sucias, asco de tanto desamparo genital en el centro nítido del cuerpo mientras el paranoico estupor del mundo permanece acribillado de ojos y más ojos dentro de la totalidad de la canícula.

Íbamos por fin saliendo, unos tras otros.

Cabeceaban los árboles. Agosto refulgía, preciso, en la luz densa que gravitaba alrededor del patio.

El almuerzo aguardaba (la comida era tomada con las manos: los cubiertos podían significar intentos de suicidio).

Y esa ración de cárcel en los dedos venía a ser otra manera, avergonzada, de ser siempre observados -ahora ridículos, asiendo un puñado de arroz con la torpeza del que no se habitúa a comerlo de ese modo-, en cada bocado masticando el pánico desnudo de Adán a mediodía que en el baño fue certeza sensorial, clarividencia.

2

Pero él no quería bañarse a la hora en que todos debíamos hacerlo. Deseaba estar bajo la ducha de acuerdo a un horario personal, imprevisible: por la mañana o por la tarde, no a las doce. ¿Cuáles motivos conducían a ese raro deseo que implicaba automáticamente indisciplina, una heterodoxia de hábitos violentando el código impuesto, normativo?

Quizá era la necesidad, la urgencia de escapar, a tiempo y a destiempo, de aquel Ojo calcinante ante el cual todos estábamos desnudos, de refrescar con el ímpetu del agua esa fiebre atroz que exponía nuestra íngrima vergüenza a la mirada de los otros, del Otro único y múltiple oteándonos allí, en caliente, escudriñándonos, examinándonos. Acaso era el llamado a sentirse permanentemente higiénico, limpio de cualquier contaminación corporal en la cual se proyectara la puntual acechanza de la culpa, la de ser -y no sólo la de estar sucio-. Tal vez quería bañarse a solas, alejado de la promiscua convergencia que nos reunía a los demás alrededor del chorro, de aquel hacinamiento donde toda la privada, la íntima percepción que tiene el cuerpo de sí mismo era abolida y sacrificada al mero hecho animal de estar no ya juntos sino yuxtapuestos como en la horda y el rebaño. ¿O ese anhelo de baño no sujeto a reglamentos consistía en el ansia de instaurar un espacio individual, oxigenadamente libre -estar desnudo en medio del agua guarda también un sentido de libertad física, plena- dentro del cual la convención, lo estatuido y la costumbre se amoldaran a los dictados vivaces del cuerpo, y no éstos a ellos, penetrando, así, en una autonomía, en una independencia insólitas?

Al enfermero le disgustó esa conducta al margen de las reglas. Blandiendo con la mano derecha el rejo que utilizaba para rubricar gestualmente su autoridad entre nosotros, una mañana sacó al muchacho -desnudo, por supuesto- de su baño personal y lo condujo al calabozo (porque había en ese caserón un calabozo) y lo encerró allí durante horas. Siempre me he preguntado lo que ese compañero sentiría en aquella habitación hedionda, sin un mueble, en medio de los muros húmedos, sentado o acostado sobre el cemento helado, mirando la desleída claridad que se apelmazaba sin gracia en los cristales de un alto tragaluz, único contacto posible con el sol que, afuera, festejaba al patio, y con el viento matutino, y con el cielo absurdamente remoto a esa hora del día. Estaba desnudo el prisionero.

Otra desnudez, distinta a la buscada para lavar el propio cuerpo en el agua lustral, bajo la ducha, le era ahora ofrecida dentro de aquel calabozo: la de estar sin abrigo en la gélida humedad, y la de estar excluido, siendo un réprobo.

3

Un joven lo iba siguiendo, cubierto tan sólo con una sábana. Le echaron mano, pero él, soltando la sábana, se escapó desnudo.(Mc 14, 50-52) Nosotros, desnudos, en el baño -el baño era el resumen convergente de toda nuestra vida en esa casa y el muchacho desnudo en su prisión éramos y aún somos aquel hombre que Marcos infiltra, subrepticio, en el Getsemaní de entonces y de ahora.

¿Quién era aquel joven que seguía a Jesús con la carne lunar cubierta apenas por el único ropaje de una sábana en esa noche de sudor de sangre, de inescuchada súplica, de la traición del beso, de antorchas y grupos, túnicas y espadas, rumor de pasos entre la maleza, amontonadas sombras al acecho, humillación y arresto y, al final, los tercos gallos del amanecer?

¿Qué pasión inaudita puede conducir a alguien a salir hacia el oprobio y la amenaza, bajo la indiferencia universal de las estrellas con sólo una íngrima sábana por ropa?

¿No había fiebre en la mente de ese joven?

¿No obedecía su presencia allí, y su atavío, a una conciencia distinta a la ordinaria, a una visión de Jesús que no cabía en el tácito régimen oficial: lo acostumbrado?

Marcos señala, con exactitud, que lo seguía.

Seguía, pues, a Jesús como un discípulo, como lo hacían algunos en su patria, como hay que hacerlo ahora, un día tras otro.

Un discípulo era, iluminado por un ardor mental que lo llevaba a exponerse al peligro, a trastocar los hábitos -incluso el de vestirse como todos-, a autoexiliarse del lugar común del que la razón colectiva se alimenta para entregarse -únicamente con su sábana al subterráneo, rebelde axioma del Proscrito, a la réproba lógica del envés, la cara oculta de lo real visto y vivido a la inversa, a contrapelo.

Eso significaba, para él, ser un discípulo.

Y eso significa todavía.

Se escapó desnudo Sólo desnudo podía huir de la muchedumbre ávida de sangre, la soldadesca insomne, la confusión de voces y de gritos, los empujones, los insultos, huir de la hora societaria de la ley buscando al Transgresor, al Reo de siempre.

Su desnudez fue momentánea libertad para escapar de la gregaria trama que necesitaba a su víctima expiatoria, al señalado eterno con la culpa de no ser como todos: el distinto.

Pero no huía, no, de la Pasión.

Estaba todo él -su presencia en el relato lo confirma- inscrito en la tragedia que la noche del jueves diseñaba para cualquier discípulo del Réprobo:
lo imagino andando ahora desnudo primero al ras de las ortigas que en el monte le laceraban la piel, luego en las calles ante el unánime asombro de vecinos, transeúntes, maldiciendo acaso su impudicia, preguntándose de dónde vendría sin ropas a esas horas.

Su desnudez era observada, escudriñada con curiosidad objetante, minuciosa.

¿Qué sintió, desnudo, al llegar a su cuarto y pensar en la casa de Caifás, llena de gente?

Quizá escuchó él también el canto de los gallos en la vergüenza núbil de la aurora.

Nosotros todos éramos y somos aquel evangélico muchacho:
las doce del día bajo la regadera y la mañana en el calabozo configuran una única noche detenida, un mismo Getsemaní agónico.

Éramos y somos, como él, aquellos afiebrados buscadores de lo que no se nos ha perdido, los perpetuos perplejos ante lo real, que para los demás es únicamente sólito -una simple magnitud de la costumbre-, los que, merced a un privilegio padeciente, ven al mundo al revés, al colectivo desde una periferia contumaz, al hombre con el virgen sobresalto del asombro, al universo entero girando en el pavor del primer ser humano frente al fuego o la exclamación de una llanura oceánica (vivimos de atávicos terrores que los otros se escamotean a sí mismos, para estar a salvo de la estupefacción del firmamento sobre el inmóvil Jardín de los Olivos).

No, nunca fue fácil vivir para nosotros.

Llenos de nuestro metafísico estupor, nuestra disonancia ante la Ley, nuestra subversión vocacional, nuestra manera tangencial, oblicua, de ser miembros de la especie, nuestro seguimiento metafórico -cubiertos por una única sábana precaria en las alucinaciones, el delirio, la depresión, las fobias, la maníade Aquél de quien se habló de esta manera:
está loco de atar, ¿por qué lo escuchan? (Jn 10, 20) y más cruelmente todavía:
sus parientes fueron a echarle mano, porque se decía que no estaba en sus cabales (Mc 3, 21) -La locura como metáfora e imagen del seguimiento de Jesús:
pues la sabiduría de este mundo es locura para Dios (1 Cor 3, 19) Un modo inconsciente de seguirlo que puede convertirse en voluntario si uno toma conciencia de la gracia que ha sido recibir la enfermedad como invitación a vivir de otra manera, con temor y temblor ante el milagro de existir todos los días, bajo el cielo.

Y desnudos. Estamos desnudos, como el joven, en el baño o en mitad del calabozo escapados, desnudos del uso compartido de la razón social que exige víctimas y clava, desnudo, en el madero al que por ser diferente carga todas las culpas de los que son iguales al rasero común, a la horma idéntica.

La locura es aquella desnudez a través de la cual nos escapamos de la cotidianidad de esa razón legislativa que fabrica, marginándolos, a los parias, los manchados, los impuros -Fue el loco Rey Lear quien, por serlo, pudo sentenciar ante un Edgar confidente desde la desolada majestad de su delirio:
Nadie es culpable, nadie, digo que nadie: yo seré su fiador La locura como inocencia absolutoria que desviste a los hombres de sus culpas.

4

Pero esa desnudez libérrima conoce la paradoja de ser también la otra, la propia desnudez ya percibida como maldición al ser examinada por los ojos de los otros, por la pupila del Otro frente a la cual nos desprotege ese mismo estar desnudos, observados por la visión ajena que se llaga en la conciencia de sí, hasta su médula.

Y el desnudo al que ya no le importaba el cómodo ropaje de la sujeción busca ahora, desesperadamente, ser vestido por la aprobación de esa mirada que lo escarba, esclavizándolo.

Las dos desnudeces se entrelazan dentro del cuerpo único del loco.

Y me pregunto si acaso la salud, la sola curación posible y deseable que no aportan ni aprontan sanatorios con sus multitudinarios baños de agua fría y calabozos para el deseo disidente (¿Pensé, estando allí, en Auschwitz, en Dachau?) consiste en romper la trama inextricable que confunde la una con la otra:
la libertad desnuda de Adán en el Jardín y esa misma desnudez ya avergonzada.

Publicado por primera vez en El Papel Literario de El Nacional, 05-02-2005. Recogido en Patria y otros poemas (Caracas: Equinoccio, 2008).

Domingo

 

Cuánta vida
dulce
el cielo el mar el puerto
las gaviotas
luz
en el asfalto a trechos una sombra
fresca.
País sonoro
la mujer que pasa caminando
el aire el ritmo
calle plomo y sol todo caliente
trepando la colina sobre casas
blanquísimas y cielo puro cielo
que quema que arde que se pierde
y luego baja:
mar
Costaba
arrancamos la plata pegadiza
del océano, el temblor fláccido
del agua y las plumas brillantes
hundidas y calientes
Sol
y voces frescas, frutos tibios:
todo en vasto azul, maduro y esplendente,
como espalda de cielo a mediodía.

Las cosas

 

Si dejáramos ser
a las cosas, las sencillas,
que nos cercan y acompañan
desde su centro silencioso,
ofreciéndonos ayudas, aliviándonos
con su sedante rutina, su costumbre,
si no las estorbáramos afeándolas
por ese manoseo que les pesa,
les quita liviandad, fasto espontáneo,
si decretáramos quedar
prendidos a su sueño milenario,
su mudez terapéutica, su olvido
de que nosotros existimos,
si las rozáramos solo para asir
una pacífica, lenta, arqueología:
el universo puntual que nos reúne
sin jerárquicos mandos, sin señores;
si no fuéramos sus amos, ni tampoco sus esclavos
sino con ellas un Todo redondo, palpitante,
donde cupiera hasta el vibrátil
goce de la mosca que hoy zumba junto a mí
y me fastidia,
yo sé que inauguraríamos el mundo
el resplandor orgánico el cosmos,
frutal antes de morderlo.
Mientras tanto nos queda la utopía
inscrita en esa santidad
constantemente maculada
de la amnesia fragante de las cosas.

Armando Rojas Guardia, Venezuela, 1949-2020

Poemas de Quebrada de la Virgen

 

1

Fray Angélico pintaba
a Jesús y a la Madona
de rodillas.
¿Qué daría
yo, minúsculo
monje laico, fraile menor
de alguna Orden extinta
por prosternarme ahora
que intento describir
este olor inocente de la tierra,
la redonda castidad
que perfuma hoy este mundo
donde hasta el ruido torpe del camión,
el canto lejanísimo del gallo
e incluso el sudor, feliz,
de mis axilas
se confunden
en un aroma hímnico, en la antífona solar
que entona el aire virgen?

Poemas de Quebrada de la Virgen

2

“…el cantus firmus, la melodía central
en torno a la cual cantan las otras voces
de la vida”
Dietrich Bonhoeffer

Adoré antes cada dádiva de Eros

Ahora sé que en todos mis deseos
ardes Tú -invicto y detergente-
como la luz, delfín pulquérrimo,
nada y salta en los colores
sin mancharse con ellos

Poemas de Quebrada de la Virgen

3

Lezama, hoy voy a orar contigo:
todo es metáfora de todo.

Las cosas, mirándose las unas en las otras,
son espejos en el reino de la imagen.

Por ejemplo, aquella acacia sola,
como si en verdad me adivinara,
enseña ahora, bajo el silencio cóncavo del cielo,
el tiritante,
el retorcido,
el exacto crucifijo de dos ramas
que ya no ampara el follaje.

Pero un poco más allá, un eje calmo
en la corriente clara del arroyo
me revela de pronto la naturaleza
del tiempo (y la resurrección):
no arrastra a la piedra el agua ávida,
¡sólo la pule!

Poemas de Quebrada de la Virgen

4

Lugar común desinfectado,
hoy resplandece lo humilde
de tan obvio:

sólo en silencio
descubro
que Suenas

Poemas de Quebrada de la Virgen

5

“Belleza….santa perra”
Juan Sánchez Peláez

 

Lo aprendo aquí, sobre estos cerros,
bajo estas nubes buenas: ahora existe
una fiesta celebrándose en la carne
de la intemperie triste de las cosas
(¿dónde duele ese picotazo de la luz,
cuándo vibra esa cadencia de las formas?)
Momentos al garete en que la yerta,
insultada materia se vuelve ceremonia,
liturgia móvil de líneas y volúmenes
incendiándote los ojos que no aguantan,
que no soportan ya tanto ladrido
de la perra feliz, incandescente,
llamando enamorada a su Señor,
a la ebria presencia de su Amo.

Poemas de Quebrada de la Virgen

6

“Treinta años hace que no te invocaba”
Dámaso Alonso

 

Aunque poeta menor, no soy el inocente
Berceo que conversaba contigo sobre el pan
cotidiano y moreno de los pobres.
Apenas soy un Epulón, que ya presiente
el fasto final de su miseria: la mirada
de Lázaro colmada.
Tú sabes
que el camello, gordo y de buen precio,
mira con horror la puerta estrecha
del ojo de la aguja.

Torre de Marfil, con la que mido
mi risible Babel de biblioteca, puntual mesa,
neón oficinista, limpia cama
(¿quién podrá aherrojar el Arca de la Alianza
donde nace el Pacto con los últimos,
humillados
y proscritos,
Mater Páuperum?
¿no está ya la Rosa Mística
plantada para siempre en “Nazareth” -así se llama
la escuelita de un barrio de Caracas-?)

Pero quizá no es tarde, todavía:
frente al Dios masacrado que arrullaste,
olvidado de sí el rostro de Narciso
contempla en el agua de las lágrimas
el Espejo de Justicia, tu
óvalo perfecto

Poemas de Quebrada de la Virgen

7

“… elEspíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas”
Génesis 1,2

“… a menos que uno nazca del agua y el Espíritu, no puede entrar en el Reino”
Juan 3,5

En la capilla,
fuente y estanque
(bautismo terso
sobre mi mente
esta mañana)

Junto al sonido
del glugluteo
arrodillada
habla la aurora:
en el principio
sólo había agua
(únicamente
sorbía el Espíritu
el centro núbil
de aquel rubor
en la garganta)

De esta manera
para volver
al ser intacto
de ese comienzo
cuando Dios mismo
gustaba en ella
su propia higiene
originaria,
hay que nacer
sí, del Espíritu,
pero también
del elemento
que en su sabor
guarda el principio:
el que de pronto
nos sabe a Todo
¡igual que a Nada!

Poemas de Quebrada de la Virgen

 

8

Me despierta Tu olor entre las sábanas.
Vengo junto a Ti, que te me expandes
en la carne agradecida, con ímpetu solar.

Digo Junto a ti. Vuelvo a decirlo.
Y para algunos, poquísimos amigos
es hoy este rubor confidencial:
nadie sabe

que, a Tu sombra, gusto vivo,
el ápice frutal de mi deseo sabe intacto,
anterior al paladar de su lenguaje,
como aquella manzana de Cezanne
exacta sobre el fondo. Sin gusano.

Poemas de Quebrada de la Virgen

9

Me recuerdo
a expensas de las ráfagas de música
mientras aquel terco, helado espejo
devolvía mi rostro iluminado
donde el alcohol ya empezaba a dibujar
la náusea de caer, harto de mí,
en cualquier cuerpo, como en mi propia tumba.

Como entonces, apronta Tú mañana y siempre
aquella flor menuda junto al piano
-imposible loto zen en el bazar-,
la flor que nadie mira, erguida sólo
para arrasar de lágrimas mis ojos
con el estupor feliz, con la vergüenza.

Poemas de Quebrada de la Virgen

10

A Miguel Martínez

 

El sabor del agua después de gustar la picadura
holandesa de mi pipa.
El rojo asoleado del capó de un automóvil
donde canta la salud del siglo XX.
La terca, muda, compacta verticalidad de la pared
sacramento de la paciencia de las cosas
soportando, día tras día, el desorden de mi cuarto.
Los tristísimos ojos de Charles Baudelaire
-fotografiados ahí, sobre la mesa-
mendigos aún de la hermosura.
La silueta del gato visto anoche
jadeante y sigilosa como la luna de Edith Piaf.
La torpeza de aquel piano -tres apartamentos más abajo-
donde las manos de alguna pálida vecina
ensayaban a Chopin
(bendito seas, Señor, en esta tarde cargada de misiles,
porque resuenan fragantes todavía la tos almidonada
y el frac y el malabar y la lavanda musical de Federico).
Aquel epicúreo rectángulo de sombra bajo el porche.
El color de la trinitaria en el crepúsculo
recordándome otra tarde en Nicaragua
en que bebí morado líquido (un jugo casual de pitahaya)
La risa de Miguel, para saber que existe el Paraíso
en la franja tropical de la memoria.

Haría falta también nombrar el cuento múltiple
de lo que me hace más sabio a su contacto:
el 3er. movimiento de la 9a. de Beethoven,
el cósmico juguete que son los dedos de Thelonius
tocando “Round Midnigth”, un solo lentísimo de Parker
-por ejemplo, “Lover Man”- en la mañana
cuando el abrazo se demora, insiste, recomienza
aquel poema de Ezra Pound, el que termina:
“…la aurora entra en el cuarto,
con pasitos menudos,
como una dorada Pavlova…”,
ciertas páginas calientes de Lezama
en que huele a malecón, las olas rompen
e incluso el mar tiene un color de daikirí,
aquella última secuencia de la película de Chaplin
(la ex-ciega y el mendigo se consuelan
de su imposible amor, con la mirada).

Enumeraría igualmente esos instantes
inocentes, su gloriosa mansedumbre
que no vistió, desde luego, a Salomón:
el momento más justo del acorde,
la simetría sedante del paisaje,
la esbeltez japonesa de la curva,
la gravidez sonora del volumen,
la santa promiscuidad de los colores:

me refiero a Tus poemas menudos dibujando
la infinita secuencia de la anécdota
que le cuenta a mi muerte Scherezada
en la penúltima, horrenda, bella noche.

Poemas de Quebrada de la Virgen

11

Aquí, en esta casa,
donde cada palabra, cada gesto
son sólo los dóciles ecos de la luz
inmaculada,
vertical,
inapelablemente última,
añoro para ella
(la cháchara mujeril de la poesía
con sus técnicos chismes de ocasión
tan fotogénicos -whisky en mano-
sobre la página social
de algún Suplemento Literario),
le añoro, digo, algo de la casta
doncellez de la madera
recibiendo
la frugalidad silenciosa de una cena,
de la última cena.

Poemas de Quebrada de la Virgen

12

“Todavía -dijo el niño- luchas con El”
Nikos Kazantzakis

“…máteme tu vista y hermosura”
San Juan de la Cruz

 

Rasante, en el sol pleno de las doce.
Reconozco la cólera del vuelo.

Había olvidado ya
que para merecer la epifanía
mortal del gavilán
en picada fugaz sobre la presa
(la sangre feliz entre sus garras)
era necesaria esta canícula
precaria de la espera,
el sudor convalesciente
aguardando el ojo clínico del ave,
las dos alas batientes gobernándote,
el pico alegre y fúlgido
desgarrando la carne bienherida
víctima al fin de la salud,
curada por la muerte.

Poemas de Quebrada de la Virgen

13

“Vino un huracán violento, que descuajaba los montes (…) pero el Señor no estaba en él (…) Después se oyó una brisa tenue, y al sentirla, Elías se tapó el rostro (ante Su presencia)…”
1 Reyes 19,13

 

¿Dónde podría encontrarte ahora
sino en la respiración de su sueño
junto a mí:
adánica, uniforme, bajo el alba?

Poemas de Quebrada de la Virgen

14

A Esdras Parra

“Oyeron al Señor Dios, que se paseaba por el jardín a la caída de la tarde. El hombre y la mujer se escondieron (…) Pero el Señor Dios llamó al hombre: -¿Dónde estás? Él contestó: -Te oí en el jardín, me entró miedo porque estaba desnudo”
Génesis 3,8-10

Hay otro tiempo.
Sé que hay otro, sugiriéndose
allí, en pleno centro
de esta anárquica orquesta de relojes
dando la hora para nadie,
porque es siempre el minuto en que no estoy,
en que me fui.

Sé que hay otro,
ingrávida cadencia que no registra el télex
ni el fonógrafo: ella sola
es el pentagrama oculto de los hechos
componiendo aquel acorde,
el pianísimo blanco del instante
(el del anhelo, el único central, el extraviado)
en que se oyen, tan leves, Tus pisadas
bajo el miedo, la música invisible
de Tu danza en el jardín, que me pregunta
por aquella memoria de quietud,
desnuda siempre,
que cubrió la velocidad de mi vergüenza,
esta prisa amnésica olvidando
la puntualidad del Paraíso.

Poemas de Quebrada de la Virgen

15

Los ojos de la monja me sonríen
al servir, discretísima, mi cena
como si ejercitara con los dedos
-con el alma entre los dedos, mejor dicho-
algún arte sagrado. En este instante,
para ella soy un extraño solamente
y por eso su lenta cortesía:
a sus ojos soy alguien, alguien sólo,
una santa demanda colocada, como un don,
en las afueras de su Yo. Para acogerla,
para recibir ese regalo inmerecido,
hay que salir al extramuro, autoexilándose
en la intemperie ética, que inclina
a recoger las migas de mi plato,
las sobras del simple transeúnte
un comensal anónimo, el Otro vivo
con quien se comparte el pan inexorable;
el hecho de habitar sobre la tierra.

Poemas de Quebrada de la Virgen

16

“…llegó con un frasco de perfume; se colocó detrás de él, junto a sus pies, llorando, y empezó a regarle los pies con sus lágrimas (…) Y El, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: “…se le perdonan sus pecados, porque amó mucho”
Lucas 7, 38, 47

 

Sobre la cubierta de aquel ferry,
frente al ardor matutino del mar calmo,
yo sé que una mirada, cualquier gesto,
habrían delatado mi ansiedad,
ese anhelo de demorar un tacto leve,
simplemente amistoso, sobre el hombro,
y la necesidad de prolongar lo suficiente
la caricia discreta de los ojos
para que al fin él lo supiera,
lo comprendiera todo de repente.

Hoy he vuelto al sentir, frente a la noche,
la misma delicia de aquel miedo,
esta añoranza, súbitamente impostergable,
de confesar sin estridencia
mi amor silencioso,
tan íntimo que sangra
con la más invisible de las sangres:
la que no puede fluir, porque está hecha
del heroísmo último del alma, del martirio
que se ha tragado la muerte solitaria
para que el otro sea dichoso.

Dame siquiera el saber que he amado mucho,
el perfume caliente de mis lágrimas
enjugando las Tuyas, que también
ardieron calladas, sin reproche,
por él, sonriente y esbelto sobre el ferry,
desde luego por mí,
por la indiferencia sólida del mundo.

Poemas de Quebrada de la Virgen

17

Manando sangre negra, Tu costado
vierte hoy la tinta del poema:

para llegar al centro
de la indecible comunión,
no te apresures
multiplicando abrazos a destiempo.
Quédate ahí, en la intemperie
exacta de tu cuarto (ni siquiera monacal:
fijado por sus paredes habituales)
abriéndote al minuto de silencio
-llegará, te lo aseguro,
entre las grietas del ser, inconfesadas –
en que empieza a resonar
aquel llanto penúltimo, el gemido
suplicante de la madre al estallar
la cólera paterna, ese sollozo
rogando por el miedo que has de oír
en el ruido insomne de los otros
construyendo el amor, el desamparo.

Armando Rojas Guardia, Venezuela, 1949-2020